Contenido
Noche en los museos
Exposiciones fotográficas de Blondie, el punk y otras movidas
Para una estética y una ética que se precian de ser cutres y feas, no son pocas las caras y los cuerpos apolíneos que han pasado por la pasarela del punk: Johnny Thunders, Richard Hell, Joe Strummer, Sid Vicious y Billy Idol eran, por emplear un adjetivo muy poco rock ‘n’ roll, francamente hermosos. La singularidad pionera del movimiento no residía tanto en la fealdad sino en la flexibilidad: la atracción física convencional dejaba de ser algo imprescindible, de la misma manera que no hacía falta ser un virtuoso para convertirse en una estrella musical. No cabe duda de que esto fue tanto la causa como la consecuencia del éxito de algunas mujeres fuera de serie como Patti Smith o Siouxsie Siux; a ellas, por muchas tablas y talento que tuvieran, es difícil imaginarlas en la palestra de la música popular antes del punk, e incluso —desgraciadamente— en nuestro patológicamente mediatizado siglo XXI.
Debbie Harry es harina de otro costal. En sus diarios, Andy Warhol confesaba que si se atreviera a someterse a un estiramiento facial, le encantaría salir del quirófano con la mítica cara de la cantante de Blondie; años más tarde Shirley Manson, la voz de Garbage, la describió como “la chica más guapa en cualquier habitación en cualquier ciudad del mundo”. Hubiera sido capaz de lucir musical y estilísticamente —merece la pena escuchar su disco con The Jazz Passengers— en cualquier ambiente de cualquier época. No obstante, como bien demuestra una nueva exposición fotográfica de Chris Stein —guitarrista de Blondie y antigua pareja sentimental de Debbie— titulada Chris Stein/Negative: Me, Blondie and the Advent of Punk, su estrellato nació en el ambiente alrededor del CBGBs, un antiguo garito neoyorquino que ha llegado a ser marca internacional con el paso de las décadas.
En una foto de la exposición se pueden ver las miradas escandalizadas de los transeúntes mientras Harry y Clem Burke, el batería de Blondie, pasean por la 14th Street. Intuimos de una manera poética y privilegiada las convenciones y el conservadurismo incluso de aquellos barrios multiétnicos de las grandes urbes de finales de los años 70. El escándalo no viene por un atuendo de PVC o de cuero negro —esto sería más previsible— sino por el estilo clásico de Burke: el pelo mod cuidosadamente peinado y un elegante traje de sastrería; ambos guiños al estilo de los beat bands ingleses de la década anterior. Jon Savage, el autor del celebrado England’s Dreaming: Sex Pistols y Punk, ha demostrado de manera convincente que quizás la gran innovación del movimiento fue la disolución del modelo de tiempo lineal dentro de la trayectoria de la música popular. Buena muestra de este fenómeno es la foto de Stein del grupo con una apariencia feliz e incongruentemente cool delante de la destartalada fachada de la estación de trenes de Liverpool, mientras algunos de sus grandes éxitos —por ejemplo “Denis” y “The Tide is High”— son versiones de canciones de décadas anteriores.
El punk, y Blondie en particular, lograron simultáneamente tener el look y el sonido del pasado, el presente y el porvenir: aún hoy se producen pocos discos de sonido tan futurista como Autoamerican, o KooKoo, el disco en solitario de Debbie Harry escrito con Nile Rogers y Bernard Edwards de Chic, y promocionado por un par de videoclips dirigidos por H.R. Giger, el escenógrafo de Alien. Antes de debutar como actriz en Videodrome, ya se había anunciado que Harry y Robert Fripp iban a aparecer juntos en el remake de Alphaville dirigido por Amos Poe, que al final no llegó a ninguna parte.
