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Amelia, justicia y libertad

Notas sobre Amelia Rosselli
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Es admirable cuando una editorial decide publicar después de muchos años de su muerte los versos de una poetisa semidesconocida, derribando con un solo golpe dos barreras: la de la muerte y la de la ignorancia. Este milagro de la mejor especie se ha producido hace poco, cuando Sexto Piso ha publicado por primera vez en España el poema La libélula de Amelia Rosselli: una decisión que merece un aplauso.

Amelia Rosselli nació el 28 de marzo de 1930 en París porque su padre, el intelectual socialista Carlo Rosselli, se había refugiado en Francia de los abusos de Mussolini, según esa frecuente internacionalización de los destinos que causan los regímenes dictatoriales. Era una niña muy flaca y tenía el pelo negro, pero además de eso era prima del escritor Alberto Moravia y pariente lejana del físico nuclear Enrico Fermi: los talentos suelen saturar ciertas familias ignorando a la mayoría.

Los fascistas franceses de la Cagoule, algunos de los cuales llegarían a jurar fidelidad a Adolf Hitler después de la ocupación nazi, se encargaron de perseguir hasta Bagnoles-de-l’Orne a los familiares de Amelia y de matarlos: murieron Carlo y Nello, los fundadores del movimiento Justicia y Libertad, dejando a Amelia huérfana al igual que a la Columna Italiana que combatía en Cataluña bajo el mando de Carlo Rosselli: era el 1947. Una vez asesinado el padre, la madre, Marion Cave (inglesa y laborista), llevó a Amelia a Suiza y luego a Estados Unidos, donde la niña empezó a estudiar. Se dedicó en particular a la música, de la que estudió tanto la teoría como la práctica, y acabó sus estudios en Inglaterra antes de regresar a Italia en 1948.

En Roma se produjo otro cruce de destinos y sus poesías, que Amelia componía como si delante tuviera no una hoja blanca sino una partitura, llamaron la atención de Pier Paolo Pasolini, desembarcado en la capital después de haber peregrinado a lado de su padre, Oficial de Infantería a disposición del Ejercito, y de su madre, con la que se había refugiado durante la Segunda Guerra Mundial en Casarsa, el pequeño pueblo de Friuli-Venecia Julia donde había nacido y que le ofrecía alguna probabilidad más de no ser bombardeado por los aliados ni deportado por los fascistas.

Pasolini presentó las poesías de Amelia en la revista Il Menabò, diciendo que estaban repletas de “lapsus” para definir de alguna manera las uniones de palabras diferentes, los encabalgamientos del francés y transliteraciones del inglés junto a un italiano deconstruido que se prestaba a las citas de Rimbaud y Montale, a través de las cuales la joven poetisa avanzaba en la búsqueda de un idioma propio, racional y al mismo tiempo natural (parecido al de la Naturaleza y por lo tanto creador de sí mismo). Cuando se comentaba el insólito cosmopolitismo que transcendía de sus versos, Amelia Rosselli solía precisar que no se trataba de ser cosmopolitas, sino prófugos de guerra, que por algo trabajaba como música callejera para el director teatral Carmelo Bene.

Lo que unió idealmente a Amelia y Pasolini, creo, fue la libertad. Pasolini fue capaz de leer esa palabra en todas las líneas de las poesías de Amelia, una palabra aún más penetrante porque no estaba escrita: derramada por doquier como un perfume. Pasolini, que a su vez trataba de liberarse y de liberar. Si su hermano había luchado contra los que habían matado al padre de Amelia y a su hermano Nello, Pier Paolo lo había hecho a su manera antes y durante del conflicto: estudiando, escribiendo y dando clases gratuitas junto a su madre, en su propia casa, a los adolescentes que no podían frecuentar la escuela por los bombardeos. Esto fue en Casarsa y luego en Versuta, porque habiéndose negado a entregar las armas a los nazis, después del 8 de septiembre de 1943, cuando Italia por fin dejó Alemania a solas con Japón en el bando de los locos irrecuperables, el joven Pasolini tenía que esconderse y mejor a toda prisa.                                                                              

Y también luchó Pasolini después de la guerra, en su vida diurna por la libertad de las ideas y en la nocturna para la libertad del cuerpo, con tal coherencia entre las dos causas que todavía no está claro, después de 36 años de su muerte, por cuál de las dos fue brutalmente asesinado. El único condenado por aquel delito, Mario Pelosi, ha revelado recientemente que no fue él, sino que fue culpa de tres hombres que les persiguieron esa noche del 2 febrero de 1979 en un coche con matrícula de Catania, y que al golpear al poeta le gritaron ¡Jarrusu!, que en siciliano significa maricón. Se sigue hablando en Roma de una Comisión Parlamentaria de Investigación que no podría llegar a otra conclusión que la insoportabilidad de las diferencias sexuales por los bandos fascistas de aquella época: Federico García Lorca todavía descansa en un lugar desconocido y a Pasolini a duras penas le dedicaron una estatua allí donde su cabeza fue hundida en el barro.

