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Fernando Pessoa (1888–1935)

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«Lo que realmente sobrevive de todos nosotros —artistas grandes o pequeños— son fragmentos», escribió un año antes de su muerte. Al cumplirse ocho décadas exactas de la misma (30-XI-1935), el caudaloso relicto de cuadernos y papeles procedentes de su célebre baúl garantiza un incesante encuentro póstumo con Pessoa, malogrando de paso cualquier tentativa de inventario definitivo de su obra.

Si para un temperamento como el de Simone Weil —tan similar, en algunos aspectos, al suyo—, el fragmento, el apunte o la nota constituyen una suerte de palanca de iluminación, para el portugués representan el registro de «ciertos momentos muy claros de meditación». El paralelismo entre la pensadora y el poeta no es en absoluto caprichoso. Precisamente en tierras lusitanas, y precisamente el mismo año del fallecimiento de Pessoa, Weil experimenta el primero de sus trances: «En 1935, con el alma hecha pedazos y en unas condiciones físicas miserables, llegué a un pequeño pueblo portugués, igualmente miserable, sola, de noche, bajo la luna llena, el día de la fiesta patronal. Las mujeres de los pescadores portaban cirios y entonaban cánticos de una tristeza desgarradora. Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo era la religión de los esclavos, y yo entre ellos». Pessoa, quien, recordemos, era hijo de un crítico musical, señalaba en 1928: «El fado expresa el cansancio del alma, la mirada de desprecio de Portugal al dios en quien creía y que también lo abandonó».

El casto Pessoa y la ascética Weil comparten el propósito implacable de anulación del yo y humillación del intelecto que distingue a los contemplativos. Y, sin embargo, pocas personalidades tan ambiciosas. «Sólo la perfección es suficiente», advierte Weil. «Obtener menos que todo no es digno de las almas que buscan la verdad», observa Pessoa. Ambos acceden a Dios dándole la espalda. Hermanos de la misma orden, participan de idéntica disposición espiritual, de idéntica indisposición física.

La educación sentimental de Pessoa, su libro de estilo, su perspectiva filosófica, pueden condensarse, sin recurrir a otras palabras que las suyas, en un puñado de fórmulas, la primera de las cuales coincide con una famosa tesis de Freud: «En el subconsciente, cada uno de nosotros se halla perfectamente convencido de su inmortalidad» (1915).

«Todos sabemos que moriremos; todos sentimos que no moriremos. No es precisamente un deseo, ni una esperanza, lo que nos conduce a esa visión oscura de que la muerte es un malentendido, sino un raciocinio hecho con las entrañas».

«El Arte vive en la misma calle que la Vida, aunque en un sitio diferente; el Arte, que alivia de la Vida sin aliviar de vivir».

«En materias donde lo fundamental es la precisión, ser vago es lo mismo que mentir».

«La única aristocracia es nunca tocar. No acercarse. Allí donde haya “ocasión de…”, se colocará la estatua de la renuncia. No toquemos la vida ni con la punta de los dedos. No amemos ni con el pensamiento. Ganamos aquello de lo que abdicamos. Poseer es perder».

«Conocerse es errar, y el oráculo que dijo “Conócete” propuso un trabajo mayor que los de Hércules y un enigma más oscuro que el de la Esfinge. Desconocerse de manera consciente, he ahí el camino».

«Toda forma de vida consiste en el equilibrio de dos fuerzas: integración y desintegración. Ese perpetuo antagonismo produce lo que llamamos vida. Pero, para que la vida perdure, es necesario que ninguna fuerza supere a la otra. La vida es la única batalla donde la victoria consiste en que no haya victoria alguna».

En un texto de 1926, articula su teoría del aforismo y bosqueja un pequeño tratado del género, ilustrado con un breve florilegio. «Debido a la doble naturaleza humana —discurre—, se engendran preceptos de doble naturaleza: unos tienen por objeto formar al hombre moral; otros, educar su egoísmo. El precepto siempre cuenta con la existencia de la otra naturaleza del ser humano. El precepto de índole moral o práctica está en un punto intermedio entre el Sermón de la montaña y el Manual del perfecto granuja». Además de otras gemas, recoge este refrán portugués: «Lo que no tiene remedio, remediado está».

