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Sólo el amor
A propósito del 60 cumpleaños de Alberto García-Alix
«La fotografía no representa, tan sólo acontece, retiene ese humor infraleve en forma de luz que exhala el ser. Nos entrega no sólo lenguaje, sino justamente aquello que resiste al lenguaje… La fotografía revela la sustancia movediza e inaprensible.»
José Luis Brea, Un ruido secreto,1996
I. PREÁMBULO GRIEGO
Acerca de la fotografía, cabría sostener lo mismo que Stendhal afirmaba del amor: «Es la única pasión que satisface con una moneda fabricada por ella misma». Ahora bien —como gusta de puntualizar nuestro fotógrafo—, una moneda, al igual que una verdad, tiene siempre dos caras. Por el filo de ambas han discurrido y discurren sus trabajos, que no son, como sabemos, sino espejo de sus días.
Me pregunto si alguna vez ha pasado por la mente de Alberto la idea de arrancar su Harley y no detenerse hasta llegar a Grecia. ¿Pretexto? Ningún otro que el de retratar a esas gentes que viven en el filo de la navaja desde tiempos arcaicos. «Hoy he comprendido por qué Homero era ciego —escribía Giorgos Seferis en 1946—; con los ojos sanos, no habría escrito nada. Pobre de ti si pretendes ver en Grecia todo el tiempo; hay que cerrar el diafragma, como en fotografía… Esa luz y esa herida son el matrimonio del cielo y el infierno.» En sus Bodas del cielo y el infierno, William Blake, fallecido el mismo año en que Nicéphore Niepce obtuvo su primera impresión fotográfica (1827), formuló una frase imperecedera: «La eternidad está enamorada de las creaciones del tiempo».
En la tierra natal del pensamiento filosófico, la noción misma de «idea» (eidos: literalmente, «imagen») fue concebida en términos visuales, quedando así el sentido de la vista arraigado en nuestro lenguaje conceptual. Hannah Arendt no se cansó de repetirlo: «Eidos o idea es la imagen mental o, más bien, la imagen vista por el ojo interior» / «Toda la terminología mental se apoya en metáforas procedentes de la experiencia visual… La palabra “saber” (eidenai) deriva de “ver” (idein). Primero se ve, luego se sabe» / «Heródoto, el primer historiador, no disponía aún de una palabra para “historia”. Utilizó el verbo historein, que originalmente significa “testigo ocular”».
«¿Encontrará alguna vez esta gente su rostro?», se preguntaba en 1975 el ateniense Nikos Dimou. Y añadía: «Pero acaso sea la contradicción su verdadero rostro». Singularmente dotados para la contradicción, los griegos, como el resto de los mortales, no descubren su verdadero rostro sino en la faz de los otros. Alix estuvo siempre de acuerdo con Aristóteles en que hacer amigos es el único modo de dar cumplimiento a la sentencia délfica: «Tenemos que mirar al amigo si queremos conocernos a nosotros mismos. El amigo es otro yo».
II. ELEGÍA MADRILEÑA
Para levantar acta de su edad heroica (del griego heros: «semidiós»), aquella década fulgurante a la que su obra sucesiva ha guardado fidelidad emocional y formal, Alberto —hijo de Mercedes, historiadora, y de Carlos, oftalmólogo— tuvo la fortuna de contar con un poeta exquisito, capaz de transmutar una crítica de arte en relato de misterio. Casi todo lo que nos interesa saber de su biografía está recogido en el tríptico donde Quico Rivas trazó el retrato de su amigo como artista cachorro: «El guión de una leyenda» (1986-1993). Todas las improntas figuran en sus páginas: el sentido de la aventura, la mirada frontal sobre las pasiones fijas, la tensión narrativa del cine negro estadounidense, la capacidad de síntesis —«auténticas historias condensadas en una sola imagen, películas de un solo plano», anota Quico—, el temperamento poético, la sensibilidad ética —«como si cada una de sus fotos quisiera ilustrarnos acerca de una cuestión de principios»—, un perfeccionismo más acusado cuanto menos propicias las circunstancias. Y algo que a primera vista parecerá menos obvio: «Una fe ilimitada en el género humano».
Sólo a partir del inventario realizado por Quico de la primera década de actividad del fotógrafo (1976-86), su dedicación a la cámara comienza a proyectarse más allá del grupo de incondicionales. Esa ampliación del horizonte se intensifica con el surgimiento de El canto de la tripulación (1989-1997), grupo de escritores, diseñadores, músicos, pintores y fotógrafos que convirtieron un barquito de papel en uno de los laboratorios estéticos más sofisticados de las postrimerías del siglo XX. Cuando apareció el número 1, el fundador contaba 33 años. Su trabajo tardaría otros diez en captar la atención de algo parecido a un gran público. El punto de inflexión coincide con la retrospectiva de 1998 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, testimonio de madurez y cristalización de una memoria colectiva.
Aunque apenas había cumplido 12 años en 1968, fecha en la que Roszak publicó El nacimiento de la contracultura, todo el imaginario de García-Alix —carretera, psicodelia, sexo, rock, fanzines, aliento libertario— irradia una aureola contracultural. «Posee el espíritu de los años 1970 —señalaba Mireia Sentís en el catálogo del Círculo—, una época en la que hacer arte significaba ante todo vivir la vida e incluso ponerla en peligro. Nada de preocuparse por conservar la salud mental o adaptarse a modelos vigentes. En “Pura vida” y “No te mueras nunca”, dos lemas utilizados reiteradamente por Alix, la vida es ensalzada en función de su contrario. Hablar de la muerte se convierte en homenaje a la vida». El propio Alberto recapitulaba: «Cuanto más sabes, más te acercas al límite. No es fácil enfrentarte a la idea de que llegará tu hora. Una vez que suena el clic, ya estás en el pasado. Lo propio de la fotografía es la transmisión del recuerdo. De ahí, su carga de melancolía. No somos como somos: somos como éramos. Y si ya no recuerdas cómo eras, la locura está cerca».
Historiador de su tiempo, a la par que documentalista obsesivo de sí mismo, ha registrado en sus negativos la contienda librada por toda una generación en contra de su propia supervivencia. Una generación cuyas lugares predilectos se transformaron de la noche a la mañana en humeantes ruinas. Las imágenes del periodo 1976-86 iluminan el desorden arrebatado de aquellos años con una llama fría, desnuda y esencial. Y lo que el ojo de esa llama muestra se corresponde con los rasgos de un eccehomo. «Si se aprende algo leyendo libros de historia —y el ochenta por cien de los libros que leo son de historia—, es la idea de que los seres humanos apenas cambian. Cada uno de los habitantes de la Tierra es un eccehomo. Toda experiencia conduce a desangrarse.»
En contraste con ese aprendizaje de la desolación, Madrid era escenario de una fiesta irrepetible. Uno de sus últimos episodios genuinos tuvo lugar en 1986, la noche en que cinco bandas (Pistones, Malevaje, Los Coyotes, Ana Curra, Gabinete Caligari) ofrecieron en la Sala Universal un concierto solidario «por una causa justa». Dicha causa no podía ser otra que auxiliar a un amigo que acababa de sufrir un accidente a bordo de su Harley. «Aunque poseyera todos los demás bienes, nadie aceptaría la vida sin amigos», advierte Aristóteles. ¿Cabe añadir que nadie aceptaría tampoco la muerte sin amigos?