Así que la búsqueda de Pasolini acabó trágicamente, como la de Amelia y como la de todos los Rosselli: pues el epílogo de Tepsis parecía el destino obligatorio en la Italia de los fascistas. Mataban impúdicamente si estaban en el poder y lo hacían también impúdicamente si de ello estaban excluidos. Aunque todavía no hay una verdad oficial, Pier Paolo Pasolini fue probablemente perseguido y asesinado, como Carlo y Nello Rosselli, por los servicios secretos de la ignorancia: los más efectivos de la historia de toda la humanidad.

Nada más que la libertad unió a Pasolini y los Rosselli hasta la muerte, pues por ella lucharon Nello y Carlo y por ella escribió Amelia, tratando de liberar la lengua de sus rigideces y haciendo que se pareciera a la música, la más libre de todas las artes. No en vano el subtítulo del poema que se acaba de reeditar sea Panegírico de la libertad. Y también Amelia, en cierto sentido, murió por ella, visto que nunca consiguió deshacerse de la sospecha de que los servicios secretos la perseguían tratando de robársela, como habían hecho con su padre y con su tío, cuando ella tenía apenas siete años: acabó suicidándose el 11 de febrero de 1996, el mismo día que su adorada Sylvia Plath.

El cementerio de Trespiano, cerca de Florencia, donde fueron trasladados los cuerpos de sus familiares, parece una construcción romana rodeada de olivos y pinos; en la canícula mediterránea se despliega como un magnífico monumento en honor a la muerte. En uno de los cuadrados cerca de la entrada, en una sección dominada por los cipreses, en verano las cigarras son atronadoras. Al lado de los hermanos Rosselli descansa Gaetano Salvemini, carismático coordinador del grupo Justicia y Libertad, por las que murieron todos. Una corona de hojas secas yace encima del mármol y el personal del cementerio se alegra de acompañar a los pocos que los vienen a visitar.

Amelia Rosselli tenía varias concepciones de la libertad, o mejor dicho la aplicaba a más de un aspecto de su vida, así que si le resultaba imposible huir del miedo a la persecución de su persona física, de más facilidades gozaba su poesía. La libélula en particular tiene una forma de vivir fulmínea, con rápidos golpes de alas transparentes y esa parece ser la fuerza que anima el poema además del movimiento rotatorio que el título deja entrever.

Largo poema que contiene muchos otros poemas más breves, La libélula se compone de arias que emergen de un informe e íntimo caos (que también era el título de la columna que Pasolini tenía en el periódico Il Tempo); se las reconoce por la breve o larga duración de sus temas sonoros y rítmicos, en eso más parecidas a las dulces modulaciones de Ludovico Einaudi que a las vigorosas ondas de Richard Wagner; pero nunca Amelia se deja ir hacia el silencio, la inquietante paz de un Arvo Pärt en esto no tiene cabida. Asidua frecuentadora de los cursos musicales de Darmstadt, en los veranos de los últimos años cincuenta, Amelia fue invitada por Karlheinz Stockausen a hablar de música y del pianoforte que ella misma había inventado, cuando tenía alrededor de veinte años. El instrumento reproducía series armónicas hasta el sonido 64 partiendo del fundamental, y es difícil no remarcar que 64 es también el número de los hexagramas del I Ching.

Siempre resuena el adjetivo “vanguardista” cuando hablamos de sinergias entre las disciplinas, en este caso entre la poesía y la música, pero no estaría mal recordar que en Grecia se estudiaban a la vez, como dos aspectos del mismo arte, véase a ese respecto el ensayo Las musas y el origen divino del canto y del habla, de Walter F. Otto, donde se nos dice que la métrica se acompañaba a las notas y que era justo la referencia a los números que testimoniaba el origen/aliento divino de la composición en versos.

La vertiente irreduciblemente libertaria de Amelia Rosselli se notaba también en el estupor con el que recibía las peticiones de glosarios que explicaran sus frecuentes neologismos, como para decir ¿Será mía la culpa si eso sugerían las notas? Elio Vittorini, autor de Conversación en Sicilia y editor junto a Italo Calvino de la revista Il Menabó, le propuso añadir un pequeño diccionario rosselliano a su ex abrupto más famoso, Impromptu, compuesto en una sola mañana después de siete años de silencio, en 1981. Amelia creía que los orígenes de la inspiración deberían mantenerse en secreto, al fin y al cabo también Miguel Ángel se escondía tras un telón cuando esculpía el David, pero preparó con desganas ese glosario.

Finalmente el diccionario no se incluyó en la publicación y fue probablemente un acierto, porque hubiera resultado tan raro encontrarlo ahí como en las páginas finales del Finnegans Wake de Joyce, el único texto al que se pueda comparar la obra de la poetisa Amelia, una de las amantes más apasionadas de las danzas de Lautrémont y de sus Cantos de Maldoror. Más poeta que los poetas que la protegían de los fascistas, Amelia Rosselli defendió hasta el final su misterio como todo misterio merece ser defendido.

 

De arriba abajo, un fotograma de El desierto rojo, de Michelangelo Antonioni, en el Monica Vitti recita un parlamento extraído de un poema de Amelia Rosselli; Amelia Rosselli fotografiada por Dino Ignani en la ventana de su casa en Roma; detalle de la portada del número 4 de Il Menabò; los hermanos Carlo y Nello Rosselli; las nueve musas, como están representadas en un sarcófago griego expuesto en el Museo del Louvre.