Contenido

Paul Valéry (1871-1945)

Modo lectura

«Hay una sola manera de mostrarse inteligente, y es siendo preciso», afirma Stevenson en «La moral de la profesión de las letras» (1882). Si la tarea de la inteligencia es precisar, y su dispositivo básico de precisión el lenguaje, el pensamiento aforístico mostraría el carácter primigenio de la inteligencia, solo capaz de abarcar a condición de renunciar. «A lo augusto por lo angosto». El célebre adagio latino, suscrito por Valéry, conjuga los rasgos esenciales de la escritura breve, encaminada a la quintaesencia por la senda de la concisión.

«Es extraño cómo el sucederse de los tiempos transforma toda obra —y, por ende, todo hombre— en fragmentos», observa a los 38 años. A los 56, formula así su poética del aforismo: «Ciertos instantes nos descubren profundidades en las que reside lo mejor de nosotros, pero sumergidas en una materia informe, es decir, en fragmentos. Hay que separar los elementos de metal noble y tratar de fundirlos para dar forma a una joya».

Durante cinco décadas, sentado junto a la ventana por la que ve rayar la aurora a las cinco de la mañana —la misma hora a la que Descartes («una presencia constante en su obra», observa Steiner) iniciaba en Copenhague sus sesiones filosóficas con la reina Cristina—, Valéry, filósofo del alba, teje con la aguja de una sola frase discontinua su novela del pensamiento puro, una «obra de arte hecha con los hechos del pensamiento mismo».

Al los treinta años, constata: «Los demás hacen libros, yo hago mi mente». Diez más tarde, ha progresado lo bastante para añadir: «En el límite habitable de la lucidez, sentir y pronunciar: "Yo no sé"». Valéry contrapesa las aparatosas insuficiencias del intelecto por medio de una rara combinación de apuesta literaria y ejercicio budista. Pese a encarnar la personalidad más europea de su época, cultiva una posición marginal, una actitud extranjera, robinsoniana, indisimuladamente misántropa. No desea convencer a nadie ni ser convencido por nadie. «Nunca se ha dejado distraer de sí mismo», atestigua Gide. «Gracián tiene razón —asegura—. Hay que ser un santo, es decir, orientarse hacia algo mejor que la víspera». La clave de su arte de santidad es el injerto: matemáticas en la poesía, emoción en la abstracción, rigor en lo arbitrario, fondo en la forma, sentido en el sonido, electricidad en la sintaxis. Hasta tal punto es así, que mientras termina de escribir El cementerio marino —libro que Rilke trasladará al alemán, la misma lengua a la que Celan verterá La joven parca— está traduciendo a Einstein.

«El intelectual —declara en 1939—es un solitario cuya función consiste en incrementar el capital de los negocios del espíritu». Y, sin embargo, como testimonia Gide, nadie comprendió tan bellamente la amistad como este solitario, ni escogió, por otra parte, tan cuidadosamente sus interlocutores: Mallarmé, Degas, Breton, Stravinski, Bergson, Einstein, Rilke, Eliot, Weil... Tiene 20 años cuando muere Nietzsche; cincuenta, al publicarse el Tractatus lógico-filosófico de Wittgenstein; setenta y cuatro, el último día de su vida, 20 de julio de 1945, dos semanas antes del lanzamiento de la primera bomba atómica.

«De todos los franceses de este siglo, es el menos equivocado», escribía el ácido Cioran en 1941. Para Valéry, el más antiguo de los modernos y el más vanguardista de los clásicos, la obra de arte solo responde a una ley: su propia necesidad interna. De la materia de esa necesidad interna estaba forjado Monsieur Teste, su más acabado alter ego, «siempre de pie sobre el Cabo Pensamiento, con los ojos desmesuradamente abiertos hacia los límites». Los despojos de su artífice reposan en el cementerio marino de Sète, bajo este severo epitafio: «La recompensa por haber pensado es una larga mirada sobre la calma de los dioses».

Antonio Marichalar (1928): «El exceso de luces es lo que hace difícil a Valéry, quien somete a observación el acto de la observación misma. En él hay un Vinci que, ante el abismo, crea un puente».

René Gillouin (1929): «Decidme si alguna vez, en la historia de la poesía francesa, un arte más sabio se ha puesto al servicio de una emoción intelectual más pura».

