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Funerales anómalos del arte contemporáneo

Enterramiento del Pontiac de Javier Utray (17/11/05)

En Morille, pueblo salmantino de 263 habitantes, se toman muy en serio la teoría de Theodor W. Adorno sobre los museos y mausoleos: en lugar de exponer las obras de arte, allí las entierran. Entre las piezas sepultadas hay obras de Isidoro Valcárcel Medina y Esther Ferrer, Paul Naschy y Bernardí Roig, el Pontiac Grand Prix de Javier Utray, la pepita de oro del V Virrey de Sicilia y hasta la Jabulani con que la selección española ganó el Mundial de Sudáfrica, cortesía de Vicente del Bosque. Ésta es la historia de un lugar raro.

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Acaso lo que Holbein nos ha legado en su extraordinaria Danza macabra sea la certeza de que uno está perdido aunque se ría. Sabemos que los locos y los bufones tienen un acceso privilegiado al mundo de los muertos, que ese Valle sin Retorno (el doble o la inversión de nuestro mundo) es “transitable” por los que están, literalmente, fuera de lugar. Las bufonadas, farsas y danzas en el espacio sagrado o en el recinto de los muertos han sido, por un lado, propiciadas y, en otro sentido, radicalmente prohibidas, considerándolas, nada más y nada menos, que actos diabólicos. El loco sigue el paso de la muerte que toca la gaita, aunque el gesto del dedo índice en el labio revele un raro momento de lucidez, una sospecha frente a su alegre compañía que tiene algo de espejo indeseado. Entre la duda y aquella invocación al silencio continua el bailoteo que podría calificarse de improcedente. La música, lo sabemos, no cesa ni cuando el naufragio es inevitable (conciencia amarga de los “hombres póstumos” que quisieron salvar sus almas cuando el orgullo de la técnica, el Titanic, se iba a pique) e incluso en la fiesta, mientras unos beben vino en grandes cantidades y otro vomita (recuerdo, oportuno según creo, de la grandeza siniestra, familiar y reprimida de Brueghel), la muerte disfrazada sigue cumpliendo con su horrenda tarea. Toda danza es una pantomima de metamorfosis que tiene que convertir al bailarín en dios, demonio o en una forma existencial que anhela algo diferente de la pesadez erosionada del mundo. Necesitamos las máscaras para facilitar esa transformación; este acto puede propiciar un retorno de lo reprimido, sobre todo cuando seguimos rumbo a peor, en este tiempo desquiciado en el que la destrucción genera un placer estético de primer orden y la forma de vida está amenazada, literalmente, por el desahucio de una sociedad sometida al imperativo pre-nietzscheano de la deuda y la mala conciencia. El bailoteo (casi epiléptico) llega a hartar, especialmente cuando la cosa está muy chunga. Volvemos, inconscientemente, a aquel cansancio (barroco) del espectáculo. Las coreografías epigónicas querrían retornar al espíritu grotesco del carnaval, aquel extraordinario “mundo al revés” en el que el bufón era el rey.

