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Aturdidos por una nada colosal

La (an)estética del Día de la Marmota y sus anécdotas picnolépsicas
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Estamos atrapados entre la simulación irreversible y la banalidad absoluta, cuando el “complot del arte” se ha fosilizado. Bajo el régimen global videocrático (verdadera piedra angular de la realidad), asistimos a la consolidación de la imagen como dispositivo a-representacional. “La entrada definitiva en los regímenes de distribución y reproducción de mercancías —apunta Javier González Panizo en su libro Escenografías del secreto— ha supuesto que el arte, privilegiado dispositivo generador de imágenes, tenga pocas salidas para lograr visibilidad en un mundo transformado en una pantalla que solo emite aquello que más placer le pudiera causar”. En esta situación, “al arte solo parece quedarle el recaer en la fetichización mediática, en la impostura farisaica o, simplemente, mimetizarse con la situación general de pandemia videográfica y acrítica”. Rancière apuntó que ya que todo el mundo está dentro del espectáculo, no hay razón para que nadie salga de él jamás; tampoco aquel que conoce la razón del espectáculo, lo único que merece tener en cuenta es que hemos llegado a una certeza o evidencia definitiva: Video ergo sum.

El cinismo es, en buena medida, el tono generalizado que rezuman las estrategias culturales, asumiendo, con una mezcla de apatía negligente y camuflajes retóricos pseudo-radicales, el tsunami ocioso-turístico. En un contexto de política del Día de la Marmota es lógico que la estética de la desaparición (manifiesta en la picnolepsia casi crónica que nos lleva a no parpadear en el eterno retorno de lo siempre igual) pacte con el aburrimiento que es la tonalidad metafísica de un presente carente de proyecto. Resulta quimérico o hasta patético plantear una instancia crítica en el chismorreo, en clave de esa gramática de la multitud radicalmente in-operante.

La fantasía ideológica (esa ilusión inconsciente que se pasa por alto) no nos impulsa a atravesar la realidad sino a empantanarnos en naderías. Los nietos del los bastardos modernos, aquellos que desafiaron a la catástrofe profiriendo consignas lúdicas que abandonaban toda esperanza, gozan, o sencillamente, vegetan contemplando la inanidad en tiempo real. El arte es ya no es el ámbito privilegiado de nada, funciona como un corralito depotenciado. Vivimos en un régimen de conspirados total, aturdidos por una nada colosal, incapaces de enfocar nada. El show debe continuar aunque soñamos con perder el tiempo en una especie de karaoke inspirado en el club Silencio de David Lynch. Estamos fosilizados en el sofá, incapaces de levantarnos para hacer algo diferente de ver la televisión. Encarnamos el destino hikikomori, que tal vez no sea otra cosa que una mutación del ángel exterminador. Puede que lo único que podamos hacer sea deambular entre la indignación y la diversión (las dos experiencias, en última instancia, vertebradoras de la ideología estética), más allá de la excitación en una (indigesta) calma chicha, esa estupefacción definitiva en la que interesa que no pase nada o, en otros términos, que me quede como esté. Tan sólo necesitamos un ruido de fondo, una visualidad in-diferente o la rumorología reticular para mantenernos conectados.

Pero tal vez en esta narcolepsia escópica puedan suceder otras cosas diferentes de lo pre-cocinado. “El arte capaz de cargar con su destino ha de proponer —de nuevo según Panizo— un CORTOCIRCUITO en la serie de lo ya visto pero que, al mismo tiempo, no redunde en otra oportunidad para esperar la visión —tras la pantalla— del Accidente. Salir de esta paranoia colectiva como sublime catastrófico sería la misión para una estética del fracaso digna de tenerse en cuenta. Frente a un arte epiléptico, enfrascado en las psicofonías porno de no tener nada que ver debido a un hiperexceso de visibilidad, contra un arte cuya sed de acontecimientos le lleva a comprender lo real como un tartamudeo balbuceante de lo obsceno e hiperbanal, solo cabe una estética de la elipsis, una estrategia de bombardeo terrorista, un arte del goce por ese Real que nos ningunea ante nuestros propios ojos”. 

