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Primera decapitación en Roma

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Quizás haya sido por la deuda histórica de no haber promovido ninguna verdadera revolución a lo largo de los siglos, o quizás por un repentino afán de libertad, pero Roma acaba de cortar su primera cabeza en la encarnizada lucha para contar con un alcalde decente. Crecida en la abundancia y acostumbrada a ser la capital de un imperio, de una fe, de un reino y de una república (en orden cronológico de acumulación) y reacia por lo tanto a las sublevaciones populares, Roma siempre se había mantenido a la espera. Las guerras de independencia que llevaron a la unidad de Italia empezaron en Piamonte, e incluso la marcha sobre Roma del 28 de octubre de 1924, que llevó a Benito Mussolini al poder e inauguró la “revolución fascista”, fue pactada con el rey Víctor Manuel III. Este retraso histórico ha producido un anhelo de acción directa perfectamente comprensible. Sólo hay un problema: Roma acaba de decapitar la cabeza equivocada.

El lunes 12 de octubre el alcalde Ignazio Marino fue obligado a dimitir por la falta de apoyo en su propio partido, el mismo del Presidente del Gobierno, Matteo Renzi, y por la oposición (casi) violenta de todas las demás formaciones. Empecemos con la pregunta que hace interesante cualquier novela policíaca: ¿Quién ha sido el autor del crimen? Como con los atentados más estrepitosos, varios grupos se atribuyen su maternidad: la oposición de derechas, encabezada una vez más por Silvio Berlusconi; los ciudadanos 5 Stelle reunidos en las filas de Beppe Grillo y los vicarios de la Iglesia Católica, que alentaban la urgente necesitad de un “giro radical en la gestión moral de la capital”. Dejaremos de lado las razones de los primeros por su sistemática elección del caballo equivocado y nos concentraremos en aquellas de los dos grupos más interesantes: los “grillini” y los hombres del Papa Francisco I.

Hace meses que los ciudadanos exasperados de Beppe Grillo han lanzado una furiosa campaña de desprestigio contra Ignazio Marino, por sus supuestas responsabilidades en los casos de corrupción que iban conociéndose después de que su administración se instalara. Tras decenios de silencio, los romanos se enteraban de que su querida caput mundi estaba gobernada por grupos de presión criminales y enraizadas organizaciones de tipo mafioso. Sostener que Ignazio Marino era cómplice de estas organizaciones, como han hecho y siguen haciendo los hombres de Grillo, es simplemente absurdo, puesto que las investigaciones han apurado que venían operando desde hace varios años y que tenían referentes hasta en los máximos jefes de la policía local. En los tiempos de gestación de este capilar sistema paralelo, Ignazio Marino era un reconocido cirujano especializado en transplantes de órganos (dirigió el National Liver Transplant Center de Pittsburgh y fundó el ISMETT de Palermo, el primer centro de transplantes de hígado en Sicilia). Falta el móvil, que diría Sherlock Holmes.

Los jueces han efectivamente confirmado la absoluta desconexión entre Ignazio Marino y los oscuros hombres de poder que mandaban entre bambalinas; es más, entre los acusados aparecen más viejos dirigentes del Partido Democrático que colaboradores de confianza de Marino. A pesar de eso las polémicas no han parado y los “grillini” le han seguido acusando de los abusos más inocentes, desde aparcar desconsideradamente su Fiat Panda rojo en el centro histórico hasta anular las multas a su cargo chantajeando a la policía municipal. Se descubrió más tarde que la oficina del alcalde se había olvidado de renovar el permiso de aparcamiento en la ZTL (Zona de Tráfico Limitado) y que las multas, en el supuesto caso de que reflejaran una infracción, se referían a los desplazamientos de su mujer (que Marino pagó a pesar de que la falta era de su jefe de gabinete). Circunstancias aburridas y de escasísima relevancia, la verdad, puesto que el alcalde de Roma tiene derecho por ley a dos permisos de circulación y aparcamiento en el centro de la ciudad que administra y que Marino ni siquiera los usaba.

