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Autorretrato al borde del precipicio
De la pasión vertiginosa del selfie como detalle en verdad punzante
Con un palo (además extensible) se resuelve, en tiempos propicios para la “mentalidad torrija” la cuestión de la identidad sustantiva: eres, sin más complicaciones, el que posa con sonrisita estúpida frente a tu teléfono móvil. Cada instantánea ingresa en el vértigo viral de la red, que es otra forma de llamar al modo saturado del olvido que nos corresponde. No hace mucho tiempo se podía pensar, valga la reiteración, en la temporalidad paralizante de la fotografía como algo que tenía que ver con el falo, el sentimiento anonado de la presencia de la madre o, en un delirio mítico, en la Gorgona petrificante. Ahora cualquier referencia al apóstrofe suena, descaradamente (excelente palabra para la pulsión “rostrera”), anacrónica. Pero tampoco podemos tener miedo a sonar viejunos cuando citamos a Susan Sontag, aunque sea con la perversa intención de mostrar cómo hemos cambiado: “Una fotografía —apunta en su canónico libro de 1975— es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia. Como el fuego del hogar, las fotografías —especialmente de las personas, de paisajes distantes y de ciudades remotas, de un pasado irrecuperable— incitan a la ensoñación. La percepción de lo inalcanzable que pueden propiciar las fotografías alimentan directamente los sentimientos eróticos de quienes ven en la distancia un acicate del deseo. La foto de la amante escondida en la billetera de una mujer casada, el afiche fotográfico de una estrella del rock colgada encima de la cama de una adolescente, el retrato de propaganda del político abrochado en la solapa del votante, las instantáneas de los hijos del taxista en la visera del auto todos esos usos talismánicos de las fotografías expresan una actitud sentimental e implícitamente mágica: son tentativas de alcanzar otra realidad”. Sin duda, el ardor y el deseo no han cesado pero la distancia ensoñadora que evoca la “referencia fotográfica” ha desaparecido para dar paso a una suerte de prosopopeya atolondrada. El “estadio del espejo” de la pulsión —estrictamente digital— contemporánea no necesita de la retórica lacaniana sino que afronta la escombrera de contextual de la imago sin vértigo.
Lo más jugosamente “noticiable” suele ser la catástrofe “humanitaria” (convertido el sufrimiento ajeno en adjetivo vergonzante) que provoca indignación en el límite del catatonismo colectivo, la impostura política (un pleonasmo sin ningún género de duda) que legitima la conciencia de estafa y el desafuero de lo “representativo” y el freakismo sin asideros (documentado como mandan los cánones en un verismo dogmático, vale decir, inconscientemente “danés”, lugar donde todo puede oler a podrido) que suministra momentos de “intensidad” estructuralmente efímera pero con tufillo de fama. Da igual cuan infame sea el acto mediatizado (una patada de una periodista a unos “refugiados” a los que no se ofrece refugio, sometidos a todo tipo de vejaciones, un político plasmado para no recibir pregunta alguna o un epígono de jackass haciéndose la cera en los pelos de los cojones) porque todo pasa de conmover a quedarse tan frío como la lentejas en el plato. La urgencia de ayer no ingresa ni siquiera en el anecdotario de mañana, como si un cruel destino “punk” hubiera impuesto un presente en el que las huellas contribuyen a una descomunal sordidez escatológica.
Escuché, en una de esas secuencias obtusas del telediario, como la noticia de un desfile militar patriótico (rodeado por el eco creciente de lo que creen que no hay nada que celebrar aunque “gocen” de un día festivo que nos permite rascarnos la barriga sin sentimiento de culpa) era abruptamente completada por una descripción que me pareció escalofriante: un tipo había recibido una descarga que casi le mata por hacerse un selfie y apoyarse en una catenaria. Uno los carteles que más me inquieta y he visto en innumerables ocasiones es el que declara que está prohibido lanzar “con tensión en catenaria”. Pensé en ese atolondrado sujeto había estado a punto de literalizar la idea barthesiana de que la fotografía es una microexperiencia de la muerte que nos “convierte en espectros”. Un touché, más que “infatigable”, tan traumático que le llevó directamente al hospital.
