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26J: Confirmando la sospecha
En busca —otra vez— del peor presidente
Si tomamos el concepto de política en su acepción más mediocre y postmoderna, aquella que dice que la política es el ejercicio mediático cuyo fin es hacerse con el poder, lo cierto es que estas próximas elecciones, las del 26 de junio, nos van a dejar una verdad insoslayable: que, una vez más, el peor presidente será el que gane. Todo pinta, según las encuestas, que será Rajoy. Pero no nos llamemos a engaño: podría ser cualquier otro. Porque en esto, como en muchas otras cosas, la determinación histórica bucea debajo de unos acontecimientos que se nos presentan bajo la engañosa apariencia de indeterminación y azar: ganará “necesariamente” Rajoy porque ha demostrado con creces ser el peor de todos. Pero, ¿peor en cuanto a qué?, ¿qué conlleva esa absoluta sinceridad de ser el peor?
Si digo esto es porque la única verdad que la ciudadanía posee es la de poder decirnos, todos al unísono, que sí, que realmente era tan malo como pensábamos. Y esa verdad, se mire por donde se mire, seduce y encandila a una mayoría que, de una u otra manera, vota con la seguridad que da el poseer de antemano semejante verdad. De este modo, y para no dar más rodeos, la tesis que defendemos es que Rajoy volverá a ser presidente porque es el único de quien sabemos la verdad de modo rotundo e insoslayable: es tan malo como realmente nos quiere hacer pensar, no hay –en su imagen– nada falso.
No es ya la antigualla aquella según la cual el político nos engañaba, diciendo cosas para que nos las creyésemos y así otorgarle una confianza que, antes o después, sería traicionada por esa verdad que callaba. No: ahora ese político perfecto que es Rajoy nos ofrece la verdad desnuda: soy perfectamente incapaz, irremediablemente mediocre, taciturnamente necio. ¿Cómo no otorgar el voto en masa a aquel que nos ofrece la sinceridad en bandeja de plata, aquel que ha diseñado su imagen de manera tan acorde con estos tiempos de inversión dialéctica en los que vivimos y que, en este sentido, es capaz de confirmar de forma rotunda lo que todos ya sospechábamos?
Detrás de esto que decimos no nos escondemos: sabemos perfectamente que suena a demagogia circense, a un mero truco de dialéctica especulativa. Pero si nos atrevemos a decirlo tan claramente es porque, detrás de su apariencia sofista, se esconde la verdad mediática de la política. Todos sabemos ya que, en un momento en el que la política entra de lleno en el campo de la estetización, no habiendo ya en sí mismo política sino estetización de la política, el político está ocupado en labrarse una imagen, en empeñarse en ejercitarse en una labor mediática de autodiseño. Pero es justo en este punto donde ese saber se troca en falso y donde emerge la verdad de la sospecha mediática en un mundo devenido espectáculo global: “el efecto de sinceridad se crea no tanto al refutar la sospecha inicial dirigida hacia cada superficie diseñada, sino más bien al confirmar esa sospecha”.
Es en esta frase sostenida por Boris Groys donde se encierra toda la verdad mediática de nuestro mundo y donde se demuestra a las claras que la ideología no ha desaparecido bajo el eslogan del fin de las ideologías sino que, simplemente, se ha invertido. Porque si hasta no hace mucho el diseño estaba orientado a velar momentos de sinceridad, siendo en este sentido el ejercicio de las vanguardias el crear zonas precisamente libres de diseño, zonas de honestidad y confianza, actualmente ese momento de sinceridad no viene de una grieta en la imagen mediática de tal o cual personaje, sino en su absoluta confirmación. Una confirmación que, al mismo tiempo, sólo se da cuando la verdad que se oculta detrás del autodiseño es peor de lo que nunca habíamos podido imaginar. Ahora la sinceridad sólo viene dada a través de momentos que nos confirman la catástrofe y tragedia que sospechábamos se escondía detrás.
Y, a las pruebas me remito, es Rajoy el único actualmente capaz de proponernos semejante confirmación. Pablo Iglesias y, en mucha menor medida, Albert Rivera están aun en la fase llamémosla de la metafísica tradicional: ahí donde funciona una teoría de la conspiración afanada aun en intuir verdades debajo de las apariencias. ¿Serán lo que se dice que son?, ¿será Iglesias el director ejecutivo de una renovación de las instituciones o será un peligroso demagogo?, ¿es Rivera un joven trepa y advenedizo, o será la novedad que el liberalismo necesita para dejar atrás la senda de la violenta deshumanización que parece haber seguido desde, como poco, el inicio de la crisis?
Preguntas, todas ellas, que nada tienen que hacer con esa catastrófica confirmación que nos propone ese Rajoy entubado en su imagen catódica: soy la quintaesencia de la nulidad, soy –en el mejor de los casos– aquel de quien todos (tradicionales votantes del PP incluidos) podemos proferir una misma y única verdad: soy una calamidad con patas.