Warhol, Iggy, Bowie y otros iconos deL MONTÓN
La inclusión en la exposición de personalidades de otras generaciones y ámbitos artísticos de la talla de Warhol o William Burroughs es una buena ilustración de la amplitud de miradas que había alrededor del templo-garito del punk americano. Estas materias primas, complementadas por una ejemplar banda sonora que se podría escuchar a través de toda la galería, demuestran que no es imprescindible ser un gran fotógrafo para montar una exposición de primer orden. Stein es cuanto menos solvente en su labor (estudió fotografía y artes visuales antes de dedicarse a la música) pero su verdadero genio yace en la identificación de la riqueza de estos materiales y talentos en aquella época cuando —como los precios de la vivienda en el downtown Manhattan— su valor todavía no se había registrado en términos monetarios. Ciertamente el listón está muy alto dado que fotógrafos icónicos como Mick Wall, Roberta Bayley y Bob Gruen ya han publicado libros de las imágenes de Harry y la escena que la rodeaba. Como en cuestiones técnicas, tales como saber encuadrar las fotos para maximizar su efecto, Stein no siempre está a la altura, el factor de venta clave es su capacidad de compaginar un interés por el legado de esta escena cultural sin perder la efervescente complicidad de sus compañeros de viaje.
Es el caso de Iggy Pop, que no solamente llevó a Blondie como teloneros en la gira de su celebrado disco The Idiot, sino también a David Bowie como teclista. Así, en la portada de dicho disco, el de los Stooges sale bien parado: el animado niño travieso ofrece un marcado contraste con el hierático artista antes conocido como Ziggy Stardust. En el texto que acompaña la única foto de Bowie en la exposición, Stein afirma que este siempre se portó muy bien con ellos, pero que mantenía cierta distancia y fue el único de todos que no le dejó sacar muchas fotos por ser muy receloso con su imagen. Más allá de sus indudables dotes musicales y estilísticas, este prematuro control del archivo visual nos ayuda a entender cómo y por qué Bowie no solo ha tocado en estadios sino que ha sido agasajado en exposiciones, agotando entradas en museos nacionales como The Victoria & Albert y The Tate. Aunque Sommerset House es un espacio artístico de reconocido prestigio y trayectoria —quizás el referente más parecido en España sería el Cuartel del Conde-Duque en Madrid— la ubicación de la exposición de Stein en ese local demuestra que se sitúa en un peldaño aún prestigioso pero más abajo. Mientras que han hecho una película a partir de sus viajes museísticos, David Bowie Is, a los integrantes de Blondie, para bien o para mal, no les van a poder ver en un centro comercial.
El tiempo pasa (en Nueva York y en Madrid)
Debí de haber sido aún más precoz que Bowie, porque todavía me acuerdo de las sensaciones que me provocaron con nueve años la voz de Harry cuando la vi en directo cantando “End of the Run”, un bonito elogio al CBGBs que contiene este verso melancólico: “Tuvimos nuestra diversión, no nos va a volver a pasar”. A partir de entonces empecé a fijarme en las numerosas canciones de Blondie que adoptan la naturaleza transitoria de la juventud y el temor de quedar viejo y trasnochado como su punto de partida: “X-Offender”, “Dreaming”, “Die Young, Stay Pretty”, “Fade Away and Radiate”, etc. Lo que no hubiera podido imaginar —y creo que ella tampoco— es que casi veinticinco años después de aquel primer concierto, Blondie volvería a dar conciertos y existiría más interés mediático por la escena de Nueva York que nunca. Como La Movida en el contexto español, ya ocupa su merecido lugar dentro de la Historia de la cultura occidental.
Se puede atribuir esta consagración a varios motivos: desde la nostalgia y el reciclaje cíclico de los estilos musicales —una herencia que se debe, al menos en parte, al fenómeno punk— hasta las predilecciones de los comisarios museísticos, editores y productores: tras un relevo generacional, la cúpula cultural ya está ocupada por jóvenes de finales de los años 70. Es una sinergia histórica que la eclosión de la democracia en España coincidiera con el punk, un movimiento cultural y musical que adoptó como axioma tanto el reciclaje frenético y heterodoxo del pasado como la filosofía del bricolaje en su acepción tradicional —es decir, no acudir a profesionales para hacer arreglos en casa— y la derivación metafórica, acuñada por Roland Barthes, de la creación de un nuevo discurso a través de la inteligente apropiación de materiales de ámbitos distintos. En resumidas cuentas, la asimilación casi bulímica de varias generaciones de música y modas juveniles después del aterrizaje parcial, y muchas veces arbitraria, de la cultura popular bajo el franquismo, no supuso un anacronismo sino una manifestación de una manera muy contemporánea de cómo entender la participación cultural.