Según cuentan uno de los héroes del selfie peligroso es Kirill Oreshkin, que ha realizado una serie de “proezas” que consisten, por ejemplo, en trepar un cable del puente de Brooklyn con la desagradable consecuencia de que la policía te trinque mostrando una incapacidad para comprender el componente artístico de la cosa. Algunos han conseguido el estatuto de “víctimas mortales” de este verdadero deporte de riesgo aunque, tal vez, merezca menos ese calificativo “competitivo” que una consignación en el archivo de lo insuperable. El skywalking o rooftopper seduce a jóvenes intrépidos que tienen infinidad de “cimas” que hollar, ya sean las pirámides un rascacielos en construcción o la Sagrada Familia que es, como todo el mundo sabe, el cuento de nunca acabar. Lo importante es sentir vértigo, experimentar, de acuerdo con la terminología de Roger Caillois, los juegos de ilinx que intentarían destruir por un instante la estabilidad de la percepción infligiendo a la conciencia lúcida “una especie de pánico voluptuoso”. Solo que ya no se trata de provocar un “espasmo” que provoque “la aniquilación de la realidad con una brusquedad soberana” sino de entrar en el panteón, precario o también vertiginoso, del reality show.
Baudrillard comparó a los grandes hermanos con el portabotellas duchampiano, pero también son Criaderos de polvo, lugares (subjetivos) de sedimentación azarosa. Sabemos que esa comparación no es forzada, sino que son muchos los artistas, desde Manzoni a Alberto Greco o Kounellis, que han decidido exponer la vida. Se trata de esa mencionada reformulación del realismo que ya no tiene que ver con lo figurativo-académico sino con la desnudez de lo que “acontece”, siendo, en una perspectiva simplificada, la integración, humorística o cercana al bostezo, de cualquier cosa. Más allá de la voluntad de sentido surge un placer en la enunciación, de raigambre minimalista, de que what you see is what you see, por emplear los términos de Frank Stella. Hay un perogrullesco potencial “minimalizador” en el selfie de un fulano suspendido en el vacío que suelta una mano para mostrar la caída. “Todo hombre —escribía Leopoldo María Panero en Y la luz no es nuestra— huye de la catástrofe. Y sin embargo, la catástrofe nos hablaba, la catástrofe es nuestra mirada y veíamos por el ojo del culo. Ello, aunque a la mañana siguiente a la noche de borrachera fueran las moscas las que señalaban el camino. No es extraño que el alcohólico no recuerde nada”. Todo acontecimiento, insisto en lo obvio, está mostrado “en caída”.
El héroe de nuestro tiempo (algo menos vigoroso que un gladiador y más cutre que un viajante de comercio) está siempre a punto de pegarse el batacazo y de encarnar lo ridículo. El adicto al selfie no es otra cosa que un “heredero” del Gran Teatro de Oklahoma narrado por Kafka. Todo el mundo está contratado, la propaganda así lo indica, en ese extraño e inmenso teatro, lo único que hace falta es acudir, mostrar los documentos, decir lo que se sabe si es que eso es posible y listo. Lo malo es que parece que las actividades que allí se desarrollan son ridículas, por ejemplo, subirse a enormes pedestales y tocar, da igual que se haga fatal, una trompeta reluciente disfrazado de ángel o diablo. Y, además, no se sabe cuánto pagan por ser artista. Puede que los intrépidos “trepadores” del selfie hagan todo por “amor al arte”, esto es, por estricta gilipollez.
Los acontecimientos freaks “autorretratados” son innumerables: dos hermosas chicas sufren politraumatismos por conducir mientras hacen “corazoncitos” y se entregan apasionadamente a la cantinela, soltando lógicamente el volante del automóvil mientras no dejan de mirar-se en el móvil, un corredor de los encierros de Pamplona saca el móvil para “inmortalizar” su valerosa estupidez ante los morlacos, hasta Obama sucumbe a los encantos del auto-matón por obra y gracia de una rubia, verdaderamente “peligrosa” (política y danesa para más señas), durante los solemnes funerales de Mandela. Entre el souvenir (esencialmente insignificante) y el patetismo (inducido por un contexto en el que lo decoroso es “gozar del síntoma”) se gesta la “necesidad” de algo que saque al sujeto de la atonalidad y eso parece que es lo que regala el selfie peligroso: la hazaña absurda, el desafío extremo, el coqueteo con el desastre. En Madrid se han establecido multas para poner coto a esta moda demencial y a quien sea atrapado entregándose al “autorretrato de riesgo” le puede caer el verdadero palo: multas de entre 1.001 y 30.000 euros.