Decir también que mucho más atrás queda Sánchez, quien sin poder real aún no puede confirmar en toda su amplitud esa sospecha de lo inepto e incapaz que, como Rajoy, puede llegar a ser, pero que al mismo tiempo ha visto como Ciudadanos y Podemos le han ganado en el juego antagonista de crear teorías conspirativas con la suficiente capacidad como para generar sospechas debajo de las apariencias.
En definitiva, “este político es tan malo como siempre supuse”: esta es la revelación que para Groys personifica el estado actual del juego verdad/apariencia, sospecha/sinceridad y que supera de lejos el reducido campo de la política como ámbito de elucidación mediática por el poder. Y es que, en una realidad toda ella ya reconfigurada en torno a su devenir imagen mediática, ¿no es el arte el primer campo que dio muestras del nuevo proceder de la sinceridad y la sospecha?
En este sentido, y ampliando lo ya apuntado acerca de las vanguardias, si Dalí o Warhol ya empezaron a ser tildados como grandes artistas en relación directa a la confirmación de casi todas las sospechas, es sólo la siguiente generación, la de Koons, Hirst o Murakami, la que ha logrado rizar el rizo en cuanto a confirmación de todas las sospechas. Porque lo que les eleva al Olimpo de los artistas no es ya el proponer zonas de sinceridad mediática, zonas donde poder intuir una verdad debajo de las apariencias. Lo que les encumbra a ser catalogados como los mejores artistas de nuestra época es el poder, a través del autodiseño de su propio personaje y obra, dar cumplida cuenta de todas las sospechas que desde que Duchamp introdujo el inodoro en el museo –por situarnos en una fecha tan recurrente como vacía ya de todo sentido original–, pesan sobre el mundo del arte.
No hay nada que venir a ver al museo, el arte ha devenido en una sucesión nihilista de caprichos para ricos, esto lo podría hacer mi hijo, etc: sospechas todas ellas que se confirman en el hacer de estos popes de arte contemporáneo capaces de realizar todos ellos el salto mortal de decir la verdad sin por ello acabar con el tinglado. Que se muestre en todo su esplendor la desopilante verdad del arte contemporáneo pero sin por ello hacer entrar en barrena al sistema-arte: he ahí la perfecta obra maestra de estos maestros de la farsa y el simulacro.
Se me dirá, con mucha razón, que si el trío de ases que he sacado a la palestra comandan el podio artístico es por determinados efectos de propaganda y marketing pero que, en sí mismo, nada tienen que ver con el propio concepto de arte. De igual manera, se me dirá que quien gane o deje de ganar unas elecciones poco o nada tiene que ver con la práctica cotidiana de la política, entendida ahora en su sentido más amplio de formar y construir, día a día y entre todos, una polis.
Contesto: sí y no. Sí porque, reitero, razón llevan; pero no porque el síntoma es tan evidente que uno duda si lo fantasmático y espectral, más que la política y el arte capaces de confirmar la sospecha (Hirst o Rajoy), no son sino todas las demás formas de resistencia empeñadas en sacar de su modorra a un espectador que califican de apático y siesteante cuando, a decir verdad, sabe todo lo que hay que saber. Sabe que en la época de la estetización difusa de los mundos de vida a cualquier teoría conspirativa, a cualquier intento de sinceridad, a cualquier intento de abrir la pantalla mediática, sólo le puede seguir la tremebunda confirmación de lo que todos sospechábamos: que la cosa –la política, el arte– siempre puede ir a peor.
Es por todo ello por lo que Rajoy o Hirst son lo mejor en sus respectivos ámbitos: en ellos se confirma una sospecha que sólo puede venir alentada desde la inversión ideológica en la que vivimos actualmente: momento falso de un mundo falso, ambos encarnan el momento dialéctico en la que la verdad no está oculta bajo las apariencias sino a la vista de todos.
Para acabar otro apunte de Groys: “el público en general no está para nada equivocado al juzgar a un político de acuerdo a su apariencia, es decir, de acuerdo a su credo básico a nivel estético y político, y no de acuerdo a programas arbitrariamente cambiantes y a los contenidos que apoya o formula”. Estética y política, arte y democracia, atravesados todos ellos por un efecto de sinceridad invertido, son ámbitos privilegiados donde el efecto de sinceridad no surge por el toparnos con una verdad sino como confirmación catastrófica a nuestras peores sospechas. Para ello no es necesario ni programa político ni teoría estética. Que Rajoy es sin ningún género de dudas el presidente de gobierno más mediocre es todo lo que necesita para alzarse de nuevo con la victoria.
Todo esto, como poco, da que pensar.
Las fotografías, tituladas respectivamente People 2, People y AppleHead, son de John Bozeman.
