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¡Que paguen los ricos!
La fiscalidad progresiva supone una importante declaración de principios, esa es la idea principal que Linda McQuaig y Neil Brooks sostienen en su libro El problema de los super-millonarios (Capitán Swing, 2014). Los autores —ella columnista y periodista de investigación y él director del Programa de Licenciatura en Tributación de la Osgood Hall Law School de la Universidad de York, en Toronto— centran su propuesta de reforma fiscal en el caso inglés, así que los datos que manejan, sin dejar de ser de interés, resultan no irrelevantes para el caso español, pero sí superfluos. Ahora bien, el ideario y las razones que amparan sus propuestas son absolutamente válidos para (re)pensar el sistema fiscal español, pero sobre todo, las razones de la desigualdad (y sus consecuencias).
“Gracias a sus bien financiados think tanks y su control de los medios, los supermillonarios han impuesto el ‘credo social que celebra la ambición y la codicia personal’”.
La cosa es bien sencilla, hace unos treinta años que se comenzó el experimento neoliberal y, desde entonces, los superricos han ido acaparando cada vez más poder y riquezas y ello ha provocado la aparición de una nueva plutocracia, esto es: países gobernados en la práctica por los más ricos. Así, “quienes más ganan se las han arreglado para modelar la agenda política […], utilizando su influencia para imponer leyes […] que favorecen sus propios intereses”. Su principal logro no ha sido, como se piensa, crear riqueza (o trabajos, como ellos mismos sostienen), sino desviar tales riquezas hacia sí, gracias al rentismo parasitario o rent-seeking. Pero no solo eso, sino que lo más preocupante ha sido su capacidad para imponer, gracias a sus bien financiados think tanks y su control de los medios, una idea: el “credo social que celebra la ambición y la codicia personal”. Un ideario para el que, entre muchas otras cosas, la destrucción del planeta y la lucha contra el cambio climático no se cuentan entre sus intereses. Así, el problema al que se ha de hacer frente (y la base de este libro) no solo es de números (cuánto deben pagar los ricos y cómo hacerlo), que también, sino de revertir “esa mentalidad que se ha instalado en la cultura contemporánea y que está fundamentada en la ideología neoliberal”, pues la desigualdad extrema no solo radica en el exceso de poder de la élite, “sino en el déficit de poder del ciudadano de a pie”. Esta carencia provoca que el ciudadano tenga la sensación de que es inútil tratar de cambiar las cosas, y ello fuerza a que se desentienda de la política, dejando todo el campo libre para los plutócratas. Lo decía Aristóteles: “cuando un poder político se posee porque se posee poder económico o riqueza […] estamos ante un gobierno oligárquico, y cuando la clase no propietaria tiene el poder, ante un gobierno democrático”.
La propuesta de fiscalidad progresiva de McQuaig y Brooks se fundamenta en algo muy básico: los supermillonarios no merecen sus fortunas, sino apenas una parte (lo cual, por supuesto, no significa que no tengan derecho legal a ella). Pero ha de quedar bien claro que estas fortunas son una mezcla de suerte, oportunismo, falta de escrúpulos y, lo más importante: de la utilización del “legado del conocimiento” del pasado. Y es que las invenciones solo ocurren cuando “se ha reunido un corpus de evidencias científicas suficiente para que el descubrimiento resulte casi obvio, al menos para los expertos estrechamente involucrados en ese campo”. Dicho de otra manera: el ordenador personal se habría desarrollado con Bill Gates o sin él. De hecho, nos dicen los autores, “es posible que sin Gates la revolución informática hubiera discurrido por caminos menos comerciales”. John Stuart Mill llamaba a este tipo de ganancias “beneficios indebidos” y luchó toda su vida para que se reconociera el importante papel que juega la sociedad en los ingresos individuales. Gracias a una alta tributación aplicada a esas enormes fortunas como la de Gates, opinan McQuaig y Brooks, se conseguiría una justa compensación a la sociedad, de la que el individuo se ha beneficiado. E inciden: no se trata de redistribuir la riqueza, sino de que hay una legitimidad moral en los impuestos, para defender lo que el economista francés del siglo XVIII Jacques Turgot denominó como “tesoro común”.
