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El futuro está en la tercera edad
Una mañana con Quino y esta noche con Flora Rocha
El pasado es un invento y el presente un agobio. El presente que debería ser, como su propio nombre indica, un regalo, se ha convertido en una obligación llena de promesas que no se cumplen. Para colmo enciendo la tele –me voy, porque no tengo tele, hasta casa de Marcelo con el plan de enajenarme un rato frente al pantallón de plasma, llenándome la boca de chocolate negro y tortas de Inés Rosales–, ¿y qué me encuentro? A todo el mundo hablando de política y entre los más destacados de ese mundo algunos de mis compañeros de universidad con el brillo del poder en la mirada. Pantallón de plastas. No voy a llorar por el 15M, pero ¿cuándo nos dieron el cambiazo? ¿Cuándo se cambió lo imprevisible por el garbanceo de tertulia? El relevo generacional se ha producido, sin duda, pero el festival de la confusión ha vuelto con las fuerzas renovadas de la juventud, así que no sé si vale la pena tanto alboroto.
–Marcelo, ya sólo nos queda el futuro.
–Y la ciencia fricción.
–Ni te arrimes que estoy desganada.
–Eso es la crisis de la treintena.
–A ver si pasa rápido, el futuro está en la tercera edad.
Marcelo se ríe de mis anhelos, dice que como mis cuatro abuelos se murieron antes de que yo naciera y mis padres se mantienen en forma, no tengo conciencia de la decrepitud que supone la vejez. El caso es que en los días de lluvia me dedico a fantasear con una abuela con la que ir al cine y un abuelo que me cuente del hambre que pasó en la guerra. Yo soy así, y mi complejo de yayo ausente se activa a la primera oportunidad. Ay, mis abuelos imaginarios, siempre elegantes, con esa distancia olímpica que les da la vida vivida, tan lejos de la molesta agitación juvenil que nos rodea.
Una mañana con Quino
La semana pasada tuve la experiencia de escuchar a Joaquín Salvador Lavado Tejón, más conocido como Quino, a su paso por Madrid, después de haber recogido el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. En la escuela que acaban de abrir la Fábrica y el Círculo de Bellas Artes –Sur, la llaman–, los alumnos, moderados desde la mesa por Juan Barja, iban a tener un diálogo con el dibujante argentino. Cuando lo vi entrar en la sala, transportado en su silla de ruedas, con el temblor en sus manos y sus gruesas gafas, temí lo peor. Hasta que abrió la boca y empezó a contar anécdotas y a responder las preguntas de los presentes, apenas unos cincuenta entre alumnos y profesores. Qué emoción escucharle, de verdad, qué timbre de voz más dulce, qué calidez y qué intimidad de mesa camilla te envolvía al escucharle.
“La vocación es un misterio, es como elegir pareja, no se sabe si uno la elige o si es elegido por ella. Cuando yo tenía tres años mis padres se fueron al cine y llamaron a mi tío Joaquín para que me cuidara. Hoy a los niños se les da la tableta y ya los tienes entretenidos, pero entonces no había esos artefactos y mi tío, que no sabía hacer otra cosa que pintar, sacó un lápiz y empezó a dibujar montañas, ríos, caballos... Aquel lapicito era como la lámpara de Aladino, de allí podía salir cualquier cosa. Un lápiz es un instrumento que tiene un poder increíble. Así que con tres años decidí que sería dibujante. Luego, con catorce, decidí que sería dibujante de cómic, influido por todas esas revistas maravillosas que llegaban entonces a la Argentina, algo que hoy se acabó; no sé si por Internet se encuentran ahora las cosas, yo me quedé en el teléfono."