Insensible a los detalles de la superestructura, el alcalde ha tratado de seguir corrigiendo los defectos infraestructurales de la ciudad: la ineficiencia del transporte público, que cualquier turista habrá podido comprobar aun maravillado por la belleza de los Foros Romanos, la deuda estratosférica contraída por el ayuntamiento y la corrupción. Durante sus dos años de mandato Marino ha renovado la jefatura del Atac (la sociedad que gestionaba, más bien mal, los autobuses y el metro), ha saneado el balance del ayuntamiento hasta llevarlo a números esperanzadores (con un ahorro diario de 463.147 €, según el Sole24ore, el periódico de economía más prestigioso de Italia) y ha excluido a las mafias de los contratos públicos. Pero nada de todo eso le ha servido para salvarse de unas nuevas, gravísimas insinuaciones de los “grillini” acerca de unas escandalosas cenas financiadas con dinero público, cuyo total ascendería a la hiperbólica cifra de 917 €… El diablo está en los detalles.

Llegamos ahora a las razones de la iglesia de Roma. El 18 de octubre de 2014 Ignazio Marino transcribió en los registros municipales los matrimonios de 16 parejas de gays y lesbianas contraídos en el extranjero (en Italia sigue siendo ilegal casar dos personas del mismo sexo). La reacción del Sínodo para las familias, importante organismo de la Curia romana, fue inmediata y desde aquel momento el alcalde, a pesar de su estricta formación católica, tuvo que guardarse las espaldas de aquella eficaz forma de manipulación política de la moral eclesiástica que en Roma es más poderosa que en otros sitios. La tensión entre la administración y los obispos ha ido creciendo hasta que estalló a finales de septiembre de este año: Francisco I se encontraba en Filadelfia para su viaje apostólico en los Estados Unidos y durante una celebración recibió la inesperada visita de Ignazio Marino. Preguntado por los periodistas, siempre atentos a lo principal de las cuestiones principales, el Papa espetó: “¿Marino? Yo no le invité, viajaría por cuenta propia…” Y así el alcalde tuvo que explicar que se encontraba en la capital de Pensilvania por invitación de su homólogo, el alcalde Michael Nutter, como tantas veces sucede. A pesar de tan evidente caída de estilo del Pontífice, que cabe esperar tenga la bondad de escuchar incluso a quien no invitó personalmente, fue como si un viento impetuoso se elevara sobre las llamas y el pobre alcalde de Roma fue acusado de abandonar su ciudad a la anarquía para buscar el perdón papal, sin conseguirlo y sin además saber a razón de qué tuviera que disculparse.

Pocos días antes de dimitir, Marino aseguró que renunciaría a la tarjeta de crédito que por ley tiene derecho a usar por gastos de representación de la ciudad, y que devolvería los 20.000 y pico euros que había gastado en viajes. Estamos hablando de una cifra ridícula para una ciudad como Roma, que cuenta los mismos habitantes de Madrid, unos cinco millones de almas. Lo hizo en un desesperado intento de dejar atrás polémicas que no llevaban a ningún sitio y concentrarse sobre las metástasis de la metrópoli que acogerá el Jubileo de la Misericordia en diciembre de 2015. Cabría imaginar que el gesto agradara a los “grillini”, tan sensibles a cuestiones pecuniarias de bajo perfil, y a los vicarios del Papa, seguidores en los últimos tiempos de un refrescante estilo franciscano. Sin embargo, la manera de actuar de los ciudadanos exasperados fue la que el director Nanni Moretti describió en su película Palombella Rossa ya en 1989. Si alguien ha visto esa obra maestra se acordará de los tipejos que se presentan con un regalo para el protagonista, un importante exponente del PCI (Partido Comunista Italiano); le piden que les diga “nombres y apellidos de los corruptos”, pero cuando Nanni Moretti empieza a hablar le vuelven la espalda y le insultan. Parecido desdén manchó la cara hasta entonces inmaculada del Vicario Agostino Vallini, que se apresuró a vaticinar “una nueva clase dirigente”.