“Los impuestos altos y la regulación estatal no solo no detienen el crecimiento económico sino que lo fomentan”
Nos recuerdan los autores que los ricos no siempre tuvieron esta posición dominante de la que gozan hoy, pues en la así conocida como “época dorada del capitalismo” (1940-1980) vieron reducida notablemente su hegemonía “a causa de los impuestos progresivos, la regulación estatal y el fortalecimiento de los trabajadores”. Y la bonanza generalizada de esta época (no en vano en ella surge el Estado del Bienestar) demuestra, además, que los impuestos altos y la regulación estatal no solo no detienen el crecimiento económico sino que lo fomentan. Para retomar esa senda perdida de igualdad y democracia es fundamental tener el control de los recursos económicos. Ello garantiza la libertad y el empoderamiento de la sociedad. Pues no se olvide que el sistema fiscal es el fundamento mismo de la democracia, ya que consiste en recaudar dinero de forma colectiva para luego decidir también colectivamente en qué gastarlo. No queremos la caridad de los ricos y sus donaciones (y que decidan ellos adónde irá a parar ese dinero), lo que queremos, dicen McQuaig y Brooks, es que se recaude a través del sistema tributario y que sean los ciudadanos quienes decidan a donde irá a parar ese dinero. Lo dijo Adam Smith, ese economista al que tan interesadamente mentan los liberales. Que “cualquier impuesto […] es para el que paga, un emblema, no de servidumbre, sino de libertad”.
Decíamos antes que la batalla contra los supermillonarios no es solo de números, antes bien es un batalla ideológica: se ha denunciar la teoría de la elección pública, que sostiene que todos los participantes en los procesos políticos actúan en su propio interés, porque esto no es verdad, no puede ser verdad. Tenemos que pensar más en Polanyi y su idea de que el bienestar de los individuos “depende en gran medida de sus relaciones sociales, así como de la conservación y la viabilidad de sus comunidades”. Se ha de reforzar la idea de comunidad y una forma muy convincente de hacerlo es mandándoles un mensaje a los hiperricos: Vds. son unos egoístas extremos y unos seres profundamente antisociales, no son héroes ni líderes, ni son dignos de admiración, más bien al contrario. Por eso es justo que devuelvan a la sociedad lo que tomaron de ella. Se trata de volver a construir un concepto fuerte de sociedad, en tanto que comunidad, y dejar bien clara la idea de que los impuestos son una expresión de ciudadanía.
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¡Que paguen los ricos!
La fiscalidad progresiva supone una importante declaración de principios, esa es la idea principal que Linda McQuaig y Neil Brooks sostienen en su libro El problema de los super-millonarios (Capitán Swing, 2014). Los autores —ella columnista y periodista de investigación y él director del Programa de Licenciatura en Tributación de la Osgood Hall Law School de la Universidad de York, en Toronto— centran su propuesta de reforma fiscal en el caso inglés, así que los datos que manejan, sin dejar de ser de interés, resultan no irrelevantes para el caso español, pero sí superfluos. Ahora bien, el ideario y las razones que amparan sus propuestas son absolutamente válidos para (re)pensar el sistema fiscal español, pero sobre todo, las razones de la desigualdad (y sus consecuencias).
“Gracias a sus bien financiados think tanks y su control de los medios, los supermillonarios han impuesto el ‘credo social que celebra la ambición y la codicia personal’”.
La cosa es bien sencilla, hace unos treinta años que se comenzó el experimento neoliberal y, desde entonces, los superricos han ido acaparando cada vez más poder y riquezas y ello ha provocado la aparición de una nueva plutocracia, esto es: países gobernados en la práctica por los más ricos. Así, “quienes más ganan se las han arreglado para modelar la agenda política […], utilizando su influencia para imponer leyes […] que favorecen sus propios intereses”. Su principal logro no ha sido, como se piensa, crear riqueza (o trabajos, como ellos mismos sostienen), sino desviar tales riquezas hacia sí, gracias al rentismo parasitario o rent-seeking. Pero no solo eso, sino que lo más preocupante ha sido su capacidad para imponer, gracias a sus bien financiados think tanks y su control de los medios, una idea: el “credo social que celebra la ambición y la codicia personal”. Un ideario para el que, entre muchas otras cosas, la destrucción del planeta y la lucha contra el cambio climático no se cuentan entre sus intereses. Así, el problema al que se ha de hacer frente (y la base de este libro) no solo es de números (cuánto deben pagar los ricos y cómo hacerlo), que también, sino de revertir “esa mentalidad que se ha instalado en la cultura contemporánea y que está fundamentada en la ideología neoliberal”, pues la desigualdad extrema no solo radica en el exceso de poder de la élite, “sino en el déficit de poder del ciudadano de a pie”. Esta carencia provoca que el ciudadano tenga la sensación de que es inútil tratar de cambiar las cosas, y ello fuerza a que se desentienda de la política, dejando todo el campo libre para los plutócratas. Lo decía Aristóteles: “cuando un poder político se posee porque se posee poder económico o riqueza […] estamos ante un gobierno oligárquico, y cuando la clase no propietaria tiene el poder, ante un gobierno democrático”.
