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Exhibitionism

Los Rolling Stones en un mundo post-warholiano
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Según se quiera ver, la presencia de unos preadolescentes haciéndose selfies con estatuas de unos labios lascivos, el icónico emblema de los Rolling Stones, puede interpretarse como castración de las antiguas “Satánicas Majestades” o acto de perversión de la inocencia infantil. Sea como fuere, me pareció una imagen inquietante cuando me encontré con ellos delante de la fachada de la Saatchi Gallery, la galería que acogerá hasta septiembre Exhibitionism, una espectacular muestra sobre la banda, con nueve salas y dos plantas de este museo privado situado en Sloane Square (uno de los barrios más pijos de Londres al lado de la mítica King’s Road) dedicadas a la exposición.

La primera sala constituye algo parecido a un NO-DO (pos)moderno con imágenes de archivo de más de cinco décadas de trayectoria del grupo; el tipo de fotos habituales de macroconciertos. Estas imágenes ofrecen un viaje visual desde los inicios en los garitos londinenses de rhythm ‘n’ blues hasta su triunfo en los estadios mundiales del siglo XXI. Un desafío para un grupo que trabaja a este nivel es mantener la lealtad y el interés de los incondicionales y, a la vez, atraer a un público general que no tenga ni la menor idea de quién es Muddy Waters. Hay de todo en Exhibitionism, aunque muchos de los materiales más serios rayan en la autoparodia. Las entrevistas con productores o técnicos del mundo musical me recordaron al Ralph Fiennes que baila Emotional Rescue y presume de haber contribuido al sonido de Moon is Up en la película A Bigger Splash (Luca Guadagnino, 2015), mientras que la mayoría de las entrevistas con el grupo contienen anécdotas conocidas para quienes hemos visto el documental de Scorsese Crossfire Hurricane (2012) o el material extra de From the Vaults, una recopilación de conciertos en vivo.

En un plano más doméstico, la exposición contiene una reproducción del piso que compartieron Brian Jones, Keith Richards y Mick Jagger en 1962. El hecho de que una propiedad en el vecindario del Saatchi Gallery tenga una apariencia a caballo entre una vivienda victoriana y una casa ocupada por punkis dice bastante sobre los cambios que han marcado tanto a los Rolling como a la ciudad que los vio nacer durante el último medio siglo. Ha supuesto un acierto incluir esta reproducción de época en una exposición que atrae a turistas y nativos (el día que yo estuve había más ingleses que la última vez que fui a The Cavern de Liverpool, aunque por poco margen), y que en un futuro hará gira por medio mundo, con paradas en ciudades como Nueva York o Tokio. Así, por un lado, se ofrece una visión de la historia de Reino Unido a los de fuera y, por el otro, se invita a los ingleses (especialmente a las parejas de mediana edad) a revivir sus propias y personales historias.

En cuanto al patrimonio nacional, una sala con las vestimentas de los integrantes del grupo (una pena que no incluyeran el traje de luces que Richards adquirió para su debut español en la Monumental de Barcelona en 1976) me recordó a la muestra de la sastrería Cornejo que encargó Noelia Iglesias Iglesias en Roquetas de Mar para las Jornadas de Teatro Clásico almerienses, con vestidos usados en películas como El perro del hortelano (Pilar Miró, 1996) o Shakespeare in Love (John Madden, 1998). En ambos casos se mezclan clasismo y clasicismo para ofrecernos una visión idealizada del pasado desde el presente, y palimpsestos históricos que sustentan tanto el estilo personal y generacional como identidades nacionales. Así, por ejemplo, las chaquetas de la época eduardiana que lucieron los Rolling durante los sesenta reflejaban el refinamiento del dandi inglés.

Una casi patológica insistencia durante toda la exposición en el estatus y diversidad de los colaboradores (desde el expresidente Bill Clinton hasta el fotógrafo David Bailey) parece sintomática de cierta ansiedad social: desde sus inicios Mick Jagger ha tenido más de arribista social que de un “Street Fighting Man”. Las malas lenguas siempre han dicho que fue un golpe muy bajo por parte de su mujer, Jerry Hall, tener un affaire con el por entonces aun más acaudalado Robert Sangster (un criador de caballos) para castigar a un músico muy poco dado a la fidelidad.

