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Pequeño muestrario del universo
Hace algunos años, gracias a mi empresa de biografías por encargo, conocí a un peculiar personaje que, de día, se dedicaba a montar escenarios para giras de grupos musicales. Por la noche, y hasta altas horas de la madrugada, su principal ocupación consistía en sintetizar los postulados filosóficos de los grandes pensadores de la historia, desde Platón a Wittgenstein. Y lo hacía, cual escriba judío, redactando a mano, con una letra perturbadoramente minuciosa y microscópica, en unas libretas de bolsillo. Y, como los copistas de la Torá, volvía a repetir todo el proceso en cuanto incurría en algún borrón, ya fuera caligráfico o conceptual. Nunca llegó a entregarnos la versión definitiva de aquellos cuadernos para su publicación. Años después, cuando me lo crucé por la calle, me dijo con una sonrisa irónica que ya casi había terminado. En aquel trabajo había algo perturbador y a la vez hermosamente ascético. Un día, casi como poseído por el espíritu de la escalera, se decidió a mostrarnos un cuaderno de ilustraciones que había ido acumulando a lo largo de los años. Se trataba de unas pequeñas láminas de 10 x 15 centímetros dibujadas a bolígrafo. Había algo muy emocionante, muy vivo, en los animales antropomórficos y surreales que poblaban esos exiguos cuadriláteros de cartulina. Impresionados, decidimos mostrarlos a un amigo galerista para contar con una opinión contrastada. Sin embargo, tras reconocer la valía artística de los dibujos, nos indicó que ese formato no tenía cabida en el circuito de exposiciones y compraventa.
Pues bien, a José Antonio Suárez Londoño (1955) todo eso le importa un carajo. La exposición monográfica recientemente inaugurada en La Casa Encendida de Madrid es una catarata de minúsculas láminas, colocadas en largas hileras de quince metros, que condensan la trayectoria vital de este artista colombiano, actualmente afincado en Medellín. Exquisita y casi acrobáticamente comisariada por Yara Sonseca, “Muestrario” es una muestra de lo inmostrable. Sin embargo, la potencia expresiva de Suárez Londoño no solo no se intimida ante un espacio ajeno a su lógica creativa, sino que lo doblega a su antojo. Porque basta pasar cinco minutos observando con atención una de esas portezuelas al país de las maravillas para ser abducido por la furiosa delicadeza de sus trazos. Hay tal recogimiento ensimismado en cada una de esas miniaturas que casi parece como si uno estuviera espiando la intimidad del autor a través de una claraboya. Quizá en un viaje en tren, documentando su tránsito; o en un café de Medellín, tomando apuntes de la vida.
Sin duda, la vida es la gran protagonista de su trabajo. La vida sin distinguir entre biografías humanas, literarias o artísticas. Hay retratos a lápiz de Rimbaud; grabados de resonancias niponas; siluetas micénicas; homenajes a Sebald o a Rilke; dinosaurios inopinados; caprichos geométricos; motivos vegetales; arrebatos precolombinos; estudios anatómicos; iteraciones azarosas; caligrafías al borde de lo indescifrable; coqueteos academicistas; relámpagos eróticos; festividades paganas; celacantos extraviados; citas en francés, inglés o alemán; arquitecturas fabuladas; incursiones zoológicas; juegos infantiles; ademanes surrealistas. En resumen, lo que viene siendo el universo conocido.
Sus creaciones son como apuntes rápidos, fogonazos captados sobre la marcha. Cuesta imaginarle dedicando más de unas pocas horas a cada una de ellas, por redondas y acabadas que parezcan: al fondo anida siempre el deseo de acometer una nueva incursión en un territorio inexplorado. Y así, a obra por día, a menudo más, ha ido acumulando un total de sesenta y cinco cuadernos, y más de cinco mil dibujos y grabados.