Eduardo Benavente (1962-1983), Willy García-Alix (1960-1984), Fernando Vijande (1929-1986), Ulises Montero (1953-1986), Juantxu Rodríguez (1957-1989), Ana Saura (1959-1990), Diego Lara (1946-1990), Johnny Thunders (1952-1991), Camarón de la Isla (1952-1992), Manuel Piña (1944-1994), El Ángel (1961-1995), Fernando Pais (1957-1995), Teresa López Artiga (1951-1995), Martin Kippenberger (1953-1997), Eduardo Haro Ibars (1948-1998), Luis Claramunt (1951-2000), Carlos Berlanga (1959-2002), Quique Turmix (1957-2005), Blanca Sánchez (1948-2007), Javier Utray (1947-2008), Quico Rivas (1953-2008), Leopoldo Alas (1962-2008), Iván Zulueta (1943-2009), Pibe Corniero (1960-2009), José Luis Brea (1957-2010), Sigfrido Martín Begué (1959-2011), Enrique Sierra (1957-2012), Fifo Laje (1956-2012), Pablo Pérez-Mínguez (1946-2012), Luis Pérez-Mínguez (1950-2014)…
«Hacer retratos es, de alguna manera, coleccionar cadáveres», declaraba Alberto en 1998, cuando El canto de la tripulación —en perfecta sincronía con la eclosión de la tecnología digital— entonaba su propio canto de cisne. Pero no tardaría en descifrar el reverso de aquella verdad: «La fotografía da vida a los caídos». Paradoja. Dos proposiciones contrarias e igualmente ciertas. El fotógrafo colecciona cadáveres que devuelve a la vida. Gracias a la complicidad de la luz, desentraña el enigma. El enigma del fugitivo intercambio de los mortales con lo eterno. «Cuando yo desaparezca, me gustaría que mis fotos fueran a parar a la cola de todo lo bueno que aguarda el juicio final. ¿Instrucciones para el funeral? Las propias de una buena fiesta: arriba los corazones y que no falte de na».
Y de nada faltó en aquella celebración, en la que modelos y fotógrafos cruzaron sus destinos. El signo de los tiempos —presidido por un espíritu intergeneracional e interdisciplinar— propició los experimentos más audaces. Último de ellos, El canto de la tripulación conservaba intacto su poder de magnetismo hacia 1994. Por entonces, una Ducati roja surcaba los circuitos con la leyenda «Pura Vida Racing Team». En El Europeo de las cuatro estaciones, Javier Utray —el más griego de sus redactores, y el más elegante sobre ruedas— proponía fundar un fanzine titulado El silbido del náufrago, concebido como suplemento de El canto de la tripulación. Fue una lástima que la humorada de Utray no llegara a oídos de Alberto, como fue una lástima que el artista más camaleónico de la ciudad no posase nunca para su mejor retratista.
III. LECCIONES DE LA PIEL
En estos días inusitadamente oscuros de la segunda década del siglo XXI, tengo muy presente un autorretrato de García-Alix fechado en 1983. Héroe caído, mira fijamente al espectador con el ojo izquierdo amoratado. La instantánea, gemela de la que un año más tarde firmaría Nan Goldin, pudo verse en su exposición en color de 1999 en la Galería Moriarty. Una auténtica rareza, antesala de la concesión del premio Nacional de Fotografía. (Paréntesis: qué merecido laurel para alguien que cuenta entre sus antepasados con un ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes que prestó, entre otros servicios a la patria, el de elevar a Unamuno al rectorado de Salamanca e impulsar la alfabetización de España: Antonio García-Alix, 1852-1911). Días antes, en un gesto entre pascaliano y weiliano, nuestro fotógrafo se había tatuado en el dorso de los dedos de su mano derecha la palabra «Todo», y en los de su mano izquierda la palabra «Nada».
En el fondo de su cuarto de juguetes hay siempre reservado un espacio para la cámara de tortura. En torno al cambio de siglo, Alberto consagró ese espacio a la tarea de escribir guiones. Empresa exigente por partida doble, requería no sólo encontrar una manera de aislarse —algún estatuto apátrida—, sino un camino que, al cabo de tantas aporías, fuese en sí mismo una meta. «Sabios son aquellos que buscan la sabiduría; necios, quienes creen haberla encontrado», afirmaba un aficionado a las máximas llamado Napoleón. Incluso esa sentencia forma parte del legado griego y su confianza en la sabiduría como la más segura adquisición: aquella que nos recuerda que no sabemos nada.
Lo que Alix buscaba desde sus tempranos ensayos cinematográficos —El día en que muera Bombita (1983), No hables más de mí (1984), Amor Apache (1985)— era una fórmula que le permitiera hacer cine (del griego kinema: movimiento) sin más requisitos que una historia que contar y una lente fotográfica. La clave residía en un detalle tan sutil que tardó en descubrirlo. Para agitar la inmovilidad de la película fotográfica —y alumbrar de paso un género a su medida— bastaba introducir el fraseo lapidario de una voz en off. De esa verbalización de las imágenes, emergerán una serie de piezas profundamente enraizadas, valga la ironía, en la condición efímera del ser humano (eironéia: «fingir ignorancia»; ephemeros: «que dura un día»).
Repleto de secuencias de estirpe cinematográfica, el conjunto digitalizado de su archivo comenzó a transformarse con plena naturalidad en diario filmado: Tres vídeos tristes (2006), De donde no se vuelve (2008), El paraíso de los creyentes (2011), De carne y hueso (2012), Patria querida (2012), Un horizonte falso (2014). En la tercera de esas obras se hace explícita su reflexión sobre la lengua: «Palabra, metafísica de mis ojos» / «No hay nada que no haga visible la palabra». Años antes, en el curso de una entrevista, anticipaba: «Las palabras pueden ver lo que no ven los ojos». «Veo por la voz», decía Sófocles; «Mirad con los oídos», exhortaba Shakespeare; «Escucho con mis ojos», pretendía Quevedo.
Muchas de sus fotos del primer lustro del siglo XXI pueden considerarse películas en miniatura, y de hecho exhiben títulos de celuloide: Los enamorados, Decorado para un delito, La soledad de Marlene, Lo que dura un beso, La última noche. «El curso de cada vida no es otra cosa que el sueño de un instante. Una sola explosión percibida por nosotros al ralentí», escribía en 1959 el fotógrafo y cineasta José Val del Omar. No menos que en los de Iván Zulueta, es posible reconocer en los trabajos audiovisuales de García-Alix el destello de las joyas experimentales del maestro granadino, cuyo Tríptico elemental de España (1955-1980) recrea su visionaria teoría de la percepción táctil. «La más cierta noticia nos viene aplicando los dedos a la llaga», observaba en 1963. Tres décadas antes —cuando recorría España como documentalista de las Misiones Pedagógicas de la República—, su contemporáneo Xavier Zubiri discurría: «La mente, dice Aristóteles, es un “palpar”. De entre todos los sentidos, el tacto es el que más certeramente nos da la realidad de algo. La vista misma de los ojos siente una especie de contacto con la luz». Lo apuntaba Lola Garrido en un texto de 2002: «Las fotografías de García-Alix consiguen hacer de la mirada algo táctil». No podía ser de otro modo, tratándose de alguien persuadido de que «la única manera de no olvidar una lección es tatuarla en tu piel».
