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Lust for life

Apoteósico concierto de Iggy Pop en el Royal Albert Hall
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Con la posible excepción de un par de conciertos de Morrissey al principio del milenio, el personal de seguridad de la sala de conciertos más venerable de Londres nunca había tenido que trabajar tanto como durante la actuación de Iggy Pop del pasado viernes 13 de mayo. Siguiendo el ejemplo del ex-cantante de The Smiths, el antiguo vocalista de The Stooges empezó el concierto vestido de traje pero no tuvo paciencia para esperar hasta el final para deshacerse de la ropa: aunque su exhibicionismo ya no roce la ilegalidad como antes, cuando su gesto de resistencia era dejarse calzoncillos y vaqueros en el escenario, al final de la primera canción —una exuberante Lust for Life— ya se había quedado desnudo de cintura para arriba, y durante Funtime, la cuarta, ya había saltado al público.

Arropado —nunca mejor dicho, dado que todos llevaban esmoquin rojo— por un conjunto de lujo liderado por Josh Homme de The Queens of the Stone Age y sostenido por la contundente pero a la vez sensual aportación de Matt Helders, baterista de los Arctic Monkeys (¿soy el único que opina que los de Sheffield serían otro grupo del montón sin su presencia?), el concierto se basó en los dos discos que el cantante grabó con David Bowie en Berlín (Lust for Life y The Idiot, de 1977), y Post Pop Depression (2016), compuesto con la mencionada formación. Aunque es un lugar común decir que el disco más reciente de un artista veterano es el mejor desde su último clásico, en este caso es verdad: la calidad de Post Pop Depression es solamente un pelín más baja que la de los anteriores, e incluso esta pequeña diferencia desaparece en directo. Canciones como Gardenia, un cuento tragicómico sobre la competición entre Iggy Pop y Allen Ginsberg por la atención de una stripper negra (“Alone in the cheapo motel by the highway to hell America’s greatest living poet was ogling you all night”: “A solas en un motel de mala muerte al lado de la carretera al infierno, el poeta vivo más grande de América llevaba toda la noche comiéndote con los ojos”), y Break Into My Heart están a la altura de clásicos consagrados como The Passenger o Nightclubbing, y fueron coreados con entusiasmo por los 5.000 asistentes.

Nadie en la generación de este hombre nacido hace casi setenta años con el nombre James Newell Osterberg Jr. sigue trabajando a este nivel, ni musical ni físicamente. Demostró con creces que fue un acierto del escritor Irvin Welsh tratarlo como un caso aparte en la conversación entre Sick Boy y Renton en Trainspotting (Danny Boyle, 1996), sobre el deterioro casi inevitable e universal de los genios desde Lou Reed hasta Sean Connery. En la misma película, el comienzo del declive de la relación amorosa de Tommy, y el subsiguiente reemplazamiento afectivo con el caballo, arranca con su decisión de ir a un concierto de nuestro héroe el día del cumpleaños de su novia. Irónicamente la inclusión de Lust for Life y Nightclubbing en aquella banda sonora sirvieron no sólo para la revitalización de su carrera entre nuevas generaciones sino como cierta recompensa financiera que vino a aliviar años de mala gestión tanto en lo profesional como en lo personal. Como le pasó también a los Ramones, sus giras apenas se amortizaron, y si lo hicieron fue en buena medida gracias a las subvenciones concedidas por los ayuntamientos españoles (huelga decir que el acceso a heroína, relativamente fácil y barato en los años del postfranquismo, constituyó otro gran reclamo para algunos músicos).    

El señor Pop no siempre ha elegido las mejores compañías, ni en la vida ni en la carretera. Sin llegar al extremo de Chuck Berry, que iba a los garitos solo con su guitarra para tocar, sin ensayar siquiera, con la banda residente, Iggy tocó con los músicos de turno durante los años ochenta y noventa en recitales nunca exentos de poderío y presencia pero pocas veces a la altura de su genio, convirtiéndose a menudo en una parodia de sí mismo: un monstruo hibrido entre Charles Bukowski y el cantante de un grupo heavy cualquiera (véase, por ejemplo, la grabación Live in Olympia, París, 1991). Los Stooges fueron uno de los conjuntos más duros de la historia de la música, pero echaron mano de saxofón, síntoma y causa de que su estilo iba mucho más allá de la agresividad característica de la música heavy; mientras tanto la presencia de David Bowie como de los teclados fue clave en los hitos que supusieron Lust for Life y The Idiot.  

No obstante, el condescendiente relato por el cual uno se imagina que Bowie echó una mano de un eterno perdedor siempre me ha parecido una injusticia. Los dos trabajan mejor en colaboración —Heroes sin la contribución de Robert Fripp, Low sin Brian Eno, Let’s Dance sin Nile Rogers, son todos impensables—, aunque no se puede dudar que el artista anteriormente conocido como Ziggy Stardust ha sido mucho más imaginativo a la hora de rentabilizar y revitalizar sus talentos. En contraste con su habitual afán de protagonismo, supuso un raro acto de humildad por parte de Bowie convertirse en el teclista de Pop en la gira de The Idiot. Este último gran grupo de Iggy tiene un gran carisma (el muy apuesto Homme desempeña a la perfección su papel de caballero del rock ‘n’ roll con guiños a los galanes del soul). Hemos visto a uno y otro convidado contentísimos de quedarse en segundo plano, aunque sus aportaciones musicales complementan ingeniosamente las numerosas escapadas de su líder por el auditorio. Mientras algunos se esforzaron por tocar al cantante durante Funtime, otros nos quedamos completamente alucinados con la jam krautrock de los músicos, que repitieron la misma frase musical una y otra vez con pequeñas variedades.

