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Ni tan gordos ni tan sanos
Viaje al corazón de los supermercados estadounidenses
El escritor ruso-estadounidense Gary Shteyngart aseguraba que le era muy fácil detectar el aburguesamiento —hoy llamado “gentrificación”— de un barrio neoyorquino solo con ver cómo se iba poblando de mujeres cada vez más delgadas. Que la obesidad es sinónimo de pobreza y no de opulencia en Estados Unidos ya no es un secreto para nadie: solo por esa razón fui durante un mes, en el gimnasio del barrio depauperado de Filadelfia donde transcurrían mis aventuras norteamericanas, la segunda más delgada de una clase de Zumba a la que acudíamos 15 mujeres, aun cuando desde la adolescencia me instalé en la talla L y de ahí ya no salí.
Las contradictorias relaciones de los estadounidenses con la alimentación y, por tanto, con el cuerpo, se comprende mejor tras un recorrido por los supermercados del conflictivo West Philadelphia, el distrito oeste de la que fue capital provisoria de EEUU a finales del XVIII. En él nació y creció el personaje protagonista de El Príncipe de Bel Air, o eso afirmaba él mismo en el rap que servía como sintonía de la serie. West Philly, como la llaman los lugareños, es un barrio ahora más modosito debido a la presencia de la Universidad de Pennsylvania, que si algo aportó a la zona fue la delgadez humana, pues la ha ido poblando de académicos y estudiantes de aspecto gaceloide.
Comienzo por el supermercado Aldi, donde la segregación racial del barrio se hace más obvia, pues en él los blanquitos somos minoría. “Aquí huele a Lidl” es lo primero que pienso al entrar en este edificio tristón. En el primer pasillo, donde las cajas de cartón funcionan también como expositores, salen a recibirme los ositos de goma Haribo: lo más alemán que se me ocurre después de Frau Merkel. Sigo caminando, sin dejar de apreciar la extraña convivencia entre las marcas locales de dulces y las que llevan nombre tirolés como el chocolate Schogetten, orgulloso de estar fabricado con leche alpina.
La mayoría de los dulces estadounidenses no se avergüenzan de confesar desde su envase que son “naturally flavored”, lo que resulta un oxímoron, pues el verbo “aromatizar” indicaría que ahí ha metido mano la industria. Entiendo, por tanto, que lo natural se halla en el gesto: se trata de una aromatización calificable como honesta, por seguir empleando el spanglish. La afición por añadir capas de sabor a los alimentos y bebidas en Estados Unidos podría equivaler al horror vacui de la pintura barroca, o al de esas ensaladas elaboradas por estudiantes de primero de carrera en las que unos trocitos de piña conviven en escasa armonía con pimientos de piquillo, atún, maíz de lata, queso Feta y jamón de York, por temor a la variante que solo lleva lechuga, tomate y pepino.
Lo llaman mantequilla y no lo es
Que las cosas no son lo que parecen es algo totalmente asumido por el consumidor estadounidense, por eso ya no escandaliza a nadie que una supuesta mantequilla se autodenomine así en letras de molde desde su envase –“BUTTER”– y a la vez, poco más arriba y en una tipografía diminuta, se pueda leer la frase que lo desmiente: “I can’t believe it’s not... BUTTER”. “No me puedo creer que no sea verdadera mantequilla esto tan rico”, es lo que se espera que diga el cliente ideal de este producto. Ocurre que en esta ocasión, y lamentablemente en muchas otras, no estamos hablando de mantequilla sino de un mero untable que lleva un 53% de aceite vegetal (descubrir en qué consiste el 47% restante es labor de periodistas de investigación.) La ironía no intencionada ha llegado a estos mejunjes desde la marca “Homestyle Spread”, que al llamarse así da por hecho la existencia previa de un untable arquetípico fabricado en casa —Homestyle— y añorado por los clientes potenciales del producto.
