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Una visita a Corea del Norte en Rusia
¿Pueden la comida y el comer ser un hecho político? En un artículo publicado en un número anterior de El Estado Mental, José Manuel Ruiz Blas escribió cómo la Revolución francesa modificó los hábitos culinarios en Europa, universalizando por ejemplo el llamado servicio a la rusa, es decir, de un plato tras otro y no todos a un mismo tiempo, que es como hasta entonces se servía la comida en las mesas de los aristócratas.
La pregunta vuelve a mi cabeza mientras desciendo las escaleras que llevan a Pyongyang Koryo, un restaurante norcoreano en Moscú. Han leído bien: no coreano, sino norcoreano. Inaugurado en 2010, el Pyongyang Koryo es pura guerra fría. Es un restaurante, pero su localización es equiparable a una instalación militar secreta, ya que se encuentra semiescondido en un anónimo polígono industrial, junto a un discreto centro comercial de outlets y discounts. El local está en un sótano que, uno sospecha, muy bien podría servir de búnker e incluso alojar aquel bufé que se servía en la mítica sala de guerra de ¿Teléfono rojo? ¡Volamos hacia Moscú!.
Pero nada más alejado de la realidad: nada más abrir la puerta, nos reciben tres amables camareras de uniforme negro y rosa –que recuerdan a los de una azafata de avión o de convención– y nos conducen a la mesa. La estética del lugar parece haberse congelado en algún momento entre los ochenta y noventa. En una de las paredes, en colores pastel, murales de paisajes de montaña. Nada de política: ni retratos de Kim Jong-un –tampoco de su padre o de su abuelo– ni escenas históricas, ni tampoco vistosos eslóganes juche sobre fondo rojo (entre los aprobados para este año, por cierto, algunos como “¡Convirtamos nuestro país en un país de champiñones haciendo que el cultivo de champiñones sea científico, intensivo e industrializado!”).
En un rincón, colgados de perchas, hay varios vestidos coreanos tradicionales, que, imagino, las camareras visten para las ocasiones especiales. La discreta pantalla de televisión –que tiene el sonido apagado– ofrece imágenes de un concierto patriótico, en el que las cantantes visten uniforme militar y el público rompe a aplaudir cada vez que en la vídeopantalla aparece Kim Jong-un inspeccionando instalaciones o el disparo de un misil. En el hilo musical solo suenan canciones coreanas, por supuesto. Se rumorea que el restaurante está patrocinado por el Estado norcoreano.
El menú es interminable y, afortunadamente, dado nuestro desconocimiento de la cocina coreana, viene con fotos. Según leo ahora, mientras escribo estas líneas, existen diferencias a un lado y otro del paralelo 38, y en el norte, por ejemplo, uno de los platos típicos es el naengmyeon, unos fideos de trigo servidos con carne, huevos, verduras y gochuyang, una pasta de chile picante. Mejor dejamos eso para la siguiente visita.
Llega la camarera y nos pregunta qué queremos. Lo hace en un perfecto ruso. No puedo evitar acordarme de Kim –sin relación (que yo sepa) con la familia de líderes norcoreanos–, aquel aplicado estudiante norcoreano con el que coincidí en el Instituto Goethe de Berlín allá por el 2009 y que, en tres meses de concienzudo estudio, dominaba a la perfección la pesada gramática alemana. Fue el único, de hecho, que no cometió ningún error en el examen final... La camarera toma nota de nuestro pedido –sopa de maíz, pato asado, mandu (pasta rellena de verduras y carne) y el inevitable kimchi– y se marcha a la cocina, ¿a paso militar o sólo me lo parece a mí?
En contra de lo que pudiera pensarse, el restaurante recibe a bastantes clientes, y nuestra estancia lo demuestra. No sólo rusos atraídos –como yo mismo– por la curiosidad, también otros que para nada encajan en ese perfil. Avistamos rostros kazajos y uzbecos, y a mitad de comida entra un pequeño grupo de turistas chinos. Interesantemente, a absolutamente ninguno de ellos parece llamarle la atención que el restaurante sea norcoreano. La mayoría de reseñas que hay en ruso en Internet son, por cierto, positivas (“precios razonables y comida sabrosa”, leo). ¿Por qué? Los kremlinólogos perorarán seguramente sobre el impacto psicológico del totalitarismo en ambas sociedades. Lo más probable, sin embargo, es que todo el mundo fuera de las dos Corea se haya acostumbrado ya a esta situación.
