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Ser otro

Los escritores y sus sombras
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Se es escritor, por principios y en principio, para ser otro y para hacer otros.

Y, sí, no conforme con lo anterior, de pronto, un escritor —que ya ha sido tantos personajes a lo largo y ancho de su obra— decide que lo próximo será ser otra persona.

¿Por qué?

¿Para qué?

¿Para quién?

Un teoría práctica podría ser la de querer/necesitar ser otro para recién así poder crear otros personajes.

Ser otro escritor.

Ponerse una máscara que le permita escribir otros libros. O aquellos libros que no podría escribir al descubierto y con su letra de siempre (porque no se lo permitiría o no se lo permitirían, piensa), sino bajo otro nombre. O porque, en realidad, puede permitírselo y le divierte la idea.

En lo que hace al deseo y al impulso de ser otro, la historia es vieja como el mundo. Y se manifiesta, con autoridad y en lo autoral, ya en los muchos diferentes nombres de un mismo dios a medida que va mutando de cultura a cultura y de milenio a milenio; pero sin jamás renunciar a seguir creando, escribiendo, corrigiendo, perdonando divinamente los errores de sus criaturas; porque sin sus errores y/o comportamientos imprevisibles ya no habría mucho que contar.

La traducción e inversión de esta pulsión mesiánica a un mortal creador de inmortales, claro, no es sencilla: los escritores son singulares seres plurales que viven haciendo convivir varias vidas. A saber: la vida de lo que escriben; la vida de lo que leen; la vida familiar; y la vida que les imaginan sus mitómanos lectores, así como todas las vidas que a su vez se desprenden de estas cuatro categorías cardinales. No, los cuentistas y novelistas y poetas no lo tienen fácil. Y sí, se la pasan haciendo equilibrio sobre la tensa cuerda floja de la psicosis para armar de a pedazos (Susan Sontag apuntó que todo autor acaba siendo, al mismo tiempo, Victor Frankenstein y monstruo) o del resignado éxtasis con el que Jorge Luis Borges explicó que “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas… Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica… No sé cuál de los dos escribe esta página”.
 

Nom de Plume. A (Secret) History of Pseudonyms (Harper, 2011), de Carmela Ciuraru[1], es una buena aproximación a esta bastante (in)sana patología que no es otra cosa que la versión exclusiva y glorificada de la pulsión de los lectores que leen, también, para ser otros, para experimentar en papel y tinta lo que difícilmente experimentarán en carne y hueso.

Allí, Ciuraru abre invocando una cita de Virginia Woolf de aires hamletianos (“Nunca ser uno mismo y al mismo tiempo serlo siempre: ése es el problema”) para enseguida ponerse a rastrear las raíces latinas del alter ego como forma permitida de transmutación a los mortales y, a continuación, mencionar escándalos pasajeros (como el del “inexistente” J.T. LeRoy) y analizar puntuales casos paradigmáticos.

Como los de las hermanas Brontë/hermanos Bell, Marian Evans/George Eliot, Jane Austen (quien empezó firmando como By a Lady), obligadas a masculinizarse, porque no estaba muy bien visto que las mujeres fuesen tan-demasiado-muy imaginativas.

O el de Mark Twain surgiendo de la melena despeinada de Samuel Clemens.

O el de la aristocrática Karen Blixen deviniendo en el muy popular Isak Dinesen y más tarde bromeando que “de haber sido hombre no hubiese dudado en enamorarme de una mujer escritora”.

O el de William Sydney Porter saliendo de prisión como O. Henry para dejar atrás problemas con la ley.

O el de Patricia Highsmith/Claire Morgan para debutar y publicar sin ser observada el gran best seller lésbico de su tiempo.

O el de Fernando Pessoa y sus heterónimos en serie “para nunca alcanzar el fondo de Fernando Pessoa”.

O el de ese gran escritor de escritores que es Henry Green tiñendo a Henry Yorke porque “los nombres distraen” y, titulándose su primer libro Ceguera, explicando que “me atrajo la idea de que quienes lo leyesen estuvieran un poco en la oscuridad”.

