Contenido

Para el verano

Modo lectura

Cuando llega el verano no es raro que los medios te pidan textos relacionados con la estación ídem. Los amigos de El Estado Mental han hecho lo propio, pedirnos a los colaboradores que escribamos una postal estival o vacacional (me pregunto si la rima me está alertando, pero por supuesto ya voy con la desconfianza, o la incapacidad, puesta, y por eso la rima me sabe a prevención). Digo esto porque del verano sólo me viene lo que se le supone: calor, vacaciones, desconexión, relax, montaña o playa, sandía o melón, intoxicación o desintoxicación. Quejarme de los tópicos del verano también es otro tópico. Mi tentación es culpar de tanto espantajo a los medios por pedir textos que hablen sobre el verano sólo porque estamos en él. Además, cuando se menta de ese modo  la ardorosa estación (escríbenos una postalita, anda) voy directa hacia esos identificadores, pues cómo se va a notar si no en mi texto que es verano. Tengo al menos que nombrarlo, y en algún momento hay sol y descanso, o me hago la pringada que se ha quedado en la ciudad de olor a asfalto recalentado. Ahora leo un estado de Facebook en el que se amenaza con borrar a los contactos que suban fotos de la playa y otro donde se acusa a los aguafiestas, a los que amenazan asimismo con borrarles, ¡no queremos a nadie que no sepa apreciar la alegría del tópico! Esto, por cierto, también ocurre con la Semana Santa y los partidos de fútbol: debemos pensar entonces que el verano es un poco marca España, que no existe sin división. Una España siempre le está doliendo a la otra y así solventamos el conflicto de identidad: no hay nada como definirse a través de un enemigo. Pero retomemos el verano.  El helado. La gente en las terrazas por la noche. Las máquinas de aire acondicionado. Las piscinas. La piel morena. La crema solar con la protección alta. Una discoteca costera que huele a after sun. Unos vecinos a la fresca en un pueblo. Las fiestas patronales. Las verbenas. El tinto. La cerveza fresquita.  El limón granizado. Los campamentos. El campo seco. Las chicharras. La alberca con el fondo resbaloso por el verdín. Las huelgas en los aeropuertos. La ola de calor. Los incendios. Irse al norte, a Bilbao, para no enterarse del verano. El cine de verano. Los ancianos muertos en los pisos sin aire. La arena de la playa. El apartamento en la playa. La casa rural. Las parejas que se divorcian cuando vuelven de Benidorm. Prepararse para el síndrome postvacacional.

Imagino que llego al final de todo lo que puede encontrarse en cualquier texto  sobre el verano para descartarlo. ¿Cómo contextualizo entonces? En realidad, esto que aquí escribo va sobre la escritura, y no sobre el verano. Y se trata también de un tópico: no se escribe con eficacia desde el lugar común, aunque tampoco se puede prescindir de él.

Estoy echando balones fuera para no decir nada sobre mi verano. Diré sólo lo que se repite año tras año, para que los amigos de El Estado Mental no se enfaden:

—¿Dónde vas este verano?

— A Córdoba —respondo.

—¿A Córdoba capital?

— Sí.

— Uf.

— Ya.

La foto que ilustra este texto es de Córdoba. De mi verano.