Hace unas semanas, por ejemplo, se vivió el último capítulo de tensión en la península de Corea, cuando Pyongyang ordenó un bombardeo de artillería contra unos altavoces que emitían propaganda desde el sur con el objetivo de desmoralizar a los soldados.
“Predicción: ¿qué va a ocurrir? Nada. Ruido. Kremlinología gilipollesca sobre lo que este ataque de artillería significa: es la manera de Kim III de reafirmar su poder, es la manera de sus enemigos de reafirmar su poder, o es la manera del Ejército de Corea del Norte de reafirmar su poder contra los políticos. (…) Corea del Norte no tiene nada que perder salvo su reputación de ser mala y estar loca de remate. Corea del Sur tiene todo que perder: el país es como aquella casa de vidrio de la que te dicen que no deberías lanzar piedras desde dentro. Incluso si el sur no tuviera esta actitud lastimosa de 'pobrecito hermanito autista' hacia el norte, tienen todas las razones para que les tiemblen las piernas, no importa la provocación. Hyundai está ganándole terreno a Toyota, pasando a fabricar modelos base a SUVs y sedanes de lujo, que es de donde se obtienen los beneficios. No pueden permitirse que a base de bombas se les devuelva a tener que competir por el tercer lugar entre los exportadores mundiales de fideos de cebada”.
El texto es Gary Brecher –AKA The War Nerd– para The eXile en 2010. Cinco años después no nos hemos movido ni un ápice de aquello. Copiénlo en alguna parte, porque mucho me temo que valdrá para la siguiente ocasión.
En cuanto a Corea del Norte: después de esta toma de contacto con la gastronomía como forma diplomacia (algo a lo que Josip “Tito” Broz también era muy aficionado, según se dice), no sabría qué decir. La verdad es que, para mí, como para la mayoría de gente, sigue siendo un misterio.
Terminamos la comida con un aromático té verde y un dulce a base de pasta de judías, habitual también en la cocina china y japonesa. La dirección de Pyongyang Koryo, por si a alguien le interesa: Ordzhonikidze, 11/9, m. Leninsky Prospekt. ¡La cuenta, por favor! 2020 rublos (27 euros). ¡Vente a Moscú, José Manuel!
Una visita a Corea del Norte en Rusia
¿Pueden la comida y el comer ser un hecho político? En un artículo publicado en un número anterior de El Estado Mental, José Manuel Ruiz Blas escribió cómo la Revolución francesa modificó los hábitos culinarios en Europa, universalizando por ejemplo el llamado servicio a la rusa, es decir, de un plato tras otro y no todos a un mismo tiempo, que es como hasta entonces se servía la comida en las mesas de los aristócratas.
La pregunta vuelve a mi cabeza mientras desciendo las escaleras que llevan a Pyongyang Koryo, un restaurante norcoreano en Moscú. Han leído bien: no coreano, sino norcoreano. Inaugurado en 2010, el Pyongyang Koryo es pura guerra fría. Es un restaurante, pero su localización es equiparable a una instalación militar secreta, ya que se encuentra semiescondido en un anónimo polígono industrial, junto a un discreto centro comercial de outlets y discounts. El local está en un sótano que, uno sospecha, muy bien podría servir de búnker e incluso alojar aquel bufé que se servía en la mítica sala de guerra de ¿Teléfono rojo? ¡Volamos hacia Moscú!.
Pero nada más alejado de la realidad: nada más abrir la puerta, nos reciben tres amables camareras de uniforme negro y rosa –que recuerdan a los de una azafata de avión o de convención– y nos conducen a la mesa. La estética del lugar parece haberse congelado en algún momento entre los ochenta y noventa. En una de las paredes, en colores pastel, murales de paisajes de montaña. Nada de política: ni retratos de Kim Jong-un –tampoco de su padre o de su abuelo– ni escenas históricas, ni tampoco vistosos eslóganes juche sobre fondo rojo (entre los aprobados para este año, por cierto, algunos como “¡Convirtamos nuestro país en un país de champiñones haciendo que el cultivo de champiñones sea científico, intensivo e industrializado!”).
En un rincón, colgados de perchas, hay varios vestidos coreanos tradicionales, que, imagino, las camareras visten para las ocasiones especiales. La discreta pantalla de televisión –que tiene el sonido apagado– ofrece imágenes de un concierto patriótico, en el que las cantantes visten uniforme militar y el público rompe a aplaudir cada vez que en la vídeopantalla aparece Kim Jong-un inspeccionando instalaciones o el disparo de un misil. En el hilo musical solo suenan canciones coreanas, por supuesto. Se rumorea que el restaurante está patrocinado por el Estado norcoreano.