Muchos otros alimentos manufacturados presentes en Aldi buscan también transmitir la idea de lo casero, fingiendo proceder de bucólicas granjas del Medio Oeste, una idealizada “Menganito's Farm” donde hombretones con vaqueros de peto rastrillan vigorosos la hierba entre silos y vallas de madera pintada de blanco. En efecto, todos estos productos proceden de una misma granja o dos, pero nada entrañables: se trata más bien de gigantescas fábricas, tal como desvela el escritor y activista Michael Pollan en el documental Food. Inc, donde nos hace reparar en el contraste entre la imaginería de estos envoltorios, que siguen empleando ilustraciones de la Norteamérica agraria ya casi extinta, y su escalofriante procedencia real.
La supremacía alemana va menguando poco a poco en Aldi: unas cuantas latas de chucrut son todo lo que veo en los siguientes estantes. En cambio, las tradiciones pensilvanas procedentes de las comunidades menonitas y amish siguen vivas, pues el supermercado es de los pocos que ofrece el controvertido scrapple. Si ponemos del revés las “bes” del Scrabble, el resultado es esta especie de cabeza de jabalí elaborada con despojos de cerdo, maíz molido y harina de alforfón que desayunan solo algunos pensilvanos aguerridos y desde luego, no los jóvenes espigados que cursan su MBA en la escuela de negocios Wharton de la ciudad, donde también pasó un tiempo el candidato republicano Donald Trump.
Comer mientras caminas es la versión estadounidense del estar en misa y repicando, y exige destrezas que pocos humanos poseen, de ahí que el invento de los alimentos-brocheta sean la solución, especialmente para esos niños perezosos que hacen pucheros ante el tazón de cereales reblandecidos. “¿Que no quieren comerse el desayuno? pues se lo empalamos como si fuese un Frigo Pork”: esa sería la estrategia comunicativa, que parece haber calado en la población, pues varias marcas de congelados trabajan simultáneamente una especie de polo de salchicha portátil envuelta en un pancake.
Ya en la cola para pagar me topo con los tradicionales productos destinados a figurar cerca de las cajas: chicles, chocolatinas y todo aquello que llevarse a la boca en un momento de asueto. Por eso se encuentra ahí el beef jerky, ese aperitivo de cecina amojamada e inyectado de sabor a barbacoa tejana. Hasta se puede encontrar en los estancos, y es ahí donde veo un campo de negocio del producto en España: los viejos fumadores empedernidos, de los que usan chisquero de mecha, serían los masticadores idóneos del jerky cuando no tuviesen tabaco a mano.
En Aldi los clientes se han de embolsar su compra, lo cual no es tan común en Estados Unidos, pues en muchas de sus grandes tiendas de alimentación se encuentra la figura del “bagger”, que va metiendo tus alimentos en bolsas de plástico y que —¡milagro!— cobra un sueldo, y no solo las meras propinas que le dejan los clientes. De hecho, hay un enorme supermercado situado a tres manzanas del Aldi que emplea esta prestación como reclamo ya desde el letrero: Supreme, Shop and Bag. Por más que para muchos ese servicio suponga un plus de comodidad, la europea que hay en mí no permitirá que la cajera me embolse mi compra; me resultaría tan extraño y desagradable como una hipotética pedicura llevada a cabo allí mismo por cortesía de la casa.
¿Soy sólo yo o todo está sobredimensionado?
El primer producto con el que siempre me topo en el Supreme antes de girar a la izquierda para comprar fruta y verdura son unos donuts que se presentan en cajas de seis y que me traen indefectiblemente a la memoria el jingle publicitario de los viejos caramelos Chimos de mi niñez: “Chimos es-es un agujero, rodeado de buen caramelo”. El agujero de los donuts del Supreme, rodeado de unos inquietantes pliegues, es una clara reproducción de un —ejem, digámoslo sin tapujos— esfinter anal, y me supone un alivio por tanto, haber accedido solamente a la marca Panrico en mi ya remota época de consumidora de donuts industriales.