26J: Confirmando la sospecha
Si tomamos el concepto de política en su acepción más mediocre y postmoderna, aquella que dice que la política es el ejercicio mediático cuyo fin es hacerse con el poder, lo cierto es que estas próximas elecciones, las del 26 de junio, nos van a dejar una verdad insoslayable: que, una vez más, el peor presidente será el que gane. Todo pinta, según las encuestas, que será Rajoy. Pero no nos llamemos a engaño: podría ser cualquier otro. Porque en esto, como en muchas otras cosas, la determinación histórica bucea debajo de unos acontecimientos que se nos presentan bajo la engañosa apariencia de indeterminación y azar: ganará “necesariamente” Rajoy porque ha demostrado con creces ser el peor de todos. Pero, ¿peor en cuanto a qué?, ¿qué conlleva esa absoluta sinceridad de ser el peor?
Si digo esto es porque la única verdad que la ciudadanía posee es la de poder decirnos, todos al unísono, que sí, que realmente era tan malo como pensábamos. Y esa verdad, se mire por donde se mire, seduce y encandila a una mayoría que, de una u otra manera, vota con la seguridad que da el poseer de antemano semejante verdad. De este modo, y para no dar más rodeos, la tesis que defendemos es que Rajoy volverá a ser presidente porque es el único de quien sabemos la verdad de modo rotundo e insoslayable: es tan malo como realmente nos quiere hacer pensar, no hay –en su imagen– nada falso.
No es ya la antigualla aquella según la cual el político nos engañaba, diciendo cosas para que nos las creyésemos y así otorgarle una confianza que, antes o después, sería traicionada por esa verdad que callaba. No: ahora ese político perfecto que es Rajoy nos ofrece la verdad desnuda: soy perfectamente incapaz, irremediablemente mediocre, taciturnamente necio. ¿Cómo no otorgar el voto en masa a aquel que nos ofrece la sinceridad en bandeja de plata, aquel que ha diseñado su imagen de manera tan acorde con estos tiempos de inversión dialéctica en los que vivimos y que, en este sentido, es capaz de confirmar de forma rotunda lo que todos ya sospechábamos?
Detrás de esto que decimos no nos escondemos: sabemos perfectamente que suena a demagogia circense, a un mero truco de dialéctica especulativa. Pero si nos atrevemos a decirlo tan claramente es porque, detrás de su apariencia sofista, se esconde la verdad mediática de la política. Todos sabemos ya que, en un momento en el que la política entra de lleno en el campo de la estetización, no habiendo ya en sí mismo política sino estetización de la política, el político está ocupado en labrarse una imagen, en empeñarse en ejercitarse en una labor mediática de autodiseño. Pero es justo en este punto donde ese saber se troca en falso y donde emerge la verdad de la sospecha mediática en un mundo devenido espectáculo global: “el efecto de sinceridad se crea no tanto al refutar la sospecha inicial dirigida hacia cada superficie diseñada, sino más bien al confirmar esa sospecha”.
Es en esta frase sostenida por Boris Groys donde se encierra toda la verdad mediática de nuestro mundo y donde se demuestra a las claras que la ideología no ha desaparecido bajo el eslogan del fin de las ideologías sino que, simplemente, se ha invertido. Porque si hasta no hace mucho el diseño estaba orientado a velar momentos de sinceridad, siendo en este sentido el ejercicio de las vanguardias el crear zonas precisamente libres de diseño, zonas de honestidad y confianza, actualmente ese momento de sinceridad no viene de una grieta en la imagen mediática de tal o cual personaje, sino en su absoluta confirmación. Una confirmación que, al mismo tiempo, sólo se da cuando la verdad que se oculta detrás del autodiseño es peor de lo que nunca habíamos podido imaginar. Ahora la sinceridad sólo viene dada a través de momentos que nos confirman la catástrofe y tragedia que sospechábamos se escondía detrás.
Y, a las pruebas me remito, es Rajoy el único actualmente capaz de proponernos semejante confirmación. Pablo Iglesias y, en mucha menor medida, Albert Rivera están aun en la fase llamémosla de la metafísica tradicional: ahí donde funciona una teoría de la conspiración afanada aun en intuir verdades debajo de las apariencias. ¿Serán lo que se dice que son?, ¿será Iglesias el director ejecutivo de una renovación de las instituciones o será un peligroso demagogo?, ¿es Rivera un joven trepa y advenedizo, o será la novedad que el liberalismo necesita para dejar atrás la senda de la violenta deshumanización que parece haber seguido desde, como poco, el inicio de la crisis?
Preguntas, todas ellas, que nada tienen que hacer con esa catastrófica confirmación que nos propone ese Rajoy entubado en su imagen catódica: soy la quintaesencia de la nulidad, soy –en el mejor de los casos– aquel de quien todos (tradicionales votantes del PP incluidos) podemos proferir una misma y única verdad: soy una calamidad con patas.