La fotografía produce lo real, crea unas condiciones fabulosas de visión, pero también vela, en su enfoque, aspectos del mundo, inmediatamente declarados marginales. Desde el autorretrato en espejo convexo del Parmigianino hasta un selfie de Kirill Oreshkin ha mutado la posición de la mano: aberrante en primer término, desaparecida en un “fuera de campo” que hace visible la proeza. Como declaró en 2004 Tony Oursler, el artista de las “marionetas vídeo-esquizofrénicas”, consciente la realidad del simulacro, “oscuramente hemos pasado al otro lado del espejo”. All the world is a stage (nunca se equivoca Shakespeare) y ya no quedan hombres capaces de resistirse a la corriente de las impresiones sensibles dispuesto a llorar “sus culpas en el lecho” (Salmos, IV, 5). El homo compunctus (afligido y arrependido) se ha precipitado en el post-punctum del (anti)vertiginoso. En la cima del mundo es fundamental conseguir un testimonio en el delirio del narcisismo reticular. Aquí la “cámara lúcida” es, al mismo tiempo, invisible y obscena, el detalle que nos punza es, en cierto sentido, la posibilidad de todo, en primer lugar el agente del selfie desaforado, se derrumbe. Mientras no se produce precipiten al vacío seguiremos hechizados con los “hombres de la nada”. San Agustín señaló que el hombre se inclina hacia lo visible como hacia la nada, en una pasión inequívocamente perversa. “Peor aún es la perversión —apunta Georges Didi-Huberman— cuando a la curiosidad le basta con experimentar en lo visible lo que para el hombre suele significar lo peor —como contemplar “un cadáver que te causa horror” (videre in lanatio cadáver quod exhorreas)…— Sin embargo los desocupados, los ociosos, acuden a ver ese cuerpo que yace en el suelo, y todos se estremecen de horror, y todos “temen incluso verlo en sueños, como si alguien les hubiera obligado a verlo estando despierto o les hubiera llevado allí la propaganda de un espectáculo hermoso” (Agustín, Confessionum, X, 35, 57)… De modo que allí están todos, por voluntad propia, con los ojos muy abiertos, plantados, como para sentir la palidez que les va invadiendo (ut palleant)”.
Leoncio, el hijo de Aglayon (en un relato platónico de La República), sigue pugnando para (no) ver el “hermoso espectáculo” de unos cadáveres echado por tierra en el muro exterior de Atenas; nosotros, demenciales herederos de la tortura pornográfica de Abu Ghraib (escenario del proto-selfie repugnante), extendemos el palo hasta el infinito y más allá. El hombre de arena sigue haciendo estragos si bien ahora “los que van a caer” dejan un testimonio viral de su desatino en vez de un relato gótico. María de los ángeles (una joven de Almonte) tenía precisamente un look gótico y así le gustaba retratarse per speculum antes de mutar en Maryam Al-Andalusiya y dar lecciones en la red de cómo ponerse con gracia el hijab. Detenida por intentar unirse al Estado Islámico nos ha regalado el selfie de la radicalización exprés: en picado barrena. Cuentan que antes colgaba vídeos de Metallica, un punctum tan intranscendente como la vida de todos aquellos que sufren, sin saberlo, el síndrome de Erostrato. Unos son raritos que agarran un fusil para acabar con todo lo que, en su paranoia, les “excluía”, otros son atletas capaces de encaramarse en el mismísimo hombro del Cristo Redentor de Corcovado, algunos están abducidos por la coreografía de Hotline bling y no faltan los que llaman “performances” a lo siniestro (familiar y extraño). Lo decisivo es “ser alguien”, convertirse en una cosa sin vértigo, sabiendo que objects in mirror are closer than they appear.