Se nota que el Supreme abastece a la comunidad latina del barrio, si no ¿a santo de qué, entonces, esos cientos de paquetes apilados de tortillas marca “La banderita”, con los colores de la enseña mexicana? Quizá los que veo siempre sean los mismos, pudriéndose en los estantes, precisamente porque no hay tal comunidad latina que los adquiera. La haya o no, en Estados Unidos aprovechan la menor oportunidad para escenificar la idea de abundancia; que nunca falte nada, que la vida sea un constante Potlach. De ahí que el aspecto medio vacío de un estante de supermercado norteamericano sea normalmente indicio de unas condiciones climatológicas realmente adversas que han dificultado el abastecimiento.
Muchos productos del Supreme son perfectos para hacerme reparar en otra palabra clave para los estadounidenses: el carisma. Un ejemplo son las galletas inspiradas en las Oreo pero de la marca Paul Newman, cuyo busto figura en el envoltorio, pero también las garrafas de plástico de un galón (más de tres litros y medio) de té frío con limonada que llevan el nombre y la fotografía del golfista Arnold Palmer, pues era su bebida favorita. “Un Seve Ballesteros con mucho hielo, por favor”: ¿Tendríamos el valor de pronunciar eso en España? ¿Compraríamos garrafas con la cara de Seve o de cualquier otro deportista legendario, una Conchita Martínez o un Perico Delgado? Ahí les dejo la pregunta.
En la línea de homenajear a personas y colectivos desde el envasado, el Oscar es para el papel higiénico marca Brawny, que, además de jactarse de su fabricación estadounidense, destina parte de sus beneficios al apoyo económico de los héroes de la nación y de sus familiares (“Support our nation’s heroes and their families”). Otra vez se me viene a la cabeza España, concretamente el whisky Dyc y sus timoratos anuncios de “gente sin complejos”, pues creo que el grueso de ese colectivo que no teme al ridículo se encuentra entre los compradores de este papel higiénico que ayuda a las fuerzas armadas.
Continúo por el pasillo de los quesos, desde donde el Philadelphia, hijo adoptivo de la ciudad, ofrece una gama de sabores mayor que la recomendada por la Organización Mundial de la Salud: además de las clásicas variantes de salmón o finas hierbas, descubro las de tomate seco con albahaca, jalapeño picante, fresa y azúcar moreno con canela. Como en una distopía láctea, también me parece ver un queso cuya etiqueta reza en castellano “Queso arrocero duro viejo en trozo”, pero muy bien puede tratarse de una alucinación, lo mismo que esa fila de envases de queso en spray “Easy Cheese”, el equivalente a un montón de porciones de la versión gringa de El Caserío insertadas a presión en un bote de espuma para el pelo. Y lo que me obliga ya definitivamente a apretar el paso, deseando dar por finalizada la que hasta entonces había sido una amena excursión por el Supreme, es la visión del postre “Luisa’s Creme Parfait”, que para mí es la Copa Danone de un mundo apocalíptico al que no deseo pertenecer: un potingue lechoso con tropezones de algo parecido al aloe vera confitado según la receta de las frutas de Aragón.
En la zona de las golosinas cercanas a la caja, las gominolas en forma de lombriz de la marca Barcelona me hacen sentirme algo más cerca de casa, al menos a nivel léxico.
El noble arte de hacer la compra
Otra palabra esencial en el vocabulario estadounidense básico es el orgullo, y en la cooperativa alimentaria Mariposa lo saben. Un supermercado que vende camisetas, tazas y cantimploras con su propio logo ha de tener la autoestima muy alta, y Mariposa, la Food Co-op cuya cuota de inscripción contribuye a que se obtengan descuentos en las compras, la tiene. Y si les cedes unas horas de tu tiempo para trabajar allí cada mes, más baratos te salen aún tus alimentos, por eso algunos de los trabajadores tienen esa cara de autosatisfacción.