El club de snobs hipertecnológicos ha reivindicado e incluso convertido en marketing ese fracaso que ofrece el camuflaje perfecto. Una legión de idiotas ofrece el espectáculo para-warholiano del nothing special. Bajo la apariencia de no enterarse de nada histerizan su vida, muestran en la pantalla total que no hay otro modo de ser contemporáneo que mostrándose estrictamente bipolar. Estamos, literalmente, curados de espanto y con la planetarización del Tratamiento Ludovico podemos sonreír y declarar que estamos curados aunque un escupitajo marque nuestros rostros. Nos apasiona lo obsceno y compartimos “experiencias” en un reality show ultra-digital como (inconscientes) colaboracionistas del régimen global de vigilancia y control.

En el año 2001, la revista Cahiers du Cinéma consideró que Loft Story (la pedantesca y citacionista versión francesa de programa holandés Big Brother) fue calificada una las diez mejores películas del año. Justo cuando se estaba fundando de forma demoledora un siglo en el que el Imperio establecería el estado de excepción y la caza del hombre (facilitada por la nueva moral del drone), gozaban millones de espectadores de una colectividad recluida para conseguir la fama. La televisión encontraba su condición esencial de vida en directo monitorizada y la confesión resurgía en formato delirante. Aquellos simios que acariciaban una forma proto-minimalista (una escultura inconsciente, acaso de Richard Serra) en la mítica película de Kubrick habían mutado en el cualquiera que estaba dispuesto a pasar “pruebas” en un proceso de iniciación en la construcción mediática del sujeto sórdido. Los patrones (desquiciados) de vida de los “inquilinos” de Gran Hermano servían para conseguir las migajas de éxito prometidas en una plétora de sedimentos varios: empelotarse en la portada de una revista, ingresar en el molino satánico del tertulianismo vocinglero, agotar los bolos nocturnos en discotecas y antros de carretera, pelearse con un colega abyecto o, en la inevitable inercia zombi, reaparecer como VIP, esto es, ser tan importante como para reengancharse a otra experiencia carcelaria en una isla remota o en la casa post-panóptica originaria.

Quince años después del “Grado Cero” descubro que Francis Fukuyama, aquel profeta que vendía la moto del fin de la Historia sin dejar de advertir que “será un tiempo muy triste”, dedica el tiempo libre a fabricar drones. La perspectiva de “siglos de aburrimiento al final de la Historia” y la nostalgia del coraje y la imaginación parece que se combate con los “vehículos aéreos no pilotados” que materializan la estrategia del crimen perfecto. Acaso el reality show, aquella ridícula commedia (sin) arte sea la proto-historia de la estrategia de datificar patterns of life. El análisis de las formas de vida se define —según Gregorie Chamayou en su Teoría del drone—, con mayor precisión, como “la fusión del análisis de los vínculos y del análisis geoespacial. Para llegar a tener una idea de lo que se trata, hay que imaginarse la sobreimpresión, dentro de un mismo mapa numérico de Facebook, de Google Maps y de un calendario Outlook. Fusión de datos sociales, espaciales y temporales; cartografía conjunta del socius, del locus y del tempus; es decir, tres dimensiones que constituyen, con sus regularidades y también con sus discordancias, aquello que es prácticamente una vida humana”. Los concursantes que exhibían su desastre mental (una suerte de mediatización del Síndrome de Diógenes) estaban sometido al cabreo de la nominación, los pilotos (valga el oxímoron) de los drones, con su mentalidad de playstation, podían sufrir stress post-traumático y el votante del tiempo del des-gobierno puede sentir déjà vu. Los operadores de la base de Greech, cerca de Indian Springs, en Nevada, ven a sus víctimas, toman a alguien en custodia. Los siguen en todas sus ocupaciones cotidianas, hasta desarrollar un extraño sentimiento de intimidad con ellos: “Los ves levantarse por la mañana, ir a trabajar, volver por la tarde para acostarse”. Como la vida misma. Vale la pena recordar la ensayada despedida del Show de Truman: “Good Morning! Oh, and in case don´t see ya: Good afternoon, good evening, and good night!”.