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Oda al youtuber, o la institución al desnudo
El pasado 28 de marzo, dentro del evento #MuseumWeek, el Museo Thyssen-Bornemisza contactó con el youtuber Fortfast WTF —autodenominado “el Iñaki Gabilondo de la botellonada”—, para realizar una conexión en directo a través de la aplicación Periscope y de la cuenta de la propia institución. La intención era, según los cánones del evento telemático, lograr mayor presencia y visibilidad del mundo del arte abriendo el museo a todo el mundo.
Sin embargo, la conexión no resultó todo lo “lograda” que se presuponía: el señor youtuber, lego en la materia, y viendo lo poco interesante de lo que se cocía en el templo del arte, tiró por la calle de en medio y empezó una retahíla de bromas que no eran otra cosa que una serie de comentarios machistas y xenófobos con los que llenar el tiempo. “Debería coger a un viejo, solamente hay guiris, son más chinos que sus muertos”, “tenéis que enseñarles a las mujeres lo que quieren” o “estamos en la galería de arte contemporáneo, no sé qué tipo de personas podemos encontrar aparte de esnobs”, son sólo algunas de las perlas con que el gurú de las redes sociales se cubrió de gloria.
Para tapar la chapuza y dar una respuesta a la sonrojante vergüenza ajena que causó el evento, ambos, institución-arte y youtuber, emitieron sendos comunicados autoexculpatorios que dejan las cosas en empate técnico: lo sentimos, no era nuestra intención, etc.
No obstante, para nosotros, avezados críticos, el evento puede ser pensado como un ataque en toda regla a la institución-arte, un hackeado brutal que dejó a dicha institución como lo que ciertamente es: una industria ideológica al servicio, ni más ni menos, de la producción de masa. Es decir: casi sin darse cuenta y, lo que está más claro, sin proponérselo, el Thyssen ha realizado la performance que su línea de trabajo —plana, conservadora y mohína— no le hubiera permitido llevar a cabo.
Alejado de lo que viene a ser su política expositiva —ayudar a cerrar al arte sobre sí mismo a través de ejercicios rutilantes de ingresar el nombre de un artista ya sacramentado dentro de los tufos grandilocuentes del art business o, en estrategia opuesta pero con semejante fin, modular el espectro del arte hacia los pampaneos de la moda y la publicidad—, lo del otro día fue, sin lugar a dudas, lo más interesante sucedido en ese museo en décadas.
El Thyssen accedió —insistimos, sin darse ni cuenta— a mostrar la verdad del arte contemporáneo: que, de hecho, no hay nada que ir a ver ahí, que todo es un circo mediático-espectral con el que continuar implementado la lógica instrumental de una industria apellidada “cultural” y cuya misión es codeare con las más potentes ingenierías sociales.
Querían visibilidad y, sin poder remediarlo, se han pasado en su sobreexposición. Turistas, chinos, esnobs y viejos son, en el mejor de los casos, los asiduos visitantes de una entelequia llamada “arte” que transita por nuestra contemporaneidad sin los arrojos necesarios para enfrentarse con su propio destino. Buscar algo que ver, alguien con quien hablar y algo de lo que hablar en un sanctum sanctorum del arte como puede ser el Thyssen es ya un imposible.
Quizá la acción, con todo, nos ha pillado a todos con el pie cambiado debido a lo desacostumbrado que estamos a que en estos eventos ocurra algo más que una cacofonía de tuits que poco o nada tienen que ver con algo parecido a una comunicación. Porque el problema es que la verdad nos deja desconcertados, sin saber muy bien si sumarnos a la fiesta o, por el contrario, denunciar lo poco apropiado —incluso políticamente— de arrojar un vaso de fría verdad. Pero, sobre todo, la desorientación viene por el hecho de no saber distinguir muy bien entre simulacros: ¿qué simulacro es el que, desde su ontológica y esencial falsedad, es capaz de invertir la situación y mostrarnos la cara indómita de un mundo en demolición? Sin duda alguna el que, no siendo consciente de su falsedad, no se preocupa de taparle la cara al propio simulacro y acicalarlo para que pase como verdad al menos aparente.
Porque si la institución Thyssen hubiese —como debería de haber hecho— llamado a alguien perteneciente al mundo del arte, todo hubiese permanecido donde debe: a la vista pero sin descubrirse. Uno de los varios community managers expertos en arte contemporáneo hubiese hecho un trabajo más que digno y a la altura. Incluso nosotros, de haber sido llamados, nos hubiesen temblado las canillas y, ante aquel que nos interpela —el gran arte—, no hubiésemos dejado de glosar las maravillas que éste produce en los individuos y, cómo no, en la sociedad. Hubiésemos, en definitiva, hecho el trabajo al sistema para darle una capita al sistema-arte —una más, la enésima, para un ámbito de producción que vive de creerse sus propios efectos especulares y espectaculares— y así simular que nos creemos un poquito más sus mentiras.