Las intervenciones de los alumnos y sobre todo las de las alumnas van precedidas de una introducción de rendida devoción, “yo crecí con sus cómics”, “Mafalda me hizo ver el mundo de otra manera”, “es usted un genio de la inteligencia emocional”, “su trazo tiene la soltura de un bailarín flamenco”, “soy artista gracias a usted”, y luego, confiando en la supervisión oracular del humorista gráfico, preguntan por cosas como la confusa actualidad; aquí es donde Quino brilla, con respuestas imprevisibles que nos salvan del agobio del presente. A la pregunta de "¿sabe usted qué va a pasar ahora?”, contesta:
“Yo soy de una familia republicana española y cuando tenía tres años empezó la guerra civil. Mi abuela era andaluza y comunista y mis padres republicanos. Luego vino la Segunda Guerra Mundial, yo tenía ocho años y ya iba al cine donde ponían los noticiarios en los que los rusos eran aliados y buenos, y los japoneses eran malos. Luego pasó la guerra y los rusos empezaron a ser los malos y los japoneses eran los buenos. Ahí empecé a entender esa otra guerra de siempre, la que hay entorno al bien y al mal. Una tarde llamó a la puerta un señor muy alto con botas de astracán y preguntó: ¿En esta casa está la palabra del señor? Y entonces leí la Biblia protestante que me regaló aquel misionero evangelista, con aquellas historias divertidas como la de Sodoma y Gomorra, con aquellos ángeles que manda Dios y que tienen que refugiarse en casa de Lot para que no abusen sexualmente de ellos; y a Lot no se le ocurre otra cosa que ofrecer a sus hijas vírgenes para salvar a los ángeles pero los sodomitas no aceptan el cambio. Y luego las mismas hijas de Lot emborrachan a su padre para acostarse con él y asegurar así la descendencia.”
Una mujer con acento venezolano, apela a la voluntad mafaldesca de querer cambiar el mundo y cómo esa energía de transformación se la apropian los regímenes totalitarios. Pregunta a Quino hacia dónde habría que apuntar esa energía para que no lleve a un camino errado:
“Ahora que se ha diluido todo lo ideológico es difícil –contesta el argentino–.Yo estuve en París en el 68 y me encontré con la policía, las cachiporras y los gases lacrimógenos y también todos los eslóganes de la imaginación al poder. Era muy hermoso. Después en los 70 las manifestaciones estudiantiles que vi no eran para cambiar el mundo sino para que el mundo no cambiase y no se quedarán ellos sin trabajo.”
“Los viejos somos más pesimista, cada guerra perdida siempre se cree que es la última y luego no, y claro el entusiasmo juvenil se va perdiendo. Pero no quería poneos tristes.”
Un paquete de galletitas
La escuela Sur la han promocionado como la escuela de artistas totales y parte del diálogo se encamina hacia los detalles de la biografía artística, las influencias, y esas cuestiones tan poco interesantes que tanto nos interesan a los que aspiramos a vivir del cuento:
"Yo ya quería ser dibujante de humor, y me metí a estudiar Bellas Artes y de pronto me vi dibujando animales embalsamados y bustos de Pericles. A los dos años abandoné y más tarde me arrepentí. Cuando vi el museo Picasso en París, la gente a mi alrededor comentaba por qué estudiar figuración si luego vas a romper la figura, pero, claro, para romper la figura primero tienes que saber dónde dar el hachazo."
"Fui a varias redacciones de Buenos Aires y me rechazaron: que, bueno, que no estaba mal de ideas pero que de trazo... que el dibujo, fatal. Así qué me volví a Mendoza, mi provincia natal, hice la mili y luego regrese a Buenos Aires y en un periódico se habían quedado sin humorista gráfico y probaron conmigo; así que por esta casualidad empezó mi carrera. Unos años antes, cuando tenía 18 me cayó en las manos un Paris Match y descubrí a dos dibujantes, Chaval y Bosc, su humor mudo y surrealista no tenía nada que ver con lo que se hacía entonces y me influyeron muchísimo, sobre todo por el tema mudo, en aquellos primeros años donde tenía que producir mucho. Los dos se suicidaron curiosamente, idea que no rechazo pero que tiene su complicación: ahorcarse es feo, es barato pero feo. Me acuerdo siempre de un amigo que se tiró al tren, un poco antes se compró un paquete de galletitas y una lata de 20 kilos de pintura y cuando le pilló el tren montó un espectáculo con toda aquella pintura saltando por los aires...”
“También me influyeron los españoles, Mingote y Chumi Chumez, y Gila del que me hice muy amigo cuando se fue a vivir a la Argentina. Gila tenía un dibujo muy precario pero muy inteligente y te contaba la terrible Guerra Civil Española y luego grababa lo mismo que te había contado en un disco de humor."
