Contenido

¡Viértete en ello, Mario!

Modo lectura

Cuando abrí el periódico y encontré el enésimo análisis de Mario Vargas Llosa acerca de las virtudes del liberalismo mundial, diseccionando las actitudes de hombres políticos que jamás se acercarían a la repercusión que tiene el último premio Nobel en idioma castellano, me quedé profundamente decepcionado.

Hacía unas semanas que había llegado a mis oídos la noticia más importante del año: el novelista de Arequipa se había enamorado de Isabel Preysler, fascinante modelo de origen filipino, primera mujer de Julio Iglesias y desde 2014 viuda de Miguel Boyer. Se me vinieron repentinamente a la cabeza las imágenes de un sonriente Arthur Miller que abrazaba a una esplendorosa Marilyn Monroe y de Salman Rushdie haciendo lo propio con la imponente Padma Lakshmi, pero ninguna de ellas me parecía comparable con similar cambio de paradigma, con esa segunda revolución copernicana que acacaba de estallar delante de mis narices: Mario Vargas Llosa se había enamorado de una mujer que no pertenecía a su círculo familiar, nunca le había pasado algo así en 79 años.

Criado entre Arequipa, Cochabamba (Bolivia) y Piura sin que casi ningún varón interfiriera en su educación, Mario Vargas Llosa vivió hasta la adolescencia en un mundo afectivo enteramente familiar, un universo que le había enseñado todas las emociones que conocía: desde el amor propio hasta el amor ajeno (las otras ya son variaciones). Y fue precisamente esta incurable predilección por las mujeres de su familia la que convenció al padre del escritor, Ernesto Vargas Maldonado, a encaminar al escritor hacia una educación militar, allá por 1950, viéndole hecho un muchacho “medio poeta y medio maricón”.

Superada la experiencia en la Academia Militar Leoncio Prado, en Lima, donde Vargas Llosa ambientaría su primera novela, La ciudad y los perros, el futuro Nobel no varió sus predilecciones literarias ni su personal de confianza: era su tía Julia, con la que se casó en 1955, quien copiaba los manuscritos y además se hacía cargo de todos los aspectos de la vida civil que no fueran pensar y sentarse a escribir novelas (o cuentos), y lo mismo acabó haciendo su prima Patricia, con la que contrajo sus segundas bodas en 1965. Así las cosas, parece más que natural que Mario Vargas Llosa haya dedicado varios de sus éxitos más clamorosos a su mujer de turno (se me perdone la expresión) sin la cual, según ha dejado escrito en más de una dedicatoria, “no sería nadie”.

Siempre me había parecido esta una circunstancia sobrecogedora, como si entre los estratos más bajos de la literatura mundial, repletos de novelas rechazadas, habitaciones descascarilladas donde los pobres desconocidos trazaban líneas en la pared para contar los días que les separaban de un éxito que no llegaría nunca, y las sublimes esferas de la inspiración ilimitada que le proporcionaban decenas de novelas admiradas por los millones de lectores de todo el mundo, hubiera una sola y gran diferencia: la secreta labor de una mujer, de la mujer de Mario Vargas Llosa en particular, da lo mismo que fuera su tía Julia o su prima Patricia.

Algo en Varguitas ha cambiado para siempre y nada, absolutamente nada, volverá a ser igual, pensé mientras intentaba concentrarme en el enésimo artículo sobre las virtudes del liberalismo mundial, sin conseguirlo: porque es como si Patrick Modiano se hubiese hecho con una habla perfectamente fluida o como si a Haruki Murakami ya no le gustara correr por la mañana. Es más, es como si Jorge Luis Borges hubiese milagrosamente recuperado la vista a los 79 años, algo que nos obligaría a reconsiderar por completo la influencia de María Kodama en los últimos años del genial ciego de Buenos Aires. ¿Delante de un tsunami de esta magnitud, me pregunté con cierta angustia, podría alguien con sentido común interesarse por algo que no fueran las verdaderas razones de la catástrofe? Evidentemente no, me contesté: es mi deber de lector, de estimador y de simple curioso rebelarme contra esta hipocresía, y volví a colocar el periódico donde lo había encontrado.

Analicé brevemente mi reacción y no pude negar que tuviese algo que ver con la que me invadió después del affaire Strauss-Kahn. Al haber copado todas las portadas por un escándalo de prostitución, aquel señor no podía seguir dando discursos sobre las líneas rojas que los países con altas primas de riesgo deberían o no deberían respetar, me convencí entonces en un sobresalto de intuición infantil. Y no porque sus gustos sexuales se lo impidieran, pues uno está perfectamente capacitado para acostarse con tres mujeres por la noche y dar discursos la mañana siguiente, si sus apetitos, salud y sex-appeal (que alguien llamaría cartera) se lo permiten, sino porque simplemente ya no es lo que se espera de él. ¿Cómo redujiste a esa mujer para que accediera a tus voluntades, Dominique Strauss-Kahn, y por qué no supiste controlar tus manías sexuales aun sabiendo que ponían en riesgo tu elevadísima posición? Estas eran las preguntas que me parecía tuviese que responder el todavía presidente del FMI en aquel momento.

De repente entendí por qué no conseguía prestar atención al artículo de Mario Vargas Llosa sobre las virtudes del liberalismo mundial: quería que el gran escritor me hablara de ese cambio paradigmático que se había producido en su propia vida, no me interesaba nada más. ¡Viértete en ello, Mario!, me sorprendí gritando por mis adentros, ¡Háblame del pasaje que te ha llevado de la calma Hestia, protectora de los fuegos domésticos, hasta los brazos de la caprichosa Venus! Y finalmente me pareció lógico que no me interesaran los dialectismos peruanos, las virtudes del liberalismo mundial y hasta la condición humana en general.