El menú es interminable y, afortunadamente, dado nuestro desconocimiento de la cocina coreana, viene con fotos. Según leo ahora, mientras escribo estas líneas, existen diferencias a un lado y otro del paralelo 38, y en el norte, por ejemplo, uno de los platos típicos es el naengmyeon, unos fideos de trigo servidos con carne, huevos, verduras y gochuyang, una pasta de chile picante. Mejor dejamos eso para la siguiente visita.
Llega la camarera y nos pregunta qué queremos. Lo hace en un perfecto ruso. No puedo evitar acordarme de Kim –sin relación (que yo sepa) con la familia de líderes norcoreanos–, aquel aplicado estudiante norcoreano con el que coincidí en el Instituto Goethe de Berlín allá por el 2009 y que, en tres meses de concienzudo estudio, dominaba a la perfección la pesada gramática alemana. Fue el único, de hecho, que no cometió ningún error en el examen final... La camarera toma nota de nuestro pedido –sopa de maíz, pato asado, mandu (pasta rellena de verduras y carne) y el inevitable kimchi– y se marcha a la cocina, ¿a paso militar o sólo me lo parece a mí?
En contra de lo que pudiera pensarse, el restaurante recibe a bastantes clientes, y nuestra estancia lo demuestra. No sólo rusos atraídos –como yo mismo– por la curiosidad, también otros que para nada encajan en ese perfil. Avistamos rostros kazajos y uzbecos, y a mitad de comida entra un pequeño grupo de turistas chinos. Interesantemente, a absolutamente ninguno de ellos parece llamarle la atención que el restaurante sea norcoreano. La mayoría de reseñas que hay en ruso en Internet son, por cierto, positivas (“precios razonables y comida sabrosa”, leo). ¿Por qué? Los kremlinólogos perorarán seguramente sobre el impacto psicológico del totalitarismo en ambas sociedades. Lo más probable, sin embargo, es que todo el mundo fuera de las dos Corea se haya acostumbrado ya a esta situación.
Hace unas semanas, por ejemplo, se vivió el último capítulo de tensión en la península de Corea, cuando Pyongyang ordenó un bombardeo de artillería contra unos altavoces que emitían propaganda desde el sur con el objetivo de desmoralizar a los soldados.
“Predicción: ¿qué va a ocurrir? Nada. Ruido. Kremlinología gilipollesca sobre lo que este ataque de artillería significa: es la manera de Kim III de reafirmar su poder, es la manera de sus enemigos de reafirmar su poder, o es la manera del Ejército de Corea del Norte de reafirmar su poder contra los políticos. (…) Corea del Norte no tiene nada que perder salvo su reputación de ser mala y estar loca de remate. Corea del Sur tiene todo que perder: el país es como aquella casa de vidrio de la que te dicen que no deberías lanzar piedras desde dentro. Incluso si el sur no tuviera esta actitud lastimosa de 'pobrecito hermanito autista' hacia el norte, tienen todas las razones para que les tiemblen las piernas, no importa la provocación. Hyundai está ganándole terreno a Toyota, pasando a fabricar modelos base a SUVs y sedanes de lujo, que es de donde se obtienen los beneficios. No pueden permitirse que a base de bombas se les devuelva a tener que competir por el tercer lugar entre los exportadores mundiales de fideos de cebada”.
El texto es Gary Brecher –AKA The War Nerd– para The eXile en 2010. Cinco años después no nos hemos movido ni un ápice de aquello. Copiénlo en alguna parte, porque mucho me temo que valdrá para la siguiente ocasión.
En cuanto a Corea del Norte: después de esta toma de contacto con la gastronomía como forma diplomacia (algo a lo que Josip “Tito” Broz también era muy aficionado, según se dice), no sabría qué decir. La verdad es que, para mí, como para la mayoría de gente, sigue siendo un misterio.
Terminamos la comida con un aromático té verde y un dulce a base de pasta de judías, habitual también en la cocina china y japonesa. La dirección de Pyongyang Koryo, por si a alguien le interesa: Ordzhonikidze, 11/9, m. Leninsky Prospekt. ¡La cuenta, por favor! 2020 rublos (27 euros). ¡Vente a Moscú, José Manuel!