Guillermo de Torre (1940): «El ultraconsciente Valéry aspira a una suerte de arte inasequible en el límite del rigor científico. Como señala Noulet, el único tema de todas sus obras es la inteligencia».

André Gide (1941): «Leerlo es adquirir esa sabiduría que consiste en sentirse un poco más tonto que antes».

Henri Bergson (1941): «Lo que ha hecho Valéry, debía intentarse».

Jorge Luis Borges (1945): «En un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden».

André Breton (1952): «Paul Valéry era único en su género. Durante mucho tiempo constituyó para mí un gran enigma. Me sabía casi de memoria La velada con el Señor Teste... Con una paciencia a toda prueba, respondió durante años a todas mis preguntas. Hizo cuanto era necesario para que me volviera difícil a mí mismo... El día que entró en la Academia francesa me deshice de sus cartas, muy codiciadas por un librero. Es cierto que tuve la debilidad de guardar una copia de las mismas, pero durante mucho tiempo había considerado el original como la niña de mis ojos».

Theodor Adorno (1960): «Para Valéry, la obra no es un regalo, sino algo exigente, que le niega la felicidad y lo incita a un esfuerzo ilimitado. El artista de Valéry es un minero sin luz».

Giorgos Seferis (1969): «Stravinski trabajó con Valéry para corregir el texto de Seis lecciones sobre poética musical, ya que el francés era para él una lengua extranjera. Es hermoso imaginar esa colaboración de dos devotos de la exactitud... No he olvidado el tono de voz de Eliot, una tarde de 1952, en su estrecha oficina de Faber and Faber, al referirse a Valéry, de quien tenía una fotografía en su escritorio: "Era tan inteligente que carecía de toda vanidad"».

Asistente, como Simone Weil, a los cursos de Valéry en el Collège de France (1937-1945), Roland Barthes anotaba en 1977: «Valéry: la delgadez esencial de las cosas».

Octavio Paz (1986): «El verdadero filósofo francés de nuestra época no es Sartre, sino Valéry, como revela, sobre todo, la publicación póstuma de sus Cuadernos».

Monique Allain-Castrillo (1995): «Las 27.000 páginas de sus Cuadernos constituyen la purgación y ejercicios de todas las mañanas, convento laico, sin piedad y de un rigor que podríamos llamar masoquista, si Valéry mismo no hubiera confesado su necesidad de esta gimnasia mental del alba... Después de los veinte años del famoso silencio, conoce a través de la publicación de La joven Parca (1917), El cementerio marino (1922) y Encantos (1922), un éxito tan fulminante que le hace adquirir de repente, ya en su madurez, un renombre mundial... Valéry, en general, no es un especialista de la audacia o del riesgo. Su genio se sitúa en el esmero, el perfeccionamiento o simplemente la adaptación de lo que otros han producido antes que él. Valéry es un maestro de la forma al que conviene particularmente el aforismo como a Gracián y a Nietzsche».

George Steiner (2011): «Escogió a Leonardo como espíritu tutelar. Era verdaderamente un poeta metafísico, que intenta "pensar el pensamiento". Apreciaba mucho la dualidad antitética de azar y necesidad, que heredó de Mallarmé, la paradoja de la espontaneidad calculada, de lo orgánico dentro de lo organizado».

Sánchez Robayna (2004): «Sería preciso crear un rótulo especial para definir el género de los Cuadernos. Podría ser el de diario intelectual, una suerte de memorial filosófico o estudio de la conciencia, de carácter esencialmente interrogativo».

Cuadernos (1894-1945)

El literato es un ingeniero, respecto al cual quisiera ser físico. (1902)

 ◊

En el fondo, toda filosofía es una cuestión de forma. (1902)

 ◊

Estamos hechos para ignorar que no somos libres. (1908)

 ◊

El hombre olvida perpetuamente su memoria. La memoria es lo que olvidamos más fácilmente del mundo. (1908)

 ◊

Los pensamientos más importantes son aquellos que contradicen nuestros sentimientos. (1913)

 ◊

Si supieras lo que desecho, admirarías lo que conservo. (1914)

 ◊

Hay que buscar, buscar incesantemente aquello de lo cual todo cuanto decimos es solo traducción. (1918)

 ◊

No hay que ser clásico. Hay que convertirse en clásico. (1918)