Pero no fue así. En semejante tesitura, y en un mundo asaltado por un psicodrama existencial compungidamente sostenido en la fábula nietzscheana, los grandes popes epocales, aquellos cuya falsedad es capaz de reconvertirse en verdad, son los grandes fantasmas: los youtubers. Porque ahora cuando el desierto de lo real está a punto de conquistar todo ámbito vivencial, la verdad se hará viral o no será.
El youtuber ha devenido en el pleonasmo del artista perfecto: aquél que es tan bobo que es capaz de desenmascarar la falsedad de la realidad y no sólo quedarse tan ancho, sino soltar una risa idiota. Y es que, igual que Žižek piensa de Bartleby, podemos nosotros pensar de Fortfast WTF: “no podría matar una mosca; eso es lo que hace tan insoportable su presencia”. Y es que la verdad que sin proponérselo desvela Fausto Climent —nombre real del youtuber en cuestión— es directamente proporcional a la insoportable vergüenza ajena que causó su intervención.
Pero es que esa sensación de extrema vergüenza ajena es la clave de todo: la verdad, como inversión dialéctica de la falsedad del mundo real, produce un extrañamiento visceral, un Unheimliche freudiano que, en tanto que retorno de lo familiar desconocido, en tanto que algo destinado a permanecer oculto pero que opta por salir a la luz, sólo puede apuntar a una cosa: yo también he estado dando tumbos por un museo, fijándome en los gordos, los viejos, los esnobs, los y las turistas y, sobre todo, interrogándome a mí mismo sobre qué diablos pinto ahí.
En suma: el tipo en cuestión, capaz en su simulacro de desnudar el momento imaginario del arte y mostrárnoslo como real, es siniestro. Tan siniestro que, lo mismo que Platón despidió con aguas destempladas a los artistas de su República, ahora nos rasgamos las vestiduras queriendo echar a quien dice verdades como puños: que la falsedad no necesita siquiera engalanarse de verdad, sino que puede ya perfectamente campar a sus anchas y pasar como una chorrada más. A nadie le importa. Como decía Adorno en Minima Moralia, “nadie cree a nadie, todos están enterados”. La verdad —ampliando el sesgo viral antes aludido— no es que la pueda decir Agamenón o su porquero: es que ahora sólo está a la altura de memos intelectuales.
Para concluir, es interesante comprobar la reacción del propio Thyssen y la del youtuber. El Thyssen, sin saber muy bien ni de dónde le llueven tantas bofetadas, sale al paso con un lacónico y timorato escrito donde señala que Fausto Climent “no ha cobrado nada por esta acción”. Acostumbrados a que todo se resuelva con un presupuesto bajo el brazo, los pobres creen que con eso basta. Es tan pobre y banal tal argumento que todo comentario quedaría como demasiado ampuloso.
Sin embargo, las explicaciones del señor youtuber sí son bastante más interesantes. Sobre todo cuando comenta que el único error garrafal fue “la retransmisión del contenido a través de la cuenta oficial del Museo Thyssen”. Y es que, ciertamente, el tipo ha conseguido sin inmutarse lo que miles de artistas se proponen: que el arte-institución se desnude por dentro, que muestre sus miserias. Porque de haber sido retransmitido el “evento” por la cuenta propia de Climent todo hubiese quedado en una chorrada de calibre monumental, pero insustancial para el decoro y la dignidad del arte. Por el contrario, la retrasmisión por el propio canal institucional supone un hackeado en toda regla, un acto de terrorismo medial de unas proporciones que si no son tan amplias es simplemente porque al común de los mortales nos conviene seguir creyéndonos la milongada del arte tal y como se desarrolla históricamente en nuestras avanzadas sociedades capitalistas.
En definitiva, si fabricar simulacros es la misión que como punta de lanza de las industrias culturales tiene el arte, esta vez se han pasado de frenada: el simulacro ha desvelado más de lo que se pretendía tapar, el simulacro mediático de Fortfast WTF, en tanto que momento falso de un ámbito falso, en tanto espectacularización sin filtro de la nadería, ha terminado por mostrarnos una patita de la verdad que acoge. Quizá dicha verdad no sea ya sino un determinado desplazamiento de significantes donde, como san Juan en el sepulcro, se nos descubre que no hay nada que ver. La única diferencia es que nos faltan los arrestos del evangelista para clamar a los cuatro vientos una realidad punzante.
