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Según un sistema mío
El crítico de cine se sienta a esperar sobre su suelo pélvico a que le pongan una película y a medida que la va viendo la va rumiando, y en el tránsito al segundo acto tal vez se empezará a preguntar si está siendo buena, si resulta entretenida o le parece regular, aunque lo regular es lo que menos debería interesarle porque el término medio es un lugar común, es allí donde el cine se atocina y entrega su magnetismo y se diluye en costumbre y en mal de muchos.
En su aspiración a ser considerados influencers, predictors o lo que aquí se llama un cantamañanas, es vicio de algunos comentaristas cinematográficos eludir las películas malas para dar en sus crónicas espacio exclusivo a las que son buenas, que a menudo se confunden con las que están siendo obedientes, películas de orejas gachas que el crítico de talento, que hay uno o ninguno en cada país del mundo, va a omitir porque antes que una del montón preferirá una película mala, una peor pero singular, nunca vista y a ser posible fenomenal, acaso un accidente del Séptimo Arte, que es como llamó al cine un crítico italiano en los años veinte condenándolo en esa expresión a evolucionar con la boca llena de categoría, a ir llevándose de un carrillo al otro el caramelo envenenado de la vanidad y a cargar con la impostura de la folclórica que a la mínima de cambio se llama a sí misma artista.
Pese a practicar una de las profesiones más ridículas que se conocen, el crítico cinematográfico, que en principio y por definición va a ser una persona poco decente y a menudo incapacitada para la vida civil, se mostrará intrépido cuando se aventure hasta donde cubre de las películas para allí tratar de averiguarles el inconsciente, que es lo que ellas no saben de sí mismas porque en el decir una cosa las películas están callando todas las demás, que para el crítico instalado en la mecanización siempre serán alegorías sociopolíticas, modorreos en torno a la gramática audiovisual y que si la Poética de Aristóteles y la sociedad del espectáculo.
El crítico de cine, impertinente y erre que erre, a veces olvida que hay películas que no dicen nada no porque sean mudas y antiguas sino porque son interrogantes, embarazos elocuentes y silencios a respetar. El crítico, sobre todo cuando tiene estudios, suele hundirse hasta tocar con los dedos su lecho académico y ese légamo lo extenderá en el papel, lo ungirá sobre la película con deditos de esteticién y pondrá incluso unas notas al pie de su señora para otorgarse un poder y un carácter y una acidez que es la de su propio vómito hilado. Pero la crítica no ha de ser un medio de observación científica sino una herramienta para auto explorarse. Así, el crítico de talento, que aunque no haya estudiado tendrá aprendido que una de las obligaciones de la escritura es sobreponerse a las palabras y que el aplomo reside en no tener que demostrar nada sino en descubrirlo sobre la marcha, eludirá la visita guiada y bajará a pulmón libre y en las fosas de la película se buscará las cosquillas y en aquel vacío regulará su respiración para luego ascender a escape con una piedra lunar atada al cinto, y arriba escribirse a sí mismo a partir de las películas, intentará explicarse igual que un troglodita se explicaría un relámpago, corriendo hacia el hemisferio opuesto, e irá evolucionando intelectualmente hasta nuestros días donde se habrá perdido de vista, se buscará la sombra y quizás tenga la fortuna de dar con alguna verdad muy íntima en esa operación que es la de yuxtaponer dos realidades de las que el lector deberá extraer un único sentido. Se trata de una aritmética espontánea que el lector de tebeos conoce muy bien, porque a diferencia del espectador de cine, que se deja arrastrar por el caudal de la luz, el lector de historietas sabe que la coexistencia de dos imágenes enfrentadas o contrapuestas puede revelar un evangelio con más precisión que tres páginas de explicaciones que nadie ha pedido ni va a leer nunca.
Sobre el crítico recae la creencia popular de que para ejercer su tarea ha de saber cómo se hacen las películas, pero mejor será que sepa hacerse un consomé o acabará comiendo ensaladas estructuralistas. El crítico de talento, que como mucho serán dos porque tres son multitud y la multitud es lo contrario de la crítica, ni siquiera ha de ser capaz de distinguir la película buena de la mala porque lo suyo al fin y al cabo es palabrería y para invocarla bastará con que se deje intrigar. El crítico de talento, al que llamaremos faraón porque en cierto modo es intermediario entre el cielo y la tierra, se ve reducido ante la película y se subordina y se siente fecundado y a partir de ahí, manejando unas nociones abstractas puede consignar que lo que ha visto es una mierda enorme si así lo cree o así se le antoja, mientras el crítico adocenado, que lo hay a manojos y es muy dado a razonar su evaluación, sistematizarla y sostenerla en el tiempo, pretende adiestrar la película o someterla con sus reproches muy de buena mañana porque se ha levantado antes que nadie y dando bocinazos al volante de su correpasillos pretende despertar a un público adormecido en tantas películas como hay que ciertamente tienen estructura de nana.
El crítico suprasensible sabe que lo esencial no se registra con palabras y que por tanto la única crítica posible es la escrita, y sabe también que un hombre, mientras escribe, ha de ser su propio enemigo, el peor de ellos, que antes y después puede entenderse y llevarse bien consigo pero que en la escritura ha de encarnizarse, no puede pretender salir vivo y no ha de olvidar que después de la sorpresa o la revelación las palabras se las lleva el viento y las despeña en el punto y aparte.
La crítica de cine debe escribirse con cierta desesperación como la serenata que da el pretendiente, debe dejar lugar a la duda y contener en su puesta en escena una parte por resolver. El crítico ha de practicar su labor tal y como le canta a la hembra el mirlo, sabiendo que una película es una cosa que no se puede tocar.
En portada, Eddie Chan, The Elks Magazine, 1966.