Como la de todos los clásicos, la obra de Pessoa ha sido objeto predilecto de saqueo, presa fácil de recopiladores de citas, cuya perezosa cosecha etiquetan con el epígrafe impostado de aforismos. Como si el aforismo no exigiese de su autor una rigurosa voluntad de autonomía. Sin embargo, cuando Nicanor Parra incluye entre sus Artefactos el enunciado «Todas las cartas de amor son ridículas. Si no fuesen ridículas, no serían cartas de amor», convierte los versos de Pessoa en aforismo o, si se quiere, en frase proverbial. Hasta se diría que el propio Pessoa participa del juego cuando transmite la sentencia de uno de sus heterónimos, Ricardo Reis, por intermedio de otro, Álvaro de Campos: «Odio la mentira, porque es inexacta». No debería extrañar, pues, esa captura indiscriminada en los ricos caladeros de Pessoa. Su diáfana prosa está sembrada de máximas latentes. «Milimetrista del pensamiento», conoce con precisión la «matemática interna» de la paradoja, quintaesencia del género aforístico. Seis ejemplos al azar:

«Si el corazón pudiese pensar, se detendría».

«Sólo los individuos superficiales tienen convicciones profundas».

«Sólo hay dos formas de tener razón. Una es callarse. La otra, contradecirse».

«Si te resulta imposible vivir solo, has nacido esclavo».

«La concisión es la lujuria del pensamiento».

«Ya que todo estoicismo no pasa de ser un severo epicureísmo, deseo en lo posible hacer que mi desgracia me divierta».

Su imagen de la felicidad es la de un niño que recoge conchas en la playa. Su anhelo más íntimo —«En la rotación de los seres, ser al menos un fulgor momentáneo»—, lo alcanzó con creces. «Semihelenista autodidacta», lector de Kant y Baudelaire, traductor de Quevedo y Coleridge, traducido, a su vez, por Celan y Paz, barajó, al frisar los 30, la posibilidad de nacionalizarse inglés. También estuvo tentado de abrir en Lisboa un gabinete de astrología. Y de ingresar en una clínica psiquiátrica. En medio de tales dilemas, compuso el Libro del desasosiego, una obra maestra inacabada del autoanálisis: «He creado varias personalidades en mí. Creo personalidades constantemente. Cada uno de nosotros es varios, muchos, una prolijidad de sí mismos. En la vasta colonia de nuestro ser, hay gente de muchas especies, pensando y sintiendo de manera diferente. ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? Soy el padre, la madre, los hijos, los primos, la criada y el primo de la criada, al mismo tiempo y todo junto».

Cuando describe a Poe, se autorretrata: «Lo más destacable de su compleja personalidad es la yuxtaposición, más que la fusión, de una imaginación rayana en la locura y de un raciocinio lúcido y frío». Cuando reflexiona sobre sí mismo —«Soy dos, y ambos mantienen la distancia»—, podría estar refiriéndose a Poe. Tanto el bostoniano como el lisboeta recibieron una distinguida educación inglesa. Y hay un consejo del segundo que podría haber servido de divisa al primero: «Si un hombre escribe bien sólo a condición de emborracharse, le diré: emborráchate».

Huérfano de padre, vivió de los ocho a los 17 años en Sudáfrica, junto a su madre y su padrastro. De regreso a Lisboa, no abandonó la ciudad hasta su muerte, causada por un cólico hepático. Dejó un cofre repleto de manuscritos y cuadernos. Fue poeta y metafísico: «El poeta es un fingidor. / Finge de modo tan completo / que incluso finge que es dolor / el dolor que en verdad siente».

Pessoa (13-I-1935): «Nunca me he propuesto ser Maestro, porque no sé enseñar ni sé si debería enseñar… No creo en la comunicación directa con Dios, pero, según nuestro refinamiento espiritual, podemos establecer comunicación con seres cada vez más altos».

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Casais Monteiro (1946): «La obra de Pessoa no sirve de modelo, no enseña ni a gobernar ni a ser gobernado. Sirve exactamente para lo contrario: para indisciplinar los espíritus».

