Contenido
Periodismo y felicidad
Juby Bustamante comandó la sección de Cultura en los primeros años de Diario 16, a finales de los setenta. En sus páginas escribía de teatro mi padre (Ángel Fernández-Santos, en la foto con Juby), de toros Rafael Sánchez Ferlosio, de libros Carmen Martín Gaite, de arte Miguel Logroño, de cine Carlos Semprún y de televisión Sol Fuertes. Como buen separado, mi padre me cargaba a todas partes, y mi lugar favorito siempre era la redacción de Diario 16. Me sentaba a dibujar en una mesa o en el suelo mientras observaba a toda aquella gente en ebullición. Mi atención se dividía entre la sección de deportes (sus excesos etílicos y verbales me fascinaban, además del puro que siempre fumaba su redactor jefe) y la de cultura, donde reinaba una alegría y una paz que me hacían sentir mejor que en casa. Juby era el centro, alentaba a sus redactores, les protegía y les cuidaba. Parecían tan felices contando el presente, buscando el verdadero aquí y ahora, que pese a mi corta edad fantaseaba con ser como ellos, vivir así, riendo y escribiendo.
Aunque aún me quedaban bastantes años para empezar a escribir en un periódico, Juby me regaló algo que podríamos llamar mi primera oportunidad. Un pequeño disparate provocado por la amorosa ceguera que mi padre tenía conmigo y el incondicional afecto de ella por los suyos. El caso es que mi padre, que solía llevarme también a todas las obras de teatro a las que podía, escribió una crítica sobre un estreno (confundo mis recuerdos, pero podría ser de Dagoll Dagom) que al parecer me noqueó. El entusiasmo de mi padre por mis comentarios le llevaron a sugerirme que representara en un dibujo mi visión de la obra. Y así lo hice. Mi padre decidió que aquello era mucho mejor que sus palabras, que aquello merecía ser publicado y ni corto ni perezoso lo llevó a la redacción. Prefiero no pensar qué pasó por las cabezas de sus compañeros, pero el caso es que el dibujo se publicó ilustrando su crítica. Eso sí, el pie de foto advertía que era la hija del crítico la autora de la “pequeña pieza perfecta”, aquellas tres pes consecutivas que tanta risa le provocaban años después a mi entonces compañero de sección en El País Miguel Mora cada vez que mi padre, para mi bochorno, las vociferaba como señal de que daba el visto bueno a mis artículos.
Creo que Juby permitió que aquel dibujo ilustrara la crítica porque, pese a su sentido común, era extremadamente sensible y apasionada, y muy buena y generosa. Y no le gustaba dar disgustos, y mucho menos por un trozo de papel que sólo yo recuerdo. Y, por supuesto, porque quería a mi padre, lo admiraba y respetaba, y eso incluía aceptar con cariño sus disparates. Él solía repetir que Juby era la mujer más inteligente que había conocido nunca, que era imposible engañarla, y que también era imposible sentir temor por nada a su lado. Su debilidad por ella duró toda su vida, como la nostalgia por una sección de cultura libre e irrepetible.
Ayer, mientras Andrea y Miguel, sus hijos, y su compañero, el periodista Miguel Ángel Aguilar, la despedían en un maravilloso acto laico en el tanatorio de Tres Cantos con infinitas palabras de amor y agradecimiento, pensé en la devoción que despertaba en los que trabajaron con ella, en cómo mi padre siempre vivió los años bajo su mando como los de un paraíso perdido. A su lado, el mejor periodismo era posible. Pero la imaginación y la felicidad también.
Imagen: Ángel Fernández-Santos y Juby Bustamante en la redacción de Diario 16
Periodismo y felicidad
Juby Bustamante comandó la sección de Cultura en los primeros años de Diario 16, a finales de los setenta. En sus páginas escribía de teatro mi padre (Ángel Fernández-Santos, en la foto con Juby), de toros Rafael Sánchez Ferlosio, de libros Carmen Martín Gaite, de arte Miguel Logroño, de cine Carlos Semprún y de televisión Sol Fuertes. Como buen separado, mi padre me cargaba a todas partes, y mi lugar favorito siempre era la redacción de Diario 16. Me sentaba a dibujar en una mesa o en el suelo mientras observaba a toda aquella gente en ebullición. Mi atención se dividía entre la sección de deportes (sus excesos etílicos y verbales me fascinaban, además del puro que siempre fumaba su redactor jefe) y la de cultura, donde reinaba una alegría y una paz que me hacían sentir mejor que en casa. Juby era el centro, alentaba a sus redactores, les protegía y les cuidaba. Parecían tan felices contando el presente, buscando el verdadero aquí y ahora, que pese a mi corta edad fantaseaba con ser como ellos, vivir así, riendo y escribiendo.
Aunque aún me quedaban bastantes años para empezar a escribir en un periódico, Juby me regaló algo que podríamos llamar mi primera oportunidad. Un pequeño disparate provocado por la amorosa ceguera que mi padre tenía conmigo y el incondicional afecto de ella por los suyos. El caso es que mi padre, que solía llevarme también a todas las obras de teatro a las que podía, escribió una crítica sobre un estreno (confundo mis recuerdos, pero podría ser de Dagoll Dagom) que al parecer me noqueó. El entusiasmo de mi padre por mis comentarios le llevaron a sugerirme que representara en un dibujo mi visión de la obra. Y así lo hice. Mi padre decidió que aquello era mucho mejor que sus palabras, que aquello merecía ser publicado y ni corto ni perezoso lo llevó a la redacción. Prefiero no pensar qué pasó por las cabezas de sus compañeros, pero el caso es que el dibujo se publicó ilustrando su crítica. Eso sí, el pie de foto advertía que era la hija del crítico la autora de la “pequeña pieza perfecta”, aquellas tres pes consecutivas que tanta risa le provocaban años después a mi entonces compañero de sección en El País Miguel Mora cada vez que mi padre, para mi bochorno, las vociferaba como señal de que daba el visto bueno a mis artículos.
Creo que Juby permitió que aquel dibujo ilustrara la crítica porque, pese a su sentido común, era extremadamente sensible y apasionada, y muy buena y generosa. Y no le gustaba dar disgustos, y mucho menos por un trozo de papel que sólo yo recuerdo. Y, por supuesto, porque quería a mi padre, lo admiraba y respetaba, y eso incluía aceptar con cariño sus disparates. Él solía repetir que Juby era la mujer más inteligente que había conocido nunca, que era imposible engañarla, y que también era imposible sentir temor por nada a su lado. Su debilidad por ella duró toda su vida, como la nostalgia por una sección de cultura libre e irrepetible.
Ayer, mientras Andrea y Miguel, sus hijos, y su compañero, el periodista Miguel Ángel Aguilar, la despedían en un maravilloso acto laico en el tanatorio de Tres Cantos con infinitas palabras de amor y agradecimiento, pensé en la devoción que despertaba en los que trabajaron con ella, en cómo mi padre siempre vivió los años bajo su mando como los de un paraíso perdido. A su lado, el mejor periodismo era posible. Pero la imaginación y la felicidad también.
Imagen: Ángel Fernández-Santos y Juby Bustamante en la redacción de Diario 16