Autorretrato al borde del precipicio
Con un palo (además extensible) se resuelve, en tiempos propicios para la “mentalidad torrija” la cuestión de la identidad sustantiva: eres, sin más complicaciones, el que posa con sonrisita estúpida frente a tu teléfono móvil. Cada instantánea ingresa en el vértigo viral de la red, que es otra forma de llamar al modo saturado del olvido que nos corresponde. No hace mucho tiempo se podía pensar, valga la reiteración, en la temporalidad paralizante de la fotografía como algo que tenía que ver con el falo, el sentimiento anonado de la presencia de la madre o, en un delirio mítico, en la Gorgona petrificante. Ahora cualquier referencia al apóstrofe suena, descaradamente (excelente palabra para la pulsión “rostrera”), anacrónica. Pero tampoco podemos tener miedo a sonar viejunos cuando citamos a Susan Sontag, aunque sea con la perversa intención de mostrar cómo hemos cambiado: “Una fotografía —apunta en su canónico libro de 1975— es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia. Como el fuego del hogar, las fotografías —especialmente de las personas, de paisajes distantes y de ciudades remotas, de un pasado irrecuperable— incitan a la ensoñación. La percepción de lo inalcanzable que pueden propiciar las fotografías alimentan directamente los sentimientos eróticos de quienes ven en la distancia un acicate del deseo. La foto de la amante escondida en la billetera de una mujer casada, el afiche fotográfico de una estrella del rock colgada encima de la cama de una adolescente, el retrato de propaganda del político abrochado en la solapa del votante, las instantáneas de los hijos del taxista en la visera del auto todos esos usos talismánicos de las fotografías expresan una actitud sentimental e implícitamente mágica: son tentativas de alcanzar otra realidad”. Sin duda, el ardor y el deseo no han cesado pero la distancia ensoñadora que evoca la “referencia fotográfica” ha desaparecido para dar paso a una suerte de prosopopeya atolondrada. El “estadio del espejo” de la pulsión —estrictamente digital— contemporánea no necesita de la retórica lacaniana sino que afronta la escombrera de contextual de la imago sin vértigo.
Lo más jugosamente “noticiable” suele ser la catástrofe “humanitaria” (convertido el sufrimiento ajeno en adjetivo vergonzante) que provoca indignación en el límite del catatonismo colectivo, la impostura política (un pleonasmo sin ningún género de duda) que legitima la conciencia de estafa y el desafuero de lo “representativo” y el freakismo sin asideros (documentado como mandan los cánones en un verismo dogmático, vale decir, inconscientemente “danés”, lugar donde todo puede oler a podrido) que suministra momentos de “intensidad” estructuralmente efímera pero con tufillo de fama. Da igual cuan infame sea el acto mediatizado (una patada de una periodista a unos “refugiados” a los que no se ofrece refugio, sometidos a todo tipo de vejaciones, un político plasmado para no recibir pregunta alguna o un epígono de jackass haciéndose la cera en los pelos de los cojones) porque todo pasa de conmover a quedarse tan frío como la lentejas en el plato. La urgencia de ayer no ingresa ni siquiera en el anecdotario de mañana, como si un cruel destino “punk” hubiera impuesto un presente en el que las huellas contribuyen a una descomunal sordidez escatológica.
Escuché, en una de esas secuencias obtusas del telediario, como la noticia de un desfile militar patriótico (rodeado por el eco creciente de lo que creen que no hay nada que celebrar aunque “gocen” de un día festivo que nos permite rascarnos la barriga sin sentimiento de culpa) era abruptamente completada por una descripción que me pareció escalofriante: un tipo había recibido una descarga que casi le mata por hacerse un selfie y apoyarse en una catenaria. Uno los carteles que más me inquieta y he visto en innumerables ocasiones es el que declara que está prohibido lanzar “con tensión en catenaria”. Pensé en ese atolondrado sujeto había estado a punto de literalizar la idea barthesiana de que la fotografía es una microexperiencia de la muerte que nos “convierte en espectros”. Un touché, más que “infatigable”, tan traumático que le llevó directamente al hospital.