¿Qué es el humor?
“Nadie pregunta qué es la angustia, pero todos preguntan qué es el humor. Cuando Charlot se come en Candilejas aquella bota es una escena muy graciosa pero también muy dramática; el humor amalgama estos dos sentimientos y ese es su misterio, que cosas que son terribles te hacen gracia. Yo al principio leía a Freud para saber qué era el humor, hasta que me despreocupé: es como si un marinero se pregunta qué es el agua, el humor es el agua donde yo salía todas los días a navegar.”
“Lo que tiene el dibujo y el humor es que uno no sabe nunca lo que se le va a ocurrir. A no ser que leyera en el periódico algo que me indignara, mi método de trabajo era ponerme frente al bloc en blanco, y enseguida nunca sale nada, siempre hay que estar seis o siete horas pensando. Yo tenía un montón de páginas con historias empezadas sin concluir, porque lo difícil es concluir. Publicar me permitía ver en qué me había equivocado: yo ponía nubes y árboles innecesarios, esos cuadritos de más que impiden que el lector entienda lo que quieres decir; de esta forma, poco a poco, fui aprendiendo. Y luego está el fantasma de la entrega, que hace que la cosa se te ocurra en el último momento, tienes una semana y no se te ocurre nada hasta el final, y entonces, como un regalo, se te ocurre; esa falta de control sobre el propio pensamiento siempre me dio mucho fastidio.”
Mafalda era un círculo
Quino ya no puede dibujar por problemas de vista, cuando lo veo sentado en su silla de ruedas, enmarcado sobre un fondo amarillo con un autoretrato suyo de cuando era joven, tan viejito ya e incapaz de ver más allá de la segunda fila de alumnos que tiene enfrente, me acuerdo del cuento "El otro" de su paisano Borges. Ya saben, aquel en el que el Borges viejo, a la orillas del río Charles, en Cambridge, se encuentra a sí mismo 50 años antes a orillas del Ródano, en Ginebra. El cuento es la historia de un desencuentro, donde el joven y el viejo apenas comparten el nombre y el miedo de haberse encontrado. Lo último que le dice el Borges viejo a su joven alter ego es que se va quedar ciego: “Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.” Supongo que Quino a sus ochenta y dos años estará viviendo ese lento atardecer de verano y si se reencontrase con su yo de hace 50 años se encontraría dibujando a Mafalda, que hace mes y medio, el 29 de septiembre, cumplió la cincuentena.
Una alumna le cuenta que cuando era pequeña pensaba que Mafalda había surgido como un regalo de Quino para su hija, hasta que su padre le quito la ilusión revelándole que en realidad había sido una propuesta para una campaña publicitaria que no prosperó. La alumna le pregunta si esto es verdad. Quino que no ha tenido más hijos que sus dibujos contesta que sí:
“Empezó primero como una campaña de una marca de electrodomésticos. Tenía que crear una familia normal –esa era la idea de la agencia– pero si la mama abría el frigorífico, este era de esa marca. La estrategia era regalárselo a los periódicos para que lo publicasen, pero, claro, los periódicos decían que aquello era publicidad. Así que aquello no prosperó. Luego lo guardé y dos años después un amigo periodista que trabajaba en Primera Plana me pidió si tenía otra cosa distinta a los dibujos que yo le ofrecía y entonces le di aquellas tiras y, sin decírmelo, mi amigo se puso a publicarlos. Y así me encontré con un personaje ya hecho que tuve que continuar.”
Habla entonces Quino de cómo concibió a sus personajes de manera geométrica: Mafalda era un círculo, Manolito era un cuadrado, Felipe un triángulo, Susanita un óvalo… También dice que para el personaje de Felipe se inspiró en Jorge Timosi, un poeta argentino que se marchó a Cuba cuando la revolución. Y que Don Manolo, el padre de Manolito, era el padre panadero de su amigo, el que publicó a Mafalda por primera vez, al parecer aquel quería que su hijo fuese también panadero y debía de ser tan autoritario, que para atender a su vocación de periodista el hijo se tuvo que escapar de casa y acabó compartiendo pensión con Quino. Un gran amigo al que desaparecieron durante la dictadura militar.
