Eduardo Coutinho
“Una mañana de junio de 1872, temprano,
asesiné a mi padre,
acto que me impresionó vivamente en esa época.”
El club de los parricidas. Ambrose Bierce
En el primer plano de Edificio Máster (2002), una cámara de seguridad capta la imagen del cineasta Eduardo Coutinho y su equipo cruzando la verja que separa una calle de Copacabana del inmueble protagonista del filme, un mastodonte de hormigón armado y cristal que van a invadir durante un intenso mes de sus vidas. Desde ese plano inicial, y hasta el último, son inequívocos los propósitos de este brasileño genial: la búsqueda del delicado entramado de cine y verdad que se impuso en su trabajo.
Coutinho murió el pasado 2 de febrero. Un domingo melancólico, como casi todos los domingos, cuyo pulso lento se aceleró con una noticia urgente: la sórdida muerte por sobredosis del actor estadounidense Philip Seymour Hoffman, nueva estrella dispuesta a revivir con su sacrificio el firmamento del pobre niño rico. En medio del unánime lamento y de la definitiva canonización, el grito final de Coutinho casi fue inaudible pese al espanto del suceso: apuñalado hasta la muerte a los 80 años por uno de sus dos hijos, Daniel.
Decía Coutinho que un documental sirve para descubrir cosas sobre el mundo y, de paso, sobre uno mismo, que ésa es su “única” utilidad. Brasil, país de violencia y pasión, del caos permanente, como decía Glauber Rocha, no es precisamente de los más sencillos de contar. Edificio Máster, sin embargo, lo logra.
Un edificio de Copacabana de 12 pisos y 23 apartamentos por planta. 276 nichos, a pocos metros de la playa, habitados por 500 personas. Una mole que durante años había pertenecido a maleantes, delincuentes y prostitutas pero que ahora (de ahí el interés del cineasta) estaba en manos de esa masa informe de la clase media carioca. El equipo de Coutinho alquiló uno de los apartamentos para el mes que trabajaron allí. Sólo filmaron durante una semana. No buscaban entrevistas, sólo conversaciones (“la entrevista tiene connotaciones que no me interesan”, solía afirmar el director), un acercamiento sencillo pero capaz de espantar las trampas del mal periodismo y las del peor género documental.
Edificio Máster, collage de historias y rostros, es para muchos la obra cumbre del director de Cabra, marcado para morir. Coutinho explicaba que desde muy pronto había abandonado la ficción por el documental para librarse de sí mismo: “Era la única posibilidad de olvidar mi propia historia: hablar de la de los otros”. Le repelía el protagonismo y cualquier pregunta (por inocente que fuese) que interpelara su privacidad le hacía saltar como un resorte. “¡Soy un hombre sin biografía!”
Daniel Coutinho, de 42 años, también apuñaló aquel domingo de febrero a su madre, María das Dores de Oliveira Coutinho, de 62 años, herida de gravedad. Al parecer, y según el relato al diario O Globo del titular de la División de Homicidios de Río de Janeiro, Rivaldo Barbosa, la madre se salvó porque logró encerrarse en un cuarto de baño. El hijo, víctima de un brote psicótico, nunca salía de la casa, según aseguraron vecinos al diario O Globo, que adelantó el suceso. Cuando le dije a una amiga, profesora de cine documental, que iba a escribir sobre la muerte de Coutinho me escribió un email después de hablar por teléfono: “Sólo hay una cosa que no te he dicho antes, yo creo que Coutinho si hubiera tenido que contar la historia de su propio asesinato seguro que la habría hecho con el mayor de los respetos y sin una idea preconcebida de lo que iba a contar. Es lo que pensé al leer la noticia de su muerte, me he quedado sin ver esa película y lo más triste es que siento que se me ha ido un maestro. Un beso, Nuria”.
En los años sesenta, Glauber Rocha, icono del Cinema Novo, proclamó que todo el cine brasileño late sobre la violencia del hambriento, una violencia en sus palabras revolucionaria, “que no está impregnada de odio sino de amor, se trata de un amor brutal, como la violencia misma, porque no se trata de un amor de complacencia o de contemplación, sino un amor de acción, de transformación”. Para Rocha (“la estética es una ética y la puesta en escena una política”) la locura es liberadora. En aquellos tiempos, Coutinho participaba como jefe de producción de una película fundamental del movimiento, Cinco vezes favela (1962), y ya apuntaba maneras: “Es importante el simple hecho de mostrar lo que es la realidad brasileña, sin proposiciones explícitas: cómo se alimenta el brasileño, cómo trabaja, cómo sufre, cómo lucha, cómo habla. Hasta ahora solo tuvimos una falsificación amable de lo que somos”. En ese sentido, otro cineasta del movimiento, Miguel Torres, añadiría: “Estoy en contra de los mensajes, de los caminos, de los falsos mesías del cine. Los caminos están en los hechos... El arte es tan difícil como el amor. Hoy, lo que queda de bueno es que casi nadie tiene certezas. Felizmente, nadie tiene ya una verdad absoluta. Tenemos el deber de registrar el momento histórico, político y social de nuestra era... Llegó el momento de cerrar el circo cinematográfico, hagamos conferencias pesadas contra la voluntad del público. Mientras no hagamos películas que violenten su comodidad, intoxicada de convenciones equivocadas, no estaremos al nivel de nuestro presente”.