Mariposa nos recibe con una serie de paraguas abiertos con estampado de sandía. Enseguida se escucha hablar a gente —principalmente blanca— sobre “Elei”, que es, digo yo, Los Angeles. No hay ni rastro de scrapple aquí, ni helados comercializados en envases tan grandes como el cubo de la fregona: las tarrinas son de medio litro, una miniatura en este país, y los sabores oscilan entre pistacho siciliano y caramelo con sal marina, difíciles para muchos paladares norteamericanos. Pero sigue habiendo, al igual que en Aldi y en Supreme, pan de hamburguesa elaborado con harina de patata. Tengo una noticia para mí misma: creo que he debido de comer más de uno de estos panes a lo largo de mi infancia, porque ese aspecto excesivamente lisito lo reconozco a la legua: es exacto al de los bimbollos, que quizá fuesen de patata, aunque yo lo ignorase.
En Mariposa sí se encuentran productos procedentes de pequeñas granjas familiares, muchas de ellas amish, pues la comunidad está ampliamente instalada en el estado de Pensilvania. La palabra “Organic” acecha en todas las etiquetas de sus productos, lo cual posiciona a esta cooperativa a años luz de los otros dos supermercados. Pero lo que verdaderamente actúa como signo de distinción aquí es la presencia del adjetivo “unsweetened” [sin edulcorar], toda una declaración de principios en un país tan dependiente de los cristalitos de la caña de azúcar. Es casi punk que algo no lleve edulcorantes de ningún tipo en EEUU, y eso les gusta a los mariposistas, que compran tan contentos sus tés sin dulzor añadido.
Tras molerme yo misma el café que después compraré y adquirir unas láminas secas de alga con sabor a sésamo, necesito quitarme el regusto snob del Mariposa, así es que me aventuro a cruzar el río Schuylkill y me dirijo al gran templo alimenticio de la clase media estadounidense: el Trader Joe’s.
El ultramarinos de la sonrisa perenne
La identidad visual del Trader Joe's se cuida al detalle: sus empleados visten camisetas de colores con un florón tropical hawaiano en la espalda, o en su defecto, camisas de manga corta con estampado de palmeras. Algunos son jóvenes, otros en absoluto, y enseguida me culpo por haber reparado en ello, pues aquí está muy mal visto caer en el “ageism”, es decir, la discriminación de las personas por su edad. Para luchar contra ello, las empresas contratan en abundancia a señores y señoras con gafas de cerca, las universidades becan a doctorandos de cuarenta y tantos, y ay de quien se burle o rechiste.
En el Trader Joe’s de Market Street lo primero que vemos es la sección de flores. Después llegan las verduras, cuya reina es la kale o col rizada. Procedente de la cocina sureña estadounidense, esta prima hermana de la berza es hoy lo que rumia el moderneo, hasta el punto de que muchos, aburridos de su omnipresencia, empiezan a arrinconarla. Las chips de kale para picar están a la orden del día y ocupan tantos estantes como las patatas fritas. Y es que la ingesta de snacks es el nuevo tabaquismo de los estadounidenses, pero los cuerpos que acuden a Trader Joe’s están provistos de un pilotito que les alerta contra los productos poco saludables, de ahí que los ideólogos del Trader Joe’s acudan con frecuencia a palabras como “reduced” para referirse a aquellos alimentos que, en teoría, llevan menos grasa, sal o azúcar. Encuentro incluso unas patatas fritas que declaran ser “reduced guilt” [bajas en culpa] en su envoltorio, quizá para presumir frente a las otras, recubiertas de chocolate (¡!), que descansan al lado.
La identidad sonora del Trader Joe’s también está muy cuidada: las campanitas son el instrumento corporativo. Hay una pequeña cocina con un mostrador donde te dan a probar recetas que podrías elaborar en tu propia casa con sus productos. Te llaman con una campanita de cantina y acudes pavlovianamente a saborear vasitos de crema de pimientos y tomate, o de pollo con judías edamame.