IV. CAMINO DE WATERLOO
Una tarde de primavera del año 2003, asistí al desalojo de la última sede conocida de El canto de la tripulación: la vivienda-laboratorio de la calle Atocha. «Adiós, contracultura madrileña —lamenté para mí—. Adiós, contra-academia castellano-leonesa, donde cada uno fue a la vez maestro y discípulo de todos». Además de mudarse a París, Alberto había comprometido sus fuerzas en otro arriesgado proyecto, un libro concebido a partir de la convivencia de dos fotógrafos: Pamela Spitz y él mismo. Como fallido editor, apuré mi personal cáliz. A despecho de Stendhal, ni el amor ni la fotografía consiguieron acuñar en aquella oportunidad su propia moneda.
Su estado de salud exigía por entonces un grado de atención prioritario. Se trataba de vivir o no para contarlo. Apenas aterrizar en París, había mordido el polvo. Sus días se convirtieron en un calvario de citas clínicas, tratamientos simultáneos y jornadas de completa postración a causa de la fiebre. Más de una vez, estuvo a punto de arrojarse por la ventana. «En París vislumbré mi propio Gólgota. Me dolía mirar.» Con motivo de una visita a su antigua ciudad, nos citamos en los alrededores de Gran Vía. Llevaba el brazo derecho en cabestrillo. Se había destrozado la mano de un puñetazo contra la pared. Sin embargo, su rostro transmitía calma. Como si el dolor le hubiese reconciliado consigo mismo, haciéndole un poco más sabio.
Adivinanza francesa: «¿Qué se obtiene estirando un ojo?». Respuesta: «Una larga vista». Lentamente, comenzó a compaginar su estricta convalecencia con paseos en moto por la ciudad de la luz. El camino hacia el hospital pasaba muy cerca del catafalco de Napoleón: «Prefiero ese paseo al que conduce desde los Campos Elíseos al Arco del Triunfo. Me recuerda que yo mismo voy sin remisión a Waterloo. Todos vamos allí, al encuentro con el destino». Su biblioteca hibernaba en algún guardamuebles remoto, pero de vez en cuando desenterraba algún hueso que roer: Max Aub, Pío Baroja, Maquiavelo (con las anotaciones de Napoleón). Acababa de cumplir 48 años. Su obra traspasaba fronteras, y un público cada vez más diverso visitaba sus exposiciones. Lisa Budin y él lo estaban celebrando en Lisboa, disfrazados de Betty Page y El Llanero Solitario.
Meses antes, subrayaba: «Hasta nuestros recuerdos están hechos de la luz del momento». Detrás de cada fotógrafo hay un místico que se nutre del manjar intangible. Digámoslo con Simone Weil: «No hay más que un defecto: carecer de la facultad de alimentarse de luz». Ahora bien, ese resplandor que rastrean por igual la atención del fotógrafo y la conciencia del místico puede engullirlos con la misma frialdad que la llama devora la mariposa. «Al dios supremo no hay quien se resista», cuenta Alix que canta Gardel. Ese dios supremo es sin duda el amor, del que sólo resulta sensato esperar lo imposible: la eternidad del encuentro. El autor de Moriremos mirando acababa de tatuarse en el pecho una suerte de plegaria: «Dios está cerca». De haber nacido en un periodo anterior —como Giacometti, a juicio de John Berger—, se habría decantado por el arte religioso. Roland Barthes explica por qué: «Lo que caracteriza a las sociedades llamadas avanzadas es que consumen imágenes y no ya, como antaño, creencias».
Los años que siguen podrían telegrafiarse: andar y desandar caminos, empaquetar y desempaquetar bibliotecas, embalar y desembalar cuadros, corregir el guión del próximo vídeo, rehacerlo hasta que hable de nosotros, de lo que hemos aprendido, de lo que hemos dejado escapar, de la «sustancia movediza e inaprensible», de todo, de nada. Y, a manera de bitácora, una espléndida serie de catálogos fotográficos y estuches audiovisuales que acreditan su inquebrantable vocación de editor: Cascorro Factory, El Canto de la Tripulación, Libros del Cuervo, No hay Penas, Cabeza de Chorlito…
V. EPÍLOGO EN FORMA DE EPÍSTOLA
En 1988, poco después de conocer a Susana Loureda, el mismo año en que te asociaste con Quico Rivas para inaugurar en Madrid un bar llamado La Mala Fama, Gilles Deleuze, autor de cabecera de Quico, grabó un programa de televisión en forma de alfabeto, en cada uno de cuyos capítulos meditaba durante cinco minutos acerca de una palabra. Según condición pactada, el resultado se emitiría a título póstumo, cosa que sucedió al cabo de siete años, tras el suicidio del filósofo. En el apartado E (Enfance), reflexionaba: «La memoria es una facultad que debe repeler el pasado en vez de convocarlo. Hace falta mucha memoria para repeler el pasado». Difícil imaginar un punto de vista más antagónico al de Valéry —«La memoria es el porvenir del pasado»—, quien en 1939, en su alocución con motivo del Centenario de la Fotografía, desgranaba un discurso de acuciante actualidad: «La visión fotográfica se expande en el mundo con extraña rapidez. Se asiste a una revisión de todos los valores del conocimiento visual. La manera de ver se modifica, mientras las costumbres mismas se resienten de una novedad que, del laboratorio, pasa inmediatamente a la práctica e introduce necesidades inéditas en la vida. Cada suceso de la existencia queda marcado con un cliché. Cada álbum nos pone entre las manos el retrato de un conjunto de amigos y también desconocidos, que han tenido una parte esencial o accidental en nuestra vida. La fotografía, en suma, ha instituido una verdadera ilustración del estado civil».
Pero tú me escribías de pronto desde Ginebra —«cuna del calvinismo, reina del aburrimiento»— y me hablabas de Frédérique Bangerter. Y yo recordaba a Godard —«Sólo se filma el pasado, es decir, lo que pasa, y son sales de plata las que fijan la luz»— y una frase que anotaste diez años atrás: «Sólo el amor salvará estas imágenes». Como has reconocido a menudo, el hilo conductor de tu inspiración es de naturaleza poética. Y del centro de esa naturaleza poética —que es también ética (ethos: «carácter»), en la medida en que implica una disposición moral, un arte de vivir—, irradia la figura que mejor expresa lo poético: el encuentro. «Nunca conocemos el camino. La magia de la vida es el encuentro».
«Poeta callejero con su rastro de bromuro de plata», te describió Calvo Serraller. A ese «estado nervioso» que denominas «trance», yo lo llamaría «estado de alerta poética». Seguro que suscribes las palabras de Joseph Brodsky, poeta e hijo de fotógrafo: «La mejor forma de evitar la sobrecarga de nuestro subconsciente consiste en hacer fotografías: la cámara es, por así decir, nuestro pararrayos… Claro, que no podemos estar siempre disparando fotos ni enfocando lo que nos rodea, además de sostener el equipaje, las bolsas de la compra y el brazo de nuestra pareja».