Después de un breve silencio que dura una eternidad, le preguntan por cómo habría crecido Mafalda de haber continuado, cómo habría sido la Mafalda adolescente:
“Cuando yo dibujaba Mafalda sabía lo que pensaban los niños pues mis cinco sobrinos tenían entre uno y medio y siete años de edad; ahora no sé lo que piensan los niños ni tampoco lo que piensan los jóvenes. A mí me gusta dibujar de lo que sé. No tengo ni idea de deportes y con los jóvenes me pasa igual; no sé nada de esas fotocopiadoras de 3D, no me entra en la cabeza, como cuando te dicen que un banco ganó millones y millones, y uno se pregunta si ese dinero es dinero físico y si es así ¿dónde lo meten? Me cuesta trabajo imaginarme las cosas, mi mujer me lo dice, me pregunta ¿dónde ponemos el sofá, aquí o allá? Y yo le contesto que no sé, que hasta que no lo vea, y entonces ella me dice: no tienes imaginación.”
Mafalda, como los Beatles que tanto le gustaban, tuvo en realidad una vida corta. Aunque se pensó en 1962 como una campaña publicitaria, Quino fecha su nacimiento dos años después con la publicación de la primera tira en Primera Plana. Ni una década llegó a cumplir la famosa saga: en 1973 se acabó la historia de aquella “heroína iracunda”, como la definió Umberto Eco, que sigue inspirando desde hace cincuenta años a generaciones de niños y niñas que encuentran en ella lo que no le suelen dar los dibujos animados: humor inteligente.
“Más que haber continuado con Mafalda me hubiera gustado seguir con Miguelito y Libertad, pero empezó a correr sangre en la Argentina y tuve que dejar de hablar y luego me tuve que ir. Terminé de hacer la historieta y nunca pensé más en el asunto. Yo soy como un carpintero, que a cada mueble que hace le pone el mismo amor y a todos los quiere por igual, aunque reconozca que los hay más feos o más bonitos; a todos mis dibujos les tengo el mismo cariño.”
Y hace bien. Con Quino sucede ese extraño milagro sólo al alcance de unos pocos –poquísimos– escogidos que pueden presumir de la excelencia en toda su obra. La mañana se acaba y se llevan a Quino, mi querido abuelo imaginario, en busca de su mujer, quien al parecer unas horas antes se ha roto una pierna.
Y esta noche con Flora Rocha
Como ya no se puede ver la tele sin que te metan prisa y sin que jovencitos de mi quinta te pidan el voto, esta noche me voy a un concierto de Flora Rocha en el Teatro del Barrio, a beber ron y a que alguien me saque a bailar, baile apretado, por supuesto, al arrullo del bolero, ese corruptor de mayores. ¿Que quién es Flora Rocha? Flora es, además de mi última abuela imaginaria, una cantante secreta que se formó en la Cuba de los cincuenta y de los sesenta, cuando el bolero evolucionó hacia el filin, y el son se dejó querer por el jazz. Lo que más ilusión me hace es que buscas a Flora en Google y no aparece por ninguna parte. Me cuentan que aunque nunca grabó nada, su voz grave se oyó en compañía de mi querido Bola de Nieve –si tampoco lo conocen no merecen tener oídos– y de Benny Moré, el Bárbaro del Ritmo, en las míticas e interminables descargas habaneras de aquellos años dorados de la música tropical. Me cuentan también que cantó en grupos como Los Modernistas y Los Ribero, que no conozco, y que hasta cubrió la baja de una de las cantantes de Las D’Aida –el cuarteto vocal donde se dio a conocer Omara Portuondo– en una larga gira por Europa. Va acompañada por un trío de jazz, con Luis Guerra, un gran pianista cubano afincado en Madrid, el percusionista Moisés Porro a la batería y, al contrabajo, Pablo Navarro, con quien una madrugada turbia de hace unos añitos tuve yo un romance de valentía. Esta noche a Marcelo lo dejo en casa, porque, ya saben, a los niños la niñez y a los adultos el adulterio.
Y no se dejen convencer por el agónico ahora, ni enredar por el pasado, búsquense unos abuelitos imaginarios que les guíen apaciblemente por las turbulencias del presente y no lo duden, el futuro está en la tercera edad.