Según un sistema mío
El crítico de cine se sienta a esperar sobre su suelo pélvico a que le pongan una película y a medida que la va viendo la va rumiando, y en el tránsito al segundo acto tal vez se empezará a preguntar si está siendo buena, si resulta entretenida o le parece regular, aunque lo regular es lo que menos debería interesarle porque el término medio es un lugar común, es allí donde el cine se atocina y entrega su magnetismo y se diluye en costumbre y en mal de muchos.
En su aspiración a ser considerados influencers, predictors o lo que aquí se llama un cantamañanas, es vicio de algunos comentaristas cinematográficos eludir las películas malas para dar en sus crónicas espacio exclusivo a las que son buenas, que a menudo se confunden con las que están siendo obedientes, películas de orejas gachas que el crítico de talento, que hay uno o ninguno en cada país del mundo, va a omitir porque antes que una del montón preferirá una película mala, una peor pero singular, nunca vista y a ser posible fenomenal, acaso un accidente del Séptimo Arte, que es como llamó al cine un crítico italiano en los años veinte condenándolo en esa expresión a evolucionar con la boca llena de categoría, a ir llevándose de un carrillo al otro el caramelo envenenado de la vanidad y a cargar con la impostura de la folclórica que a la mínima de cambio se llama a sí misma artista.
Pese a practicar una de las profesiones más ridículas que se conocen, el crítico cinematográfico, que en principio y por definición va a ser una persona poco decente y a menudo incapacitada para la vida civil, se mostrará intrépido cuando se aventure hasta donde cubre de las películas para allí tratar de averiguarles el inconsciente, que es lo que ellas no saben de sí mismas porque en el decir una cosa las películas están callando todas las demás, que para el crítico instalado en la mecanización siempre serán alegorías sociopolíticas, modorreos en torno a la gramática audiovisual y que si la Poética de Aristóteles y la sociedad del espectáculo.
El crítico de cine, impertinente y erre que erre, a veces olvida que hay películas que no dicen nada no porque sean mudas y antiguas sino porque son interrogantes, embarazos elocuentes y silencios a respetar. El crítico, sobre todo cuando tiene estudios, suele hundirse hasta tocar con los dedos su lecho académico y ese légamo lo extenderá en el papel, lo ungirá sobre la película con deditos de esteticién y pondrá incluso unas notas al pie de su señora para otorgarse un poder y un carácter y una acidez que es la de su propio vómito hilado. Pero la crítica no ha de ser un medio de observación científica sino una herramienta para auto explorarse. Así, el crítico de talento, que aunque no haya estudiado tendrá aprendido que una de las obligaciones de la escritura es sobreponerse a las palabras y que el aplomo reside en no tener que demostrar nada sino en descubrirlo sobre la marcha, eludirá la visita guiada y bajará a pulmón libre y en las fosas de la película se buscará las cosquillas y en aquel vacío regulará su respiración para luego ascender a escape con una piedra lunar atada al cinto, y arriba escribirse a sí mismo a partir de las películas, intentará explicarse igual que un troglodita se explicaría un relámpago, corriendo hacia el hemisferio opuesto, e irá evolucionando intelectualmente hasta nuestros días donde se habrá perdido de vista, se buscará la sombra y quizás tenga la fortuna de dar con alguna verdad muy íntima en esa operación que es la de yuxtaponer dos realidades de las que el lector deberá extraer un único sentido. Se trata de una aritmética espontánea que el lector de tebeos conoce muy bien, porque a diferencia del espectador de cine, que se deja arrastrar por el caudal de la luz, el lector de historietas sabe que la coexistencia de dos imágenes enfrentadas o contrapuestas puede revelar un evangelio con más precisión que tres páginas de explicaciones que nadie ha pedido ni va a leer nunca.
Sobre el crítico recae la creencia popular de que para ejercer su tarea ha de saber cómo se hacen las películas, pero mejor será que sepa hacerse un consomé o acabará comiendo ensaladas estructuralistas. El crítico de talento, que como mucho serán dos porque tres son multitud y la multitud es lo contrario de la crítica, ni siquiera ha de ser capaz de distinguir la película buena de la mala porque lo suyo al fin y al cabo es palabrería y para invocarla bastará con que se deje intrigar. El crítico de talento, al que llamaremos faraón porque en cierto modo es intermediario entre el cielo y la tierra, se ve reducido ante la película y se subordina y se siente fecundado y a partir de ahí, manejando unas nociones abstractas puede consignar que lo que ha visto es una mierda enorme si así lo cree o así se le antoja, mientras el crítico adocenado, que lo hay a manojos y es muy dado a razonar su evaluación, sistematizarla y sostenerla en el tiempo, pretende adiestrar la película o someterla con sus reproches muy de buena mañana porque se ha levantado antes que nadie y dando bocinazos al volante de su correpasillos pretende despertar a un público adormecido en tantas películas como hay que ciertamente tienen estructura de nana.
El crítico suprasensible sabe que lo esencial no se registra con palabras y que por tanto la única crítica posible es la escrita, y sabe también que un hombre, mientras escribe, ha de ser su propio enemigo, el peor de ellos, que antes y después puede entenderse y llevarse bien consigo pero que en la escritura ha de encarnizarse, no puede pretender salir vivo y no ha de olvidar que después de la sorpresa o la revelación las palabras se las lleva el viento y las despeña en el punto y aparte.
La crítica de cine debe escribirse con cierta desesperación como la serenata que da el pretendiente, debe dejar lugar a la duda y contener en su puesta en escena una parte por resolver. El crítico ha de practicar su labor tal y como le canta a la hembra el mirlo, sabiendo que una película es una cosa que no se puede tocar.
En portada, Eddie Chan, The Elks Magazine, 1966.