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Falso movimiento
Sentados en el palco de honor, los viejos y polvorientos jerarcas comunistas asisten con gesto burocrático a la celebración del Dan Mladosti (Día de la Juventud) de 1987, en conmemoración del nacimiento del mariscal Tito, fallecido a principios de esa década. Uno de ellos hojea distraído el programa del evento, con una fotografía de juventud del antiguo dictador yugoslavo. Otro, escondido tras un modelo de gafas con los cristales tintados modelo stasi RDA, se acaricia el mentón evidenciando aburrimiento. El público, el mismo que en apenas cinco años se verá envuelto en una atroz guerra civil, empieza a batir palmas con cierta desgana. Suenan los primeros acordes de un tema pop con arreglos electrónicos y un ritmo marcial, y un grupo de jóvenes con camisetas deportivas con los colores de la bandera nacional y rifles de asalto al hombro, desfilan perfectamente sincronizados. Al fondo, un escenario de colores estridentes, recorrido por trazos de neón, muestra las siluetas recortadas de unos músicos con guitarras eléctricas y pose rockera junto a un retrato king size del viejo mariscal.
Naturalmente, la escena destila incomodidad visual y semántica. ¿Tito iluminado por luces de neón? ¿Jóvenes armados desfilando con música techno pop frente a unos jerifaltes tardocomunistas? Basta con mirar el calendario para entender el refrito kitsch que tenemos ante los ojos: en apenas dos años caerá el telón de acero. Y en cuatro Yugoslavia se romperá en pedazos por causa del primer conflicto bélico en el continente desde la Segunda Guerra Mundial. En definitiva, las imágenes que vemos no hacen más que sintetizar la vieja tensión que produce el intento de un régimen moribundo para mantener un statu quo aplicando únicamente innovaciones formales.
El año pasado se estrenó Boyhood, la película con el rodaje más largo de la historia: doce años en los que se documenta la infancia y adolescencia de Ellar Coltrane, un muchacho que se desarrolla a lo largo de las casi tres horas que dura el filme. Uno se pregunta de niño cómo es posible convertirse en un adulto tan aparatoso; de mayor, la duda es cómo es que uno pudo ser pequeño alguna vez. Y ahí lo tenemos expuesto, en lo que se tarda en acabar con unas palomitas king size. Ese enigma del tiempo es uno de los grandes motores del arte. Rembrandt muestra algo de eso en su serie de autorretratos; hoy seguimos tratando de capturar la misteriosa metamorfosis cotidiana en virtud de la cual nos convertimos perennemente en otra cosa. Esa metamorfosis que también dicta cambios históricos que trascienden al individuo.
Marta Popivoda, videoartista oriunda de la antigua Yugoslavia, presentaba en junio del año pasado en Madrid su documental How Ideology Moved our Collective Body, que aborda las coreografías colectivas en el marco de la evolución política e histórica de Yugoslavia. Una de las secuencias recoge esa divisoria de aguas que fue aquel Día de la Juventud de 1987. Anteriormente hemos presenciado imágenes de manifestaciones de estudiantes, otras celebraciones de la Yugoslavia comunista o el funeral de Tito. También un discurso “cargado de futuro” de Slobodan Milosevic hacia el final de la película. En resumen, la transición desde la era comunista hasta la llegada del capitalismo y el desmembramiento de la república balcánica.
Uno de los aspectos más llamativos del documental, y probablemente el núcleo de su discurso, es la forma en que las celebraciones colectivas pasan de reunir a miles de personas sin rostro a condensarse en un cantante o una bailarina, como sucede en aquella celebración de 1987. Es decir, los ritos comunistas dan paso paulatinamente al individualismo capitalista. “De un mundo en el que no podías decir nada a otro en el que podías decir lo que quisieras pero nadie te escuchaba”, sintetizaba Popivoda en la charla posterior a la proyección en Madrid.
En la aparente inmutabilidad del presente siempre hay tensiones subterráneas que subvierten el orden establecido. La URSS y los países del bloque comunista se encontraban en un proceso general de descomposición, pero quizá hay una anécdota singularmente representativa de lo que estaba sucediendo realmente en los prolegómenos de aquel Dan Mladosti, que sería el último jamás celebrado. En un gesto de apertura, la dictadura decidió promover un concurso para elegir la imagen del evento, lo que incluiría los afiches promocionales y el diseño del escenario. De entre todas las propuestas, el comité de generales yugoslavos encargado de la selección se decantó por el trabajo de un grupo de artistas perteneciente al colectivo de arte político Neue Slowenische Kunst. El afiche anunciado en todos los periódicos del país era un diseño monocromo que incorporaba la figura marmórea de un joven portando una antorcha con una bandera a las espaldas en la que se adivinaba una estrella comunista. Sin duda, una oda a los valores del régimen. Comoquiera que sea, al poco estalló el escándalo: el cartel no era más que una copia adaptada de un diseño nacionalsocialista en el que se había sustituido la cruz gamada por una estrella comunista. El ridículo fue mayúsculo y hasta se solicitaron penas de doce años de prisión para los responsables, pero el daño ya estaba hecho y al final no fueron llevados a juicio. Un mundo antiguo estaba muriendo y uno nuevo, y a la postre aterrador, no acababa de nacer.
