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Parafraseando aquello que decía Malraux  —se tarda cincuenta años en construir un hombre y, llegada esa edad, cuando ya no queda en él nada de la infancia ni de la adolescencia, cuando verdaderamente es un hombre, no sirve nada más que para morir—, cabría afirmar que se tarda treinta años en construir una individualidad y que dedicamos el resto de la vida a desmontarla y reconocer que se trataba de una quimera, un barquito zarandeado por la tempestad del tiempo. Porque vamos dibujando nuestras afinidades, preferencias, afectos y anhelos durante una adolescencia turbulenta y los primeros años de nuestra educación sentimental sólo para estrellarnos contra un muro milenario llamado familia política. Los suegros, ese término feo, casi escatológico (no en el sentido de porquería, sino de fin de los tiempos) que la realidad nos propina como una bofetada.

Los treintañeros, millenials o, para qué engañarnos, escombros de la juventud, hemos vivido de espaldas a la realidad, eso que viene sucediendo desde siempre, el presente absoluto. Da igual que crecieras viendo películas de Kaurismaki y yendo al Primavera Sound, habrá un momento en que tu pareja te dirá: “Quiero presentarte a mis padres”. Y todo tu mundo se vendrá abajo como un endeble trampantojo. Eso, querido amigo, no se elige. No, no eres una mónada que se desplaza grácilmente por el éter. Resulta que tu actual pareja viene de una semillita que un señor depositó en el vientre (o en el tubo de ensayo) de una mujer. Una mujer que antaño fue joven y salía de marcha por los guateques de la época y hoy dedica las tardes a ver a Ana Rosa Quintana. Y algo peor: puede que la persona que, en una maravillosa e inopinada conjunción de los astros, conociste en un garito indie un día se convierta en esa señora amargada o ese señor con problemas de próstata.

Se supone que el paciente de cáncer pasa por las fases de shock, negación, tristeza y aceptación. Tus suegros son algo parecido. Contra todo pronóstico, superado el malestar inicial, descubrirás que lo que considerabas tu vida no es más que un eslabón en una larga cadena. Y que todo lo que te definía como individuo está supeditado a una causa más elevada: la supervivencia de la especie. Paradójicamente, esa aceptación de la pérdida de nuestra individualidad es lo que nos pone en comunión con nuestra verdadera naturaleza humana. Hazte a la idea: todo lo que hemos sido, todo lo que hemos hecho, todo aquello lo que hemos aspirado, desemboca en una sobremesa regada con pacharán en el comedor invernal de nuestros suegros. Y lo peor de todo es que ese será el momento de la redención.  

“Si es gratis, el producto eres tú”, se suele decir de las redes sociales y otros servicios online gratuitos. Pues bien, estas Navidades, en la la temida reunión con la familia de tu pareja, debes saber que la cena, el cordero pascual inmolado bajo la mirada socarrona de José Mota, has sido tú.