La banda camino del Museo Mausoleo

Un filósofo serio como un bloque de granito (Adorno, para más señas) sugirió que Museo y Mausoleo comparten más de lo que imaginamos e incluso pueden estar abrazados en franca pasión etimológica. Lo cierto es que las obras de arte están rígidas y a temperatura constante, algo sospechoso o inquietante. Además, el silencio ritual y los rostros circunspectos de los que frecuentan esos andurriales hacen pensar que la muerte está en ese paraíso de las musas. Domingo Sánchez Blanco (artista charro y bizarro, capaz de asumir el rol de boxeador, actor porno o conferenciante que adoctrina a champiñones) y Fabio Rodríguez de la Flor (escritor y editor que se atreve a publicar libros con el sello Delirio) me implicaron hace una década en la perversa tarea de fundar el Museo-Mausoleo de Morille; en ese pequeño pueblo de 260 habitantes, situado a unos veinte kilómetros de Salamanca se venían haciendo desde hace años unas celebraciones poéticas “pánicas”, esto es, en torno al pan, en la que han “actuado”, entre otros, Los Torreznos o Ajo. No contento con estos desatinos, Manuel Ambrosio, alcalde-académico de este pueblo, apoyó el delirio funerario ofreciendo 90.000 metros cuadrados cerca del campo de fútbol. El 17 de diciembre del 2005 se inauguró el asunto con un cortejo patético en toda regla: un cochero con capa castellana y sombrero con telarañas, un carruaje tirado por un magnífico caballo negro, dos bandas de música tocando al pairo de la situación, un coche tuneado e incluso unos tipos que hicieron acrobacias break de forma, todo hay que decirlo, bastante patatera. Desde el pueblo, por una calleja llena de charcos llegamos al camposanto en el que ya estaban preparadas las dos tumbas: una enorme para el Pontiac de Javier Utray, la otra pequeñísima para las cenizas de Pierre Klossowski, el teólogo pornógrafo, recogidas por Domingo Sánchez Blanco tras una inefable road-movie parisina. Gracias a la condición plúmbea de los discursos, que se lanzaron desde lo alto de una tarima precaria en medio del descampado, se consiguió dar tiempo suficiente para que llegara, vestido de una forma extraña (el sombrero azul, la chupa de cazador, un hacha enfundada en la espalda, una mano con una especie de manto de armiño), el maestro Utray, que vino a decirnos que “el arte es hacer con lo que hay lo que no hay”. Sin duda, el momento más imponente de ese acto fundacional fue el del coche suspendido por la grúa, entrando justísimo en su sepulcro de hormigón armado. La masa se encaramó a la lápida inamovible con unas ganas tremendas de comprobar que aquello, fuera lo que fuera, quedaba allí para siempre.

Esther Ferrer durante su Performance a varias velocidades (01/08/09)

Desde entonces se han realizado numerosos enterramientos, entre los que destacaré el de 169 lotes de fichas que le “sobraban” a Isidoro Valcárcel Medina de su proyecto Ir y Venir, que se presentara en la Fundación Tàpies en el 2002 para itinerar a Murcia y Granada. Un día de perros, justo el año 2008 en el que recibía el Premio Nacional de Artes Plásticas, con gran solemnidad, dentro de un ataúd de cinc (casi se deslomaron los porteadores), dos metros bajo tierra quedaron, para los restos, textos que acaso lean los arqueólogos de un futuro improbable. Apareció, según cuentan, una mujer que tocaba la dulzaina y el tamboril, justo cuando Valcárcel aseguró que la obra estaba “donde tenía que estar”. Avelino Sala enterró, ayudado por el malogrado Orson San Pedro y algunos amigos, sus perros realizado con papel adhesivo de celo. El llamado “V Virrey de Sicilia” sepultó una pepita de oro que fue lamentablemente “profanada” días después por unos malhechores. Del actor Paul Naschy se pasaportaron algunos de los “fetiches” que había empleado en sus góticas y terroríficas (en todos los sentidos) películas. Germán Coppini entregó al reino de la invisibilidad definitiva un pianito recordando sus éxitos que rememoraba como “letanías” que terminaron “muriendo de aburrimiento”. En febrero de 2009 se presentó en Morille Fernando Arrabal, envuelto en alfombras, y tras acercarse al mausoleo encaramado en la pala de un tractor, rindió homenaje a Baruch Spinoza devolviendo a las entrañas de la tierra su memorable Ética more geometrico demonstrata. Poco después apareció para desaparecer súbitamente la maleta de Alberto Greco, aquel extraño tipo que creo el arte vivo-dito y se fue a ejemplificar la cosa a Piedralaves, esto es, a la profundidad rural, donde consiguió ser tomado por un proto-friki (antes de que la rareza se convirtiera en mínimo común denominador para el éxito en el seno de la realidad triturada en forma de show empantanado) con más moral que el Alcoyano. En plenos calores “agosteños”, Esther Ferrer puso fin a su Performance a varias velocidades que había iniciado en 1987. Otro de los fundadores de Zaj, Juan Hidalgo sepultó en el verano de 2010 un piano en una acción que tituló Muerte de Claude Monet de Ayacata, colocando la frase “Sin Epitafio” como justo epitafio. En un acto de absoluta justicia poética, el 11 de julio de 2011, se enterraron cuatro rollos del rodaje de la película Buried de Rodrigo Cortés.