«Con Walker Evans, amé la soledad; con Richard Avedon, la desnudez; con Arnold Newman, la composición… Barthes, Sontag… No he sido capaz de terminar sus libros. Sin embargo, he pasado noches enteras mirando catálogos de Diane Arbus, de August Sander…» ¿Y entonces, qué? Hoy existen más razones que nunca para pensar que ser fotógrafo no es suficiente. El año 2001 lo expresaste de modo categórico: «Por instinto, estoy contra el sistema. Pero la política, ¡tierra, trágame! Tengo la sensación de que es una forma de imposición de unos seres sobre otros. Puedo comprender las luchas sociales, pero veo que los más idealistas acaban siendo manejados. Soy escéptico ante la política, aunque sé que no es posible permanecer al margen. Debemos estar a favor del ser humano, a favor de los desfavorecidos. Ésa es la única causa válida para mí. No vas a defender el absurdo y ofensivo derroche del mercado que ha envenenado el mundo».
Ahora que se inicia el largo bicentenario de la fotografía —nacida por etapas entre 1816 y 1826—; ahora que la imagen digital ha multiplicado exponencialmente el territorio de experimentación fotográfica; ahora que, como anunció Walter Benjamin, las pantallas se amplían en la misma medida en que se angosta nuestra visión de la realidad inmediata; ahora que sabemos que la fotografía es un camino sin fin, pues lo real, como enseñaba Machado, resulta inagotable para quien sabe mirarlo; ahora que nuestro viaje acaricia el fondo de la noche y, de acuerdo con el dicho socrático, los ojos del espíritu deberían compensar el declive de nuestras pupilas; ahora, querido Alberto, tanto si partes de nuevo a Lisboa, como si te diriges finalmente hacia Atenas, por favor, no dejes de prestar atención a la próxima curva.
REFERENCIAS
I. «En el filo de la navaja», expresión homérica (Ilíada, X, 173). Stendhal, Del amor (1822). García-Alix, «La verdad suele tener dos caras», correo electrónico, París, 29-10-03. Seferis, Días (1946-47). Arendt, respectivamente: La condición humana (1958), Entre el pasado y el futuro (1961), La vida del espíritu (1971). Dimou, La desgracia de ser griego. Aristóteles, Magna Moralia, 1213 a 20-24.
II. Quico Rivas, «El guion de una leyenda. Vida y milagros de Alberto García-Alix, fotógrafo» (Fotografías, La Cúpula, Madrid, 1986); «El guion de una leyenda. Segunda parte» (Fotografíes, Universitat de València, 1989); «El guion de una leyenda. Tercera entrega» (Los malheridos, los bien amados, los traidores, Universidades de Valencia y Salamanca, 1993); la trilogía fue reunida con el título de «Alberto García-Alix: El guion de una leyenda» en Quico Rivas, Cómo escribir de pintura sin que se note (Árdora Ediciones, 2011). Alberto García-Alix, Fotografías, 1977-1998, Círculo de Bellas Artes, Madrid (Tf Editores & La Fábrica, 1998), con textos de Ana Curra, Gonzalo García Pino, Borja Casani, Emilio Sola, Ray Loriga, Alberto García-Alix («Mi punto de vista»), Mireia Sentís y José Luis Gallero; «Hacer retratos es de alguna manera coleccionar cadáveres», Alberto García-Alix habla con Mireia Sentís y José Luis Gallero (La Fábrica, 2001), diálogo recopilado y ampliado en Conversaciones con fotógrafos (La Fábrica, 2010), donde figura el fragmento «Cuando yo desaparezca…»; «La fotografía da vida a los caídos», frase procedente de «A nadie le amarga un dulce», discurso de recepción del Premio Nacional de Fotografía 1999 (Alberto García-Alix, Moriremos mirando: textos completos, La Fábrica, 2008). Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 1155a, 4-5.
III. Alberto García-Alix, Color, 1978-1983 (Árdora Ediciones & Galería Moriarty, 1999); «Las palabras pueden ver lo que no ven los ojos», El País, 27-IX-06; «La única manera de no olvidar una lección…», Conversaciones con fotógrafos, op. cit. Blais Pascal: «¿Qué es el hombre? Un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo» (Pensamientos, 1670). Simone Weil: «¿Qué es lo que queda cuando se ha renunciado a toda dependencia exterior? ¿Tal vez nada? Esa es la verdadera renuncia a uno mismo. Yo soy nada. Yo soy todo» (Cuadernos, 1941). Napoleón, Reflexiones en Santa Elena (1815). Sófocles, Edipo en Colono, 139. Shakespeare, El rey Lear, III, IV (1604). Quevedo, verso del soneto «Retirado a la paz de estos desiertos» (1640). José Val del Omar (1904-1982), respectivamente: «Meridiano del color en España» (1959) y «Palpicolor» (1963), textos recogidos en Escritos de técnica, poética y mística (La Central, 2010) y Val del Omar sin fin (Diputación de Granada, 1992); existe edición en DVD de su Tríptico elemental de España (Cameo, 2010). Xavier Zubiri, «¿Qué es saber?» (Cruz y Raya, 1935). Garrido, «El hombre que amaba a las mujeres», en Llorando a aquella que creyó amarme, Alberto García-Alix (La Fábrica, 2002).
IV. Alberto García-Alix, «En París vislumbré mi propio Gólgota», De donde no se vuelve, guion reproducido en Moriremos mirando, op. cit.; «Prefiero este paseo», correo electrónico, París, 14-4-04; «Hasta nuestros recuerdos…», Conversaciones con fotógrafos, op. cit; alusión a Gardel: correo electrónico, París, 26-4-04. Simone Weil, Cuadernos (1941). John Berger, «Giacometti» (1966), incluido en Mirar. Barthes, La cámara lúcida (1979).
V. Paul Valéry, «La memoria…», Cuadernos (1936). Alberto García-Alix, «Con Walker Evans…», extraído de «A nadie le amarga un dulce», op. cit.; «Sólo el amor», correo electrónico, París, 11-6-03; «Nunca conocemos el camino», Alberto García-Alix habla con Mireia Sentís y José Luis Gallero, op. cit; ídem para la frase sobre el trance («Soy miope, lo cual me obliga a concentrarme muchísimo en el foco y la composición, y eso me produce un estado nervioso al que llamo trance»), así como para la mención «Ser fotógrafo no es suficiente»; «¿La política?», Conversaciones con fotógrafos, op. cit. Godard, Historia(s) del cine (1998). Calvo Serraller, «Disparos en la oscuridad», Alberto García-Alix (Photobolsillo, La Fábrica, 2001). Brodsky, «Un lugar como cualquier otro» (1986), incluido en El dolor y la razón. Las referencias a Benjamin («La visión de la realidad inmediata se ha convertido en una orquídea en la tierra de la tecnología») y Antonio Machado («Sólo el objeto real, inagotable para quien sepa mirarlo, puede interesarnos en fotografía») remiten a dos textos que vieron la luz en el oscuro año de 1936: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y Juan de Mairena. Dicho socrático: «La vista del entendimiento empieza a ver agudamente conforme la de los ojos comienza a perder su fuerza» (Platón, Banquete, 219 a). «Nuestro viaje acaricia el fondo de la noche»: paráfrasis del título de la novela de Louis Ferdinand Céline, Viaje al fondo de la noche (1932), lectura iniciática de García-Alix.