 ◊

Nada bello puede resumirse. (1919)

 ◊

La gran experiencia no ha tenido éxito. El plomo del amor, la plata del pensamiento no han podido combinarse y mudarse en el oro del conocimiento. Nunca tendrá éxito. (1920)

 ◊

Prefiero ser leído varias veces por una sola persona que una sola vez por varias. (1921)

 ◊

La antigua Grecia es la invención más hermosa de los tiempos modernos. (1922)

 ◊

Somos una especie que ha pasado a la ofensiva contra la naturaleza. (1924)

 ◊

La creación poética es la creación de la espera. (1928)

 ◊

Descartes debió haber escrito: Sufro, luego existo. (1932)

 ◊

Lo que ha arruinado a los conservadores es la mala elección de las cosas que deben conservarse. (1932)

 ◊

La memoria es el porvenir del pasado. (1936)

 ◊

El vicio explora al hombre más profundamente que la virtud. / Lo socava y lo penetra, lo taladra de lado a lado. (1937)

 

Mauvaises pensées et autres (1942)

Una dificultad es una luz. Una dificultad insuperable es un sol.

 ◊

La conciencia reina y no gobierna.

 ◊

El individuo es la más extraña creación del hombre.

 ◊

Tenemos lo necesario para asir lo que no existe y para no ver lo que salta a la vista.

 ◊

Lo simple es siempre falso. Y lo que no lo es, resulta inutilizable.

 ◊

Todos nuestros enemigos son mortales.

 ◊

Hay que juzgar en frío y actuar en caliente. Pero nada más raro de obtener de las circunstancias y de uno mismo.

 

Tal cual (1941)

Nada más original, nada más propio de uno mismo que nutrirse de los demás. Ahora bien, hay que digerirlos. El león está hecho de cordero asimilado.

 ◊

Todo poeta valdrá, al cabo, lo que haya valido como crítico (de sí mismo).

 ◊

Conviene ser ligero como el pájaro y no como la pluma.

 ◊

Un hombre que nunca haya pretendido igualarse con los dioses es menos que un hombre.

 ◊

Los verdaderos secretos de un ser son más secretos para él mismo que para el prójimo.

 ◊

Amor consiste en advertir que, a pesar de uno mismo, se ha cedido al otro lo que solo era para uno mismo. [1923]

 ◊

Variación sobre Descartes: / A veces pienso; y, a veces, existo. [1921]

 ◊

Idea de un alma. El deseo de poseer un alma y de no ser frente a la inmortalidad más que un alma empalidece por fuerza ante el deseo del alma por poseer un cuerpo y una duración. Ella cedería su reino incluso por un caballo. O tal vez hasta por un asno.

 ◊

Lo que separa el alma del cuerpo es la vida, no la muerte.

 ◊

El hombre es un animal encerrado en la parte exterior de su jaula.

 ◊

La amargura viene casi siempre del hecho de no recibir un poco más de lo que se da. Del sentimiento de no hacer un buen negocio.

 ◊

Dios creó al hombre, y al darse cuenta de que no estaba lo bastante solo, le dio una compañera para que percibiese mejor su soledad.

 ◊

El ciclón puede arrasar una ciudad, pero no puede, en absoluto, abrir una carta, desatar un lazo.

 ◊

Aprende a leer en tu espíritu y todo lo restante vendrá por añadidura.

 ◊

Mi sensación de inmovilidad, mi certeza de hallarme fijo en este sillón es precisamente, sin duda alguna, la sensación de ser transportado por la tierra en su movimiento. Es el sentimiento de este transporte lo que llamamos reposo.

 ◊

Temo lo conocido más que lo desconocido.

 ◊

Pensad en lo que hace falta para complacer a tres millones de lectores. / Paradoja: hace falta menos que para agradar exclusivamente a cien personas. / Pero el que agrada a millones se complace en sí mismo, y el que gusta a pocos suele disgustarse consigo mismo.

 

Los principios de la anarquía pura y aplicada (1938)

El rico es un hombre al que todos los pobres dan un céntimo.

 ◊

Monsieur Teste (1926)

Hay que entrar en uno mismo armado hasta los dientes.

 ◊

No estoy vuelto hacia el mundo. Tengo la cara contra el muro. No hay nada de la superficie del muro que me sea desconocido.