Pepita de oro del V Virrey de Sicilia (enterrada el 13/11/08)

No han faltado exhumaciones masivas, ya sean de esculturas procedentes de la Facultad de Bellas Artes del País Vasco, los textos de poetas cuencanos que desde Ecuador nunca pudieron soñar con tan extraño destino o la documentación grabada en Chile por Miguel Herberg en 1973-74 después del golpe de estado de Pinochet. Algunos de los “funerales” del Museo-Mausoleo. Algunas de las acciones no han sido otra cosa que homenajes a amigos recientemente fallecidos, como mi paisano el ceramista Jaime Rontomé (del que se enterraron, como corresponde, sus cenizas), el brillantísimo crítico y escritor Quico Rivas al que, como dice su hermoso epitafio, “milagrosamente de beber nunca le faltó. […] Intentó varios negocios / Ruinosos siempre / presumió de cumplir / aunque no siempre cumplió. […] Lo que tuvo lo gastó”, que, por medio de su hija, nos “legó” sus zapatos, el joven artista Orson San Pedro, que falleció repentinamente cuando estaba, literalmente, maquinando piezas que hasta tenían que ver con el culturismo, del que custodiamos, bajo tierra, un pendrive con algunas de sus obras, o el arquitecto Fernando Higueras del que se metió bajo tierra la documentación sobre la iglesia de Santa Mª de Caná en Pozuelo de Alarcón. Ahí toda fama y honor queda, al mismo tiempo, entregado a la memoria más sombría y, tal vez, al olvido inevitable. Algunos realizaron extraños ritos con un júbilo digno de crónicas psicopatológicas, otros entendieron que se trataba de un momento grotesco en la cima o la hondura de lo macabro. No ha faltado nunca lo raro o lo inexplicable, como cuando Vicente del Bosque aceptó enterrar una camiseta de la selección española y un balón cedidos por Adidas cuando el éxito planetario de la llamada “roja” impedía que las masas pudieran pensar en otra cosa que el gol de Iniesta. Junto a los “funerales mediáticos” han resplandecido los anómalos como el de un Chatarrero, en octubre del 2014, que preparó un ataúd con altavoces de 2000 watios de potencia, dejando a la vista de todos un epitafio revelador: “Se recoge chatarra. Seriedad total”. Hay en la Edad Media una creencia popular según la cual los muertos se levantan a medianoche de sus tumbas y realizan una danza en el cementerio antes de salir en busca de nuevas víctimas entre los vivos. La moraleja es evidente: atornillad toda esa bazofia en las paredes de las galerías y los museos, no vaya a ser que tomen el atajo y lleguen vertiginosamente a la última y oscura morada. Allí, en los campos de Morille, tienen un sitio propio, un lugar muy serio (un cementerio, en toda regla, para obras de arte contemporáneo), con tumbas de diverso formato, piedras funerarias y epitafios delirantes. Nada de nichos ni adosados.

Fernando Arrabal se dirige a enterrar la Ethica ordine geometrico demonstrata de Spinoza (14/02/09) 

Fernando Castro Flórez

Fernando Castro Flórez (Plasencia, 1964) es profesor de estética en la UAM, crítico de arte en el ABCD y comisario de arte contemporáneo, además de performer por cuenta propia en Facebook. Ha escrito un centenar de catálogos y varias docenas de ensayos, entre los cuales cabría destacar los publicados este mismo año: Mierda y catástrofe (Fórcola) y Arte y política en la época de la estafa global (Sendema).