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Veranos de aburrimiento
Eran las tardes demasiado largas y las noches sin horizonte, con el paseo de la Colonia de Águilas repleto de gente endomingada o cubierta de crema para después de tomar el sol, y ese olor a yogur agrio y a leche cortada y a sal, como de gran restaurante griego en la provincia donde nací.
El verano se alargaba demasiado, como una boa que tumba junto al hombre que se quiere tragar. Yo tenía diez o doce años y ansiaba la llegada de septiembre, extrañaba los pupitres y el olor a nuevo de las gomas de borrar recién compradas y los lápices sin estrenar. Porque agosto era un camino de baldosas amarillas hecho de partidas del juego de la oca, y mi tía abuela Maruja agitando el cubilete y diciendo: verás como saco un seis, y también las briscas multiplicadas como un bosque de naipes pringosos de sudor, y en el mejor de los días una batalla demasiado corta con pistolas de agua con un primo demasiado mayor. Agosto era este aburrimiento amarillo.
Nunca he vuelto a conocer un aburrimiento tan amarillo como el de la infancia en agosto, en Águilas, un pueblo que aprendería a amar mucho más tarde. El aburrimiento de los veranos de la infancia era una laguna de crema factor 60 en que uno naufragaba cada día. Era contar las horas para el fin de la jornada, porque al fin de cuentas era un día menos para volver al colegio. Era esperar el bocadillo de salchichón y queso en la mecedora de patio de mi abuela, rodeado de rosales que investigaban mi hastío con sus flores espinosas vueltas hacia mí.
Mi madre me decía:
—Sal y haz amigos.
Pero yo era demasiado tímido y el pueblo todo estaba demasiado construido. Me parecía que los grupos de niños morenos y cubiertos de salitre llevaban siglos juntándose para jugar a las canicas y para nadar hasta las boyas, que yo no tenía forma de acceder a ellos, los miraba en sus corros cerrados, comiendo pipas y gritando, y veía un castillo de espaldas bronceadas y huesudas, y oía ruidos y palabras fuertes capaces de aterrorizar.
Pasé aquellos tres o cuatro veranos leyendo a Mortadelo e inventando cuentos. Más adelante, cuando el pueblo dejase de ser tan hostil a mis ojos y los aguileños se convirtieran en amigos, tendría que agradecerle a esos veranos la tortura, porque de ahí germinó el gusto por estar solo y por evadirme.
Llegarían los veranos más elásticos, los de saltar desde el peñón a las aguas embravecidas con quinquis capaces de tirar de un bolso, los veranos de pelo largo y camisetas de Marilyn Manson de tomar la primera ración de calimocho, que terminó vomitada por todas partes, y más tarde los veranos de camisa blanca casi desabrochada, con una chica fea cogida del brazo de camino a la Meca, discoteca que cambiaría más tarde su nombre por protesta unánime de los musulmanes.
Para los musulmanes no habría verano. Los veríamos de camino a las calas trabajando en los invernaderos, recogiendo sandías cuando las sandías aún no se quedaban abandonadas en el campo. Los veríamos sorber un té muy caliente desde el bastión de nuestras cervezas frías Estrella de Levante y a mí me dirían mis amigos, entre risas, que fuera a decirles algo. Porque como me fui a vivir a Tánger, a mí en Águilas me llamaban el Moro.
Pero estos serían los veranos de la concordia, erigidos como castillos de arena sobre la vieja cala del océano del aburrimiento infantil, cuando las horas y el calor tenían la misma consistencia. Me pedís que hable de un verano y escribo sobre ese verano de varios años donde se derritió cualquier alternativa de diversión.
Y lo curioso es que doy las gracias.
Veranos de aburrimiento
Eran las tardes demasiado largas y las noches sin horizonte, con el paseo de la Colonia de Águilas repleto de gente endomingada o cubierta de crema para después de tomar el sol, y ese olor a yogur agrio y a leche cortada y a sal, como de gran restaurante griego en la provincia donde nací.
El verano se alargaba demasiado, como una boa que tumba junto al hombre que se quiere tragar. Yo tenía diez o doce años y ansiaba la llegada de septiembre, extrañaba los pupitres y el olor a nuevo de las gomas de borrar recién compradas y los lápices sin estrenar. Porque agosto era un camino de baldosas amarillas hecho de partidas del juego de la oca, y mi tía abuela Maruja agitando el cubilete y diciendo: verás como saco un seis, y también las briscas multiplicadas como un bosque de naipes pringosos de sudor, y en el mejor de los días una batalla demasiado corta con pistolas de agua con un primo demasiado mayor. Agosto era este aburrimiento amarillo.
Nunca he vuelto a conocer un aburrimiento tan amarillo como el de la infancia en agosto, en Águilas, un pueblo que aprendería a amar mucho más tarde. El aburrimiento de los veranos de la infancia era una laguna de crema factor 60 en que uno naufragaba cada día. Era contar las horas para el fin de la jornada, porque al fin de cuentas era un día menos para volver al colegio. Era esperar el bocadillo de salchichón y queso en la mecedora de patio de mi abuela, rodeado de rosales que investigaban mi hastío con sus flores espinosas vueltas hacia mí.
Mi madre me decía:
—Sal y haz amigos.
Pero yo era demasiado tímido y el pueblo todo estaba demasiado construido. Me parecía que los grupos de niños morenos y cubiertos de salitre llevaban siglos juntándose para jugar a las canicas y para nadar hasta las boyas, que yo no tenía forma de acceder a ellos, los miraba en sus corros cerrados, comiendo pipas y gritando, y veía un castillo de espaldas bronceadas y huesudas, y oía ruidos y palabras fuertes capaces de aterrorizar.
Pasé aquellos tres o cuatro veranos leyendo a Mortadelo e inventando cuentos. Más adelante, cuando el pueblo dejase de ser tan hostil a mis ojos y los aguileños se convirtieran en amigos, tendría que agradecerle a esos veranos la tortura, porque de ahí germinó el gusto por estar solo y por evadirme.
Llegarían los veranos más elásticos, los de saltar desde el peñón a las aguas embravecidas con quinquis capaces de tirar de un bolso, los veranos de pelo largo y camisetas de Marilyn Manson de tomar la primera ración de calimocho, que terminó vomitada por todas partes, y más tarde los veranos de camisa blanca casi desabrochada, con una chica fea cogida del brazo de camino a la Meca, discoteca que cambiaría más tarde su nombre por protesta unánime de los musulmanes.
Para los musulmanes no habría verano. Los veríamos de camino a las calas trabajando en los invernaderos, recogiendo sandías cuando las sandías aún no se quedaban abandonadas en el campo. Los veríamos sorber un té muy caliente desde el bastión de nuestras cervezas frías Estrella de Levante y a mí me dirían mis amigos, entre risas, que fuera a decirles algo. Porque como me fui a vivir a Tánger, a mí en Águilas me llamaban el Moro.
Pero estos serían los veranos de la concordia, erigidos como castillos de arena sobre la vieja cala del océano del aburrimiento infantil, cuando las horas y el calor tenían la misma consistencia. Me pedís que hable de un verano y escribo sobre ese verano de varios años donde se derritió cualquier alternativa de diversión.
Y lo curioso es que doy las gracias.