O el de Stephen King, quien fue Richard Bachman para averiguar si ya sólo vendía por el nombre y fue descubierto cuando Bachman fue best seller como King[2].

O el del mentiroso y automitómano Georges Simenon, que veía en sus muchos nombres de batalla la justificación para poseer a muchas mujeres.

Y es un gran admirador de Simenon —no tanto de los casos del Inspector Maigret, “que son una tontería”, sino de sus unitarios romans dur, que “me parecen mejores que Sartre, incluso mejores que Camus”— quien saluda desde la contraportada del libro Ciuraru. Y lo recomienda con un “He aquí un libro fascinante sobre un tema fascinante. Todos tenemos otros yos, pero sólo algunos entre nosotros les damos un nombre y los dejamos sueltos en el mundo”.

El nombre y los nombres de ese escritor es y son John Banville y Benjamin Black y, recientemente, un resucitado/clonado Raymond Chandler.

Ustedes elijan.

Él ya eligió

“Banville sabe perfectamente por qué decidió reinventarse como Benjamin Black: por dinero”

Aunque queda claro que el oscuro tema de la duplicidad en John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) ya era El Tema de su obra mucho antes de que decidiese dar a luz a Benjamin Black. La impostura como material con el que tejer sus tramas ya aparece tanto en su “trilogía científica”[3] (donde experimenta con las vidas y experimentos de Copérnico y Kepler y Galileo y para las que, considera hoy, “me documenté demasiado”), como en la trilogía girando alrededor de esa especie de difuso Tom Ripley beckettiano que es Frederick Montgomery (basado en un verídico criminal irlandés, Malcolm MacArthur)[4]; o en la trilogía embrujada por la memoria de la suicida Cass Cleave[5] (en la que, en el segundo de sus volúmenes, un tambaleante Axel Vander se parece un poco demasiado a un deconstruccionista y culposo Paul De Man); o en la clínica y libre relectura (nada más que a partir de una sonrisa entre traviesa y despectiva que Banville le vio en una entrevista[6]) del espía y galerista de la realeza Anthony Blunt rebautizado como Victor Maskell[7]. Así, casi todos los personajes de Banville desearían ser otro o, a partir del deseo concedido, ya no tienen muy claro quiénes alguna vez fueron.

Banville, en cambio, sabe perfectamente por qué decidió reinventarse como el escritor de policiales crepusculares Benjamin Black: por dinero.

De acuerdo, también hay un cierto amor por los thrillers que Banville empezó a leer en su pubertad, empezando por Agatha Christie “y todas esas amables y asesinadoras damas británicas”, para luego pasarse a los callejones hard-boiled de Dashiell Hammett & James M. Cain & Co. Pero antes que nada y después de todo: el dinero, easy money, aquello por lo que se suele matar o morir y, también, escribir sobre matar o morir[8]. Y porque se lo sugirió su agente (quien también le sugirió, en el momento de la génesis, que Benjamin Black sonaba mucho más noir que Benjamin White, primer color escogido por Banville para “pintar” su fachada), y porque surgió el proyecto de presentar al patólogo dublinés Quirke como protagonista de una serie de televisión. El proyecto se frustró[9] y Banville decidió sacarle provecho a ese guión —siendo su raíz la duplicidad— cambiándolo de formato. De ahí los ya varios casos de Quirke (al que Banville describe como mi opuesto en lo físico) resueltos a un veloz ritmo anual[10], para sorpresa de un autor que hasta entonces se consideraba, y se sigue considerando, un escritor lento. Pero Banville se acelera cuando se transforma en Black. En cierto modo, algo que remite a aquel cruce fundante entre el reposado Jekyll y el desaforado Hyde, pero, aquí, sin perder nada del buen estilo y grand style más allá de que, desde su nacimiento, Banville no vacile a la hora de definir a Black como “mi gemelo idiota”.