Según cuentan uno de los héroes del selfie peligroso es Kirill Oreshkin, que ha realizado una serie de “proezas” que consisten, por ejemplo, en trepar un cable del puente de Brooklyn con la desagradable consecuencia de que la policía te trinque mostrando una incapacidad para comprender el componente artístico de la cosa. Algunos han conseguido el estatuto de “víctimas mortales” de este verdadero deporte de riesgo aunque, tal vez, merezca menos ese calificativo “competitivo” que una consignación en el archivo de lo insuperable. El skywalking o rooftopper seduce a jóvenes intrépidos que tienen infinidad de “cimas” que hollar, ya sean las pirámides un rascacielos en construcción o la Sagrada Familia que es, como todo el mundo sabe, el cuento de nunca acabar. Lo importante es sentir vértigo, experimentar, de acuerdo con la terminología de Roger Caillois, los juegos de ilinx que intentarían destruir por un instante la estabilidad de la percepción infligiendo a la conciencia lúcida “una especie de pánico voluptuoso”. Solo que ya no se trata de provocar un “espasmo” que provoque “la aniquilación de la realidad con una brusquedad soberana” sino de entrar en el panteón, precario o también vertiginoso, del reality show.
Baudrillard comparó a los grandes hermanos con el portabotellas duchampiano, pero también son Criaderos de polvo, lugares (subjetivos) de sedimentación azarosa. Sabemos que esa comparación no es forzada, sino que son muchos los artistas, desde Manzoni a Alberto Greco o Kounellis, que han decidido exponer la vida. Se trata de esa mencionada reformulación del realismo que ya no tiene que ver con lo figurativo-académico sino con la desnudez de lo que “acontece”, siendo, en una perspectiva simplificada, la integración, humorística o cercana al bostezo, de cualquier cosa. Más allá de la voluntad de sentido surge un placer en la enunciación, de raigambre minimalista, de que what you see is what you see, por emplear los términos de Frank Stella. Hay un perogrullesco potencial “minimalizador” en el selfie de un fulano suspendido en el vacío que suelta una mano para mostrar la caída. “Todo hombre —escribía Leopoldo María Panero en Y la luz no es nuestra— huye de la catástrofe. Y sin embargo, la catástrofe nos hablaba, la catástrofe es nuestra mirada y veíamos por el ojo del culo. Ello, aunque a la mañana siguiente a la noche de borrachera fueran las moscas las que señalaban el camino. No es extraño que el alcohólico no recuerde nada”. Todo acontecimiento, insisto en lo obvio, está mostrado “en caída”.
El héroe de nuestro tiempo (algo menos vigoroso que un gladiador y más cutre que un viajante de comercio) está siempre a punto de pegarse el batacazo y de encarnar lo ridículo. El adicto al selfie no es otra cosa que un “heredero” del Gran Teatro de Oklahoma narrado por Kafka. Todo el mundo está contratado, la propaganda así lo indica, en ese extraño e inmenso teatro, lo único que hace falta es acudir, mostrar los documentos, decir lo que se sabe si es que eso es posible y listo. Lo malo es que parece que las actividades que allí se desarrollan son ridículas, por ejemplo, subirse a enormes pedestales y tocar, da igual que se haga fatal, una trompeta reluciente disfrazado de ángel o diablo. Y, además, no se sabe cuánto pagan por ser artista. Puede que los intrépidos “trepadores” del selfie hagan todo por “amor al arte”, esto es, por estricta gilipollez.
Los acontecimientos freaks “autorretratados” son innumerables: dos hermosas chicas sufren politraumatismos por conducir mientras hacen “corazoncitos” y se entregan apasionadamente a la cantinela, soltando lógicamente el volante del automóvil mientras no dejan de mirar-se en el móvil, un corredor de los encierros de Pamplona saca el móvil para “inmortalizar” su valerosa estupidez ante los morlacos, hasta Obama sucumbe a los encantos del auto-matón por obra y gracia de una rubia, verdaderamente “peligrosa” (política y danesa para más señas), durante los solemnes funerales de Mandela. Entre el souvenir (esencialmente insignificante) y el patetismo (inducido por un contexto en el que lo decoroso es “gozar del síntoma”) se gesta la “necesidad” de algo que saque al sujeto de la atonalidad y eso parece que es lo que regala el selfie peligroso: la hazaña absurda, el desafío extremo, el coqueteo con el desastre. En Madrid se han establecido multas para poner coto a esta moda demencial y a quien sea atrapado entregándose al “autorretrato de riesgo” le puede caer el verdadero palo: multas de entre 1.001 y 30.000 euros.