Dos escenas, una época: de Chris Stein a Miguel Trillo
La Movida y el punk no solo rompieron binomios entre lo profesional y lo amateur, el público y el arte, o lo viejo y el nuevo; también dieron cabida a una amplia gama de medios, y esto ha sido clave para su pervivencia en la conciencia colectiva: se puede acceder a ellos por tantas vías como definiciones hay de ambos términos. Según el local en que toque, Patti Smith tiene por lo menos dos principales perfiles de seguidores: los primeros fans de los Ramones, que van a escuchar sus himnos punk, y otros menos gamberros y más literarios que tendrán sus memorias “Just Kids” —sobre su relación sentimental y profesional con el gran fotógrafo Robert Mapplethorpe— como libro de cabecera. En cuanto a Debbie Harry, siempre ha ocupado un papel análogo al de Alaska aquí: por un lado, tiene varios temas que son predilectos de las orquestas y a los que bailan en las bodas, incluso los abuelos —quizás ya bisabuelos—; pero también ha adoptado una actitud ambivalente hacia su pasado y siempre se ha empeñado en cultivar otras propuestas más arriesgadas y underground sin dejar de tener una presencia mediática que, a ojos de los más exquisitos, queda convertida en un individuo sospechoso.
Por muy utópico y liberador que pueda parecer el punk, solo hace falta echar un vistazo a algunas de las múltiples crónicas orales centradas alrededor del Roxy de Londres, el Rock Ola de Madrid o el CBGBs neoyorquino para darse cuenta de que existían unas ortodoxias y jerarquías que parecen importadas de Rebelión en la granja. Mientras Kaka de Luxe tocaba en un antro madrileño en 1978, el fotógrafo español Miguel Trillo decidió por primera vez cambiar el encuadre y girar la cámara hacia el público: este gesto ha marcado el patrón de toda su carrera subsiguiente, una buena muestra de la cual se ha agrupado bajo la etiqueta Afluencias: Costa Este – Costa Oeste expuesta recientemente en la Tabacalera de Madrid.
En la muestra existen fotos de tribus urbanas de todo el mundo de los últimos treinta años. Sin negar la belleza y penetración psicológica de algunas imágenes de roqueros tatuados de Casablanca, las fotos que más me han llegado, quizás por mi condición de hispanista o de nostálgico, son los retratos de la juventud de los extrarradios de Madrid involucrados en las subculturas de la música heavy y el rap. Si nos fijamos en la imagen de dos melenudos que tendrán apenas catorce años, con miradas desafiantes e inseguras a la vez, un chico y una chica en Usera delante de un póster para un concierto de Black Sabbath y Girlschool, y otra pareja ligando en Villaverde Alto, es casi imposible no pensar: ¿qué habrá sido de ellos? Algunos estarán muertos, otros en el paro, y habrá otros que trabajarán en bancos y tendrán hijos que se sorprenderían si vieran estas imágenes de sus viejos.
Trillo se fue a las afueras porque se hartó un poco del elitista y endogámico mundo de los más modernos de Malasaña y la Castellana, una corte para la cual Pablo Pérez Mínguez se convirtió en el cronista visual oficial. Existe una clara ironía, aunque sea muy típica de las capitales del siglo XXI, que ahora Trillo exhibe en un espacio relativamente central cuya existencia es tanto una causa como una consecuencia de cierta gentrificación del barrio de al lado de la glorieta de Embajadores. Este enclave sigue siendo la parada principal de la kunda, es decir las furgonetas que llevan a los yonquis de tercera clase a sitios como La Cañada Real Galiana, donde venden drogas en fincas custodiadas por unos intimidantes perros amordazados y por cuyas calles los taxis de toda la vida no piensan pasar.