El futuro está en la tercera edad
El pasado es un invento y el presente un agobio. El presente que debería ser, como su propio nombre indica, un regalo, se ha convertido en una obligación llena de promesas que no se cumplen. Para colmo enciendo la tele –me voy, porque no tengo tele, hasta casa de Marcelo con el plan de enajenarme un rato frente al pantallón de plasma, llenándome la boca de chocolate negro y tortas de Inés Rosales–, ¿y qué me encuentro? A todo el mundo hablando de política y entre los más destacados de ese mundo algunos de mis compañeros de universidad con el brillo del poder en la mirada. Pantallón de plastas. No voy a llorar por el 15M, pero ¿cuándo nos dieron el cambiazo? ¿Cuándo se cambió lo imprevisible por el garbanceo de tertulia? El relevo generacional se ha producido, sin duda, pero el festival de la confusión ha vuelto con las fuerzas renovadas de la juventud, así que no sé si vale la pena tanto alboroto.
–Marcelo, ya sólo nos queda el futuro.
–Y la ciencia fricción.
–Ni te arrimes que estoy desganada.
–Eso es la crisis de la treintena.
–A ver si pasa rápido, el futuro está en la tercera edad.
Marcelo se ríe de mis anhelos, dice que como mis cuatro abuelos se murieron antes de que yo naciera y mis padres se mantienen en forma, no tengo conciencia de la decrepitud que supone la vejez. El caso es que en los días de lluvia me dedico a fantasear con una abuela con la que ir al cine y un abuelo que me cuente del hambre que pasó en la guerra. Yo soy así, y mi complejo de yayo ausente se activa a la primera oportunidad. Ay, mis abuelos imaginarios, siempre elegantes, con esa distancia olímpica que les da la vida vivida, tan lejos de la molesta agitación juvenil que nos rodea.
Una mañana con Quino
La semana pasada tuve la experiencia de escuchar a Joaquín Salvador Lavado Tejón, más conocido como Quino, a su paso por Madrid, después de haber recogido el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. En la escuela que acaban de abrir la Fábrica y el Círculo de Bellas Artes –Sur, la llaman–, los alumnos, moderados desde la mesa por Juan Barja, iban a tener un diálogo con el dibujante argentino. Cuando lo vi entrar en la sala, transportado en su silla de ruedas, con el temblor en sus manos y sus gruesas gafas, temí lo peor. Hasta que abrió la boca y empezó a contar anécdotas y a responder las preguntas de los presentes, apenas unos cincuenta entre alumnos y profesores. Qué emoción escucharle, de verdad, qué timbre de voz más dulce, qué calidez y qué intimidad de mesa camilla te envolvía al escucharle.
“La vocación es un misterio, es como elegir pareja, no se sabe si uno la elige o si es elegido por ella. Cuando yo tenía tres años mis padres se fueron al cine y llamaron a mi tío Joaquín para que me cuidara. Hoy a los niños se les da la tableta y ya los tienes entretenidos, pero entonces no había esos artefactos y mi tío, que no sabía hacer otra cosa que pintar, sacó un lápiz y empezó a dibujar montañas, ríos, caballos... Aquel lapicito era como la lámpara de Aladino, de allí podía salir cualquier cosa. Un lápiz es un instrumento que tiene un poder increíble. Así que con tres años decidí que sería dibujante. Luego, con catorce, decidí que sería dibujante de cómic, influido por todas esas revistas maravillosas que llegaban entonces a la Argentina, algo que hoy se acabó; no sé si por Internet se encuentran ahora las cosas, yo me quedé en el teléfono."