La otra campanita que repica es la que anuncia que te ha llegado el turno de pasar por caja. Se forma una cola de longitud considerable para pagar a lo largo y ancho del local, pero es una cola alegre. ¿Y cómo puede una cola de caja de supermercado ser alegre? Pues porque la voz que, junto al campanilleo, te anuncia el número de la caja que te corresponde no procede de una grabación, sino de un empleado sonriente (otro adjetivo esencial para sobrevivir en este enorme país). Cuando me llega el turno, la cajera establece conmigo una breve conversación durante la cual me elogia mis pantalones de cuadros: me apena pensar que la charla es fruto del cursillo de formación en el que le dieron pistas para alabar cualquier cosa que le llame la atención. Probablemente a esta hora del día haya cantado ya las virtudes de más de cinco monturas de gafas, monederos o sortijas, y haya hecho carantoñas a tres o cuatro niños. Pero en realidad, ¿cómo distingo su escenificación de la cordialidad de lo que sería un interés verdadero? Esta pregunta me sobrevuela desde que llegué a Estados Unidos y no creo poder hallar su respuesta.
Y al volver cargada de bolsas a mi habitáculo, por las calles desangeladas de West Philadelphia al anochecer, entre gasolineras y establecimientos de lavado de coches, pienso que este país, salvo las dos o tres ciudades emblemáticas que tanto gustan a todos, es una extensísima superficie untable, fabricada con aceites y grasas de dudosa calidad.
Ni tan gordos ni tan sanos
El escritor ruso-estadounidense Gary Shteyngart aseguraba que le era muy fácil detectar el aburguesamiento —hoy llamado “gentrificación”— de un barrio neoyorquino solo con ver cómo se iba poblando de mujeres cada vez más delgadas. Que la obesidad es sinónimo de pobreza y no de opulencia en Estados Unidos ya no es un secreto para nadie: solo por esa razón fui durante un mes, en el gimnasio del barrio depauperado de Filadelfia donde transcurrían mis aventuras norteamericanas, la segunda más delgada de una clase de Zumba a la que acudíamos 15 mujeres, aun cuando desde la adolescencia me instalé en la talla L y de ahí ya no salí.
Las contradictorias relaciones de los estadounidenses con la alimentación y, por tanto, con el cuerpo, se comprende mejor tras un recorrido por los supermercados del conflictivo West Philadelphia, el distrito oeste de la que fue capital provisoria de EEUU a finales del XVIII. En él nació y creció el personaje protagonista de El Príncipe de Bel Air, o eso afirmaba él mismo en el rap que servía como sintonía de la serie. West Philly, como la llaman los lugareños, es un barrio ahora más modosito debido a la presencia de la Universidad de Pennsylvania, que si algo aportó a la zona fue la delgadez humana, pues la ha ido poblando de académicos y estudiantes de aspecto gaceloide.
Comienzo por el supermercado Aldi, donde la segregación racial del barrio se hace más obvia, pues en él los blanquitos somos minoría. “Aquí huele a Lidl” es lo primero que pienso al entrar en este edificio tristón. En el primer pasillo, donde las cajas de cartón funcionan también como expositores, salen a recibirme los ositos de goma Haribo: lo más alemán que se me ocurre después de Frau Merkel. Sigo caminando, sin dejar de apreciar la extraña convivencia entre las marcas locales de dulces y las que llevan nombre tirolés como el chocolate Schogetten, orgulloso de estar fabricado con leche alpina.
La mayoría de los dulces estadounidenses no se avergüenzan de confesar desde su envase que son “naturally flavored”, lo que resulta un oxímoron, pues el verbo “aromatizar” indicaría que ahí ha metido mano la industria. Entiendo, por tanto, que lo natural se halla en el gesto: se trata de una aromatización calificable como honesta, por seguir empleando el spanglish. La afición por añadir capas de sabor a los alimentos y bebidas en Estados Unidos podría equivaler al horror vacui de la pintura barroca, o al de esas ensaladas elaboradas por estudiantes de primero de carrera en las que unos trocitos de piña conviven en escasa armonía con pimientos de piquillo, atún, maíz de lata, queso Feta y jamón de York, por temor a la variante que solo lleva lechuga, tomate y pepino.