Experimentar y dar forma al desengaño con un sentido del humor filtrado por dosis iguales de caballería y de picaresca, identificar lo poético y lo divertido en cualquier circunstancia y dignificar sin romantizar a los supuestos perdedores, son algunas de las cualidades que más atraen a algunos, si no todos, los artistas de la Movida y del punk. Por este motivo, quizás la foto más emblemática de la exposición sea la de unos aseos con tres fregaderos casi totalmente destrozados con los restos repartidos en el suelo y pintadas de ‘no funciona’, ‘sí’ y ‘no’ para indicar que uno de los grifos de agua caliente y otro de agua fría van, pero los demás no. Mientras muchos de los chavales de San Blas o de Vallecas se parecen a las estrellas de las películas de Eloy de la Iglesia y, por muy distintos que sean sus acercamientos, Trillo comparte con Almodóvar el humanismo radical de retratar con sensibilidad situaciones o modas extremas sin poner en ridículo a sus personajes. Ojalá todos tuviéramos ese talento.
DESEO DE SER PUNK
En el mismo día de mi visita a Tabacalera fui a una exposición de fotos de Miguel Castañeda de macroconciertos en la España contemporánea —la publicidad era casi nula— que compartía cartel con otra sobre la Segunda República en el Centro Cultural Pilar Miró. Cogí el metro en dirección a Villa de Vallecas —ahora un pueblo más dormitorio que conflictivo, incluso en comparación con hace una década— impulsado principalmente por el recuerdo de algunas fotos maravillosas de mi querida Mariví Ibarrola (quien, con su entrañable e infatigable lógica de mejor pedir perdón que permiso, llegaba a tomar algunas de las pocas fotos no oficiales de Bowie en su primer concierto en Madrid), junto a algunas de las anécdotas de la explosión de la música en directo en España que me contó Gay Mercader, el gran promotor musical, en una entrevista que le hice. Las fotos de conciertos que iban desde Tina Turner hasta Fito y Fitipaldis eran profesionales, pero quizás por mi involucramiento en las propuestas de Trillo y de Stein, eché de menos una visión personal no tanto de los artistas en sí sino del público. Si no hubiera sido por los comentarios escritos al lado de las imágenes, habría pensado que los conciertos se podrían haber celebrado en cualquier país. No podría decir lo mismo del lúgubre espacio: como en cientos de autodenominados centros culturales repartidos por toda la península, había mucha más personal de seguridad que visitantes.
Un poco resignado, fui a la cafetería y mientras iba pensando en una foto imaginaria del verdadero primer encuentro entre Almodóvar y Alaska en un concierto de Iggy Pop en Móstoles, entraron algunos jubilados tentados por la oferta de un botellín por un euro. Aunque ni siquiera tengo mi propia cámara y como pueden atestiguar los amigos —y los desafortunados desconocidos que me pasen el móvil ya se enterarán— soy un verdadero ignorante en materia de tecnología y estética fotográfica, me habría encantado pedirles permiso para hacer un retrato de ellos pasando olímpicamente de cualquier aspecto del lugar que no fuera la cerveza, sus contertulianos y las imágenes sobre el ya inminente encarcelamiento de Isabel Pantoja emitidas repetitivamente por el televisor. El hecho de que no lo hiciera es buena prueba de que, por muy fácil que parezca ser un artista autodidacta de la aventura, no todo el mundo tiene ni las aptitudes ni el carácter: que algo no exija tener ni títulos ni acreditaciones profesionales no quiere decir que todo el mundo esté en condiciones de hacerlo.
Cuando acabé de ver mi primer concierto me dije a mí mismo, “cuando sea mayor, quiero ser punk y que mi novia sea como Debbie Harry”; cinco lustros más tarde, a mis treinta y tres primaveras, sigo pensando lo mismo. Mientras tanto, me dedico a tareas más rutinarias, pero ni indignas ni exentas de cierto encanto, como escribir y dar clases sobre la supuestamente efímera Movida.
Fotos de Chris Stein (Chris Stein/Negative: Me, Blondie and the Advent of Punk) y Miguel Trillo (Afluencias: Costa Este – Costa Oeste).