Sólo el amor
«La fotografía no representa, tan sólo acontece, retiene ese humor infraleve en forma de luz que exhala el ser. Nos entrega no sólo lenguaje, sino justamente aquello que resiste al lenguaje… La fotografía revela la sustancia movediza e inaprensible.»
José Luis Brea, Un ruido secreto,1996
I. PREÁMBULO GRIEGO
Acerca de la fotografía, cabría sostener lo mismo que Stendhal afirmaba del amor: «Es la única pasión que satisface con una moneda fabricada por ella misma». Ahora bien —como gusta de puntualizar nuestro fotógrafo—, una moneda, al igual que una verdad, tiene siempre dos caras. Por el filo de ambas han discurrido y discurren sus trabajos, que no son, como sabemos, sino espejo de sus días.
Me pregunto si alguna vez ha pasado por la mente de Alberto la idea de arrancar su Harley y no detenerse hasta llegar a Grecia. ¿Pretexto? Ningún otro que el de retratar a esas gentes que viven en el filo de la navaja desde tiempos arcaicos. «Hoy he comprendido por qué Homero era ciego —escribía Giorgos Seferis en 1946—; con los ojos sanos, no habría escrito nada. Pobre de ti si pretendes ver en Grecia todo el tiempo; hay que cerrar el diafragma, como en fotografía… Esa luz y esa herida son el matrimonio del cielo y el infierno.» En sus Bodas del cielo y el infierno, William Blake, fallecido el mismo año en que Nicéphore Niepce obtuvo su primera impresión fotográfica (1827), formuló una frase imperecedera: «La eternidad está enamorada de las creaciones del tiempo».
En la tierra natal del pensamiento filosófico, la noción misma de «idea» (eidos: literalmente, «imagen») fue concebida en términos visuales, quedando así el sentido de la vista arraigado en nuestro lenguaje conceptual. Hannah Arendt no se cansó de repetirlo: «Eidos o idea es la imagen mental o, más bien, la imagen vista por el ojo interior» / «Toda la terminología mental se apoya en metáforas procedentes de la experiencia visual… La palabra “saber” (eidenai) deriva de “ver” (idein). Primero se ve, luego se sabe» / «Heródoto, el primer historiador, no disponía aún de una palabra para “historia”. Utilizó el verbo historein, que originalmente significa “testigo ocular”».
«¿Encontrará alguna vez esta gente su rostro?», se preguntaba en 1975 el ateniense Nikos Dimou. Y añadía: «Pero acaso sea la contradicción su verdadero rostro». Singularmente dotados para la contradicción, los griegos, como el resto de los mortales, no descubren su verdadero rostro sino en la faz de los otros. Alix estuvo siempre de acuerdo con Aristóteles en que hacer amigos es el único modo de dar cumplimiento a la sentencia délfica: «Tenemos que mirar al amigo si queremos conocernos a nosotros mismos. El amigo es otro yo».
II. ELEGÍA MADRILEÑA
Para levantar acta de su edad heroica (del griego heros: «semidiós»), aquella década fulgurante a la que su obra sucesiva ha guardado fidelidad emocional y formal, Alberto —hijo de Mercedes, historiadora, y de Carlos, oftalmólogo— tuvo la fortuna de contar con un poeta exquisito, capaz de transmutar una crítica de arte en relato de misterio. Casi todo lo que nos interesa saber de su biografía está recogido en el tríptico donde Quico Rivas trazó el retrato de su amigo como artista cachorro: «El guión de una leyenda» (1986-1993). Todas las improntas figuran en sus páginas: el sentido de la aventura, la mirada frontal sobre las pasiones fijas, la tensión narrativa del cine negro estadounidense, la capacidad de síntesis —«auténticas historias condensadas en una sola imagen, películas de un solo plano», anota Quico—, el temperamento poético, la sensibilidad ética —«como si cada una de sus fotos quisiera ilustrarnos acerca de una cuestión de principios»—, un perfeccionismo más acusado cuanto menos propicias las circunstancias. Y algo que a primera vista parecerá menos obvio: «Una fe ilimitada en el género humano».
Sólo a partir del inventario realizado por Quico de la primera década de actividad del fotógrafo (1976-86), su dedicación a la cámara comienza a proyectarse más allá del grupo de incondicionales. Esa ampliación del horizonte se intensifica con el surgimiento de El canto de la tripulación (1989-1997), grupo de escritores, diseñadores, músicos, pintores y fotógrafos que convirtieron un barquito de papel en uno de los laboratorios estéticos más sofisticados de las postrimerías del siglo XX. Cuando apareció el número 1, el fundador contaba 33 años. Su trabajo tardaría otros diez en captar la atención de algo parecido a un gran público. El punto de inflexión coincide con la retrospectiva de 1998 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, testimonio de madurez y cristalización de una memoria colectiva.
Aunque apenas había cumplido 12 años en 1968, fecha en la que Roszak publicó El nacimiento de la contracultura, todo el imaginario de García-Alix —carretera, psicodelia, sexo, rock, fanzines, aliento libertario— irradia una aureola contracultural. «Posee el espíritu de los años 1970 —señalaba Mireia Sentís en el catálogo del Círculo—, una época en la que hacer arte significaba ante todo vivir la vida e incluso ponerla en peligro. Nada de preocuparse por conservar la salud mental o adaptarse a modelos vigentes. En “Pura vida” y “No te mueras nunca”, dos lemas utilizados reiteradamente por Alix, la vida es ensalzada en función de su contrario. Hablar de la muerte se convierte en homenaje a la vida». El propio Alberto recapitulaba: «Cuanto más sabes, más te acercas al límite. No es fácil enfrentarte a la idea de que llegará tu hora. Una vez que suena el clic, ya estás en el pasado. Lo propio de la fotografía es la transmisión del recuerdo. De ahí, su carga de melancolía. No somos como somos: somos como éramos. Y si ya no recuerdas cómo eras, la locura está cerca».
Historiador de su tiempo, a la par que documentalista obsesivo de sí mismo, ha registrado en sus negativos la contienda librada por toda una generación en contra de su propia supervivencia. Una generación cuyas lugares predilectos se transformaron de la noche a la mañana en humeantes ruinas. Las imágenes del periodo 1976-86 iluminan el desorden arrebatado de aquellos años con una llama fría, desnuda y esencial. Y lo que el ojo de esa llama muestra se corresponde con los rasgos de un eccehomo. «Si se aprende algo leyendo libros de historia —y el ochenta por cien de los libros que leo son de historia—, es la idea de que los seres humanos apenas cambian. Cada uno de los habitantes de la Tierra es un eccehomo. Toda experiencia conduce a desangrarse.»
En contraste con ese aprendizaje de la desolación, Madrid era escenario de una fiesta irrepetible. Uno de sus últimos episodios genuinos tuvo lugar en 1986, la noche en que cinco bandas (Pistones, Malevaje, Los Coyotes, Ana Curra, Gabinete Caligari) ofrecieron en la Sala Universal un concierto solidario «por una causa justa». Dicha causa no podía ser otra que auxiliar a un amigo que acababa de sufrir un accidente a bordo de su Harley. «Aunque poseyera todos los demás bienes, nadie aceptaría la vida sin amigos», advierte Aristóteles. ¿Cabe añadir que nadie aceptaría tampoco la muerte sin amigos?