Edificio Máster transita por 12 plantas del presente. Sus oscuros pasillos son las arterias de un gigante, conducen a centenares de ventanas, poros de una piel que finalmente transpira por cada uno de sus relatos. El de Vera, que vive allí desde cría, cuando el lugar era un nido del lumpen local, y que memoriza, apartamento por apartamento, sus muertos y suicidios. El de Sergio, amante de los refranes, para quien “la realidad es la muerte de las ilusiones” o el de Esther, la anciana que resuelve con humor la eterna encerrona de la vejez: “si no quieres estar entre cuatro paredes blancas, pinta cada una de un color”.
Y está Roberto, un hombre de 65 años que vive solo y sin trabajo desde que padeció un derrame cerebral y que, pese al interés que muestran los nuevos inquilinos por cada pequeña historia, desconfía de la amabilidad de los extraños. “Ni nuestros hijos son nuestros”, le advierte don Roberto a Coutinho. O Jasson, que trabaja en una tapicería y que canta a la triste alegría de las favelas, “sólo un pueblo que sufre de día, samba de noche, sabe ser feliz”, entona sentado en su cama. Cristina, la madre prematura de origen alemán que llegó al edificio expulsada de la cómoda casa de su padre, “esto es muy claustrofóbico, antes odiaba este lugar, ahora es mi casa”. Fabiana, la estudiante que escucha los gritos, las peleas y también las canciones que cruzan los finos tabiques de los apartamentos vecinos. Alexandra, la prostituta que se define como una “mentirosa verdadera”. Y claro, Daniela, el único personaje que no mira a la cámara, la educada, dulce y joven Daniela, profesora de inglés a la que el director se dirige con delicadeza extrema. “Solo estoy contenta cuando subo y bajo sola en el ascensor”, le confiesa ella.
—“¿Por qué no me mira?”, le pregunta Coutinho, cuyo perfil entra en el cuadro.
—“No crea que evito la mirada porque le esté mintiendo, es que no me siento segura como para mirarle a la cara sin tartamudear y pestañear compulsivamente”, revela ella.
Tras cometer el asesinato, Daniel Coutinho, según el relato del comisario Barbosa, golpeó la puerta de un vecino para decirle, entre frases inconexas, que al fin “liberó al padre”. En el arranque del juicio, en el mes de mayo y retransmitido por televisión, el hijo, con la cabeza rapada y la mirada torva, presenció la declaración de cuatro testigos, entre ellos su madre, que le pidió al juez, Fabio Uchôa, que Daniel saliera de la sala mientras ella hablaba. Según su testimonio, el hijo la atacó primero, por la espalda y mientras dormía. Luego se abalanzó sobre el padre, que intentó dialogar con él y tranquilizarle. Según la madre, Coutinho llevaba meses mal de salud, con nódulos en el pulmón, pero no quería tratamiento. Pese a su mala salud estaba embarcado en la posproducción del documental Palavra, centrado en el universo adolescente y realizado a partir de entrevistas con 30 estudiantes de la enseñanza media pública de Río de Janeiro. A Daniel no le gustaba que su padre saliera de casa. “Es difícil para mí hablar de mi hijo. Desde niño ha sido callado e irritable, y a veces agresivo. La convivencia con él no era sencilla. Su mirada resultaba cada vez más rara, parecía preocupado”, declaró en el juicio María das Dores, según recoge Folha de S. Paulo. “Eduardo y Daniel habían llegado a un acuerdo. Si no se ponía agresivo se podía quedar con nosotros. A Eduardo le daba mucha pena internarlo. Solo nos quedaba esperar a que él mismo nos pidiese ayuda. Daniel veía sombras, creo que tenía alucinaciones.” Mientras atacaba a sus padres, el hijo gritaba que era lo mejor para los tres, que al fin había dado con la solución a todos los problemas.
En Edificio Máster, la cámara de Coutinho solo necesita tomar el aire y asomarse por una ventana después de su encuentro con Daniela, el único vecino incapacitado para mentir. Ella le ha confesado que las aglomeraciones de la calle le provocan ataques de pánico, que apenas puede salir de su casa, que sufre pensamientos obsesivos.
Cuando los habitantes del edificio conocieron la muerte del cineasta le dedicaron palabras de gratitud. Lo definieron como un “espíritu de luz”, un hombre “juguetón, alegre y muy divertido”. Lo recordaron como “un ser humano dulce y educado”, con un don para crear confianza, para dejar hablar a los demás, para provocar ante la cámara sus sentimientos. "Para mí lo único real es el encuentro entre el documentalista y el personaje, el acto de rodar”, decía él, “con esa realidad me basta”.
Elsa Fernández-Santos
Elsa Fernández-Santos (Madrid, 1968) es periodista cultural de El País y autora, entre otros, de los textos de La Bombilla (Demipage) y Entrevistos. Manolo Blahnik (Rquer).