Noche en los museos
Para una estética y una ética que se precian de ser cutres y feas, no son pocas las caras y los cuerpos apolíneos que han pasado por la pasarela del punk: Johnny Thunders, Richard Hell, Joe Strummer, Sid Vicious y Billy Idol eran, por emplear un adjetivo muy poco rock ‘n’ roll, francamente hermosos. La singularidad pionera del movimiento no residía tanto en la fealdad sino en la flexibilidad: la atracción física convencional dejaba de ser algo imprescindible, de la misma manera que no hacía falta ser un virtuoso para convertirse en una estrella musical. No cabe duda de que esto fue tanto la causa como la consecuencia del éxito de algunas mujeres fuera de serie como Patti Smith o Siouxsie Siux; a ellas, por muchas tablas y talento que tuvieran, es difícil imaginarlas en la palestra de la música popular antes del punk, e incluso —desgraciadamente— en nuestro patológicamente mediatizado siglo XXI.
Debbie Harry es harina de otro costal. En sus diarios, Andy Warhol confesaba que si se atreviera a someterse a un estiramiento facial, le encantaría salir del quirófano con la mítica cara de la cantante de Blondie; años más tarde Shirley Manson, la voz de Garbage, la describió como “la chica más guapa en cualquier habitación en cualquier ciudad del mundo”. Hubiera sido capaz de lucir musical y estilísticamente —merece la pena escuchar su disco con The Jazz Passengers— en cualquier ambiente de cualquier época. No obstante, como bien demuestra una nueva exposición fotográfica de Chris Stein —guitarrista de Blondie y antigua pareja sentimental de Debbie— titulada Chris Stein/Negative: Me, Blondie and the Advent of Punk, su estrellato nació en el ambiente alrededor del CBGBs, un antiguo garito neoyorquino que ha llegado a ser marca internacional con el paso de las décadas.
En una foto de la exposición se pueden ver las miradas escandalizadas de los transeúntes mientras Harry y Clem Burke, el batería de Blondie, pasean por la 14th Street. Intuimos de una manera poética y privilegiada las convenciones y el conservadurismo incluso de aquellos barrios multiétnicos de las grandes urbes de finales de los años 70. El escándalo no viene por un atuendo de PVC o de cuero negro —esto sería más previsible— sino por el estilo clásico de Burke: el pelo mod cuidosadamente peinado y un elegante traje de sastrería; ambos guiños al estilo de los beat bands ingleses de la década anterior. Jon Savage, el autor del celebrado England’s Dreaming: Sex Pistols y Punk, ha demostrado de manera convincente que quizás la gran innovación del movimiento fue la disolución del modelo de tiempo lineal dentro de la trayectoria de la música popular. Buena muestra de este fenómeno es la foto de Stein del grupo con una apariencia feliz e incongruentemente cool delante de la destartalada fachada de la estación de trenes de Liverpool, mientras algunos de sus grandes éxitos —por ejemplo “Denis” y “The Tide is High”— son versiones de canciones de décadas anteriores.
El punk, y Blondie en particular, lograron simultáneamente tener el look y el sonido del pasado, el presente y el porvenir: aún hoy se producen pocos discos de sonido tan futurista como Autoamerican, o KooKoo, el disco en solitario de Debbie Harry escrito con Nile Rogers y Bernard Edwards de Chic, y promocionado por un par de videoclips dirigidos por H.R. Giger, el escenógrafo de Alien. Antes de debutar como actriz en Videodrome, ya se había anunciado que Harry y Robert Fripp iban a aparecer juntos en el remake de Alphaville dirigido por Amos Poe, que al final no llegó a ninguna parte.