Eduardo Benavente (1962-1983), Willy García-Alix (1960-1984), Fernando Vijande (1929-1986), Ulises Montero (1953-1986), Juantxu Rodríguez (1957-1989), Ana Saura (1959-1990), Diego Lara (1946-1990), Johnny Thunders (1952-1991), Camarón de la Isla (1952-1992), Manuel Piña (1944-1994), El Ángel (1961-1995), Fernando Pais (1957-1995), Teresa López Artiga (1951-1995), Martin Kippenberger (1953-1997), Eduardo Haro Ibars (1948-1998), Luis Claramunt (1951-2000), Carlos Berlanga (1959-2002), Quique Turmix (1957-2005), Blanca Sánchez (1948-2007), Javier Utray (1947-2008), Quico Rivas (1953-2008), Leopoldo Alas (1962-2008), Iván Zulueta (1943-2009), Pibe Corniero (1960-2009), José Luis Brea (1957-2010), Sigfrido Martín Begué (1959-2011), Enrique Sierra (1957-2012), Fifo Laje (1956-2012), Pablo Pérez-Mínguez (1946-2012), Luis Pérez-Mínguez (1950-2014)…
«Hacer retratos es, de alguna manera, coleccionar cadáveres», declaraba Alberto en 1998, cuando El canto de la tripulación —en perfecta sincronía con la eclosión de la tecnología digital— entonaba su propio canto de cisne. Pero no tardaría en descifrar el reverso de aquella verdad: «La fotografía da vida a los caídos». Paradoja. Dos proposiciones contrarias e igualmente ciertas. El fotógrafo colecciona cadáveres que devuelve a la vida. Gracias a la complicidad de la luz, desentraña el enigma. El enigma del fugitivo intercambio de los mortales con lo eterno. «Cuando yo desaparezca, me gustaría que mis fotos fueran a parar a la cola de todo lo bueno que aguarda el juicio final. ¿Instrucciones para el funeral? Las propias de una buena fiesta: arriba los corazones y que no falte de na».
Y de nada faltó en aquella celebración, en la que modelos y fotógrafos cruzaron sus destinos. El signo de los tiempos —presidido por un espíritu intergeneracional e interdisciplinar— propició los experimentos más audaces. Último de ellos, El canto de la tripulación conservaba intacto su poder de magnetismo hacia 1994. Por entonces, una Ducati roja surcaba los circuitos con la leyenda «Pura Vida Racing Team». En El Europeo de las cuatro estaciones, Javier Utray —el más griego de sus redactores, y el más elegante sobre ruedas— proponía fundar un fanzine titulado El silbido del náufrago, concebido como suplemento de El canto de la tripulación. Fue una lástima que la humorada de Utray no llegara a oídos de Alberto, como fue una lástima que el artista más camaleónico de la ciudad no posase nunca para su mejor retratista.
III. LECCIONES DE LA PIEL
En estos días inusitadamente oscuros de la segunda década del siglo XXI, tengo muy presente un autorretrato de García-Alix fechado en 1983. Héroe caído, mira fijamente al espectador con el ojo izquierdo amoratado. La instantánea, gemela de la que un año más tarde firmaría Nan Goldin, pudo verse en su exposición en color de 1999 en la Galería Moriarty. Una auténtica rareza, antesala de la concesión del premio Nacional de Fotografía. (Paréntesis: qué merecido laurel para alguien que cuenta entre sus antepasados con un ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes que prestó, entre otros servicios a la patria, el de elevar a Unamuno al rectorado de Salamanca e impulsar la alfabetización de España: Antonio García-Alix, 1852-1911). Días antes, en un gesto entre pascaliano y weiliano, nuestro fotógrafo se había tatuado en el dorso de los dedos de su mano derecha la palabra «Todo», y en los de su mano izquierda la palabra «Nada».
En el fondo de su cuarto de juguetes hay siempre reservado un espacio para la cámara de tortura. En torno al cambio de siglo, Alberto consagró ese espacio a la tarea de escribir guiones. Empresa exigente por partida doble, requería no sólo encontrar una manera de aislarse —algún estatuto apátrida—, sino un camino que, al cabo de tantas aporías, fuese en sí mismo una meta. «Sabios son aquellos que buscan la sabiduría; necios, quienes creen haberla encontrado», afirmaba un aficionado a las máximas llamado Napoleón. Incluso esa sentencia forma parte del legado griego y su confianza en la sabiduría como la más segura adquisición: aquella que nos recuerda que no sabemos nada.
Lo que Alix buscaba desde sus tempranos ensayos cinematográficos —El día en que muera Bombita (1983), No hables más de mí (1984), Amor Apache (1985)— era una fórmula que le permitiera hacer cine (del griego kinema: movimiento) sin más requisitos que una historia que contar y una lente fotográfica. La clave residía en un detalle tan sutil que tardó en descubrirlo. Para agitar la inmovilidad de la película fotográfica —y alumbrar de paso un género a su medida— bastaba introducir el fraseo lapidario de una voz en off. De esa verbalización de las imágenes, emergerán una serie de piezas profundamente enraizadas, valga la ironía, en la condición efímera del ser humano (eironéia: «fingir ignorancia»; ephemeros: «que dura un día»).
Repleto de secuencias de estirpe cinematográfica, el conjunto digitalizado de su archivo comenzó a transformarse con plena naturalidad en diario filmado: Tres vídeos tristes (2006), De donde no se vuelve (2008), El paraíso de los creyentes (2011), De carne y hueso (2012), Patria querida (2012), Un horizonte falso (2014). En la tercera de esas obras se hace explícita su reflexión sobre la lengua: «Palabra, metafísica de mis ojos» / «No hay nada que no haga visible la palabra». Años antes, en el curso de una entrevista, anticipaba: «Las palabras pueden ver lo que no ven los ojos». «Veo por la voz», decía Sófocles; «Mirad con los oídos», exhortaba Shakespeare; «Escucho con mis ojos», pretendía Quevedo.
Muchas de sus fotos del primer lustro del siglo XXI pueden considerarse películas en miniatura, y de hecho exhiben títulos de celuloide: Los enamorados, Decorado para un delito, La soledad de Marlene, Lo que dura un beso, La última noche. «El curso de cada vida no es otra cosa que el sueño de un instante. Una sola explosión percibida por nosotros al ralentí», escribía en 1959 el fotógrafo y cineasta José Val del Omar. No menos que en los de Iván Zulueta, es posible reconocer en los trabajos audiovisuales de García-Alix el destello de las joyas experimentales del maestro granadino, cuyo Tríptico elemental de España (1955-1980) recrea su visionaria teoría de la percepción táctil. «La más cierta noticia nos viene aplicando los dedos a la llaga», observaba en 1963. Tres décadas antes —cuando recorría España como documentalista de las Misiones Pedagógicas de la República—, su contemporáneo Xavier Zubiri discurría: «La mente, dice Aristóteles, es un “palpar”. De entre todos los sentidos, el tacto es el que más certeramente nos da la realidad de algo. La vista misma de los ojos siente una especie de contacto con la luz». Lo apuntaba Lola Garrido en un texto de 2002: «Las fotografías de García-Alix consiguen hacer de la mirada algo táctil». No podía ser de otro modo, tratándose de alguien persuadido de que «la única manera de no olvidar una lección es tatuarla en tu piel».