Predecir el pasado es extremadamente fácil, pero viendo las imágenes uno se plantea hasta qué punto era un ejercicio de autoconvicción consciente, si había alguien –desde las élites gubernamentales hasta la ciudadanía de a pie– que no percibiera el resquebrajamiento de esa realidad. Si, como un Hitler enloquecido ordenando una contraofensiva magistral con un ejército inexistente mientras llovían las bombas sobre Berlín, los altos mandos yugoslavos vivían en una realidad paralela y mantenían su discurso a pesar de que la realidad los iba a arrollar como un tren de mercancías.
Advertir ese escorzo forzado de las estructuras sociales, políticas o económicas del presente es inevitablemente más costoso. En una reciente entrevista con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa por la Edge Hill University del Reino Unido, John Foxx -fundador de Ultravoxx y analista de la postmodernidad a través de una inteligente música electrónica con ecos de Ballard- apuntaba que vivimos en un mundo mediático que nos conforma y moldea inadvertidamente, “tal como los peces son incapaces de ver el agua en la que nadan”. Esa alegoría transmite a la perfección la complejidad de percibir el cambio cuando se está inmerso en él.
En nuestra época vivimos en una aparente transición de la Transición: puede que el renacuajo se esté convirtiendo en rana o simplemente que la serpiente esté mudando de piel. Lo que queda de manifiesto es la timidez reformista de los partidos que se han repartido hasta ahora el pastel; un inmovilismo que, más bien, habría que calificar de parálisis. Sin embargo, la cuestión de fondo –la imposición de cambios formales para que todo siga igual– es extrapolable a casi todas las áreas de la existencia. Desde las desesperadas medidas para poner puertas al campo en Internet y los derechos de propiedad intelectual –recordemos la grotesca ley de enlaces aprobada recientemente por el Gobierno– hasta el mundo de la pareja –hacer más cosas juntos, una escapada de fin de semana–, pasando por la vida cotidiana en un trabajo rutinario en el que el tiempo libre pasa a ser una vía de escape, marcada por viajes incesantes para enmascarar el estancamiento interior. El falso movimiento del que hablaba Peter Handke.
Quizá sea tentador conservar el renacuajo en formol cuando le empiezan a brotar ancas. Pero abrazar la metamorfosis no es solo la mejor opción, sino la única viable.
Falso movimiento
Sentados en el palco de honor, los viejos y polvorientos jerarcas comunistas asisten con gesto burocrático a la celebración del Dan Mladosti (Día de la Juventud) de 1987, en conmemoración del nacimiento del mariscal Tito, fallecido a principios de esa década. Uno de ellos hojea distraído el programa del evento, con una fotografía de juventud del antiguo dictador yugoslavo. Otro, escondido tras un modelo de gafas con los cristales tintados modelo stasi RDA, se acaricia el mentón evidenciando aburrimiento. El público, el mismo que en apenas cinco años se verá envuelto en una atroz guerra civil, empieza a batir palmas con cierta desgana. Suenan los primeros acordes de un tema pop con arreglos electrónicos y un ritmo marcial, y un grupo de jóvenes con camisetas deportivas con los colores de la bandera nacional y rifles de asalto al hombro, desfilan perfectamente sincronizados. Al fondo, un escenario de colores estridentes, recorrido por trazos de neón, muestra las siluetas recortadas de unos músicos con guitarras eléctricas y pose rockera junto a un retrato king size del viejo mariscal.
Naturalmente, la escena destila incomodidad visual y semántica. ¿Tito iluminado por luces de neón? ¿Jóvenes armados desfilando con música techno pop frente a unos jerifaltes tardocomunistas? Basta con mirar el calendario para entender el refrito kitsch que tenemos ante los ojos: en apenas dos años caerá el telón de acero. Y en cuatro Yugoslavia se romperá en pedazos por causa del primer conflicto bélico en el continente desde la Segunda Guerra Mundial. En definitiva, las imágenes que vemos no hacen más que sintetizar la vieja tensión que produce el intento de un régimen moribundo para mantener un statu quo aplicando únicamente innovaciones formales.
El año pasado se estrenó Boyhood, la película con el rodaje más largo de la historia: doce años en los que se documenta la infancia y adolescencia de Ellar Coltrane, un muchacho que se desarrolla a lo largo de las casi tres horas que dura el filme. Uno se pregunta de niño cómo es posible convertirse en un adulto tan aparatoso; de mayor, la duda es cómo es que uno pudo ser pequeño alguna vez. Y ahí lo tenemos expuesto, en lo que se tarda en acabar con unas palomitas king size. Ese enigma del tiempo es uno de los grandes motores del arte. Rembrandt muestra algo de eso en su serie de autorretratos; hoy seguimos tratando de capturar la misteriosa metamorfosis cotidiana en virtud de la cual nos convertimos perennemente en otra cosa. Esa metamorfosis que también dicta cambios históricos que trascienden al individuo.