Como seguramente sabrás, ya hubo una separación en mi vida, imaginé que me contestara con compunción mi interlocutor, y nadie montó similar escandalo. El maestro tenía razón, pero yo ya no podía dejar de contrabatir sus argumentos, así que afirmé sobrexaltado: Es verdad, Mario, pero te ruego que consideres que el anterior divorcio de tu tía Julia Urquidi en favor de tu prima Patricia quedó ampliamente explicado en el libro La tía Julia y el escribidor, al cual siguió la respuesta algo enojada de la directa interesada: Lo que Varguitas no dijo. ¿Cómo puedes pensar que ahora yo me conforme con las fugaces noticias acerca del cambio de titularidad de la madrileña Fundación para la Libertad (probable pródromo de aburridos acuerdos postmatrimoniales) y de tus prendas planchadas que esperan que alguien las recoja en una tintorería del Madrid de Los Austrias? Introduciendo el plato principal, añadí: ¿Significa algo el repentino cambio de Hestia a Venus, Mario? ¿Debería yo extraer alguna oscura consideración que arroje algo de luz sobre mis días a la merced de ocasionales articulillos pagapán? Cualquier otro asunto del que me hables, te lo digo sin el más mínimo resquemor, que quede claro, lo consideraré como una muy elegante forma tuya de marear la perdiz.

Y ya que me había lanzado, continué con otras y más amplias consideraciones que me parecían de suma importancia: hace 52 años publicaste tu primera novela, hace 25 te presentaste a la presidencia de Perú y hace 5 años ganaste el premio Nobel: tu vida me parecía un esfuerzo sobrehumano para hacer las cosas como se deben hacer, y además siempre supiste compatibilizar tu papel de hombre medido y de sabio narrador con el de marido perfecto (esto por lo menos hasta que Juan Carlos de Borbón te nombró marqués en 2011). ¿Qué es lo que se ha torcido, así de repente?

E imaginando que Mario Vargas Llosa se hubiese quedado por un momento en blanco, le adulé para convencerle de soltar por fin el rollo: Tú tienes el don de Mercurio, Mario, el don de la palabra, así que no sería como pedir a Tony Blair que me contara sus aventuras con Wendi Deng, la ex mujer de Rupert Murdoch, un cuentejo que probablemente me decidiría a ocuparme de otros y más urgentes asuntos nada más empezar. Tú eres el mejor escritor en idioma castellano, ¡por todos los dioses!

¿Hace falta que te explique yo, que no soy nadie, que las mujeres de los escritores tienen un papel relevante en la gestación de sus obras? Piensa en Molière, Mario, que si estuviera enamorado de una dama menos coqueta que Armande Béjart no habría probablemente escrito El misántropo, o en el triángulo amoroso descrito por Julian Barnes en Hablando del asunto, donde se dice que su ex amigo Martin Amis tuviera algo que ver. ¿Podría yo esperar de ti menos que de Molière, estimado Mario, menos que de Julian Barnes?

Estoy expectante, quizás demasiado, te lo concedo, por conocer tu versión de los hechos, y lo mismo me da que tardes una semana o dos años en escribirla, pero date cuenta de que has sido tú quien se ha arriesgado a salir de esa penumbra donde me imaginaba que tejieras las tramas de tus novelas, una penumbra atravesada por pocos rayos de luz filtrados a través de los robles frondosos de tu jardín, para entrar en una habitación mucho más expuesta, donde cualquiera podría verte, yo el primero.

Entonces me pasó algo inesperado e inoportuno: empezé a creerme mi propia tesis, tal como sucede a los malos políticos que dan mítines delante de millares de personas y acaban autoconvenciéndose de lo que antes dudaban pudiera convencer a uno solo de sus auditores, así que le solté con la máxima naturalidad: ¿Como te quedarías tú si te dijeran que Edgar Poe en realidad era abstemio? ¿Y si te intentaran convencer de que Charles Baudelaire nunca tomó opio?

Ahora me parece que de verdad estás desvariando, me contestó Mario Vargas Llosa desde detrás de esa ventana donde me lo imaginaba. Sin embargo, ya nada ni nadie podía frenarme, y me precipité hacia la conclusión que había soñado para mi discurso, mirándolo mientras se alejaba, ya cansado de mi impertinencia pueril, por una avenida muy ancha y con acacias al fondo −creo que era el Templo de Debod el que se vislumbraba en la lejanía−: Dime si es verdad, como decías en tus dedicatorias, que “sin tu mujer” ya “no eres nadie”, Mario, ¡y sobre todo cuéntame quién piensas ser ahora, después de haber saboreado los labios de Venus!

Pero el maestro ya no me escuchaba y me convencí de que era imposible que accediera a mis peticiones, así que para no quedar como un pobre imbécil que habla a una pared me puse a leer su enésimo artículo sobre las virtudes del liberalismo mundial. Me pareció, dicho sea sin adulación, extremadamente cercano a lo que pensaba sobre ese asunto.

 

De arriba abajo, Mario Vargas Llosa en su treintena; Marilyn Monroe y Arthur Miller fotografiados por Richard Avedon en 1957; Borges y María Kodama en Toledo; Isabel Preysler, Mario Vargas Llosa y Patricia Llosa.