Pero, visto desde fuera, está claro que esa idiotez que le adjudica Banville a Black es la resultante de cierto pasmo con una pizca de inconfesable envidia. Porque, para Banville, Black es autor de libros “de los que estoy mucho más orgulloso: funcionan mucho mejor que los periódicos fracasos parciales y siempre mejorables que suelo publicar como John Banville… Mis libros son un motivo de vergüenza. Superiores a los de cualquier otro, pero no lo suficientemente buenos para mí. Nada desearía más que existieran otras vidas y otros mundos donde poder volver a escribirlos. Pero no se puede… He aquí la diferencia: lo que te da Banville es concentración, lo que te da Black es espontaneidad. Sé de lectores que consideran a Black un mejor escritor que Banville y, desde ya, un mejor novelista. Y tal vez tengan razón”.

Ante la duda, precisiones: Black no sólo escribe más rápido que Banville, sino que, además, puede hacerlo sin problemas en aviones y hoteles (cosa que a Banville le resulta imposible), y Black es algo más joven que su creador, y tiene un envidiable sentido del diálogo y de la acción (en las novelas de Banville no se conversa mucho, se monologa constantemente, y las cosas no se mueven demasiado). Y —Banville lo descubre en el momento y en voz alta conversando frente a un micrófono radial de El Estado Mental[11]— Black es mucho más y mejor apreciado por sus connacionales que Banville (aunque no por sus colegas policiales, quien lo consideran un intruso) porque es mucho más patriota y “a diferencia de mi persona, él no tiene problemas en ponerse el sweater verde nacional”.

Le pregunto a Black qué piensa de Banville:

“Es un pretencioso”, me responde, con frase corta y efectiva, a quemarropa.

Y sigue escribiendo a la velocidad de la luz.

Y ahora Benjamin Black es best seller luego de, él también, haberse atrevido a ser otro. Nada más y nada menos que Raymond Chandler, creador del detective clásico Philip Marlowe a quien ha resucitado para la muy lograda y admirable —además de muy divertida— La rubia de ojos negros. Un ejercicio mimético —en principio Banville y Black se resistieron a la oferta de los herederos de Chandler, pero un par de años después accedieron al comprobar la facilidad y elegancia con que tomaban su voz— que trasciende al pastiche y al hommage para convertirse en una de las mejores novelas policiales de Chandler y de Black.

Y de Banville.

Porque, ya se dijo, todas —incluyendo la exitosa El mar (2005), que consiguió despegar de Banville esa maldita bendición que es la etiqueta de “escritor de escritores” y que le ganó el Booker, premio que de inmediato se traduce en un contundente fortalecimiento de la cuenta bancaria— parten del concepto de otredad, de no ser quien se debería ser, de haber tomado un desvío del camino.

“Banville: ‘Nunca me he acostumbrado a estar en esta Tierra. Siento que nuestra presencia aquí es un error cósmico, y que nuestro destino era otro planeta’”

Si se trata de viajar al núcleo absoluto e indivisible de lo banvilleano, éste se encuentra en un párrafo de El libro de las pruebas muchas veces citado por él mismo en sus entrevistas. Para explicarse y para explicarlo todo. Hace unos años, en Dublín, Banville me dijo: “Sí, Freddy Montgomery dice en ese libro aquello de ‘Nunca me he acostumbrado a estar en esta Tierra. Siento que nuestra presencia aquí es un error cósmico, y que nuestro destino era otro planeta’. Y luego se pregunta cómo les irá a esos terrícolas delicados, a los que iban a venir aquí, en el otro lado del universo, y se dice ‘No, hace mucho que deben de haberse extinguido, cómo habrían podido sobrevivir los delicados terrícolas en un mundo hecho para contenernos a nosotros’. Y creo que es verdad. Me siento, como todos nosotros, un extraño en la Tierra. Este es un mundo absolutamente exquisito, no hay más que mirarlo, tan distinto de nosotros. Hemos adquirido un conocimiento que las otras criaturas no tienen, la conciencia de la muerte. Y hemos pagado un precio enorme por ello, sólo hay que ir a cualquier sala de espera de un hospital psiquiátrico para entender el daño que la conciencia nos ha infligido. Se trata de un regalo muy valioso, pero también muy difícil. Un don que nos ha distanciado del mundo, de los animales, lo cual me consterna profundamente. ¿Sabes cómo nos miran los animales? No me refiero sólo a los animales domésticos, sino también a los salvajes. Nos miran con perplejidad, y constantemente tratan de comprendernos. Como dice Nietzsche, los animales nos miran como al animal que ríe, el animal infeliz, el animal loco. Por eso, supongo, es por lo que escribo, a causa de esa sensación de distanciamiento, intentado encontrar el camino de vuelta al mundo mediante oraciones. No creo que sea algo excepcional. Es lo que todos hacemos cuando hablamos, cuando tratamos de expresarnos ante un ser amado u odiado”.