Hay que concluir que en una ciudad tan poco acostumbrada a las revoluciones, los hombres del Papa no tienen ningún interés a que algo parecido se produzca, y que los jacobinos romanos tienen como única estrella polar el cuarto principio de La Fayette, el más cutre después de Libertad, Igualdad y Fraternidad: el Control de los Tickets de los Restaurantes donde Cena o Almuerza el Alcalde. Como los jacobinos de 1789, parecen dispuestos a guillotinar a todos los poderosos que se les pongan por delante, pero corren el riesgo de no saber detenerse a tiempo y de guillotinar demasiado pronto a los suyos, como pasó con Robespierre y Saint-Just. Si no estuvieran tan empeñados en limpiar las lamas se habrían probablemente dado cuenta de que Ignazio Marino no era un profesional de la butaca ministerial ni nada por el estilo, sino un ciudadano honesto que prestaba sus servicios a la colectividad: ¿Habrá empezado ya el reinado del terror?

Intuyendo lo que se le venía encima, la cabeza de Marino, todavía pegada a su cuello, le había aconsejado anunciar desde el principio una “revolución en la gestión de Roma”. ¿No hubiera sido conveniente establecer unos criterios racionales para juzgar sus actos como administrador en la puesta en marcha de esa revolución? Unos criterios que tuvieran en cuenta que puso en marcha el reciclaje de la basura (¡hasta 2013 no existía en Roma!), abrió un nuevo centro para el almacenamiento de los residuos y se empeñó para ampliar el raquítico recorrido del metro de la capital? Sería interesante saber si los paladines de las cenas caseras y los hombres de la Curia estaban de acuerdo con estas intervenciones. Sería interesante saber si han contribuido al nuevo registro de ciudadanos con derecho a casas de construcción protegida o al nuevo plano de desarrollo urbanístico que ha frenado años de especulación inmobiliaria. Sería interesante saberlo, porque si no se  legitimaría la duda de que lo único que hacen es consumir refrescos en casa y respetar la ley bíblica.

Volvamos a la cuestión inicial: ¿Quien fue el asesino? Entre los que no se atribuyen la decapitación del alcalde probablemente más honesto que haya tenido Roma en los últimos decenios, están las cabezas visibles del Partido Democrático, el mismo que le tendría que apoyar. En los días en que la capital de Italia se pregunta por quien será administrada, teniendo ya por seguro que no será por el hombre elegido en las elecciones, esos habitués de las reuniones nocturnas se encogen de hombros (fanno spallucce en la jerga de la ciudad eterna) y afirman al mismo tiempo: “era inevitable, el alcalde había perdido el contacto con la realidad”.

Para saber si tienen razón deberíamos entender de qué realidad están hablando. Si de la de los procesos por corrupción en los que figuran varios cabecillas de ese mismo partido, o de la realidad de Ignazio Marino, que trataba de llegar al Coliseo sin perder un día de trabajo. Si quedara demostrado que se refieren a la primera realidad, como las evidencias sugieren, sería patente que Roma no ha promovido ninguna revolución, ni siquiera esta vez (que lo podía hacer): no lo consiguió Ignazio Marino, destituido después de apenas dos años sin poder terminar su trabajo, y no lo consiguieron los ciudadanos exasperados tan magistralmente retratados por Nanni Moretti en 1989. Si quedara demostrado que se refieren a la primera realidad, Roma habría sido el teatro de una nueva, encubierta y fratricida guerra de poder, y lo más revolucionario sería decir que la ciudad del Tu quoque Brute, fili mi, ya conoce ese tipo de sublevaciones. Ha visto muchas, a lo largo de su larga historia, quizás demasiadas.

 

De arriba abajo, Ignazio Marini con Christopher Prentice, embajador británico en Italia, en Roma (fotografía cortesía de la Embajada); fotograma de Julio César, dirigida por Joseph L. Mankiewicz en 1953; la loba capitolina en el foro romano, fotografiada por Greg O'Beirne.