Lo llaman mantequilla y no lo es
Que las cosas no son lo que parecen es algo totalmente asumido por el consumidor estadounidense, por eso ya no escandaliza a nadie que una supuesta mantequilla se autodenomine así en letras de molde desde su envase –“BUTTER”– y a la vez, poco más arriba y en una tipografía diminuta, se pueda leer la frase que lo desmiente: “I can’t believe it’s not... BUTTER”. “No me puedo creer que no sea verdadera mantequilla esto tan rico”, es lo que se espera que diga el cliente ideal de este producto. Ocurre que en esta ocasión, y lamentablemente en muchas otras, no estamos hablando de mantequilla sino de un mero untable que lleva un 53% de aceite vegetal (descubrir en qué consiste el 47% restante es labor de periodistas de investigación.) La ironía no intencionada ha llegado a estos mejunjes desde la marca “Homestyle Spread”, que al llamarse así da por hecho la existencia previa de un untable arquetípico fabricado en casa —Homestyle— y añorado por los clientes potenciales del producto.
Muchos otros alimentos manufacturados presentes en Aldi buscan también transmitir la idea de lo casero, fingiendo proceder de bucólicas granjas del Medio Oeste, una idealizada “Menganito's Farm” donde hombretones con vaqueros de peto rastrillan vigorosos la hierba entre silos y vallas de madera pintada de blanco. En efecto, todos estos productos proceden de una misma granja o dos, pero nada entrañables: se trata más bien de gigantescas fábricas, tal como desvela el escritor y activista Michael Pollan en el documental Food. Inc, donde nos hace reparar en el contraste entre la imaginería de estos envoltorios, que siguen empleando ilustraciones de la Norteamérica agraria ya casi extinta, y su escalofriante procedencia real.
La supremacía alemana va menguando poco a poco en Aldi: unas cuantas latas de chucrut son todo lo que veo en los siguientes estantes. En cambio, las tradiciones pensilvanas procedentes de las comunidades menonitas y amish siguen vivas, pues el supermercado es de los pocos que ofrece el controvertido scrapple. Si ponemos del revés las “bes” del Scrabble, el resultado es esta especie de cabeza de jabalí elaborada con despojos de cerdo, maíz molido y harina de alforfón que desayunan solo algunos pensilvanos aguerridos y desde luego, no los jóvenes espigados que cursan su MBA en la escuela de negocios Wharton de la ciudad, donde también pasó un tiempo el candidato republicano Donald Trump.
Comer mientras caminas es la versión estadounidense del estar en misa y repicando, y exige destrezas que pocos humanos poseen, de ahí que el invento de los alimentos-brocheta sean la solución, especialmente para esos niños perezosos que hacen pucheros ante el tazón de cereales reblandecidos. “¿Que no quieren comerse el desayuno? pues se lo empalamos como si fuese un Frigo Pork”: esa sería la estrategia comunicativa, que parece haber calado en la población, pues varias marcas de congelados trabajan simultáneamente una especie de polo de salchicha portátil envuelta en un pancake.
Ya en la cola para pagar me topo con los tradicionales productos destinados a figurar cerca de las cajas: chicles, chocolatinas y todo aquello que llevarse a la boca en un momento de asueto. Por eso se encuentra ahí el beef jerky, ese aperitivo de cecina amojamada e inyectado de sabor a barbacoa tejana. Hasta se puede encontrar en los estancos, y es ahí donde veo un campo de negocio del producto en España: los viejos fumadores empedernidos, de los que usan chisquero de mecha, serían los masticadores idóneos del jerky cuando no tuviesen tabaco a mano.