Decir también que mucho más atrás queda Sánchez, quien sin poder real aún no puede confirmar en toda su amplitud esa sospecha de lo inepto e incapaz que, como Rajoy, puede llegar a ser, pero que al mismo tiempo ha visto como Ciudadanos y Podemos le han ganado en el juego antagonista de crear teorías conspirativas con la suficiente capacidad como para generar sospechas debajo de las apariencias.
En definitiva, “este político es tan malo como siempre supuse”: esta es la revelación que para Groys personifica el estado actual del juego verdad/apariencia, sospecha/sinceridad y que supera de lejos el reducido campo de la política como ámbito de elucidación mediática por el poder. Y es que, en una realidad toda ella ya reconfigurada en torno a su devenir imagen mediática, ¿no es el arte el primer campo que dio muestras del nuevo proceder de la sinceridad y la sospecha?
En este sentido, y ampliando lo ya apuntado acerca de las vanguardias, si Dalí o Warhol ya empezaron a ser tildados como grandes artistas en relación directa a la confirmación de casi todas las sospechas, es sólo la siguiente generación, la de Koons, Hirst o Murakami, la que ha logrado rizar el rizo en cuanto a confirmación de todas las sospechas. Porque lo que les eleva al Olimpo de los artistas no es ya el proponer zonas de sinceridad mediática, zonas donde poder intuir una verdad debajo de las apariencias. Lo que les encumbra a ser catalogados como los mejores artistas de nuestra época es el poder, a través del autodiseño de su propio personaje y obra, dar cumplida cuenta de todas las sospechas que desde que Duchamp introdujo el inodoro en el museo –por situarnos en una fecha tan recurrente como vacía ya de todo sentido original–, pesan sobre el mundo del arte.
No hay nada que venir a ver al museo, el arte ha devenido en una sucesión nihilista de caprichos para ricos, esto lo podría hacer mi hijo, etc: sospechas todas ellas que se confirman en el hacer de estos popes de arte contemporáneo capaces de realizar todos ellos el salto mortal de decir la verdad sin por ello acabar con el tinglado. Que se muestre en todo su esplendor la desopilante verdad del arte contemporáneo pero sin por ello hacer entrar en barrena al sistema-arte: he ahí la perfecta obra maestra de estos maestros de la farsa y el simulacro.
Se me dirá, con mucha razón, que si el trío de ases que he sacado a la palestra comandan el podio artístico es por determinados efectos de propaganda y marketing pero que, en sí mismo, nada tienen que ver con el propio concepto de arte. De igual manera, se me dirá que quien gane o deje de ganar unas elecciones poco o nada tiene que ver con la práctica cotidiana de la política, entendida ahora en su sentido más amplio de formar y construir, día a día y entre todos, una polis.
Contesto: sí y no. Sí porque, reitero, razón llevan; pero no porque el síntoma es tan evidente que uno duda si lo fantasmático y espectral, más que la política y el arte capaces de confirmar la sospecha (Hirst o Rajoy), no son sino todas las demás formas de resistencia empeñadas en sacar de su modorra a un espectador que califican de apático y siesteante cuando, a decir verdad, sabe todo lo que hay que saber. Sabe que en la época de la estetización difusa de los mundos de vida a cualquier teoría conspirativa, a cualquier intento de sinceridad, a cualquier intento de abrir la pantalla mediática, sólo le puede seguir la tremebunda confirmación de lo que todos sospechábamos: que la cosa –la política, el arte– siempre puede ir a peor.
Es por todo ello por lo que Rajoy o Hirst son lo mejor en sus respectivos ámbitos: en ellos se confirma una sospecha que sólo puede venir alentada desde la inversión ideológica en la que vivimos actualmente: momento falso de un mundo falso, ambos encarnan el momento dialéctico en la que la verdad no está oculta bajo las apariencias sino a la vista de todos.
Para acabar otro apunte de Groys: “el público en general no está para nada equivocado al juzgar a un político de acuerdo a su apariencia, es decir, de acuerdo a su credo básico a nivel estético y político, y no de acuerdo a programas arbitrariamente cambiantes y a los contenidos que apoya o formula”. Estética y política, arte y democracia, atravesados todos ellos por un efecto de sinceridad invertido, son ámbitos privilegiados donde el efecto de sinceridad no surge por el toparnos con una verdad sino como confirmación catastrófica a nuestras peores sospechas. Para ello no es necesario ni programa político ni teoría estética. Que Rajoy es sin ningún género de dudas el presidente de gobierno más mediocre es todo lo que necesita para alzarse de nuevo con la victoria.
Todo esto, como poco, da que pensar.
Las fotografías, tituladas respectivamente People 2, People y AppleHead, son de John Bozeman.