Y entre lo seres amados de John Banville hay, inevitablemente, un puñado de escritores, de terrícolas extraterrestres como él. Nombres que lo formaron y lo deformaron, y —nada es casual— todos tienen un rasgo común: en algún momento de sus vidas y carreras escribieron bajo otro nombre: James Joyce (quien comenzó firmando como Stephen Dedalus, señas que más tarde trasladaría a su alter ego narrador en tres de los relatos de Dublineses y, como personaje, en Retrato del artista adolescente), Samuel Beckett (quien rubricó ensayos y poemas como Andrew Belis), Vladimir Nabokov (quien presentó buena parte de sus primeros textos de émigré nómada con el alias de V. Sirin), y Henry James (a quien en los últimos tiempos los especialistas han rastreado hasta iluminar su sombra en posibles textos juveniles, y no tanto, bajo los nombres de Leslie Walter y, ¿sorpresa?, Mademoiselle Caprice).

Y —alguien no hace mucho le sugirió a Banville henryjamesiarse para continuar Retrato de una dama, “pero todo tiene sus límites y yo tengo mis límites”— Henry James es el favorito al que Banville no deja de volver a lo largo de los años. El James de ese relato clave para entender el desdoblamiento autoral —The Private Life, de 1893— y donde, con una delicada fragancia fantástica, un fan descubre que su admirado escritor es, en realidad, dos escritores que son uno: el solitario que escribe a solas y el espécimen social y frívolo y un tanto decepcionante sobre el que se escribe en público. The Private Life es, también, ese relato donde destella uno de los dictums más invocados de James. Aquello donde el trabajo del escritor se reduce a un inabarcable “Trabajamos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, entregamos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea. El resto es la locura del arte”[12].

Y tal vez por eso, en su último libro publicado hasta la fecha como John Banville[13], el irlandés —quien siempre ha defendido la importancia del estilo por encima de la obligación de la trama— comete la locura definitiva. Y le sale bien. Le sale el volverse personaje[14] y ser contado y comentado por otro, por el actor Alexander Cleave.

Allí Banville —implacable e irónico consigo mismo— se lee y se relee, se escribe y se describe así, visto por otro y desde afuera:

“No hay duda de que JB es un tipo raro, y cada vez que me encuentro con él me parece más raro. Gasta un aire furtivo y desasosegado, y siempre da la impresión de alejarse lentamente, nervioso, incluso cuando está sentado inmóvil, como ahora, en este alto sillón de orejas con las piernas cruzadas y una copa de brandy en la mano… Ahí estaba sentado ahora, a la vez vitrificado y alerta, observando atentamente mis labios mientras yo hablaba, como si creyera poder leer en ellos una versión distinta y secretamente reveladora de los asuntos que mis palabras intentaban transmitir, y que parecían demasiado inocentes… El estilo de su prosa ha sido lo que, de buen principio, más me ha sorprendido… De hecho, me ha dejado tieso. ¿Es afectación, o se trata de una postura deliberada? ¿Es una ironía general y sostenida? Retórica en extremo, exageradamente elaborada, de lo más antinatural, sintética y densa, posee un estilo que podría haber sido forjado —le mot juste!— por el empleado de un tribunal de delitos menores de Bizancio, pongamos, un antiguo esclavo cuyo amo le ha concedido generosamente la libertad de utilizar su inmensa y ecléctica biblioteca, una libertad que el pobre tipo ha aprovechado con excesiva avidez. Nuestro autor —el tono te atrapa—, nuestro autor ha leído mucho pero de una manera no sistemática, y utiliza todos los recursos que ha ido recogiendo de esos libros para disimular su falta de instrucción —un poco de latín, un poco menos de griego, ja, ja—, aunque el efecto es justo el contrario, pues en cada espléndida imagen, en cada intrincada metáfora, en cada ejemplo de remedo de conocimiento y falsa erudición, se revela de manera inconfundible como el ávido autodidacta que indudablemente es. Debajo del lustre, de la estudiada elegancia, de la pose de dandy, late un hombre atenazado por los miedos, las angustias, los amargos resentimientos, y también poseído de un ingenio esporádico y mordaz y un ojo por lo que se podría denominar el bajo vientre de la belleza”.