IV. CAMINO DE WATERLOO
Una tarde de primavera del año 2003, asistí al desalojo de la última sede conocida de El canto de la tripulación: la vivienda-laboratorio de la calle Atocha. «Adiós, contracultura madrileña —lamenté para mí—. Adiós, contra-academia castellano-leonesa, donde cada uno fue a la vez maestro y discípulo de todos». Además de mudarse a París, Alberto había comprometido sus fuerzas en otro arriesgado proyecto, un libro concebido a partir de la convivencia de dos fotógrafos: Pamela Spitz y él mismo. Como fallido editor, apuré mi personal cáliz. A despecho de Stendhal, ni el amor ni la fotografía consiguieron acuñar en aquella oportunidad su propia moneda.
Su estado de salud exigía por entonces un grado de atención prioritario. Se trataba de vivir o no para contarlo. Apenas aterrizar en París, había mordido el polvo. Sus días se convirtieron en un calvario de citas clínicas, tratamientos simultáneos y jornadas de completa postración a causa de la fiebre. Más de una vez, estuvo a punto de arrojarse por la ventana. «En París vislumbré mi propio Gólgota. Me dolía mirar.» Con motivo de una visita a su antigua ciudad, nos citamos en los alrededores de Gran Vía. Llevaba el brazo derecho en cabestrillo. Se había destrozado la mano de un puñetazo contra la pared. Sin embargo, su rostro transmitía calma. Como si el dolor le hubiese reconciliado consigo mismo, haciéndole un poco más sabio.
Adivinanza francesa: «¿Qué se obtiene estirando un ojo?». Respuesta: «Una larga vista». Lentamente, comenzó a compaginar su estricta convalecencia con paseos en moto por la ciudad de la luz. El camino hacia el hospital pasaba muy cerca del catafalco de Napoleón: «Prefiero ese paseo al que conduce desde los Campos Elíseos al Arco del Triunfo. Me recuerda que yo mismo voy sin remisión a Waterloo. Todos vamos allí, al encuentro con el destino». Su biblioteca hibernaba en algún guardamuebles remoto, pero de vez en cuando desenterraba algún hueso que roer: Max Aub, Pío Baroja, Maquiavelo (con las anotaciones de Napoleón). Acababa de cumplir 48 años. Su obra traspasaba fronteras, y un público cada vez más diverso visitaba sus exposiciones. Lisa Budin y él lo estaban celebrando en Lisboa, disfrazados de Betty Page y El Llanero Solitario.
Meses antes, subrayaba: «Hasta nuestros recuerdos están hechos de la luz del momento». Detrás de cada fotógrafo hay un místico que se nutre del manjar intangible. Digámoslo con Simone Weil: «No hay más que un defecto: carecer de la facultad de alimentarse de luz». Ahora bien, ese resplandor que rastrean por igual la atención del fotógrafo y la conciencia del místico puede engullirlos con la misma frialdad que la llama devora la mariposa. «Al dios supremo no hay quien se resista», cuenta Alix que canta Gardel. Ese dios supremo es sin duda el amor, del que sólo resulta sensato esperar lo imposible: la eternidad del encuentro. El autor de Moriremos mirando acababa de tatuarse en el pecho una suerte de plegaria: «Dios está cerca». De haber nacido en un periodo anterior —como Giacometti, a juicio de John Berger—, se habría decantado por el arte religioso. Roland Barthes explica por qué: «Lo que caracteriza a las sociedades llamadas avanzadas es que consumen imágenes y no ya, como antaño, creencias».
Los años que siguen podrían telegrafiarse: andar y desandar caminos, empaquetar y desempaquetar bibliotecas, embalar y desembalar cuadros, corregir el guión del próximo vídeo, rehacerlo hasta que hable de nosotros, de lo que hemos aprendido, de lo que hemos dejado escapar, de la «sustancia movediza e inaprensible», de todo, de nada. Y, a manera de bitácora, una espléndida serie de catálogos fotográficos y estuches audiovisuales que acreditan su inquebrantable vocación de editor: Cascorro Factory, El Canto de la Tripulación, Libros del Cuervo, No hay Penas, Cabeza de Chorlito…
V. EPÍLOGO EN FORMA DE EPÍSTOLA
En 1988, poco después de conocer a Susana Loureda, el mismo año en que te asociaste con Quico Rivas para inaugurar en Madrid un bar llamado La Mala Fama, Gilles Deleuze, autor de cabecera de Quico, grabó un programa de televisión en forma de alfabeto, en cada uno de cuyos capítulos meditaba durante cinco minutos acerca de una palabra. Según condición pactada, el resultado se emitiría a título póstumo, cosa que sucedió al cabo de siete años, tras el suicidio del filósofo. En el apartado E (Enfance), reflexionaba: «La memoria es una facultad que debe repeler el pasado en vez de convocarlo. Hace falta mucha memoria para repeler el pasado». Difícil imaginar un punto de vista más antagónico al de Valéry —«La memoria es el porvenir del pasado»—, quien en 1939, en su alocución con motivo del Centenario de la Fotografía, desgranaba un discurso de acuciante actualidad: «La visión fotográfica se expande en el mundo con extraña rapidez. Se asiste a una revisión de todos los valores del conocimiento visual. La manera de ver se modifica, mientras las costumbres mismas se resienten de una novedad que, del laboratorio, pasa inmediatamente a la práctica e introduce necesidades inéditas en la vida. Cada suceso de la existencia queda marcado con un cliché. Cada álbum nos pone entre las manos el retrato de un conjunto de amigos y también desconocidos, que han tenido una parte esencial o accidental en nuestra vida. La fotografía, en suma, ha instituido una verdadera ilustración del estado civil».
Pero tú me escribías de pronto desde Ginebra —«cuna del calvinismo, reina del aburrimiento»— y me hablabas de Frédérique Bangerter. Y yo recordaba a Godard —«Sólo se filma el pasado, es decir, lo que pasa, y son sales de plata las que fijan la luz»— y una frase que anotaste diez años atrás: «Sólo el amor salvará estas imágenes». Como has reconocido a menudo, el hilo conductor de tu inspiración es de naturaleza poética. Y del centro de esa naturaleza poética —que es también ética (ethos: «carácter»), en la medida en que implica una disposición moral, un arte de vivir—, irradia la figura que mejor expresa lo poético: el encuentro. «Nunca conocemos el camino. La magia de la vida es el encuentro».
«Poeta callejero con su rastro de bromuro de plata», te describió Calvo Serraller. A ese «estado nervioso» que denominas «trance», yo lo llamaría «estado de alerta poética». Seguro que suscribes las palabras de Joseph Brodsky, poeta e hijo de fotógrafo: «La mejor forma de evitar la sobrecarga de nuestro subconsciente consiste en hacer fotografías: la cámara es, por así decir, nuestro pararrayos… Claro, que no podemos estar siempre disparando fotos ni enfocando lo que nos rodea, además de sostener el equipaje, las bolsas de la compra y el brazo de nuestra pareja».