Las intervenciones de los alumnos y sobre todo las de las alumnas van precedidas de una introducción de rendida devoción, “yo crecí con sus cómics”, “Mafalda me hizo ver el mundo de otra manera”, “es usted un genio de la inteligencia emocional”, “su trazo tiene la soltura de un bailarín flamenco”, “soy artista gracias a usted”, y luego, confiando en la supervisión oracular del humorista gráfico, preguntan por cosas como la confusa actualidad; aquí es donde Quino brilla, con respuestas imprevisibles que nos salvan del agobio del presente. A la pregunta de "¿sabe usted qué va a pasar ahora?”, contesta:
“Yo soy de una familia republicana española y cuando tenía tres años empezó la guerra civil. Mi abuela era andaluza y comunista y mis padres republicanos. Luego vino la Segunda Guerra Mundial, yo tenía ocho años y ya iba al cine donde ponían los noticiarios en los que los rusos eran aliados y buenos, y los japoneses eran malos. Luego pasó la guerra y los rusos empezaron a ser los malos y los japoneses eran los buenos. Ahí empecé a entender esa otra guerra de siempre, la que hay entorno al bien y al mal. Una tarde llamó a la puerta un señor muy alto con botas de astracán y preguntó: ¿En esta casa está la palabra del señor? Y entonces leí la Biblia protestante que me regaló aquel misionero evangelista, con aquellas historias divertidas como la de Sodoma y Gomorra, con aquellos ángeles que manda Dios y que tienen que refugiarse en casa de Lot para que no abusen sexualmente de ellos; y a Lot no se le ocurre otra cosa que ofrecer a sus hijas vírgenes para salvar a los ángeles pero los sodomitas no aceptan el cambio. Y luego las mismas hijas de Lot emborrachan a su padre para acostarse con él y asegurar así la descendencia.”
Una mujer con acento venezolano, apela a la voluntad mafaldesca de querer cambiar el mundo y cómo esa energía de transformación se la apropian los regímenes totalitarios. Pregunta a Quino hacia dónde habría que apuntar esa energía para que no lleve a un camino errado:
“Ahora que se ha diluido todo lo ideológico es difícil –contesta el argentino–.Yo estuve en París en el 68 y me encontré con la policía, las cachiporras y los gases lacrimógenos y también todos los eslóganes de la imaginación al poder. Era muy hermoso. Después en los 70 las manifestaciones estudiantiles que vi no eran para cambiar el mundo sino para que el mundo no cambiase y no se quedarán ellos sin trabajo.”
“Los viejos somos más pesimista, cada guerra perdida siempre se cree que es la última y luego no, y claro el entusiasmo juvenil se va perdiendo. Pero no quería poneos tristes.”
Un paquete de galletitas
La escuela Sur la han promocionado como la escuela de artistas totales y parte del diálogo se encamina hacia los detalles de la biografía artística, las influencias, y esas cuestiones tan poco interesantes que tanto nos interesan a los que aspiramos a vivir del cuento:
"Yo ya quería ser dibujante de humor, y me metí a estudiar Bellas Artes y de pronto me vi dibujando animales embalsamados y bustos de Pericles. A los dos años abandoné y más tarde me arrepentí. Cuando vi el museo Picasso en París, la gente a mi alrededor comentaba por qué estudiar figuración si luego vas a romper la figura, pero, claro, para romper la figura primero tienes que saber dónde dar el hachazo."
"Fui a varias redacciones de Buenos Aires y me rechazaron: que, bueno, que no estaba mal de ideas pero que de trazo... que el dibujo, fatal. Así qué me volví a Mendoza, mi provincia natal, hice la mili y luego regrese a Buenos Aires y en un periódico se habían quedado sin humorista gráfico y probaron conmigo; así que por esta casualidad empezó mi carrera. Unos años antes, cuando tenía 18 me cayó en las manos un Paris Match y descubrí a dos dibujantes, Chaval y Bosc, su humor mudo y surrealista no tenía nada que ver con lo que se hacía entonces y me influyeron muchísimo, sobre todo por el tema mudo, en aquellos primeros años donde tenía que producir mucho. Los dos se suicidaron curiosamente, idea que no rechazo pero que tiene su complicación: ahorcarse es feo, es barato pero feo. Me acuerdo siempre de un amigo que se tiró al tren, un poco antes se compró un paquete de galletitas y una lata de 20 kilos de pintura y cuando le pilló el tren montó un espectáculo con toda aquella pintura saltando por los aires...”
“También me influyeron los españoles, Mingote y Chumi Chumez, y Gila del que me hice muy amigo cuando se fue a vivir a la Argentina. Gila tenía un dibujo muy precario pero muy inteligente y te contaba la terrible Guerra Civil Española y luego grababa lo mismo que te había contado en un disco de humor."
