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Europa: de campo de batalla a campo de fútbol

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Fue en nuestra Expo’92, la de Sevilla, donde Rogelio López Cuenca quiso llevar a cabo lo que hubiese sido una de sus mejores obras. Caladas entres el paisaje de señales que, de todo tipo y condición, poblaban el recinto de la feria, López Cuenca quiso introducir algunas cuyo mensaje hubiese llevado a confusión. Entre ellas, una de las más interesantes eran las señales que indicaban la dirección de pabellones como el saharaui, el palestino o el de Timor Oriental. Pabellones de “países” que, a pesar de la calificación autoimpuesta por la propia exposición de “universal”, declaraban a las claras que semejante concepto, el de universalidad, era y es un constructo ideológico y que, al mismo tiempo, mostraba que las condiciones para que un territorio sea comprendido como “país” dependía de consideraciones muy poco democráticas.

Sin embargo la obra, contra lo que pudiera parecer a primera vista, no trataba de sumarse a la causa de saharauis o palestinos ni trataba de reparar vínculos perdidos. No se trataba tampoco de señalar lo que falta ni siquiera de reivindicar lo excluyente del reparto en cuestión. De lo que se trataba era de crear un desacuerdo en la propia lógica de los emplazamientos, un disenso en el reparto de las voces y las competencias. De lo que se trataba era de mostrar cómo, debajo de la distribución que opera como verdadera, corren corrientes subterráneas capaces con muy poco de desestabilizar el status quo, si no de forma efectiva, sí al menos haciendo cómplice a cualquier espectador por muy despistado que esté.

La obra fue censurada y eliminada el día antes de la inauguración de la exposición con lo que todo esto que hemos dicho quedó en nada, en agua de borrajas. Pero aquí es donde, justamente y veinticuatro años después, empieza nuestro texto. Porque, a poco que uno vea por encima del mal juego generalizado, ¿no ha tenido lugar la plasmación estética de esta idea en esta Eurocopa que acaba de finalizar?, ¿no ha remitido todo lo que ha ido sucediendo, tanto dentro como fuera de los estadios, en generar un disenso en torno a la idea caduca y estatalizada de Europa?, ¿no nos ha mostrado el acontecimiento en sí mismo –quizá los deportivos sean los únicos acontecimientos capaces de sobrellevar ese nombre– que Europa no existe, que ya no existe?

Se me dirán –lo sé– dos cosas. Una: que es una cosa un poco mediocre esta de sumarnos a caballo ganador una vez que en plena Eurocopa tuvo lugar el Brexit. Y dos: que esto de sacar oro del fútbol está más visto que el tebeo. Pero sé bien lo que quiero decir: ni me quiero referir al Brexit ni tampoco, al menos con carácter exclusivo, a la Eurocopa.

Sólo quiero decir –sólo quiero mostrar– que los acontecimientos referidos a Europa que han ido diseminándose a lo largo de los últimos meses –incluso los últimos años– adquieren una visibilidad propia a la luz de lo acontecido en la Eurocopa. Es decir, el fútbol, de manera absolutamente más radical que el arte –aunque también hemos de decir, para salvar al arte, de forma menos dialéctica– ha mostrado lo mismo que pretendía la citada obra de López Cuenca, crear un elemento supletorio, una vibración en las fronteras simbólicas que reparten los nombres, una discrepancia de Europa consigo misma. Es decir, el acontecimiento Eurocopa ha producido un viraje de Europa sobre el vacío que la fundamenta, ha creado un desplazamiento sobre sus fronteras –al menos las simbólicas-.

Para demostrarlo hagamos un breve repaso a lo acontecido. La cantidad de jugadores asimilados ad hoc a las estructuras de legitimación de ciudadanía paraestatal, ¿no apuntan precisamente a esos emplazamientos sin nombre, a esos territorios de la otredad?, ¿no muestran la violencia democrática que simula hacerse cargo cuando no es sino el dogma ideológico de subsumir al otro dentro de la identidad de lo mismo? Dicho de otra manera, que un muchacho camerunés, guineano o maliense cante La Marsellesa a pulmón henchido no debe ser tomado como contradicción in terminis pero sí como cierto síntoma de que las estructuras de legitimación de los Estados nacionales tienen los días contados. Por mucha carambola ideológica que las democracias occidentales –la vieja Europa– hagan tratando de simular que el otro también es tenido en cuenta, el decalaje que el fútbol muestra al mundo es que el concepto de ciudadanía va a estallar en breve, que el juego de sensibilidades que vertebran las sociedades apenas caben en las decimonónicas arquitecturas que amparaban al sujeto burgués.

Si algo es capaz de hacer visible el fútbol –cómo en mayor medida ya ha hecho el rugby facilitando nacionalizaciones un poco de chiste– es que “Francia” no existe, que “Portugal” no existe, que “Gales” no existe, etc. Y no existen porque la organización de lo sensible que acontece en sus sociedades hace estallar la lógica de la representación. ¿Cuánto queda para que, en el límite, cualquiera pueda representar a cualquier país?

Pero, y en el polo opuesto, ¿no han sido los excesos de hooligans, las batallas campales que se han producido, la testosterónica fuerza antinómica que se empeñan en ejercer la violencia para hacer imperar la fuerza de su representación? Diezmados por un vaciamiento en el signo “ser inglés”, por ejemplo, que va a terminar por no significar nada, el hooligan hace gala de un suplemento en la fuerza coercitiva y violenta del Estado para ampliar su poder hegemónico. Rusos contra ingleses, alemanes contra ucranianos, norirlandeses contra franceses, etc: cuando –al contrario que en el caso del emigrante o exiliado- el ciudadano patriótico siente que las estructuras voladizas del Estado ya tampoco le representan, se encarna él mismo para dotar del fuerza performativa al significante “nación”.

Brexit aparte, fracaso de la Unión Europea aparte, ¿no son estas tectónicas descubiertas a raíz del único acontecimiento con capacidad disruptiva –el futbolístico– la prueba de fuego para ir dando por finiquitada la idea de Europa? Quizá no sea todo más que una puesta en práctica de la agonía con que Massimo Cacciari califica a Europa: “la identidad europea era y sigue siendo una identidad en conflicto. La agonía de Europa –de la que hablará María Zambrano– no es sino el ser agónico de Europa”. Es esa vibración agónica, ese campo de paradojas sobre el que siempre se ha levantado Europa, la certeza temblorosa de que el nihilismo es ciertamente su destino, lo que ha hecho sacudir la Eurocopa. Porque la red de sensibilidades ya estaba ahí: sólo hacía falta sacudir el tapete.

La única alegría es que, al menos, hemos ganado tres Eurocopas y un Mundial antes de que la noción de Europa –y por lo tanto, de España– sea licuada del todo. Algo, quizá lo único, que con todo lujo de detalles podamos contar a nuestros nietos. Pero eso, sin duda, basta porque Europa, lo que es Europa, sólo se conjuga en futuro.

 

Imagen: Rogelio López Cuenca, Decreto nº 2 (1992). Una las piezas que fueron retiradas antes de la inauguración oficial de la Expo´92. Ésta y el resto de obras que componían la serie, pasaron a forman parte de la Colección del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. En la actualidad, en la Plaza Nouvel del Museo, puede contemplarse Decreto nº 1.