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¿Hay o no hay festival?

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Ah, cómo me gusta viajar. En el espacio y en el tiempo. Habiéndome traslado con Marcelo de weekend  a Valladolid, a casa de mis padres, caí en las garras de mi madre: ¿hay o no hay festival?, creí que me preguntaba, ¿hay o no hay festival?, y le contesté que sí, que había festival de luz y de color sobre todo si había vuelto a darle al porro.

-Déjate de tonterías -se enojó-, te pregunto si vais al festival Hay de Segovia. Viene Mario.

Mario Vargas Llosa, Mario Vargas, Mario, el amor platónico de mi madre. Cuando me preguntan por ella siempre digo que mientras las madres de mis amigas estaban enamoradas de Miguel Bosé, mi madre soñaba con Mario Vargas Llosa. Quiero mucho a mi madre, y que le quitaran el carnet de conducir fue una noticia tranquilizadora, que mi padre, mi hermano y yo celebramos. Yo me quedé con su coche y, desde entonces, parece que me quiere todavía más. No hay fin de semana que no quiera verme. Vente con tu amigo para Valladolid, me dijo el jueves, que Madrid está muy contaminada. Y nada más llegar el viernes por la noche me pregunta por el Hay, el famoso festival literario que nació en la pequeña localidad galesa de Hay-On-Way hace 27 años –"el Woodstock de la mente" en palabras de Bill Clinton–, un festival que hoy, al calor del gusto por las aglomeraciones y el cuanto más mejón, se multiplica por el mundo, de México a Nigeria, de Bangladesh al Líbano, pasando por Colombia y su Cartagena de Indias.

Así que ayer sábado, conduciendo bajo la lluvia, nos acercamos a Segovia. La nave principal de la iglesia que hace las veces de Aula Magna de la IE University estaba abarrotada media hora antes de que comenzase, de Nobel a Nobel, una charla entre Mario Vargas y JMG Le Clezio, moderada por Carlos Granés.

Mientras yo entretenía la espera leyendo la parrilla de eventos programados, Marcelo parecía escuchar con sincero interés las batallitas de mi madre sobre aquella vez que coincidió de joven con Mario en unos encuentros culturales de apoyo al socialismo tropical cubano.

Muñoz Molina, Miguel Ríos, Javier Marías, J.J. Armas Marcelo, Luis García Montero, Clara Sánchez, Fernando García de Cortázar, Carmen Posadas, Elvira Lindo…  leyendo el programa experimento una sensación de déjà vu, como si fuera la programación de un festival literario de finales de los noventa cuando El País era la referencia dominante y la palabra viejuno todavía no se había inventado. Sin duda, un viaje en el espacio y en el tiempo. Es verdad que la Elena Ochoa no viene para hablar de sexo sino emperifollada con aires de aristócrata, anunciada como Elena Ochoa Foster. Es verdad que a Muñoz Molina nadie lo recuerda ya como el jinete Polanco, de lo bien que le ha salido, después de años apesebrado a la lumbre del poder, la operación de ahora-con-la-crisis-me-pongo-a-escribir-denunciando-lo-mal-que-nos-lo-montamos-en-España. Es verdad que no está Juan Cruz –estará preparando el obituario de Lina Morgan–, pero está su recambio generacional, Jesús Ruíz Mantilla, tan prolífico y sin fondo como el canario, ¿alguien ha leído algo brillante de alguno de estos dos? Con Mantilla nos cruzamos antes de entrar, iba con Ferrán Adriá, por lo que lo anuncian, plato estrella de esta edición. Tan en horas bajas está la cultura que la cocina le enmienda la plana, y en su propio terreno.