¿Qué es el humor?
“Nadie pregunta qué es la angustia, pero todos preguntan qué es el humor. Cuando Charlot se come en Candilejas aquella bota es una escena muy graciosa pero también muy dramática; el humor amalgama estos dos sentimientos y ese es su misterio, que cosas que son terribles te hacen gracia. Yo al principio leía a Freud para saber qué era el humor, hasta que me despreocupé: es como si un marinero se pregunta qué es el agua, el humor es el agua donde yo salía todas los días a navegar.”
“Lo que tiene el dibujo y el humor es que uno no sabe nunca lo que se le va a ocurrir. A no ser que leyera en el periódico algo que me indignara, mi método de trabajo era ponerme frente al bloc en blanco, y enseguida nunca sale nada, siempre hay que estar seis o siete horas pensando. Yo tenía un montón de páginas con historias empezadas sin concluir, porque lo difícil es concluir. Publicar me permitía ver en qué me había equivocado: yo ponía nubes y árboles innecesarios, esos cuadritos de más que impiden que el lector entienda lo que quieres decir; de esta forma, poco a poco, fui aprendiendo. Y luego está el fantasma de la entrega, que hace que la cosa se te ocurra en el último momento, tienes una semana y no se te ocurre nada hasta el final, y entonces, como un regalo, se te ocurre; esa falta de control sobre el propio pensamiento siempre me dio mucho fastidio.”
Mafalda era un círculo
Quino ya no puede dibujar por problemas de vista, cuando lo veo sentado en su silla de ruedas, enmarcado sobre un fondo amarillo con un autoretrato suyo de cuando era joven, tan viejito ya e incapaz de ver más allá de la segunda fila de alumnos que tiene enfrente, me acuerdo del cuento "El otro" de su paisano Borges. Ya saben, aquel en el que el Borges viejo, a la orillas del río Charles, en Cambridge, se encuentra a sí mismo 50 años antes a orillas del Ródano, en Ginebra. El cuento es la historia de un desencuentro, donde el joven y el viejo apenas comparten el nombre y el miedo de haberse encontrado. Lo último que le dice el Borges viejo a su joven alter ego es que se va quedar ciego: “Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.” Supongo que Quino a sus ochenta y dos años estará viviendo ese lento atardecer de verano y si se reencontrase con su yo de hace 50 años se encontraría dibujando a Mafalda, que hace mes y medio, el 29 de septiembre, cumplió la cincuentena.
Una alumna le cuenta que cuando era pequeña pensaba que Mafalda había surgido como un regalo de Quino para su hija, hasta que su padre le quito la ilusión revelándole que en realidad había sido una propuesta para una campaña publicitaria que no prosperó. La alumna le pregunta si esto es verdad. Quino que no ha tenido más hijos que sus dibujos contesta que sí:
“Empezó primero como una campaña de una marca de electrodomésticos. Tenía que crear una familia normal –esa era la idea de la agencia– pero si la mama abría el frigorífico, este era de esa marca. La estrategia era regalárselo a los periódicos para que lo publicasen, pero, claro, los periódicos decían que aquello era publicidad. Así que aquello no prosperó. Luego lo guardé y dos años después un amigo periodista que trabajaba en Primera Plana me pidió si tenía otra cosa distinta a los dibujos que yo le ofrecía y entonces le di aquellas tiras y, sin decírmelo, mi amigo se puso a publicarlos. Y así me encontré con un personaje ya hecho que tuve que continuar.”
Habla entonces Quino de cómo concibió a sus personajes de manera geométrica: Mafalda era un círculo, Manolito era un cuadrado, Felipe un triángulo, Susanita un óvalo… También dice que para el personaje de Felipe se inspiró en Jorge Timosi, un poeta argentino que se marchó a Cuba cuando la revolución. Y que Don Manolo, el padre de Manolito, era el padre panadero de su amigo, el que publicó a Mafalda por primera vez, al parecer aquel quería que su hijo fuese también panadero y debía de ser tan autoritario, que para atender a su vocación de periodista el hijo se tuvo que escapar de casa y acabó compartiendo pensión con Quino. Un gran amigo al que desaparecieron durante la dictadura militar.