Warhol, Iggy, Bowie y otros iconos deL MONTÓN
La inclusión en la exposición de personalidades de otras generaciones y ámbitos artísticos de la talla de Warhol o William Burroughs es una buena ilustración de la amplitud de miradas que había alrededor del templo-garito del punk americano. Estas materias primas, complementadas por una ejemplar banda sonora que se podría escuchar a través de toda la galería, demuestran que no es imprescindible ser un gran fotógrafo para montar una exposición de primer orden. Stein es cuanto menos solvente en su labor (estudió fotografía y artes visuales antes de dedicarse a la música) pero su verdadero genio yace en la identificación de la riqueza de estos materiales y talentos en aquella época cuando —como los precios de la vivienda en el downtown Manhattan— su valor todavía no se había registrado en términos monetarios. Ciertamente el listón está muy alto dado que fotógrafos icónicos como Mick Wall, Roberta Bayley y Bob Gruen ya han publicado libros de las imágenes de Harry y la escena que la rodeaba. Como en cuestiones técnicas, tales como saber encuadrar las fotos para maximizar su efecto, Stein no siempre está a la altura, el factor de venta clave es su capacidad de compaginar un interés por el legado de esta escena cultural sin perder la efervescente complicidad de sus compañeros de viaje.
Es el caso de Iggy Pop, que no solamente llevó a Blondie como teloneros en la gira de su celebrado disco The Idiot, sino también a David Bowie como teclista. Así, en la portada de dicho disco, el de los Stooges sale bien parado: el animado niño travieso ofrece un marcado contraste con el hierático artista antes conocido como Ziggy Stardust. En el texto que acompaña la única foto de Bowie en la exposición, Stein afirma que este siempre se portó muy bien con ellos, pero que mantenía cierta distancia y fue el único de todos que no le dejó sacar muchas fotos por ser muy receloso con su imagen. Más allá de sus indudables dotes musicales y estilísticas, este prematuro control del archivo visual nos ayuda a entender cómo y por qué Bowie no solo ha tocado en estadios sino que ha sido agasajado en exposiciones, agotando entradas en museos nacionales como The Victoria & Albert y The Tate. Aunque Sommerset House es un espacio artístico de reconocido prestigio y trayectoria —quizás el referente más parecido en España sería el Cuartel del Conde-Duque en Madrid— la ubicación de la exposición de Stein en ese local demuestra que se sitúa en un peldaño aún prestigioso pero más abajo. Mientras que han hecho una película a partir de sus viajes museísticos, David Bowie Is, a los integrantes de Blondie, para bien o para mal, no les van a poder ver en un centro comercial.
El tiempo pasa (en Nueva York y en Madrid)
Debí de haber sido aún más precoz que Bowie, porque todavía me acuerdo de las sensaciones que me provocaron con nueve años la voz de Harry cuando la vi en directo cantando “End of the Run”, un bonito elogio al CBGBs que contiene este verso melancólico: “Tuvimos nuestra diversión, no nos va a volver a pasar”. A partir de entonces empecé a fijarme en las numerosas canciones de Blondie que adoptan la naturaleza transitoria de la juventud y el temor de quedar viejo y trasnochado como su punto de partida: “X-Offender”, “Dreaming”, “Die Young, Stay Pretty”, “Fade Away and Radiate”, etc. Lo que no hubiera podido imaginar —y creo que ella tampoco— es que casi veinticinco años después de aquel primer concierto, Blondie volvería a dar conciertos y existiría más interés mediático por la escena de Nueva York que nunca. Como La Movida en el contexto español, ya ocupa su merecido lugar dentro de la Historia de la cultura occidental.
Se puede atribuir esta consagración a varios motivos: desde la nostalgia y el reciclaje cíclico de los estilos musicales —una herencia que se debe, al menos en parte, al fenómeno punk— hasta las predilecciones de los comisarios museísticos, editores y productores: tras un relevo generacional, la cúpula cultural ya está ocupada por jóvenes de finales de los años 70. Es una sinergia histórica que la eclosión de la democracia en España coincidiera con el punk, un movimiento cultural y musical que adoptó como axioma tanto el reciclaje frenético y heterodoxo del pasado como la filosofía del bricolaje en su acepción tradicional —es decir, no acudir a profesionales para hacer arreglos en casa— y la derivación metafórica, acuñada por Roland Barthes, de la creación de un nuevo discurso a través de la inteligente apropiación de materiales de ámbitos distintos. En resumidas cuentas, la asimilación casi bulímica de varias generaciones de música y modas juveniles después del aterrizaje parcial, y muchas veces arbitraria, de la cultura popular bajo el franquismo, no supuso un anacronismo sino una manifestación de una manera muy contemporánea de cómo entender la participación cultural.
