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Escándalos de pacotilla

De Raphael a la bestialidad "soberana" contemporánea
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Raphael, vestido como mandan los cánones de negro y con un inverosímil fajín rojo, ataca, literalmente, su “temazo” Escándalo. Tal vez sea el “caloret” lo que me lleva a ver en este vídeo, inequívocamente casposo, una suerte de texto cifrado para comprender algunas patologías culturales contemporáneas. Sabido es que Raphael no se anda por las ramas ni es amigo de la etimología; su actitud podría ser descrita como un bizarrismo sin concesiones en el que “hay que darlo todo” en cada instante, librando una batalla sin cuartel con la orquesta, sin tener otro horizonte que lo sublime aunque, a fin de cuentas, tenga que naufragar en lo ridículo

El primer plano del rostro del cantante da paso a una coreografía con una serie de parejas en una playa que hacen una extraña fusión de salsa o, incluso, lambada con pasos clásicos, descalzos en una arena que promete “placeres tropicales”. A los treinta segundos aparece una imagen reveladora: Raphael hace un gesto que adquiere dimensión mítico-obsesiva. Golpea la palma de su mano izquierda con el puño cerrado con una reiteración difícil de comprender. Ciertamente la actitud, que me atrevo a llamar “percutora”, corresponde a la reiteración de la letra en la que la palabra “escándalo” adquiere proporciones superlativas. Puede dar la impresión de que no es necesario introducir nada diferente a ese “escándalo” martilleante, o de una suerte de “pugilismo” solipsista. Sin embargo, la aparición de una hermosa mujer, como si fuera la cumbre de la cursilada onírica, hace que se pronuncie una frase que deja un poso de tedio: “siempre la misma rutina, nos vemos por las esquinas evitando el qué dirán”. La superposición de los rostros de Raphael y la adorada imagen femenina introduce una “fantasmalidad trans-gender” que puede ser inconsciente o de una perversidad admirable. El rollo del “amor entre penumbras” que no va ser abandonado genera una transición hasta una noche en la que el gesto compulsivo del “puñeteo” se combina con un semblante crispado hasta límites difíciles de describir. Como todo puede ir a peor, se produce un punteo “aflamencado” y no faltan bailecitos y postureos “apropiados” aunque verdaderamente anacrónicos. “No me importa que murmuren y que mi nombre censuren por “toíta” la ciudad” canta, con acento amorosamente “latinoamericano”, Raphael, que es, nadie lo duda, “un río desbordado”. Resulta que esta “escandalera” tiene que ver con un “pecado” del que no se avergüenza sino que confiesa su disposición a seguir erre que erre. Tras tal descaro el divo hace un “solo gestual” que debo reivindicar como uno de los grandes momentos de “españoleo”; en un escenario de esos que suelen calificarse como “incomparables” (un teatro romano o algo que se le parece) se regodea con unas poses que están entre lo escultórico, las artes marciales (en plan remake patético), cierta sugerencia taurina o el devaneo más extravagante que podamos imaginar. Tiene razón para gritar a los cuatro vientos una perogrullada ejemplar como “soy como soy”.

La obscenidad consiste, como apuntara Bataille, en una relación: “No existe “la obscenidad” —advierte en su Historia del erotismo— del modo en que existen “el fuego” o “la sangre”, sino como existe, por ejemplo, el 'ultraje al pudor'”. Tal hecho es obsceno si alguien lo ve y lo confirma; no se trata exactamente de un objeto, sino de la relación entre un objeto y la sensibilidad de una persona”. Nuestro origen, si es que tal cosa es algo diferente de una “ficción”, está enfangado. Venimos de lo inmundo y todo lo que acontece confirma que la putrefacción genera, al mismo tiempo, un horror insuperable y una poderosa atracción. Las materias inestables, fétidas y tibias en las que fermenta ignominiosamente la vida atraen a los artistas que tienen un inequívoco “delirio de tocar”. Unos pueden entregarse al manierismo escatológico, otros querrán “subvertir” las conciencias empantanadas con una sobredosis de mal gusto (en un eterno retorno del kitsch o en una seducción castiza de la “cursilada”) y no faltan los que han decidido asumir el papel de “censores de las desigualdades del mundo”, que no son pocas. En cierto sentido, todos despliegan sus frenéticas actividades como “licencias rituales”, esto es, como si tras la muerte del soberano no hubiera nada mejor que entregarse al furor de la animalidad, aunque sea para exorcizar el sentimiento de derrota. No nos faltan “razones” para el potlatch, aunque no quede bien, dada la situación precaria, “ofrecer champán”. El escándalo específico del arte tiene que ver con su “mitología” del placer estético (desinteresado), como si a la postre, la sustracción contemplativa no fuera otra cosa que un modo de la destrucción que, como en toda producción de objetos de lujo, incrementa el honor de quien los posee. Basta leer la noticia de los ex-propietarios del “cuadro más caro”, la materialización del “exotismo” decorativo de Gauguin, despidiéndose con tristeza de su “preciada posesión” para sentir nauseas. La prensa hace un despliegue total para dar cuenta de una chorrada mayúscula porque a la postre no hay nada que contar, salvo alimentar la “burbuja del valor artístico”. Por lo menos Raphael tenía un tono amenazador, aunque forcluido, en su cantinela escandalosa; comparado con los dones (válgame Marcel Mauss) artísticos, el cantante de los ojos abiertos como platos subrayaba, con su delirante sobre-actuación, la condición inconscientemente paródica de su “ser como soy”. La “escandalosa obscenidad” del histrionismo sincrético (no falta “de na” en el vídeo-clip fundacional o pre-textual del que estoy, literalmente, colgado) es mucho más (in)digna que el tancredismo cultureta que intenta camuflar su sombra miserable vendiendo una especie de filantropía cosmética.