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Octavio Paz (1962, extracto): «Su secreto está escrito en su nombre: Pessoa quiere decir “persona” en portugués, y procede del latín persona, "máscara de actor". Máscara: Pessoa. Su historia podría reducirse al tránsito entre la irrealidad de su vida cotidiana y la realidad de sus ficciones. Estas ficciones son los poetas Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis y, sobre todo, el mismo Fernando Pessoa. No es inútil recordar los hechos más sobresalientes de su vida, a condición de saber que se trata de las huellas de una sombra. El verdadero Pessoa es otro… Humorista que nunca sonríe y nos hiela la sangre, inventor de otros poetas y destructor de sí mismo, autor de paradojas claras como el agua y, como ella, vertiginosas, taciturno fantasma del mediodía portugués, ¿quién es Pessoa? Pierre Hourcade, que lo conoció al final de su vida, escribe: “Al despedirme, nunca me atreví a volver la cara; tenía miedo de verlo desvanecerse”. Su vida pública, de alguna manera hay que llamarla, transcurre en la penumbra. Como todos los grandes perezosos, se pasa la vida haciendo catálogos de obras que nunca escribirá; y según les ocurre también a los abúlicos, todos los días escribe un poema, un artículo, una reflexión. El tema de la enajenación y de la búsqueda de sí es algo más que un tema: es la sustancia de su obra.

Todo empieza el 8 de marzo de 1914. Pero es mejor transcribir un fragmento de una carta de Pessoa a uno de los jóvenes de Presença, Adolfo Casais Monteiro: “Un día, cuando finalmente había desistido —fue el 8 de marzo de 1914—, me acerqué a una cómoda alta y, tomando un manojo de papeles, comencé a escribir de pie, como escribo siempre que puedo. Y escribí treinta y tantos poemas seguidos, en una suerte de éxtasis cuya naturaleza me resultaba imposible definir. Fue el día triunfal de mi vida y nunca tendré otro igual. Empecé con un título, El guardián de rebaños. Y lo que siguió fue la aparición de alguien en mí, al que inmediatamente llamé Alberto Caeiro. Perdóneme lo absurdo de la frase: en mí apareció mi maestro. Esa fue la sensación inmediata que tuve. Y tanto fue así que, apenas escritos los treinta poemas, escribí, también sin parar, Lluvia oblicua, de Fernando Pessoa… Fue el regreso de Fernando Pessoa-Alberto Caeiro a Fernando Pessoa a secas. O mejor: fue la reacción de Fernando Pessoa contra su inexistencia como Alberto Caeiro… Aparecido Caeiro, traté de descubrirle, inconsciente e instintivamente, unos discípulos. Arranqué de su falso paganismo al Ricardo Reis latente, y lo ajusté a sí mismo… Y de pronto, derivación opuesta de Reis, surgió impetuosamente otro individuo. De un trazo, sin interrupción ni enmienda, brotó la Oda triunfal, de Álvaro de Campos». No sé qué podría agregarse a esta confesión…

Los heterónimos están rodeados de una masa fluida de semiseres: el barón de Teive, Jean Seul, Bernardo Soares, Vicente Guedes, Pacheco… No todos son escritores: hay un Mr. Cross, infatigable participante en los concursos de crucigramas de las revistas inglesas, Alexander Search y otros. Como toda creación, esos poetas nacieron de un juego. Escribimos para ser lo que somos o para ser aquello que no somos. En uno u otro caso, nos buscamos a nosotros mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos, descubriremos que somos un desconocido… Gérard de Nerval es el pseudónimo de Gérard Labrunie: la misma persona y la misma obra; Caeiro es un heterónimo de Pessoa: imposible confundirlos. Más próximo, el caso de Antonio Machado es también diferente. Abel Martín y Juan de Mairena no son enteramente el poeta Antonio Machado. Son máscaras, pero máscaras transparentes: un texto de Machado no es distinto a uno de Mairena…

Los escritos en prosa pueden dividirse en dos grandes categorías: los firmados con su nombre y los de sus pseudónimos, principalmente el barón de Teive, aristócrata venido a menos, y Bernardo Soares, “empleado de comercio”. En varios pasajes, Pessoa subraya que no son heterónimos: “Ambos escriben con un estilo que, bueno o malo, es el mío”. Pessoa se bifurca como un delta. El yo es un obstáculo, es el obstáculo. El poeta sabe ya que no tiene identidad. Zarpa de sí mismo. Pessoa o la inminencia de lo desconocido».

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Jorge de Sena (1962): «Todo en el Libro del desasosiego es fragmentario, aunque del mayor interés; todo es de fecha imprecisa o de ordenación insegura; gran parte de los originales son de lectura dificilísima. Se trata de una gran aventura en el plano de la crítica textual».