Dos escenas, una época: de Chris Stein a Miguel Trillo
La Movida y el punk no solo rompieron binomios entre lo profesional y lo amateur, el público y el arte, o lo viejo y el nuevo; también dieron cabida a una amplia gama de medios, y esto ha sido clave para su pervivencia en la conciencia colectiva: se puede acceder a ellos por tantas vías como definiciones hay de ambos términos. Según el local en que toque, Patti Smith tiene por lo menos dos principales perfiles de seguidores: los primeros fans de los Ramones, que van a escuchar sus himnos punk, y otros menos gamberros y más literarios que tendrán sus memorias “Just Kids” —sobre su relación sentimental y profesional con el gran fotógrafo Robert Mapplethorpe— como libro de cabecera. En cuanto a Debbie Harry, siempre ha ocupado un papel análogo al de Alaska aquí: por un lado, tiene varios temas que son predilectos de las orquestas y a los que bailan en las bodas, incluso los abuelos —quizás ya bisabuelos—; pero también ha adoptado una actitud ambivalente hacia su pasado y siempre se ha empeñado en cultivar otras propuestas más arriesgadas y underground sin dejar de tener una presencia mediática que, a ojos de los más exquisitos, queda convertida en un individuo sospechoso.
Por muy utópico y liberador que pueda parecer el punk, solo hace falta echar un vistazo a algunas de las múltiples crónicas orales centradas alrededor del Roxy de Londres, el Rock Ola de Madrid o el CBGBs neoyorquino para darse cuenta de que existían unas ortodoxias y jerarquías que parecen importadas de Rebelión en la granja. Mientras Kaka de Luxe tocaba en un antro madrileño en 1978, el fotógrafo español Miguel Trillo decidió por primera vez cambiar el encuadre y girar la cámara hacia el público: este gesto ha marcado el patrón de toda su carrera subsiguiente, una buena muestra de la cual se ha agrupado bajo la etiqueta Afluencias: Costa Este – Costa Oeste expuesta recientemente en la Tabacalera de Madrid.
En la muestra existen fotos de tribus urbanas de todo el mundo de los últimos treinta años. Sin negar la belleza y penetración psicológica de algunas imágenes de roqueros tatuados de Casablanca, las fotos que más me han llegado, quizás por mi condición de hispanista o de nostálgico, son los retratos de la juventud de los extrarradios de Madrid involucrados en las subculturas de la música heavy y el rap. Si nos fijamos en la imagen de dos melenudos que tendrán apenas catorce años, con miradas desafiantes e inseguras a la vez, un chico y una chica en Usera delante de un póster para un concierto de Black Sabbath y Girlschool, y otra pareja ligando en Villaverde Alto, es casi imposible no pensar: ¿qué habrá sido de ellos? Algunos estarán muertos, otros en el paro, y habrá otros que trabajarán en bancos y tendrán hijos que se sorprenderían si vieran estas imágenes de sus viejos.
Trillo se fue a las afueras porque se hartó un poco del elitista y endogámico mundo de los más modernos de Malasaña y la Castellana, una corte para la cual Pablo Pérez Mínguez se convirtió en el cronista visual oficial. Existe una clara ironía, aunque sea muy típica de las capitales del siglo XXI, que ahora Trillo exhibe en un espacio relativamente central cuya existencia es tanto una causa como una consecuencia de cierta gentrificación del barrio de al lado de la glorieta de Embajadores. Este enclave sigue siendo la parada principal de la kunda, es decir las furgonetas que llevan a los yonquis de tercera clase a sitios como La Cañada Real Galiana, donde venden drogas en fincas custodiadas por unos intimidantes perros amordazados y por cuyas calles los taxis de toda la vida no piensan pasar.