Un ejemplo de su trabajo son las “Cabañuelas”, esas previsiones meteorológicas de carácter ancestral que, en su caso, comportan autorretratarse a diario durante los doce primeros días de enero y, posteriormente, cada primero de mes durante el resto del año. No son retratos cronológicos, sino de estados de conciencia: basta un día para que su fisonomía se transfigure por completo. Otro de sus cronogramas creativos son los “cuadernos de año”, que brotan de una lectura de una obra concreta -ya sea los diarios de Paul Klee, las memorias de Brian Eno o los poemas de Rimbaud- y a los que dedica un cuaderno, o varios, a lo largo de doce meses.
Todo el género de este escaparate es fruto de una intuición apenas mediada por una formación académica al uso. Su formato habitual, -las láminas de entre diez y veinte centímetros de ancho- ya es indicativo de ese contacto reducido con los circuitos artísticos, y la diversidad temática y estilística no hace sino reforzar esa idea. Sin embargo, en Suárez Londoño hay también una nostalgia de la disciplina académica que nunca tuvo, puede que un afán de confines que pongan coto a su creatividad torrencial. Prueba de ello son algunos de sus estudios anatómicos, con una veneración casi renacentista por el movimiento y las formas del cuerpo humano.
Pero quizá la clave resida en que su producción artística es profundamente necesaria. Necesaria para él como forma de existir en el mundo y, por extensión, para nosotros como espectadores. En una época en la que solo algunos parecen acreditados a llevar la vitola de “pensadores” o “artistas” es fácil olvidar que el arte es consustancial al ser humano, que no hay cultura sin algún tipo de expresión artística. La punzada que sentimos al asistir a las destrucción de unas esculturas asirias nos recuerda que somos animales simbólicos, que esa barbarie ataca la médula de nuestra humanidad.
Suárez Londoño toma nuestra mirada por el estribo y nos lleva a ese territorio primigenio de la maravilla ante el mundo. Lo que él hace es tan antiguo que pertenece a la eternidad.
Pequeño muestrario del universo
Hace algunos años, gracias a mi empresa de biografías por encargo, conocí a un peculiar personaje que, de día, se dedicaba a montar escenarios para giras de grupos musicales. Por la noche, y hasta altas horas de la madrugada, su principal ocupación consistía en sintetizar los postulados filosóficos de los grandes pensadores de la historia, desde Platón a Wittgenstein. Y lo hacía, cual escriba judío, redactando a mano, con una letra perturbadoramente minuciosa y microscópica, en unas libretas de bolsillo. Y, como los copistas de la Torá, volvía a repetir todo el proceso en cuanto incurría en algún borrón, ya fuera caligráfico o conceptual. Nunca llegó a entregarnos la versión definitiva de aquellos cuadernos para su publicación. Años después, cuando me lo crucé por la calle, me dijo con una sonrisa irónica que ya casi había terminado. En aquel trabajo había algo perturbador y a la vez hermosamente ascético. Un día, casi como poseído por el espíritu de la escalera, se decidió a mostrarnos un cuaderno de ilustraciones que había ido acumulando a lo largo de los años. Se trataba de unas pequeñas láminas de 10 x 15 centímetros dibujadas a bolígrafo. Había algo muy emocionante, muy vivo, en los animales antropomórficos y surreales que poblaban esos exiguos cuadriláteros de cartulina. Impresionados, decidimos mostrarlos a un amigo galerista para contar con una opinión contrastada. Sin embargo, tras reconocer la valía artística de los dibujos, nos indicó que ese formato no tenía cabida en el circuito de exposiciones y compraventa.