John Banville es, creo, el escritor con el que más he entrevistado y uno de los que más he visto. Aquí y allá. Por primera vez en Barcelona y luego en Santander, León, Madrid, y varias veces en Dublín. Allí, hace ya unos años, en la ciudad en la que tiene su estudio (y a donde acude a trabajar todos los días “porque, a diferencia de Black, es el único sitio donde puedo escribir”), de regreso de una visita a la joyceana Martello Tower en Sandycove (donde se ofreció para firmarme el ejemplar del Ulysses que compré en el Museo Joyce con el atendible argumento de que “él ya no está por aquí para firmártelo”), caminamos por las calles cercanas al Trinity College. Y entramos en una librería especializada en lo criminal, Murder Ink., que ya no existe. Entonces, el dueño de la librería lo vio llegar a Banville y exclamó: “Ah… pero si no es otro que Mr. Black”. Banville sonrió, pagó el precio de un thriller de Simenon y, ya en la calle, bajo un viento que amenazaba con llevárselo a él y a todos sus alias por los aires, gruñó:

“En mis pesadillas veo un diccionario de escritores editado en el 2080 donde en la entrada de John Banville se lee: ‘Banville, John: ver Black, Benjamin’”.

En cualquier caso, la pesadilla de John Banville puede llegar a ser un dulce dueño para nosotros. Porque tal vez sería mejore regresar a tiempos con pasadizos secretos y contraseñas exclusivas. Lo advierte Carmela Ciuraru: “Existe un decisivo contraste entre el mero ingenio (en el mejor de los casos) y lo que autores como Lewis Carroll (Charles Dodgson), Gerorge Orwell (Eric Blair) o James Tiptree, Jr. (Alice Sheldon) poseían: mérito literario, una apasionada imaginación, un obsesivo vínculo con el lenguaje y un íntimo conocimiento del sufrimiento en el nombre del arte. Tenían aquello a lo que podemos llamar coraje. Es la diferencia que hay entre escoger un disfraz para Halloween o ser un travesti. En el primer caso, te vistes así porque la ocasión lo demanda. En el segundo caso, el modo en que te transformas está profunda e inexorablemente ligado, en ocasiones dolorosamente, con tu identidad. Es la diferencia entre adoptar una pose y aprender a caminar”.

El boom del seudónimo –que tuvo su era dorada en el siglo xix, donde en más de una ocasión era conveniente fundirse con las paredes, no llamar la atención, permitir que la obra fuese por delante– ha derivado en tiempos de pura y absoluta reality, los nuestros, donde el rostro y la identidad lo son todo. Lo importante ahora —ninguna duda en ese sentido— es ser conocido y reconocido, ser uno, ser a secas. Aunque, como predicó y profetizó Andy Warhol, sea por quince minutos, o, si se prefiere, ciento cuarenta caracteres, en el aire turbio de internet donde, de acuerdo, sobran los alias y los anónimos y los velos (en una especie de orgía incómoda de exhibicionismo invisible), pero faltan y hacen falta las obras a revelar y Quirke y Philip Marlowe resuelven todos los casos en quince minutos y, por suerte para nosotros, John Banville sigue buscando la palabra justa y el nombre exacto.