Experimentar y dar forma al desengaño con un sentido del humor filtrado por dosis iguales de caballería y de picaresca, identificar lo poético y lo divertido en cualquier circunstancia y dignificar sin romantizar a los supuestos perdedores, son algunas de las cualidades que más atraen a algunos, si no todos, los artistas de la Movida y del punk. Por este motivo, quizás la foto más emblemática de la exposición sea la de unos aseos con tres fregaderos casi totalmente destrozados con los restos repartidos en el suelo y pintadas de ‘no funciona’, ‘sí’ y ‘no’ para indicar que uno de los grifos de agua caliente y otro de agua fría van, pero los demás no. Mientras muchos de los chavales de San Blas o de Vallecas se parecen a las estrellas de las películas de Eloy de la Iglesia y, por muy distintos que sean sus acercamientos, Trillo comparte con Almodóvar el humanismo radical de retratar con sensibilidad situaciones o modas extremas sin poner en ridículo a sus personajes. Ojalá todos tuviéramos ese talento.
DESEO DE SER PUNK
En el mismo día de mi visita a Tabacalera fui a una exposición de fotos de Miguel Castañeda de macroconciertos en la España contemporánea —la publicidad era casi nula— que compartía cartel con otra sobre la Segunda República en el Centro Cultural Pilar Miró. Cogí el metro en dirección a Villa de Vallecas —ahora un pueblo más dormitorio que conflictivo, incluso en comparación con hace una década— impulsado principalmente por el recuerdo de algunas fotos maravillosas de mi querida Mariví Ibarrola (quien, con su entrañable e infatigable lógica de mejor pedir perdón que permiso, llegaba a tomar algunas de las pocas fotos no oficiales de Bowie en su primer concierto en Madrid), junto a algunas de las anécdotas de la explosión de la música en directo en España que me contó Gay Mercader, el gran promotor musical, en una entrevista que le hice. Las fotos de conciertos que iban desde Tina Turner hasta Fito y Fitipaldis eran profesionales, pero quizás por mi involucramiento en las propuestas de Trillo y de Stein, eché de menos una visión personal no tanto de los artistas en sí sino del público. Si no hubiera sido por los comentarios escritos al lado de las imágenes, habría pensado que los conciertos se podrían haber celebrado en cualquier país. No podría decir lo mismo del lúgubre espacio: como en cientos de autodenominados centros culturales repartidos por toda la península, había mucha más personal de seguridad que visitantes.
Un poco resignado, fui a la cafetería y mientras iba pensando en una foto imaginaria del verdadero primer encuentro entre Almodóvar y Alaska en un concierto de Iggy Pop en Móstoles, entraron algunos jubilados tentados por la oferta de un botellín por un euro. Aunque ni siquiera tengo mi propia cámara y como pueden atestiguar los amigos —y los desafortunados desconocidos que me pasen el móvil ya se enterarán— soy un verdadero ignorante en materia de tecnología y estética fotográfica, me habría encantado pedirles permiso para hacer un retrato de ellos pasando olímpicamente de cualquier aspecto del lugar que no fuera la cerveza, sus contertulianos y las imágenes sobre el ya inminente encarcelamiento de Isabel Pantoja emitidas repetitivamente por el televisor. El hecho de que no lo hiciera es buena prueba de que, por muy fácil que parezca ser un artista autodidacta de la aventura, no todo el mundo tiene ni las aptitudes ni el carácter: que algo no exija tener ni títulos ni acreditaciones profesionales no quiere decir que todo el mundo esté en condiciones de hacerlo.
Cuando acabé de ver mi primer concierto me dije a mí mismo, “cuando sea mayor, quiero ser punk y que mi novia sea como Debbie Harry”; cinco lustros más tarde, a mis treinta y tres primaveras, sigo pensando lo mismo. Mientras tanto, me dedico a tareas más rutinarias, pero ni indignas ni exentas de cierto encanto, como escribir y dar clases sobre la supuestamente efímera Movida.
Fotos de Chris Stein (Chris Stein/Negative: Me, Blondie and the Advent of Punk) y Miguel Trillo (Afluencias: Costa Este – Costa Oeste).