«Con Walker Evans, amé la soledad; con Richard Avedon, la desnudez; con Arnold Newman, la composición… Barthes, Sontag… No he sido capaz de terminar sus libros. Sin embargo, he pasado noches enteras mirando catálogos de Diane Arbus, de August Sander…» ¿Y entonces, qué? Hoy existen más razones que nunca para pensar que ser fotógrafo no es suficiente. El año 2001 lo expresaste de modo categórico: «Por instinto, estoy contra el sistema. Pero la política, ¡tierra, trágame! Tengo la sensación de que es una forma de imposición de unos seres sobre otros. Puedo comprender las luchas sociales, pero veo que los más idealistas acaban siendo manejados. Soy escéptico ante la política, aunque sé que no es posible permanecer al margen. Debemos estar a favor del ser humano, a favor de los desfavorecidos. Ésa es la única causa válida para mí. No vas a defender el absurdo y ofensivo derroche del mercado que ha envenenado el mundo».
Ahora que se inicia el largo bicentenario de la fotografía —nacida por etapas entre 1816 y 1826—; ahora que la imagen digital ha multiplicado exponencialmente el territorio de experimentación fotográfica; ahora que, como anunció Walter Benjamin, las pantallas se amplían en la misma medida en que se angosta nuestra visión de la realidad inmediata; ahora que sabemos que la fotografía es un camino sin fin, pues lo real, como enseñaba Machado, resulta inagotable para quien sabe mirarlo; ahora que nuestro viaje acaricia el fondo de la noche y, de acuerdo con el dicho socrático, los ojos del espíritu deberían compensar el declive de nuestras pupilas; ahora, querido Alberto, tanto si partes de nuevo a Lisboa, como si te diriges finalmente hacia Atenas, por favor, no dejes de prestar atención a la próxima curva.
REFERENCIAS
I. «En el filo de la navaja», expresión homérica (Ilíada, X, 173). Stendhal, Del amor (1822). García-Alix, «La verdad suele tener dos caras», correo electrónico, París, 29-10-03. Seferis, Días (1946-47). Arendt, respectivamente: La condición humana (1958), Entre el pasado y el futuro (1961), La vida del espíritu (1971). Dimou, La desgracia de ser griego. Aristóteles, Magna Moralia, 1213 a 20-24.
II. Quico Rivas, «El guion de una leyenda. Vida y milagros de Alberto García-Alix, fotógrafo» (Fotografías, La Cúpula, Madrid, 1986); «El guion de una leyenda. Segunda parte» (Fotografíes, Universitat de València, 1989); «El guion de una leyenda. Tercera entrega» (Los malheridos, los bien amados, los traidores, Universidades de Valencia y Salamanca, 1993); la trilogía fue reunida con el título de «Alberto García-Alix: El guion de una leyenda» en Quico Rivas, Cómo escribir de pintura sin que se note (Árdora Ediciones, 2011). Alberto García-Alix, Fotografías, 1977-1998, Círculo de Bellas Artes, Madrid (Tf Editores & La Fábrica, 1998), con textos de Ana Curra, Gonzalo García Pino, Borja Casani, Emilio Sola, Ray Loriga, Alberto García-Alix («Mi punto de vista»), Mireia Sentís y José Luis Gallero; «Hacer retratos es de alguna manera coleccionar cadáveres», Alberto García-Alix habla con Mireia Sentís y José Luis Gallero (La Fábrica, 2001), diálogo recopilado y ampliado en Conversaciones con fotógrafos (La Fábrica, 2010), donde figura el fragmento «Cuando yo desaparezca…»; «La fotografía da vida a los caídos», frase procedente de «A nadie le amarga un dulce», discurso de recepción del Premio Nacional de Fotografía 1999 (Alberto García-Alix, Moriremos mirando: textos completos, La Fábrica, 2008). Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 1155a, 4-5.
III. Alberto García-Alix, Color, 1978-1983 (Árdora Ediciones & Galería Moriarty, 1999); «Las palabras pueden ver lo que no ven los ojos», El País, 27-IX-06; «La única manera de no olvidar una lección…», Conversaciones con fotógrafos, op. cit. Blais Pascal: «¿Qué es el hombre? Un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo» (Pensamientos, 1670). Simone Weil: «¿Qué es lo que queda cuando se ha renunciado a toda dependencia exterior? ¿Tal vez nada? Esa es la verdadera renuncia a uno mismo. Yo soy nada. Yo soy todo» (Cuadernos, 1941). Napoleón, Reflexiones en Santa Elena (1815). Sófocles, Edipo en Colono, 139. Shakespeare, El rey Lear, III, IV (1604). Quevedo, verso del soneto «Retirado a la paz de estos desiertos» (1640). José Val del Omar (1904-1982), respectivamente: «Meridiano del color en España» (1959) y «Palpicolor» (1963), textos recogidos en Escritos de técnica, poética y mística (La Central, 2010) y Val del Omar sin fin (Diputación de Granada, 1992); existe edición en DVD de su Tríptico elemental de España (Cameo, 2010). Xavier Zubiri, «¿Qué es saber?» (Cruz y Raya, 1935). Garrido, «El hombre que amaba a las mujeres», en Llorando a aquella que creyó amarme, Alberto García-Alix (La Fábrica, 2002).
IV. Alberto García-Alix, «En París vislumbré mi propio Gólgota», De donde no se vuelve, guion reproducido en Moriremos mirando, op. cit.; «Prefiero este paseo», correo electrónico, París, 14-4-04; «Hasta nuestros recuerdos…», Conversaciones con fotógrafos, op. cit; alusión a Gardel: correo electrónico, París, 26-4-04. Simone Weil, Cuadernos (1941). John Berger, «Giacometti» (1966), incluido en Mirar. Barthes, La cámara lúcida (1979).
V. Paul Valéry, «La memoria…», Cuadernos (1936). Alberto García-Alix, «Con Walker Evans…», extraído de «A nadie le amarga un dulce», op. cit.; «Sólo el amor», correo electrónico, París, 11-6-03; «Nunca conocemos el camino», Alberto García-Alix habla con Mireia Sentís y José Luis Gallero, op. cit; ídem para la frase sobre el trance («Soy miope, lo cual me obliga a concentrarme muchísimo en el foco y la composición, y eso me produce un estado nervioso al que llamo trance»), así como para la mención «Ser fotógrafo no es suficiente»; «¿La política?», Conversaciones con fotógrafos, op. cit. Godard, Historia(s) del cine (1998). Calvo Serraller, «Disparos en la oscuridad», Alberto García-Alix (Photobolsillo, La Fábrica, 2001). Brodsky, «Un lugar como cualquier otro» (1986), incluido en El dolor y la razón. Las referencias a Benjamin («La visión de la realidad inmediata se ha convertido en una orquídea en la tierra de la tecnología») y Antonio Machado («Sólo el objeto real, inagotable para quien sepa mirarlo, puede interesarnos en fotografía») remiten a dos textos que vieron la luz en el oscuro año de 1936: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y Juan de Mairena. Dicho socrático: «La vista del entendimiento empieza a ver agudamente conforme la de los ojos comienza a perder su fuerza» (Platón, Banquete, 219 a). «Nuestro viaje acaricia el fondo de la noche»: paráfrasis del título de la novela de Louis Ferdinand Céline, Viaje al fondo de la noche (1932), lectura iniciática de García-Alix.