Una de las voces más icónicas del rock ‘n’ roll se desplegó con un virtuosismo barroco impresionante, desafiante y melancólico a la vez; temas como American Valhalla de Post Pop Depression o Tonight de Lust for Life fueron viscerales ejercicios de desengaño afirmativo, lo cual, en relación con la más canónica de las dos canciones, ni se atisba en la versión mejor conocida de Tina Turner y David Bowie. Cuando Iggy despareció en los camerinos, la banda  siguió tocando varios minutos el gimmick pop de China Girl de una manera bailable y experimental a la vez. Durante los bises, Repo Man fue una clase magistral sobre cómo tocar punk y metal sin caer ni en los clichés ni en las simplificaciones; la canción de la banda sonora de la película del mismo nombre sobre la violencia capitalista de la América de Reagan dirigida por el británico Alex Cox en 1984 fue el único tema no extraído de los tres discos ya mencionados, pero su presencia tuvo su lógica: supuso la introducción a lo que casi se puede considerar como una suite de las últimas canciones de la noche (Baby, Chocolate Drops, Paraguay, Success) que, en su conjunto, ofreció una visión del parasitario mundo de los negocios musicales no exento ni de amargura ni de humor. En el último tema de la verbena, el cantante enumera una serie de hilarantes imágenes de lo que supuestamente constituye el éxito (“Here comes my car, here comes my Chinese rug”: “Aquí viene mi coche, aquí viene mi alfombra china”), y no es mero romanticismo pensar que la ovación del público, totalmente entregado, tiene aún más valor, por lo menos durante unos minutos de éxtasis, que las comodidades materiales de las que habla la canción.

Nunca había visto ni tanto placer ni tanto calor humano entre artista y público. Los augurios no habían sido buenos. Un público variopinto acogió a la telonera (la compositora y guitarrista Novella, que, por muy imaginativa que fuera, no llegó a hacer mucho más que karaoke ambiental con su instrumento) con los aplausos educados pero reservados. En mi experiencia, estos indicios son muchas veces los augurios del aburrimiento total cuando cantantes como P. J. Harvey o Chris Cornell deciden tocar en este tipo de teatros para demostrar (quizás a sí mismos más que a nadie) que no son meros cantantes de rock sino artistas con mayúsculas. No obstante cuando se anunció la llegada de Mr. Iggy Pop, todo el mundo se puso en pie (muchos encima de los asientos), y se impuso la impresión de que nadie quería estar en ningún otro lugar del mundo.

Una joven subió al escenario para lamer la herida que el cantante se había hecho al producto de un golpe provocado por sus andanzas por el auditorio; delante de mí un hombre de unos cincuenta y pico que antes del arranque tenía pinta de ser gerente de un banco, no dejó de dar brincos adolescentes durante toda la noche. Casi nadie se sentó o fue al baño o al bar durante las más de dos horas de concierto, algo insólito especialmente cuando se trata de un recital muy centrado en los temas del último disco, con canciones como Mass Production, que distan mucho de ser emblemáticas. El buen arte no solamente dignifica al artista sino también al público. La diferencia entre, por ejemplo, un concierto y una pintura es que el primero seguirá en construcción mientras dure y, por lo tanto, la relación es más fluida y recíproca. No solamente nos sentimos todos más libres durante la actuación de Iggy, sino que él pareció sobrecogido por la actuación tanto de sus músicos como de los asistentes.

Siempre ha sido el maestro indiscutible dirigiendo el apocalipsis: maneja igual de bien el caos que el teatro. Pero esta gira es algo especial, y el concierto del Royal Albert Hall figura entre los mejores que he visto nunca en mi vida y, que conste, he asistido a un promedio de dos por semana desde la adolescencia. El último que había visto suyo fue con los Stooges en 2006 en un festival organizado por Thurston Moore, entonces todavía en Sonic Youth. Estuvieron muy bien, pero no tanto como los MC5, que tocaron tras ellos como solían hacer en el Detroit de los 60. No cambiaría esta experiencia por ninguna de sus actuaciones más míticas durante las casi cinco décadas de su carrera. Me siento privilegiado de haberlo visto recibir la alternativa como si fuera un novillero de manos de unos músicos de primera categoría, y a la vez, confirmarse como uno de los grandes del rock y, traspasando las barreras de los géneros, del arte. Lo suyo va más allá de la supervivencia: no es solamente el padrino del punk sino una figura clave de la cultura contemporánea en todas sus vertientes. Que Dios le bendiga.   

 

Portada: C. Goodwin
Resto fotos: archivo.