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Autoedición encubierta

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La primera vez que me topé con el fenómeno que titula este artículo tenía veintitrés años y llevaba los dos últimos enviando relatos malísimos a concursos que nunca ganaba porque no lo merecía. La única vez que me contestaron fue a través de una carta donde se me decía que no había ganado pero que estaban interesados en publicar mi relato en una antología. Para ello necesitaban que yo corriera con parte de los gastos de la edición. No piqué, y eso que la carta venía con un contrato que debía devolver firmado y que, oh sí, temblaba en mis manos. Era la primera vez que alguien decía estar interesado en lo que yo escribía. Rompí la carta con la falsa declaración de amor y tiré el anillo con el que había de sellar mi compromiso (era de papel de plata ese anillo) a la basura.

La autoedición encubierta es un negocio miserable, pues a diferencia de la mera autoedición, en la que el autor o autora paga sin que medien los engaños, aquí una serie de editoriales juegan a encandilar al pobre incauto o incauta con el señuelo de que su obra merece la pena en términos literarios o comerciales. Es decir, juegan a ser verdaderos editores, con un criterio y un proyecto editorial, aunque sin arriesgar nada, puesto que no van a poner un duro ni por editar la obra de la persona por la que dicen apostar ni por promoverla.

Hace unos meses tuve ocasión de comprobar el burdo funcionamiento de una de estas editoriales. Un conocido acababa de terminar un libro y se puso a buscar editor. Le contestó una editorial dedicada a las malas prácticas. "La autoedición encubierta es un negocio miserable [...], una serie de editoriales juegan a encandilar al pobre incauto o incauta con el señuelo de que su obra merece la pena en términos literarios o comerciales" Mi conocido, novato,  se ilusionó con el falso te quiero (“nos ha gustado tu manuscrito y estamos interesados en publicarlo”, o similar), y entonces la editorial, en un largo e-mail que mi conocido me reenvió, le explicó su modus operandi. Empezarían con una tirada de 100 ejemplares que mi conocido debía comprometerse a vender el día de su presentación. Si no la vendía, entonces tenía que comprar él los ejemplares sobrantes. En el improbable caso de que mi conocido lograra vender esos 100 ejemplares (en el e-mail se aseveraba lo fácil que es vender 100 ejemplares en una presentación, y hasta 200), entonces la editorial se encargaría de editar otros 100 y de distribuirlos en las librerías centrales de la provincia de mi conocido, en la Casa del Libro y en Amazon.

Quien se dedica a escribir sabe que no hay que dar demasiadas explicaciones ni ofrecerle pistas al lector sobre las fallas compositivas. Si en mitad de una novela realista aparece un rinoceronte con alas hay que soltarlo con naturalidad.  Quizá no cuele, pero la naturalidad es la única vía para que lo haga. En el e-mail de la editorial parecían ignorarse estos elementales procederes retóricos, y tras profusas explicaciones en torno a los 100 ejemplares y a lo que ellos iban a hacer si mi conocido lograba venderlos en su presentación, el editor aclaraba que no vivían de las ventas en las presentaciones de los libros, sino de las ventas en librerías. Para finalizar el desaguisado, el tío afirmaba que ellos harían campaña en los medios de comunicación correspondientes, y que la presentación tendría lugar donde el autor lo indicara.

Naturalmente, le respondí a mi conocido que la editorial no me merecía ninguna credibilidad, que editar 100 libros que el autor debía encargarse de vender no era apostar por nadie y que aquello no era más que autoedición encubierta. Pero mi conocido decidió seguir adelante. De cara al público le parecía mejor estar avalado por una editorial que encubría la autoedición que por otra más honesta que evidenciara que el autor había publicado simplemente porque había pagado.

Mi conocido me pidió que le presentara el libro. Me importaba más él que la editorial, así que acepté. Sabía que iba a participar en una mentira, y que la presentación sólo me desvelaría su magnitud.

El acto ni siquiera tuvo lugar en una librería, sino en un pub donde no había ni un triste micrófono para que no nos destrozáramos las cuerdas vocales. A la presentación no acudió el editor, sino un autor de la casa que nada más verme me dijo que había averiguado que yo tenía cierta trayectoria, y que por ello quería invitarme a participar en una antología que pensaban traducir al chino para colocarla en el país ídem.

—Por supuesto —me soltó—, como tú eres una autora conocida, no tendrás que pagar nada.

No sé qué cara debí de poner, porque lo siguiente que me dijo fue:

—Nosotros vamos de legales, no como las editoriales de primera línea. Allí los autores también pagan por publicar, pero nadie dice nada.

No sé si aquel tío era un cretino o un imbécil al que el editor había embaucado con toda clase de cuentos (chinos) sobre cómo ellos eran los únicos que no engañaban a nadie. No pude evitar pensar en la editorial como una suerte de secta donde, al igual que las que fijan fechas para el fin del mundo o se creen marcianitos reencarnados, se ha tejido una comunidad en torno a una serie de mentiras diferenciadoras y consoladoras que al gurú-editor le asegura el negocio.

En la presentación ni siquiera hubo un libro para la presentadora, es decir, para mí. El fulano amigo del editor tuvo la jeta de decir que ellos eran una editorial muy abierta donde se publicaban todo tipo de libros. Yo presenté a mi conocido sin ganas de aclarar el engaño, pues allí estaban su familia y sus amigos tan sonrientes, con esa cara de Este Es Un Gran Día. No le pregunté a mi conocido si aquella gente sabía que iba a tener que pagar por los libros que no vendiera. No había cien personas.  Quizá ni siquiera había cincuenta. Cuando terminó el acto salí de allí escopetada.

La imagen pertenece a la película El hombre perseguido por un ovni