El exceso puede llegar a consagrar un orden de cosas basado en reglas, instaurando, como en el recreo infantil o en el tiempo del carnaval, una pseudo-liberación cíclica que refuerza los modos de la dominación. El “bailoteo” solitario o estrictamente desparejo de Raphael no puede ser imitado aunque haya sido un imán para toda clase de imitadores sin pizca de gracia. El “entreacto escandaloso” materializa, de forma prodigiosa, la pulsión ruinosa de lo festivo; da igual qué tipo de baile se imponga porque todo revela una atroz “atracción por el vacío”. Después del mareo de la cámara en torno a la super-estrella hispana, cuando la sombra alargada en la arena clásica parece prometer un acontecimiento trágico, un plano corto del disco solar da paso a una atrocidad que solamente ha podido concebir una mente retorcida y educada en los meandros de la contemporaneidad frenética: a los tres minutos del “martilleo escandaloso” nos precipitamos en el abismo del “break-dance-hip-hop” versión Raphael. Flecteres nequeo Superos, acheronta movebo (“Si no puedo convencer a los dioses del cielo, moveré a los del infierno”). Todas las indagaciones febriles en torno a la estética de lo cutre no han reparado en la pulsión infernal de la “hecatombe musical” rafaelina. “No hay quien me pare. Voy donde voy” afirma con esa contundencia que solamente su gesto, semblante y voz son capaces de imponer. Embriagado por el vértigo, pagano y sincrético hasta la desmesura pompier, Raphael encarna, tal vez sin saberlo, el aislamiento moral que significa la supresión de todo freno, proporcionando por lo demás el mayor sentido al gasto. La soberanía (anti-estética) de este “escandaloso” intérprete nos empuja hacia el centro sádico de un arte que genera polvaredas pretendidamente bestiales y con ribetes sorprendentemente infantiles. La “censura desquiciada” de la exposición del MACBA generó una especie de magma “interpre-tóxico” en torno a una “sodomización” tan Real (no puede faltar el coqueto lacaniano por si las moscas) cuando grotesca o casi fallera. Bastaría haber tenido el coraje suficiente para llegar a los cuatro minutos largos del video-clip raphaelero para tener una respuesta ortopédica: “No me interesa, qué más me da”. El escándalo repetido hasta la saciedad, con más “pegada” que la que demostraron los artífices de ese tongo que promocionaron como el “combate del siglo” (sería bueno añadir las esquivas y huidas temerosas de Pacquiao y Mayweather a la mezcolanza coreográfica del “himno” escandalizante protagonizado por Raphael), conduce a una conclusión pastelera: un corro de mujeres descalzas consigue que finalmente esta especie de príncipe de la melancolía se marque unos pasos flamenquillos. ¿No será esta imagen terminal una claudicación insólita y hasta aberrante tras tanta resistencia al qué-dirán? La apatía, sugiere Blanchot, es el espíritu de negación “aplicado al hombre que eligió ser soberano. Supone, en cierto modo, la causa y el principio de su energía”.

 
 

Una caja de cerillas (anti-clerical), una nevera (verdadera “chispa de la vida” para los retro-franquistas), una sodomización (como una “regresión anal” que generó un tsunami pluri-dimisionario), una meada en plena calle (post-porno o de apoteósica incontinencia), unos tuits (estricta arqueología de una política consparanoica que encuentra los cimientos de un “humor” vergonzante o, mejor, citacionista y entrecomillado) o un destape profanador (en las solitarias criptas de una soñada “catequesis universitaria”), son los tristes ejemplos de escándalos sin pegada. Algunos consideraban que era preciso contraponer al mundo engañoso de la política putrefacta los recursos de la ironía, la astucia y la más serena desilusión, pero ya es demasiado tarde para esa estrategia que pretendía ser una sabiduría marginal. El apabullante y demencial “escándalo” de Raphael nos previene contra la soberana necedad de los “escándalos de pacotilla” del presente. Él lo tiene claro: “soy como soy”.