La fotografía produce lo real, crea unas condiciones fabulosas de visión, pero también vela, en su enfoque, aspectos del mundo, inmediatamente declarados marginales. Desde el autorretrato en espejo convexo del Parmigianino hasta un selfie de Kirill Oreshkin ha mutado la posición de la mano: aberrante en primer término, desaparecida en un “fuera de campo” que hace visible la proeza. Como declaró en 2004 Tony Oursler, el artista de las “marionetas vídeo-esquizofrénicas”, consciente la realidad del simulacro, “oscuramente hemos pasado al otro lado del espejo”. All the world is a stage (nunca se equivoca Shakespeare) y ya no quedan hombres capaces de resistirse a la corriente de las impresiones sensibles dispuesto a llorar “sus culpas en el lecho” (Salmos, IV, 5). El homo compunctus (afligido y arrependido) se ha precipitado en el post-punctum del (anti)vertiginoso. En la cima del mundo es fundamental conseguir un testimonio en el delirio del narcisismo reticular. Aquí la “cámara lúcida” es, al mismo tiempo, invisible y obscena, el detalle que nos punza es, en cierto sentido, la posibilidad de todo, en primer lugar el agente del selfie desaforado, se derrumbe. Mientras no se produce precipiten al vacío seguiremos hechizados con los “hombres de la nada”. San Agustín señaló que el hombre se inclina hacia lo visible como hacia la nada, en una pasión inequívocamente perversa. “Peor aún es la perversión —apunta Georges Didi-Huberman— cuando a la curiosidad le basta con experimentar en lo visible lo que para el hombre suele significar lo peor —como contemplar “un cadáver que te causa horror” (videre in lanatio cadáver quod exhorreas)…— Sin embargo los desocupados, los ociosos, acuden a ver ese cuerpo que yace en el suelo, y todos se estremecen de horror, y todos “temen incluso verlo en sueños, como si alguien les hubiera obligado a verlo estando despierto o les hubiera llevado allí la propaganda de un espectáculo hermoso” (Agustín, Confessionum, X, 35, 57)… De modo que allí están todos, por voluntad propia, con los ojos muy abiertos, plantados, como para sentir la palidez que les va invadiendo (ut palleant)”.
Leoncio, el hijo de Aglayon (en un relato platónico de La República), sigue pugnando para (no) ver el “hermoso espectáculo” de unos cadáveres echado por tierra en el muro exterior de Atenas; nosotros, demenciales herederos de la tortura pornográfica de Abu Ghraib (escenario del proto-selfie repugnante), extendemos el palo hasta el infinito y más allá. El hombre de arena sigue haciendo estragos si bien ahora “los que van a caer” dejan un testimonio viral de su desatino en vez de un relato gótico. María de los ángeles (una joven de Almonte) tenía precisamente un look gótico y así le gustaba retratarse per speculum antes de mutar en Maryam Al-Andalusiya y dar lecciones en la red de cómo ponerse con gracia el hijab. Detenida por intentar unirse al Estado Islámico nos ha regalado el selfie de la radicalización exprés: en picado barrena. Cuentan que antes colgaba vídeos de Metallica, un punctum tan intranscendente como la vida de todos aquellos que sufren, sin saberlo, el síndrome de Erostrato. Unos son raritos que agarran un fusil para acabar con todo lo que, en su paranoia, les “excluía”, otros son atletas capaces de encaramarse en el mismísimo hombro del Cristo Redentor de Corcovado, algunos están abducidos por la coreografía de Hotline bling y no faltan los que llaman “performances” a lo siniestro (familiar y extraño). Lo decisivo es “ser alguien”, convertirse en una cosa sin vértigo, sabiendo que objects in mirror are closer than they appear.