Después de un breve silencio que dura una eternidad, le preguntan por cómo habría crecido Mafalda de haber continuado, cómo habría sido la Mafalda adolescente:
“Cuando yo dibujaba Mafalda sabía lo que pensaban los niños pues mis cinco sobrinos tenían entre uno y medio y siete años de edad; ahora no sé lo que piensan los niños ni tampoco lo que piensan los jóvenes. A mí me gusta dibujar de lo que sé. No tengo ni idea de deportes y con los jóvenes me pasa igual; no sé nada de esas fotocopiadoras de 3D, no me entra en la cabeza, como cuando te dicen que un banco ganó millones y millones, y uno se pregunta si ese dinero es dinero físico y si es así ¿dónde lo meten? Me cuesta trabajo imaginarme las cosas, mi mujer me lo dice, me pregunta ¿dónde ponemos el sofá, aquí o allá? Y yo le contesto que no sé, que hasta que no lo vea, y entonces ella me dice: no tienes imaginación.”
Mafalda, como los Beatles que tanto le gustaban, tuvo en realidad una vida corta. Aunque se pensó en 1962 como una campaña publicitaria, Quino fecha su nacimiento dos años después con la publicación de la primera tira en Primera Plana. Ni una década llegó a cumplir la famosa saga: en 1973 se acabó la historia de aquella “heroína iracunda”, como la definió Umberto Eco, que sigue inspirando desde hace cincuenta años a generaciones de niños y niñas que encuentran en ella lo que no le suelen dar los dibujos animados: humor inteligente.
“Más que haber continuado con Mafalda me hubiera gustado seguir con Miguelito y Libertad, pero empezó a correr sangre en la Argentina y tuve que dejar de hablar y luego me tuve que ir. Terminé de hacer la historieta y nunca pensé más en el asunto. Yo soy como un carpintero, que a cada mueble que hace le pone el mismo amor y a todos los quiere por igual, aunque reconozca que los hay más feos o más bonitos; a todos mis dibujos les tengo el mismo cariño.”
Y hace bien. Con Quino sucede ese extraño milagro sólo al alcance de unos pocos –poquísimos– escogidos que pueden presumir de la excelencia en toda su obra. La mañana se acaba y se llevan a Quino, mi querido abuelo imaginario, en busca de su mujer, quien al parecer unas horas antes se ha roto una pierna.
Y esta noche con Flora Rocha
Como ya no se puede ver la tele sin que te metan prisa y sin que jovencitos de mi quinta te pidan el voto, esta noche me voy a un concierto de Flora Rocha en el Teatro del Barrio, a beber ron y a que alguien me saque a bailar, baile apretado, por supuesto, al arrullo del bolero, ese corruptor de mayores. ¿Que quién es Flora Rocha? Flora es, además de mi última abuela imaginaria, una cantante secreta que se formó en la Cuba de los cincuenta y de los sesenta, cuando el bolero evolucionó hacia el filin, y el son se dejó querer por el jazz. Lo que más ilusión me hace es que buscas a Flora en Google y no aparece por ninguna parte. Me cuentan que aunque nunca grabó nada, su voz grave se oyó en compañía de mi querido Bola de Nieve –si tampoco lo conocen no merecen tener oídos– y de Benny Moré, el Bárbaro del Ritmo, en las míticas e interminables descargas habaneras de aquellos años dorados de la música tropical. Me cuentan también que cantó en grupos como Los Modernistas y Los Ribero, que no conozco, y que hasta cubrió la baja de una de las cantantes de Las D’Aida –el cuarteto vocal donde se dio a conocer Omara Portuondo– en una larga gira por Europa. Va acompañada por un trío de jazz, con Luis Guerra, un gran pianista cubano afincado en Madrid, el percusionista Moisés Porro a la batería y, al contrabajo, Pablo Navarro, con quien una madrugada turbia de hace unos añitos tuve yo un romance de valentía. Esta noche a Marcelo lo dejo en casa, porque, ya saben, a los niños la niñez y a los adultos el adulterio.
Y no se dejen convencer por el agónico ahora, ni enredar por el pasado, búsquense unos abuelitos imaginarios que les guíen apaciblemente por las turbulencias del presente y no lo duden, el futuro está en la tercera edad.