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Por qué no voto
No sé por qué no voto. No soy apolítico, no soy ajeno a los asuntos de la polis. Escribo sobre la política con una frecuencia desagradable, discuto con personas, hiero a amigos en disputas trascendentes, no temo el desacuerdo. Una persona así debería votar. Y yo no quiero hacerlo.
Parece de común acuerdo que el voto es un derecho y una obligación. “Vota, aunque sea en blanco. Si no votas eludes el ejercicio de un derecho trascendental.” Lo he oído muchas veces.
No quiero trasvasar mi voluntad a un partido político. Unos demostraron su ineficacia, su corrupción, su hipocresía. Otros no han tenido la oportunidad de decepcionarme, pero tampoco me han demostrado nada. En los partidos hay personas sinceras y desconocidas, personas preparadas y preocupadas, convencidas de su talento para gestionar la voluntad ciudadana, dispuestas a dar su vida, su tiempo, su integridad. Todas esas personas podrían ser votadas. Esas personas me piden mi voto, me piden mi voluntad. Siento esa vanidad tan de moda y digo que no me representan. Pero tampoco me representa la abstención, y aquí no hay vanidad.
Mi abstención no es un mensaje, no es una estrategia, no es una manifestación. Mi abstención es un estado mental. Así emprendo este texto ineficaz. No intento convencer a nadie. Nadie ha conseguido convencerme a mí del motivo de su abstención.
“Mi abstención no es un mensaje, no es una estrategia, no es una manifestación. Mi abstención es un estado mental”
Este es un texto escrito desde la angustia y la incomodidad. Peor que la incomodidad con el sistema político o con la estupidez generalizada es la incomodidad con uno mismo. Del desencanto al nihilismo hay unas pocas neuronas muertas. Por hacer gimnasia mental, hago bromas: recuerda que debes depositar tu voto en la urna azul, ya que la amarilla es para latas y tetrabricks.
Hay algo estrepitoso en el ruido que hace una papeleta al caer dentro de la urna. Es un sonido cuyo eco se prolonga en los despachos, en las sedes y las oficinas, llega a los parlamentos y se difunde por tubos de gas subterráneos y por los libros de leyes, aún se escucha ese estrépito de la papeleta caída en la urna en la discusión parlamentaria. Intuyo que cuando la urna se llena, otra cosa se ha vaciado. Urna siempre suena a funeral.
Cuando escucho a un político me río por no atentar. Pero es cierto que me río porque no he votado. Renunciar al voto concede el privilegio de la risa, pero es una risa muy triste.
¿Por qué no votar en blanco? También se traduce en algo el voto en blanco, representa algo, dice algo, suena a algo.
Eslóganes seductores:
–La política corrompe a cualquiera.
–La mediocridad permite ascender en un partido.
–El voto de dos anormales vale el doble que el de un hombre razonable.
Ninguno me explica por qué no voto.
Nada me convence. Es un hecho que no voto y sé que es por otra cosa. Es un hecho que intento ir a votar, y es un hecho mi fracaso. Ni la desconfianza ni el desánimo son excusas. Sí que es cierto que la abstención no representa nada. Sé que es mi responsabilidad, no puedo culpar a los partidos por repugnantes que me resulten, ni puedo culpar a una sociedad espeluznante, a una multitud capaz de cualquier linchamiento. Sólo puedo culparme a mí: no logro averiguar por qué no voto.
No votar es una satisfacción estéril. No es más que eso. Mi inexplicable satisfacción.
Por qué no voto
No sé por qué no voto. No soy apolítico, no soy ajeno a los asuntos de la polis. Escribo sobre la política con una frecuencia desagradable, discuto con personas, hiero a amigos en disputas trascendentes, no temo el desacuerdo. Una persona así debería votar. Y yo no quiero hacerlo.
Parece de común acuerdo que el voto es un derecho y una obligación. “Vota, aunque sea en blanco. Si no votas eludes el ejercicio de un derecho trascendental.” Lo he oído muchas veces.
No quiero trasvasar mi voluntad a un partido político. Unos demostraron su ineficacia, su corrupción, su hipocresía. Otros no han tenido la oportunidad de decepcionarme, pero tampoco me han demostrado nada. En los partidos hay personas sinceras y desconocidas, personas preparadas y preocupadas, convencidas de su talento para gestionar la voluntad ciudadana, dispuestas a dar su vida, su tiempo, su integridad. Todas esas personas podrían ser votadas. Esas personas me piden mi voto, me piden mi voluntad. Siento esa vanidad tan de moda y digo que no me representan. Pero tampoco me representa la abstención, y aquí no hay vanidad.
Mi abstención no es un mensaje, no es una estrategia, no es una manifestación. Mi abstención es un estado mental. Así emprendo este texto ineficaz. No intento convencer a nadie. Nadie ha conseguido convencerme a mí del motivo de su abstención.
“Mi abstención no es un mensaje, no es una estrategia, no es una manifestación. Mi abstención es un estado mental”
Este es un texto escrito desde la angustia y la incomodidad. Peor que la incomodidad con el sistema político o con la estupidez generalizada es la incomodidad con uno mismo. Del desencanto al nihilismo hay unas pocas neuronas muertas. Por hacer gimnasia mental, hago bromas: recuerda que debes depositar tu voto en la urna azul, ya que la amarilla es para latas y tetrabricks.
Hay algo estrepitoso en el ruido que hace una papeleta al caer dentro de la urna. Es un sonido cuyo eco se prolonga en los despachos, en las sedes y las oficinas, llega a los parlamentos y se difunde por tubos de gas subterráneos y por los libros de leyes, aún se escucha ese estrépito de la papeleta caída en la urna en la discusión parlamentaria. Intuyo que cuando la urna se llena, otra cosa se ha vaciado. Urna siempre suena a funeral.
Cuando escucho a un político me río por no atentar. Pero es cierto que me río porque no he votado. Renunciar al voto concede el privilegio de la risa, pero es una risa muy triste.
¿Por qué no votar en blanco? También se traduce en algo el voto en blanco, representa algo, dice algo, suena a algo.
Eslóganes seductores:
–La política corrompe a cualquiera.
–La mediocridad permite ascender en un partido.
–El voto de dos anormales vale el doble que el de un hombre razonable.
Ninguno me explica por qué no voto.
Nada me convence. Es un hecho que no voto y sé que es por otra cosa. Es un hecho que intento ir a votar, y es un hecho mi fracaso. Ni la desconfianza ni el desánimo son excusas. Sí que es cierto que la abstención no representa nada. Sé que es mi responsabilidad, no puedo culpar a los partidos por repugnantes que me resulten, ni puedo culpar a una sociedad espeluznante, a una multitud capaz de cualquier linchamiento. Sólo puedo culparme a mí: no logro averiguar por qué no voto.
No votar es una satisfacción estéril. No es más que eso. Mi inexplicable satisfacción.