 

1 Aquí lo tienen: http://www.amazon.com/Nom-Plume-Secret-History-Pseudonyms/dp/0061735272/...

2 Stephen King probablemente sea el escritor que más y mejor ha explorado la locura del seudónimo. Leerlo y temblarlo en novelas como La mitad oscura o nouvelles como Ventana secreta, jardín secreto.

3 Doctor Copérnico (1976), Kepler (1981) y La carta de Newton (1982).

4 El libro de las pruebas (1989), Ghosts (1993), Athena (1995). Me cuenta Banville que su inspiración real para el personaje, el asesino-dandy Malcolm MacArthur, no hace mucho salió de prisión, luego de cumplir una condena de treinta años, y suele acudir a las presentaciones de sus libros y mirarlo fijo. “Lo curioso es que, con los años, se ha convertido en alguien muy parecido a mí. Incluso se viste igual. Y me dicen que ha pedido conocerme y conversar conmigo para aclarar algunos puntos de mis novelas. ¿Te parece que debo preocuparme, Rodrigo?” Le contesto que sí, que mucho.

5 Eclipse (2000), Imposturas (2002), Antigua luz (2012).

6 Recuerda Banville: “Allí estaba Blunt, enfrentándose a los periodistas, siendo desenmascarado. Y con esa pequeña pero poderosa sonrisa. Uno podía ver que se estaba diciendo: ‘Esta gente piensa que me va a sacar la verdad. Pero no’. Mi mujer se giró hacia mí y me dijo: ‘¡Tienes que escribir sobre él!’. Y le contesté: ‘Acabo de empezar a inventarlo’”.

7 El intocable (1997).

8 Pero no todo es el vil metal, y alguna vez, conversando, Banville añadió que “Un amigo me dijo el otro día que yo me convierto en Black por la misma razón que Beckett escribía en francés: pour écrire sans style. Y puede que tenga razón. El seudónimo es mi manera de advertirle a mis lectores que Black trabaja de manera diferente a la mía. No hay intención alguna de perpetrar una broma literaria à la Borges”.

9 Ahora, años más tarde, Quirke –cuyo primer nombre seguimos sin conocer, Black tampoco se lo ha revelado a Banville– tiene el rostro de Gabriel Byrne en la BBC.

10 El secreto de Christine (2006), El otro nombre de Laura (2007), En busca de April (2010), Muerte en verano (2011), Venganza (2012), Holy Orders (2013), más el folletín para el dominical de The New York Times, El Lémur (2008), y la reciente y marloweiana La rubia de ojos negros (2014).

11 Enlace de la entrevista-conversación en EEM_R.

12 En lo que hace al mandato hemingwayano de que el escritor debe primero vivir y luego escribir (lo que puede llegar a terminar mal, como Hemingway acabó sabiendo), Banville comenta: “Los artistas no tienen realmente mucha experiencia vital. Lo que hacemos es mucho con la poca experiencia que tenemos. Hay una anécdota muy simpática y reveladora de W. H. Auden cruzando los Alpes junto a unos amigos. El poeta iba leyendo un libro, pero sus amigos no dejaban de lanzar exclamaciones de éxtasis ante lo majestuoso del paisaje. En un momento, Auden despegó la vista del libro, miró por la ventanilla del vagón de tren, y regresó a su lectura diciendo: ‘Con una mirada alcanza y sobra’. Completamente de acuerdo con él”.

13 En estos días, Banville afina sin prisa pero sin pausa la que será su próxima novela banvilleana: La guitarra azul. Una historia con pintor bloqueado que se convierte en ladrón. Más dobles.

14 Banville, quien en más de una ocasión (admirador de Poussin y Bonnard) reconoció que su sueño realizado, su Banville ideal, habría sido el de ser un gran pintor. Pero que enseguida se dio cuenta de que la cosa —su talento— no iba por ahí, y de ahí también que se haya conformado con aparecer a lo largo de sus novelas, nabokoviana y anagramáticamente, como el paisajista y retratista Jean Vaublin: “el maestro de la oscuridad como otros lo son de la luz”.