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Alejandra Pizarnik (1966): «Precaria por su carencia de sucesos memorables o insólitos es la biografía de Pessoa. De su vida sentimental sólo se conocen unos amores fugaces con una muchacha a la cual escribe en la carta de ruptura que su destino “pertenece a otra ley”. Estas palabras, o el imposible que revelan, no dejan de evocar a Kierkegaard y a Kafka. Pero, por honrosas que sean, es preferible no establecer comparaciones, pues el caso de Pessoa es único en la historia de la literatura».

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Roman Jakobson (1968): «Pessoa exige ser incluido en la lista de los grandes artistas nacidos en el curso de los años 1880, junto a Stravinski, Picasso, Joyce, Braque, Jlébnikov, Le Corbusier. Todos los rasgos de este gran equipo de artistas aparecen condensados en el poeta portugués… Se recordará su aversión por las cosas literarias “que no contienen una fundamental idea metafísica, es decir, por las que no pasa una especie de viento, una noción de la gravedad y del misterio de la vida”».

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Andrea Zanzotto (1977): «El caso de Pessoa es tan complejo que ofrece las más impensables referencias para una meditación general sobre el significado de la literatura, de la poesía, de la lengua misma».

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Torrente Ballester (1981): «Lo leí por primera vez hacia 1964, con evidente retraso. Mi información siempre fue mala, incluso para lo extraordinario. Comprendí repentinamente que entre aquel poeta y yo existían algunas afinidades de pensamiento y de sensibilidad, además de ser ambos géminis; o, dicho más modestamente, descubrí que Pessoa había pensado, bastantes años antes, lo que a mí me hubiera gustado pensar unos años después».

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Ángel Crespo (1984): «Hay una correspondencia entre el estado fragmentario de la personalidad del poeta y su imposibilidad de escribir otra cosa que fragmentos. Pessoa murió sin haber publicado y, lo que es peor, sin haber pasado a limpio la inmensa mayoría de sus fragmentos. Su dolor —factor al que Wittgenstein atribuye gran importancia como causa de los lenguajes secretos— le inclina a crear un lenguaje casi privado, que tiene algo del juego de solitarios; y Pessoa se refiere precisamente al Libro del desasosiego como a un juego de solitarios».

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Antonio Tabucchi (1986): «El Libro del desasosiego: grandiosa miscelánea hecha de diario íntimo, reflexiones, apuntes, impresiones, meditaciones. Un libro que es un “libro proyecto”, puesto que en cuanto proyecto ocupó más de veinte años de la vida de Pessoa, y en su estado de proyecto lo hemos recibido del arca que durante casi cincuenta años lo ha custodiado inédito. Una extraña obra abierta, y también un libro más “nuestro” que los demás, porque es un libro que ha sido hecho, construido, por la posteridad… Con Soares, la ciudad de Lisboa entra señaladamente en la literatura de nuestro siglo, como la Praga de Kafka, la Dublín de Joyce y la Buenos Aires de Borges».

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César Antonio Molina (1990): «Leyendo muchas de las páginas del Libro del desasosiego se acrecientan las características dispares que chocan en nuestro poeta: el conflicto entre depresión, histeria y fenómenos de médium, por un lado, y su espíritu de lucidez, lógica y precisión científica, por otro».

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Antonio Colinas (1990): «Fernando Pessoa es un literato, pero también, en muchas zonas de su obra, un sabio, un ser que, tan temprana como inexplicablemente, reúne un saber esencial y de una marcada intemporalidad. Hay en su pensamiento un afán de unidad y, en consecuencia, de fundir los contrarios. Es también evidentísima su afición a la paradoja y al aforismo. En sus poemas escuchamos la voz de un místico. Pero de un místico a la manera de los orientales: sin dioses. ¿Se diluye y pierde el místico a causa del literato de excepción que se dio en él? ¿O fueron simplemente los fracasos económicos, el alcohol y la dictadura de Salazar los golpes de la vida que evitaron esa armonía que había florecido en los poemas de sus 26 años?».

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George Steiner (1996): «Es poco frecuente que un país y un idioma ganen cuatro grandes poetas en un solo día. Pero eso es precisamente lo que sucedió en Lisboa el 8 de marzo de 1914… La fisión de una cuádruple incandescencia. Todavía constituye uno de los fenómenos más notables de la historia de la literatura… Rimbaud proclamó al instaurar la modernidad: “Je' est un autre” (Yo es otro). Sin embargo, el caso Pessoa es sui generis. No tiene paralelo cercano, no sólo por su estructura de cuarteto, sino por la diferencia abismal entre las cuatro voces».

