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El cuchillo de Tarzán

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Salgo a unos churros con chocolate y tomo lugar al fondo del establecimiento, a la vuelta de la esquina porque salvo en el cine, en la música en vivo o en la expansión del verano en que hacemos barra, los rinconistas vamos a pretender siempre un lugar desde el que atender la composición, los ires y venires y la alerta de una naturaleza en tránsito a la que ir poniéndole palabras. Los rinconistas somos personas que en la dichosa jungla de asfalto buscamos con la mirada la mesa aparte que nos pueda recoger de nosotros mismos, lo contrario de Tarzán, que no sabe en qué día vive y hace con su existencia lo que todo el mundo intenta pero nunca logra.

Lo de Tarzán fue una circunstancia pero también una abdicación, es la historia de un hombre que ha declinado las prerrogativas que por legitimidad sanguínea le corresponden y se ha echado al monte, donde evolucionará un poco por método y otro poco por instinto. Allí va primero en pelotas pero luego le sustrae a un negrito el taparrabos que le conocemos, no tiene en cuenta que cubrirse con un estampado de leopardo es, por tradición, ir mucho más que desnudo. Por entonces todavía no sabe lo que quiere pero a medida que se engorila va a pasar cada vez más rato en las alturas aullando por una mujer. Subirse a un árbol para solicitar en italiano una hembra es al fin y al cabo rezar muy fuerte, tirar de antena, y con el tiempo sus plegarias serán atendidas y Tarzán conocerá a Jane, a quien declarará su amor por carta, así al menos tuvo la audacia o la desfachatez de exponerlo en su novela Burroughs. Te quiero, escribió Tarzán, te traeré carne y frutas. Soy el más fuerte y no te va a faltar de nada, eres mía y tienes que saberlo.

En el sexo se suele diferenciar entre mujeres salvajes y mujeres vírgenes cuando la salvaje es la que está por civilizar, la mujer virgen, hay que tener mucho cuidado con esto. Jane Porter llega en un barco de nombre extranjero y de ahí en adelante Tarzán tendrá más interés en verla dormida que en verla desnuda porque la persona dormida es la persona desconocida, la parte desconocida de la persona, una intriga que podría contener todas las respuestas a las preguntas que laten en nuestro corazón pequeño de simios. Tarzán se entregará a esta mujer específica para descansar en ella de todas las demás, de la idea genérica y de la llamada persistente de la naturaleza, y juntos serán dos náufragos aunque Tarzán sólo hay uno, el de los monos, no hay otro pero han sido muchos, desde Johnny Weissmüller hasta Gordon Scott pasando por Christopher Lambert. Sin embargo el mejor Tarzán que ha habido nunca ha sido uno mismo porque estos personajes sirven para eso, para la proyección personal, son mitos antropocéntricos que nos liberan de las neurosis del urbanita y nos dan a degustar la calma chicha del tío solo haciendo en la selva unas cosas que nunca sabremos porque no se le pueden poner cámaras al campo. Como sea, tampoco debemos descartar el miedo que pudo sentir Tarzán alguna que otra vez, los ratos penosos, el mosquito tigre y la hojarasca putrefacta bajo sus pies. Pensemos en ello.

Tarzán se hace muchas preguntas, se mira en el agua, sueña con Truffaut o con Rudyard Kipling, se encomienda a Harold Foster, quien lo dibujó antes que nadie aunque seguro que antes lo había dibujado algún niño, y se descubre ante Burne Hogarth por los servicios prestados, porque Hogarth en las viñetas hizo de él semidiós griego, canon y sublimación arborescente. Después de los tebeos el cine irá domesticando a Tarzán o al menos haciendo de él un personaje más doméstico, le construirá un bungaló encima de un árbol pero el primogénito de los Greystoke no olvidará que las palomitas las descubrió el hombre en el incendio de un granero o tal vez saltando hogueras de una manera irresponsable, y así a cielo abierto, ajeno al cinematógrafo, seguirá teniendo fantasías propias e individuales, meando siempre donde le plazca e inventando en sus ensoñaciones cosas que todavía no existen, barruntará una Constitución, quizás se le pase por la cabeza hacer un fanzine o se imagine chupando azucarillos porque no todos los días va a encontrar cosas mejores que hacer allá en la selva virgen, un poco amazónica o negra continental.

No se ha hablado mucho de los paseos magníficos que debía de darse Tarzán cuando llegaba el buen tiempo pero fue en aquellas caminatas donde se fue cultivando. Vagando entre semana encontró un día un puñal y un silabario, un cuchillo de cazador que le permitirá algunas manufacturas y un cuaderno con ilustraciones que le dará a entender que las palabras infunden sentido a las cosas y que es cuando a algo le pones nombre que pasa a existir, esto el hombre blanco no puede ponerlo en duda salvo que se pierda en anglicismos, porque cuando a una cosa el nombre se lo pones en inglés es porque no estás muy convencido, porque no crees en ello y terminas trotando la urbe a desgana y lo llamas running. Si perseveras en la estulticia es probable incluso que acabes contratando un coach o un personal trainer, un imbécil al que pedirle feedback, que te devuelva lo que siempre fue tuyo.

Tarzán, que antes o después sabrá que se llama John Clayton, fue muy temprano a las ciudades y pasó por las churrerías pero no les acabó de ver un futuro claro como templos. Ya como hombre civilizado, y pese a que el chocolate caliente hace todo más confortable, volverá a la jungla cada domingo y allí montando un elefante se dejará engullir por sus cavilaciones, seguirá considerando con envidia a las bestias, que no tienen conciencia de muerte, y querrá desembarazarse del lenguaje pero no tendrá cerca a nadie cerca para preguntarle una palabra que ahora mismo no le sale. Tumbado en la horquilla de un árbol, eternamente instalado en la duda, Tarzán saca punta a todos los asuntos con su cuchillo táctico. Es nuestro cuidador. Más de un siglo después de su nacimiento, cuando salta entre lianas todavía se le suelen plantear tres posibilidades y él siempre se agarra a la primera que pilla. Cuenta la leyenda que sólo una vez pudo caerse pero allí en la floresta nadie llegó a escuchar nunca el ruido.

 

Ilustración de portada: 'La noche en que nació Tarzán', viñeta de Tarzán de los monos (1972), por Burne Hogarth. Dentro del texto: fotografía de Merletti hijo (Camil) o Merletti padre (Alexander). extraida del libro La Barcelona d'entreguerres 1914-1936: fotografies dels Merletti