Oda al youtuber, o la institución al desnudo
El pasado 28 de marzo, dentro del evento #MuseumWeek, el Museo Thyssen-Bornemisza contactó con el youtuber Fortfast WTF —autodenominado “el Iñaki Gabilondo de la botellonada”—, para realizar una conexión en directo a través de la aplicación Periscope y de la cuenta de la propia institución. La intención era, según los cánones del evento telemático, lograr mayor presencia y visibilidad del mundo del arte abriendo el museo a todo el mundo.
Sin embargo, la conexión no resultó todo lo “lograda” que se presuponía: el señor youtuber, lego en la materia, y viendo lo poco interesante de lo que se cocía en el templo del arte, tiró por la calle de en medio y empezó una retahíla de bromas que no eran otra cosa que una serie de comentarios machistas y xenófobos con los que llenar el tiempo. “Debería coger a un viejo, solamente hay guiris, son más chinos que sus muertos”, “tenéis que enseñarles a las mujeres lo que quieren” o “estamos en la galería de arte contemporáneo, no sé qué tipo de personas podemos encontrar aparte de esnobs”, son sólo algunas de las perlas con que el gurú de las redes sociales se cubrió de gloria.
Para tapar la chapuza y dar una respuesta a la sonrojante vergüenza ajena que causó el evento, ambos, institución-arte y youtuber, emitieron sendos comunicados autoexculpatorios que dejan las cosas en empate técnico: lo sentimos, no era nuestra intención, etc.
No obstante, para nosotros, avezados críticos, el evento puede ser pensado como un ataque en toda regla a la institución-arte, un hackeado brutal que dejó a dicha institución como lo que ciertamente es: una industria ideológica al servicio, ni más ni menos, de la producción de masa. Es decir: casi sin darse cuenta y, lo que está más claro, sin proponérselo, el Thyssen ha realizado la performance que su línea de trabajo —plana, conservadora y mohína— no le hubiera permitido llevar a cabo.
Alejado de lo que viene a ser su política expositiva —ayudar a cerrar al arte sobre sí mismo a través de ejercicios rutilantes de ingresar el nombre de un artista ya sacramentado dentro de los tufos grandilocuentes del art business o, en estrategia opuesta pero con semejante fin, modular el espectro del arte hacia los pampaneos de la moda y la publicidad—, lo del otro día fue, sin lugar a dudas, lo más interesante sucedido en ese museo en décadas.
El Thyssen accedió —insistimos, sin darse ni cuenta— a mostrar la verdad del arte contemporáneo: que, de hecho, no hay nada que ir a ver ahí, que todo es un circo mediático-espectral con el que continuar implementado la lógica instrumental de una industria apellidada “cultural” y cuya misión es codeare con las más potentes ingenierías sociales.
Querían visibilidad y, sin poder remediarlo, se han pasado en su sobreexposición. Turistas, chinos, esnobs y viejos son, en el mejor de los casos, los asiduos visitantes de una entelequia llamada “arte” que transita por nuestra contemporaneidad sin los arrojos necesarios para enfrentarse con su propio destino. Buscar algo que ver, alguien con quien hablar y algo de lo que hablar en un sanctum sanctorum del arte como puede ser el Thyssen es ya un imposible.
Quizá la acción, con todo, nos ha pillado a todos con el pie cambiado debido a lo desacostumbrado que estamos a que en estos eventos ocurra algo más que una cacofonía de tuits que poco o nada tienen que ver con algo parecido a una comunicación. Porque el problema es que la verdad nos deja desconcertados, sin saber muy bien si sumarnos a la fiesta o, por el contrario, denunciar lo poco apropiado —incluso políticamente— de arrojar un vaso de fría verdad. Pero, sobre todo, la desorientación viene por el hecho de no saber distinguir muy bien entre simulacros: ¿qué simulacro es el que, desde su ontológica y esencial falsedad, es capaz de invertir la situación y mostrarnos la cara indómita de un mundo en demolición? Sin duda alguna el que, no siendo consciente de su falsedad, no se preocupa de taparle la cara al propio simulacro y acicalarlo para que pase como verdad al menos aparente.
Porque si la institución Thyssen hubiese —como debería de haber hecho— llamado a alguien perteneciente al mundo del arte, todo hubiese permanecido donde debe: a la vista pero sin descubrirse. Uno de los varios community managers expertos en arte contemporáneo hubiese hecho un trabajo más que digno y a la altura. Incluso nosotros, de haber sido llamados, nos hubiesen temblado las canillas y, ante aquel que nos interpela —el gran arte—, no hubiésemos dejado de glosar las maravillas que éste produce en los individuos y, cómo no, en la sociedad. Hubiésemos, en definitiva, hecho el trabajo al sistema para darle una capita al sistema-arte —una más, la enésima, para un ámbito de producción que vive de creerse sus propios efectos especulares y espectaculares— y así simular que nos creemos un poquito más sus mentiras.