Interrumpiendo mis meditaciones, mi viaje en el tiempo, suben al escenario Le Clezio y Vargas Llosa. El público, nutrido y rondando de media la cincuentena, aplaude a rabiar. Carlos Granés –el autor de El puño invisible– dirige con cierta rémora la conversación; empieza preguntando a los autores por sus padres y estos se extienden hablando de cómo resistir a la autoridad paterna les hizo escritores, cómo aprendieron a burlar el miedo escribiendo. Vargas Llosa cuenta lo de siempre, pero Le Clezio, un valiente que nunca sintió la angustia del papel en blanco, se descubre como un señor con un pasado novelesco a más no poder: la experiencia de la Segunda Guerra Mundial en Francia como unas largas vacaciones lejos de la autoridad del padre, un médico al servicio del imperio británico en Nigeria. El descubrimiento de África donde pasó dos años sin escuela destruyendo con su hermano hormigueros gigantes de termitas. La primera juventud en Londres, descargando muebles de ocasión, el salto a México fascinado por un disparatado libro sobre los Mayas en los que aparecían sometidos por las hormigas… Y lo más fascinante, su encuentro en Panamá a finales de 1968 con un grupo de alegres jóvenes desarrapados de la tribu de los embera con los que se va a vivir a la selva, durante tres años, a una pequeña comunidad sin más riqueza que el cultivo de plátanos verdes y la orilla de un río. Allí descubrió que además del español manejaban otra lengua, sin escritura, reservada a los mitos y epopeyas que recreaban la historia de aquellas precarias comunidades, con relatos que se remontaban a la época prehispánica.

En su discurso por  el premio Nobel, Le Clezio daba en primer lugar las gracias a una tal Elvira, una joven contadora de cuentos que iba de casa en casa emborrachándose y largando cuentos y poemas en aquella lengua extraña. Para Le Clezio, que entonces vivía un momento de desengaño hacia la escritura, conocer a Elvira fue una revelación que le devolvió la fe perdida en la literatura. Aquellas comunidades de vida frugal pero alegre con el tiempo tuvieron que confinarse en pueblos por la llegada de violentos narcotraficantes sin escrúpulos que impusieron una lógica, la de la guerra, para la que la tribu embera no estaba preparada. Le Clezio está convencido de que Elvira y otros “habladores” siguen resistiendo con sus cuentos a la adversidad.

Vargas Llosa después de hablar de París, también contó su experiencia, de unas semanas, en la selva peruana, con la tribu de los machinguengas. Para disgusto de mi madre, si las palabras de Le Clezio eran la de un europeo cuya vida se ha encaminado a buscar una realidad distinta a la occidental, el relato de Mario parecía más bien el del chico de provincia que consigue conquistar la fama en la metrópoli y recuerda su exótico pasado como un turista.

La hora del evento pasó rápido y mi madre se quedó como enajenada cuando terminó:

–Toda la vida enamorada de Mario –dijo cuando consiguió articular palabra– y ahora con sesenta años descubro que me gusta más Le Clezio.

La tarde siguió sin grandes sorpresas. Huyendo de Adriá y su hidrógeno líquido nos fuimos a comer jamón al centro de Segovia. Nos podíamos haber marchado en ese momento sin perdernos gran cosa, pero ya que estábamos allí nos quedamos a ver a Javier Marías, que había venido a hablar de su libro. Efectivamente de su libro habló y entre medias soltó algunas reflexiones interesantes sobre el rencor, ese estímulo que encuentran algunos en tener algo guardado; sobre la arbitrariedad del perdón, fácil cuando la gravedad de los hechos no nos toca y difícil ante las minucias que nos incumben; y sobre cómo la justicia se asusta ante la cantidad, con ejemplos varios de situaciones, desde linchamientos colectivos hasta el nazismo, en las que la participación de un número elevado de personas impide juzgarlos: no se puede juzgar a una multitud. También habló del académico Francisco Rico, al que desde Negra espalda del tiempo viene convirtiendo en personaje de sus novelas.

Al público le gustó mucho Marías y, al término de su acto promocional, una cola enorme esperaba pacientemente a que el autor le firmase su libro. Yo me quedé mirando un rato las caras de felicidad de aquella gente y me sentí, como tantas veces, fuera de lugar. Será el otoño, me dije, o el déjà vu.