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Jean-Luc Godard (1997): «El aforismo no es el pensamiento, sino la huella del pensamiento. Pessoa, que me gusta mucho, es muy negro».

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Richard Zenith (1999): «Más epicúreo que estoico, no sólo soporta el dolor, sino que también lo explora».

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Pablo d’Ors (2001): «Pessoa exacerba el problema de la doble personalidad, convirtiéndolo en un problema de personalidad múltiple. ¡Ay, si sólo fuéramos dos!, parece decir el poeta en la nostalgia de aquella esquizofrenia simple, tan benévola… Descomposición del autor, que se fracciona en varios, y descomposición de la obra, pues escribe retazos y fragmentos».

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Jose Saramago (2008): «Nunca llegó a tener verdaderamente la certeza de quién era, pero esa duda hace que nosotros vayamos consiguiendo saber un poco más quiénes somos».

 

Libro del desasosiego
(1912–1935; editado en 1982)

Al final de este día queda lo que quedó de ayer y quedará de mañana: el ansia insaciable e innúmera de ser siempre el mismo y otro. (21)

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Cultivo el odio a la acción como una flor de estufa. Me alabo a mí mismo por mi clarividencia de la vida. (82)

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Todo placer es un vicio, porque buscar el placer es lo que todos hacen en la vida, y el único vicio negro es hacer lo que todo el mundo hace. (395)

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El hombre no debe ver su propia cara. Eso es lo más terrible que hay. La naturaleza le ha concedido el don de no poder verla, así como el de no poder mirar sus propios ojos. Sólo en el agua de los ríos y de los lagos podía mirar su rostro. E incluso la postura que tenía que adoptar era simbólica. Tenía que inclinarse, que rebajarse para cometer la ignominia de verse. El creador del espejo envenenó al alma humana. (402)

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Dar buenos consejos es insultar a la facultad de equivocarse que Dios ha concedido a los demás. Y, sobre todo, los actos ajenos deben tener la ventaja de no ser también nuestros. Sólo es comprensible que se pida consejo a los otros para saber, al actuar de modo contrario, que somos precisamente nosotros y muy en desacuerdo con el Otraje. (411)

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Ser lúcido es estar indispuesto consigo mismo. El legítimo estado de espíritu que se corresponde con el mirar hacia dentro es el de quien mira nervios e indecisiones. (412)

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Incluso pensar es hacer. Sólo en el devaneo absoluto, donde nada activo interviene, donde por fin hasta nuestra conciencia de nosotros mismos se atolla en un lodazal, sólo ahí, en ese tibio y húmedo no ser, la abdicación de la acción se logra de manera competente. No querer comprender, no analizar. Verse como a la naturaleza; mirar sus impresiones como un paisaje: eso es la sabiduría. (420)

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Letanía. No nos realizamos nunca. Somos un abismo que se dirige hacia otro abismo —un pozo que mira al cielo. (421)

 

Miscelánea

Sé plural como el universo. (Páginas íntimas, 1915)

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Sentir es crear. (“Aforismos sensacionistas”, 1916)

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La lucidez sólo debe llegar a la entrada del alma. En las propias antecámaras del sentimiento, está prohibido ser explícito. (“Aforismos sensacionistas”, 1916)

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Aunque una empresa sea unipersonal, siempre se beneficia si habla en plural. (“Aforismos, preceptos y consideraciones varias”, 1926)

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Ha caído sobre nosotros la más profunda y mortal de las sequías de los siglos: la del conocimiento íntimo de la vacuidad de todos los esfuerzos y de la vanidad de todos los propósitos. (La educación del estoico, 1928)

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El conflicto que nos quema el alma, lo expresó Antero de Quental mejor que ningún otro poeta, porque tenía tanto sentimiento como inteligencia. Es el conflicto entre la necesidad emotiva de la creencia y la imposibilidad intelectual de creer. (La educación del estoico, 1928)

 
Imágenes:
Grafiti hecho a partir del retrato más famoso de Pessoa. © P3 Cultura del diario Público de Portugal.
Pessoa jugando al ajedrez con el escritor y místico inglés Aleister Crowley, circa 1930.
Cubierta del Libro del desasosiego, nueva edición corregida y ampliada (Acantilado, 2002).