Pero no fue así. En semejante tesitura, y en un mundo asaltado por un psicodrama existencial compungidamente sostenido en la fábula nietzscheana, los grandes popes epocales, aquellos cuya falsedad es capaz de reconvertirse en verdad, son los grandes fantasmas: los youtubers. Porque ahora cuando el desierto de lo real está a punto de conquistar todo ámbito vivencial, la verdad se hará viral o no será.
El youtuber ha devenido en el pleonasmo del artista perfecto: aquél que es tan bobo que es capaz de desenmascarar la falsedad de la realidad y no sólo quedarse tan ancho, sino soltar una risa idiota. Y es que, igual que Žižek piensa de Bartleby, podemos nosotros pensar de Fortfast WTF: “no podría matar una mosca; eso es lo que hace tan insoportable su presencia”. Y es que la verdad que sin proponérselo desvela Fausto Climent —nombre real del youtuber en cuestión— es directamente proporcional a la insoportable vergüenza ajena que causó su intervención.
Pero es que esa sensación de extrema vergüenza ajena es la clave de todo: la verdad, como inversión dialéctica de la falsedad del mundo real, produce un extrañamiento visceral, un Unheimliche freudiano que, en tanto que retorno de lo familiar desconocido, en tanto que algo destinado a permanecer oculto pero que opta por salir a la luz, sólo puede apuntar a una cosa: yo también he estado dando tumbos por un museo, fijándome en los gordos, los viejos, los esnobs, los y las turistas y, sobre todo, interrogándome a mí mismo sobre qué diablos pinto ahí.
En suma: el tipo en cuestión, capaz en su simulacro de desnudar el momento imaginario del arte y mostrárnoslo como real, es siniestro. Tan siniestro que, lo mismo que Platón despidió con aguas destempladas a los artistas de su República, ahora nos rasgamos las vestiduras queriendo echar a quien dice verdades como puños: que la falsedad no necesita siquiera engalanarse de verdad, sino que puede ya perfectamente campar a sus anchas y pasar como una chorrada más. A nadie le importa. Como decía Adorno en Minima Moralia, “nadie cree a nadie, todos están enterados”. La verdad —ampliando el sesgo viral antes aludido— no es que la pueda decir Agamenón o su porquero: es que ahora sólo está a la altura de memos intelectuales.
Para concluir, es interesante comprobar la reacción del propio Thyssen y la del youtuber. El Thyssen, sin saber muy bien ni de dónde le llueven tantas bofetadas, sale al paso con un lacónico y timorato escrito donde señala que Fausto Climent “no ha cobrado nada por esta acción”. Acostumbrados a que todo se resuelva con un presupuesto bajo el brazo, los pobres creen que con eso basta. Es tan pobre y banal tal argumento que todo comentario quedaría como demasiado ampuloso.
Sin embargo, las explicaciones del señor youtuber sí son bastante más interesantes. Sobre todo cuando comenta que el único error garrafal fue “la retransmisión del contenido a través de la cuenta oficial del Museo Thyssen”. Y es que, ciertamente, el tipo ha conseguido sin inmutarse lo que miles de artistas se proponen: que el arte-institución se desnude por dentro, que muestre sus miserias. Porque de haber sido retransmitido el “evento” por la cuenta propia de Climent todo hubiese quedado en una chorrada de calibre monumental, pero insustancial para el decoro y la dignidad del arte. Por el contrario, la retrasmisión por el propio canal institucional supone un hackeado en toda regla, un acto de terrorismo medial de unas proporciones que si no son tan amplias es simplemente porque al común de los mortales nos conviene seguir creyéndonos la milongada del arte tal y como se desarrolla históricamente en nuestras avanzadas sociedades capitalistas.
En definitiva, si fabricar simulacros es la misión que como punta de lanza de las industrias culturales tiene el arte, esta vez se han pasado de frenada: el simulacro ha desvelado más de lo que se pretendía tapar, el simulacro mediático de Fortfast WTF, en tanto que momento falso de un ámbito falso, en tanto espectacularización sin filtro de la nadería, ha terminado por mostrarnos una patita de la verdad que acoge. Quizá dicha verdad no sea ya sino un determinado desplazamiento de significantes donde, como san Juan en el sepulcro, se nos descubre que no hay nada que ver. La única diferencia es que nos faltan los arrestos del evangelista para clamar a los cuatro vientos una realidad punzante.