No es casualidad que existan ciertos olvidos en la exposición en lo referente a influencias más caseras: casi ni aparece Marianne Faithfull, la cantante y aristócrata exnovia de Jagger. No se debe olvidar que la Faithfull no sólo coescribió “Sister Morphine” (una canción reemplazada por el censor franquista en la edición española de Sticky Fingers [1971]), sino que también introdujo a su novio en la cultura europea de una manera que queda patente en algunas de las mejores composiciones de la época dorada del grupo, entre 1968 y 1972. Sabemos por los diarios de Andy Warhol que mantenía una relación mucho más estrecha con Bianca Jagger que con su marido; pero en la exposición nada nos dicen de esto las imágenes y los documentos que muestran la colaboración del máximo exponente del pop art en proyectos como la portada de Sticky Fingers. Tampoco hay ninguna referencia al reemplazo de la portada original para el lanzamiento del disco en el mercado español: se eligieron para la ocasión unos dedos amputados y sumergidos en una sustancia pegajosa, una imagen un tanto esperpéntica que formó parte de la exposición dedicada a Warhol en el Tate Liverpool en 2014-2015.

Perdido en el maremágnum de los Rolling, eché de menos el humor y la falta de solemnidad (que no equivale a ausencia de seriedad o humildad) de las dos exposiciones sobre Warhol celebradas en el Reino Unido este año: la del Museo Ashmolean de Oxford, que incluía algunos cuadros pocas veces expuestos de la colección privada de Andrew Hall, y la de la Gagosian Gallery (a pesar de, o quizás gracias a, la presencia de guardias con pinta de boxeadores profesionales, este espacio privado y gratuito es uno de los lugares más civilizados de la Londres del siglo XXI), esta última conjunta con el fotógrafo Richard Avedon. La yuxtaposición de estas dos figuras tiene sentido si nos fijamos en Warhol menos como un iconoclasta que como un retratista que, como Goya o Velázquez en siglos anteriores, compaginaba el ser un genio con el tener olfato para el mejor postor (la buena planta de Donald Trump, a juicio del artista de la peluca blanca, no bastó para que le perdonara el mezquino acto de no haberle hecho un encargo lucrativo) en una nueva sociedad en la que los aristócratas no siempre tienen sangre azul. De ahí que una temprana serie llamada The American Man (Portrait of Watson Powell) se exhiba junto a imágenes de la hermana gemela del Sha de Persia con otras del crooner Paul Anka, o de Mao. Por su parte, de Avedon se muestra el encargo que, a la espera de las elecciones nacionales en un país todavía traumatizado por el escándalo Watergate, le hizo la revista Rolling Stone: una serie llamada The Family (en España se le daría ahora el nombre de “Las castas”).

Dicho encargo reunía más de cincuenta fotos de las figuras más poderosas de la sociedad estadounidense de aquel entonces. No obstante, tanto en el trabajo de Avedon (hay una preciosa foto de Bianca Jagger de 1972) como en el de Warhol no se remarcan las jerarquías preestablecidas entre políticos, hombres de negocios y artistas. Una pena que los Rolling todavía parezcan sufrir complejos a la hora de situarse en los peldaños sociales y artísticos. Durante sus primeros quince años trabajaron al mismo nivel que Warhol, ofreciendo una prueba más de que la cultura popular es Arte con mayúsculas y los famosos, una nueva aristocracia. Como demuestra la visión filosófica y la práctica artística del artista pop por antonomasia, el capital puede ser un eficaz motor de la creatividad, pero hace falta cierta visión filosófica y unos controles de calidad que Jagger y compañía no siempre han aplicado desde sus drogados años en el exilio fiscal, cuando el lucro fue asumiendo cada vez más protagonismo. Como en los casos de Rod Stewart o Bon Jovi, los conciertos se han convertido en la salvación del grupo gracias a un despliegue de recursos técnicos que, hasta cierto punto, funcionan como camuflaje para la inmovilidad física y el inmovilismo creativo.

En la tienda de Exhibitionism se pueden comprar a precios abusivos camisetas y chaquetas de cuero del estilo de las que se encuentran en las tiendas del Hard Rock Café, desde Barcelona hasta Bangkok. Lo único que realmente me llamó la atención fueron unos pijamas bastante pijos, y yo no iba a invertir más de quinientos euros para irme a la cama con una marca que ha perdurado mucho más allá de la realidad: Some Girls (1978) fue el último gran disco de un grupo que desde la gira de Voodoo Lounge a mediados de los años 90 ha ido perdiendo progresivamente su fuerza musical y vital. De la misma manera que sería injusto recordar a los Rolling a través de la actuación descafeinada de I Can’t Get No (Satisfaction) en 3D, atracción que ocupa la última sala y supone un supuesto clímax en el viaje por los cincuenta años de vida de la banda. Exhibitionism dista mucho de dar una visión cabal del que quizá haya sido el mejor grupo rock ‘n’ roll de todos los tiempos, un conjunto que, para bien o mal, no solamente fue un reflejo sino un catalizador de nuestra cultura actual.

 

La exposición Exhibitionism: The Rolling Stones se puede visitar hasta el 4 de septiembre en la Saatchi Gallery de Londres.