Pues bien, a José Antonio Suárez Londoño (1955) todo eso le importa un carajo. La exposición monográfica recientemente inaugurada en La Casa Encendida de Madrid es una catarata de minúsculas láminas, colocadas en largas hileras de quince metros, que condensan la trayectoria vital de este artista colombiano, actualmente afincado en Medellín. Exquisita y casi acrobáticamente comisariada por Yara Sonseca, “Muestrario” es una muestra de lo inmostrable. Sin embargo, la potencia expresiva de Suárez Londoño no solo no se intimida ante un espacio ajeno a su lógica creativa, sino que lo doblega a su antojo. Porque basta pasar cinco minutos observando con atención una de esas portezuelas al país de las maravillas para ser abducido por la furiosa delicadeza de sus trazos. Hay tal recogimiento ensimismado en cada una de esas miniaturas que casi parece como si uno estuviera espiando la intimidad del autor a través de una claraboya. Quizá en un viaje en tren, documentando su tránsito; o en un café de Medellín, tomando apuntes de la vida.
Sin duda, la vida es la gran protagonista de su trabajo. La vida sin distinguir entre biografías humanas, literarias o artísticas. Hay retratos a lápiz de Rimbaud; grabados de resonancias niponas; siluetas micénicas; homenajes a Sebald o a Rilke; dinosaurios inopinados; caprichos geométricos; motivos vegetales; arrebatos precolombinos; estudios anatómicos; iteraciones azarosas; caligrafías al borde de lo indescifrable; coqueteos academicistas; relámpagos eróticos; festividades paganas; celacantos extraviados; citas en francés, inglés o alemán; arquitecturas fabuladas; incursiones zoológicas; juegos infantiles; ademanes surrealistas. En resumen, lo que viene siendo el universo conocido.
Sus creaciones son como apuntes rápidos, fogonazos captados sobre la marcha. Cuesta imaginarle dedicando más de unas pocas horas a cada una de ellas, por redondas y acabadas que parezcan: al fondo anida siempre el deseo de acometer una nueva incursión en un territorio inexplorado. Y así, a obra por día, a menudo más, ha ido acumulando un total de sesenta y cinco cuadernos, y más de cinco mil dibujos y grabados.
Un ejemplo de su trabajo son las “Cabañuelas”, esas previsiones meteorológicas de carácter ancestral que, en su caso, comportan autorretratarse a diario durante los doce primeros días de enero y, posteriormente, cada primero de mes durante el resto del año. No son retratos cronológicos, sino de estados de conciencia: basta un día para que su fisonomía se transfigure por completo. Otro de sus cronogramas creativos son los “cuadernos de año”, que brotan de una lectura de una obra concreta -ya sea los diarios de Paul Klee, las memorias de Brian Eno o los poemas de Rimbaud- y a los que dedica un cuaderno, o varios, a lo largo de doce meses.
Todo el género de este escaparate es fruto de una intuición apenas mediada por una formación académica al uso. Su formato habitual, -las láminas de entre diez y veinte centímetros de ancho- ya es indicativo de ese contacto reducido con los circuitos artísticos, y la diversidad temática y estilística no hace sino reforzar esa idea. Sin embargo, en Suárez Londoño hay también una nostalgia de la disciplina académica que nunca tuvo, puede que un afán de confines que pongan coto a su creatividad torrencial. Prueba de ello son algunos de sus estudios anatómicos, con una veneración casi renacentista por el movimiento y las formas del cuerpo humano.
Pero quizá la clave resida en que su producción artística es profundamente necesaria. Necesaria para él como forma de existir en el mundo y, por extensión, para nosotros como espectadores. En una época en la que solo algunos parecen acreditados a llevar la vitola de “pensadores” o “artistas” es fácil olvidar que el arte es consustancial al ser humano, que no hay cultura sin algún tipo de expresión artística. La punzada que sentimos al asistir a las destrucción de unas esculturas asirias nos recuerda que somos animales simbólicos, que esa barbarie ataca la médula de nuestra humanidad.
Suárez Londoño toma nuestra mirada por el estribo y nos lleva a ese territorio primigenio de la maravilla ante el mundo. Lo que él hace es tan antiguo que pertenece a la eternidad.