La propuesta de fiscalidad progresiva de McQuaig y Brooks se fundamenta en algo muy básico: los supermillonarios no merecen sus fortunas, sino apenas una parte (lo cual, por supuesto, no significa que no tengan derecho legal a ella). Pero ha de quedar bien claro que estas fortunas son una mezcla de suerte, oportunismo, falta de escrúpulos y, lo más importante: de la utilización del “legado del conocimiento” del pasado. Y es que las invenciones solo ocurren cuando “se ha reunido un corpus de evidencias científicas suficiente para que el descubrimiento resulte casi obvio, al menos para los expertos estrechamente involucrados en ese campo”. Dicho de otra manera: el ordenador personal se habría desarrollado con Bill Gates o sin él. De hecho, nos dicen los autores, “es posible que sin Gates la revolución informática hubiera discurrido por caminos menos comerciales”. John Stuart Mill llamaba a este tipo de ganancias “beneficios indebidos” y luchó toda su vida para que se reconociera el importante papel que juega la sociedad en los ingresos individuales. Gracias a una alta tributación aplicada a esas enormes fortunas como la de Gates, opinan McQuaig y Brooks, se conseguiría una justa compensación a la sociedad, de la que el individuo se ha beneficiado. E inciden: no se trata de redistribuir la riqueza, sino de que hay una legitimidad moral en los impuestos, para defender lo que el economista francés del siglo XVIII Jacques Turgot denominó como “tesoro común”.
“Los impuestos altos y la regulación estatal no solo no detienen el crecimiento económico sino que lo fomentan”
Nos recuerdan los autores que los ricos no siempre tuvieron esta posición dominante de la que gozan hoy, pues en la así conocida como “época dorada del capitalismo” (1940-1980) vieron reducida notablemente su hegemonía “a causa de los impuestos progresivos, la regulación estatal y el fortalecimiento de los trabajadores”. Y la bonanza generalizada de esta época (no en vano en ella surge el Estado del Bienestar) demuestra, además, que los impuestos altos y la regulación estatal no solo no detienen el crecimiento económico sino que lo fomentan. Para retomar esa senda perdida de igualdad y democracia es fundamental tener el control de los recursos económicos. Ello garantiza la libertad y el empoderamiento de la sociedad. Pues no se olvide que el sistema fiscal es el fundamento mismo de la democracia, ya que consiste en recaudar dinero de forma colectiva para luego decidir también colectivamente en qué gastarlo. No queremos la caridad de los ricos y sus donaciones (y que decidan ellos adónde irá a parar ese dinero), lo que queremos, dicen McQuaig y Brooks, es que se recaude a través del sistema tributario y que sean los ciudadanos quienes decidan a donde irá a parar ese dinero. Lo dijo Adam Smith, ese economista al que tan interesadamente mentan los liberales. Que “cualquier impuesto […] es para el que paga, un emblema, no de servidumbre, sino de libertad”.
Decíamos antes que la batalla contra los supermillonarios no es solo de números, antes bien es un batalla ideológica: se ha denunciar la teoría de la elección pública, que sostiene que todos los participantes en los procesos políticos actúan en su propio interés, porque esto no es verdad, no puede ser verdad. Tenemos que pensar más en Polanyi y su idea de que el bienestar de los individuos “depende en gran medida de sus relaciones sociales, así como de la conservación y la viabilidad de sus comunidades”. Se ha de reforzar la idea de comunidad y una forma muy convincente de hacerlo es mandándoles un mensaje a los hiperricos: Vds. son unos egoístas extremos y unos seres profundamente antisociales, no son héroes ni líderes, ni son dignos de admiración, más bien al contrario. Por eso es justo que devuelvan a la sociedad lo que tomaron de ella. Se trata de volver a construir un concepto fuerte de sociedad, en tanto que comunidad, y dejar bien clara la idea de que los impuestos son una expresión de ciudadanía.
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