Marta Popivoda, videoartista oriunda de la antigua Yugoslavia, presentaba en junio del año pasado en Madrid su documental How Ideology Moved our Collective Body, que aborda las coreografías colectivas en el marco de la evolución política e histórica de Yugoslavia. Una de las secuencias recoge esa divisoria de aguas que fue aquel Día de la Juventud de 1987. Anteriormente hemos presenciado imágenes de manifestaciones de estudiantes, otras celebraciones de la Yugoslavia comunista o el funeral de Tito. También un discurso “cargado de futuro” de Slobodan Milosevic hacia el final de la película. En resumen, la transición desde la era comunista hasta la llegada del capitalismo y el desmembramiento de la república balcánica.
Uno de los aspectos más llamativos del documental, y probablemente el núcleo de su discurso, es la forma en que las celebraciones colectivas pasan de reunir a miles de personas sin rostro a condensarse en un cantante o una bailarina, como sucede en aquella celebración de 1987. Es decir, los ritos comunistas dan paso paulatinamente al individualismo capitalista. “De un mundo en el que no podías decir nada a otro en el que podías decir lo que quisieras pero nadie te escuchaba”, sintetizaba Popivoda en la charla posterior a la proyección en Madrid.
En la aparente inmutabilidad del presente siempre hay tensiones subterráneas que subvierten el orden establecido. La URSS y los países del bloque comunista se encontraban en un proceso general de descomposición, pero quizá hay una anécdota singularmente representativa de lo que estaba sucediendo realmente en los prolegómenos de aquel Dan Mladosti, que sería el último jamás celebrado. En un gesto de apertura, la dictadura decidió promover un concurso para elegir la imagen del evento, lo que incluiría los afiches promocionales y el diseño del escenario. De entre todas las propuestas, el comité de generales yugoslavos encargado de la selección se decantó por el trabajo de un grupo de artistas perteneciente al colectivo de arte político Neue Slowenische Kunst. El afiche anunciado en todos los periódicos del país era un diseño monocromo que incorporaba la figura marmórea de un joven portando una antorcha con una bandera a las espaldas en la que se adivinaba una estrella comunista. Sin duda, una oda a los valores del régimen. Comoquiera que sea, al poco estalló el escándalo: el cartel no era más que una copia adaptada de un diseño nacionalsocialista en el que se había sustituido la cruz gamada por una estrella comunista. El ridículo fue mayúsculo y hasta se solicitaron penas de doce años de prisión para los responsables, pero el daño ya estaba hecho y al final no fueron llevados a juicio. Un mundo antiguo estaba muriendo y uno nuevo, y a la postre aterrador, no acababa de nacer.
Predecir el pasado es extremadamente fácil, pero viendo las imágenes uno se plantea hasta qué punto era un ejercicio de autoconvicción consciente, si había alguien –desde las élites gubernamentales hasta la ciudadanía de a pie– que no percibiera el resquebrajamiento de esa realidad. Si, como un Hitler enloquecido ordenando una contraofensiva magistral con un ejército inexistente mientras llovían las bombas sobre Berlín, los altos mandos yugoslavos vivían en una realidad paralela y mantenían su discurso a pesar de que la realidad los iba a arrollar como un tren de mercancías.
Advertir ese escorzo forzado de las estructuras sociales, políticas o económicas del presente es inevitablemente más costoso. En una reciente entrevista con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa por la Edge Hill University del Reino Unido, John Foxx -fundador de Ultravoxx y analista de la postmodernidad a través de una inteligente música electrónica con ecos de Ballard- apuntaba que vivimos en un mundo mediático que nos conforma y moldea inadvertidamente, “tal como los peces son incapaces de ver el agua en la que nadan”. Esa alegoría transmite a la perfección la complejidad de percibir el cambio cuando se está inmerso en él.
En nuestra época vivimos en una aparente transición de la Transición: puede que el renacuajo se esté convirtiendo en rana o simplemente que la serpiente esté mudando de piel. Lo que queda de manifiesto es la timidez reformista de los partidos que se han repartido hasta ahora el pastel; un inmovilismo que, más bien, habría que calificar de parálisis. Sin embargo, la cuestión de fondo –la imposición de cambios formales para que todo siga igual– es extrapolable a casi todas las áreas de la existencia. Desde las desesperadas medidas para poner puertas al campo en Internet y los derechos de propiedad intelectual –recordemos la grotesca ley de enlaces aprobada recientemente por el Gobierno– hasta el mundo de la pareja –hacer más cosas juntos, una escapada de fin de semana–, pasando por la vida cotidiana en un trabajo rutinario en el que el tiempo libre pasa a ser una vía de escape, marcada por viajes incesantes para enmascarar el estancamiento interior. El falso movimiento del que hablaba Peter Handke.
Quizá sea tentador conservar el renacuajo en formol cuando le empiezan a brotar ancas. Pero abrazar la metamorfosis no es solo la mejor opción, sino la única viable.