En Aldi los clientes se han de embolsar su compra, lo cual no es tan común en Estados Unidos, pues en muchas de sus grandes tiendas de alimentación se encuentra la figura del “bagger”, que va metiendo tus alimentos en bolsas de plástico y que —¡milagro!— cobra un sueldo, y no solo las meras propinas que le dejan los clientes. De hecho, hay un enorme supermercado situado a tres manzanas del Aldi que emplea esta prestación como reclamo ya desde el letrero: Supreme, Shop and Bag. Por más que para muchos ese servicio suponga un plus de comodidad, la europea que hay en mí no permitirá que la cajera me embolse mi compra; me resultaría tan extraño y desagradable como una hipotética pedicura llevada a cabo allí mismo por cortesía de la casa.
¿Soy sólo yo o todo está sobredimensionado?
El primer producto con el que siempre me topo en el Supreme antes de girar a la izquierda para comprar fruta y verdura son unos donuts que se presentan en cajas de seis y que me traen indefectiblemente a la memoria el jingle publicitario de los viejos caramelos Chimos de mi niñez: “Chimos es-es un agujero, rodeado de buen caramelo”. El agujero de los donuts del Supreme, rodeado de unos inquietantes pliegues, es una clara reproducción de un —ejem, digámoslo sin tapujos— esfinter anal, y me supone un alivio por tanto, haber accedido solamente a la marca Panrico en mi ya remota época de consumidora de donuts industriales.
Se nota que el Supreme abastece a la comunidad latina del barrio, si no ¿a santo de qué, entonces, esos cientos de paquetes apilados de tortillas marca “La banderita”, con los colores de la enseña mexicana? Quizá los que veo siempre sean los mismos, pudriéndose en los estantes, precisamente porque no hay tal comunidad latina que los adquiera. La haya o no, en Estados Unidos aprovechan la menor oportunidad para escenificar la idea de abundancia; que nunca falte nada, que la vida sea un constante Potlach. De ahí que el aspecto medio vacío de un estante de supermercado norteamericano sea normalmente indicio de unas condiciones climatológicas realmente adversas que han dificultado el abastecimiento.
Muchos productos del Supreme son perfectos para hacerme reparar en otra palabra clave para los estadounidenses: el carisma. Un ejemplo son las galletas inspiradas en las Oreo pero de la marca Paul Newman, cuyo busto figura en el envoltorio, pero también las garrafas de plástico de un galón (más de tres litros y medio) de té frío con limonada que llevan el nombre y la fotografía del golfista Arnold Palmer, pues era su bebida favorita. “Un Seve Ballesteros con mucho hielo, por favor”: ¿Tendríamos el valor de pronunciar eso en España? ¿Compraríamos garrafas con la cara de Seve o de cualquier otro deportista legendario, una Conchita Martínez o un Perico Delgado? Ahí les dejo la pregunta.
En la línea de homenajear a personas y colectivos desde el envasado, el Oscar es para el papel higiénico marca Brawny, que, además de jactarse de su fabricación estadounidense, destina parte de sus beneficios al apoyo económico de los héroes de la nación y de sus familiares (“Support our nation’s heroes and their families”). Otra vez se me viene a la cabeza España, concretamente el whisky Dyc y sus timoratos anuncios de “gente sin complejos”, pues creo que el grueso de ese colectivo que no teme al ridículo se encuentra entre los compradores de este papel higiénico que ayuda a las fuerzas armadas.
Continúo por el pasillo de los quesos, desde donde el Philadelphia, hijo adoptivo de la ciudad, ofrece una gama de sabores mayor que la recomendada por la Organización Mundial de la Salud: además de las clásicas variantes de salmón o finas hierbas, descubro las de tomate seco con albahaca, jalapeño picante, fresa y azúcar moreno con canela. Como en una distopía láctea, también me parece ver un queso cuya etiqueta reza en castellano “Queso arrocero duro viejo en trozo”, pero muy bien puede tratarse de una alucinación, lo mismo que esa fila de envases de queso en spray “Easy Cheese”, el equivalente a un montón de porciones de la versión gringa de El Caserío insertadas a presión en un bote de espuma para el pelo. Y lo que me obliga ya definitivamente a apretar el paso, deseando dar por finalizada la que hasta entonces había sido una amena excursión por el Supreme, es la visión del postre “Luisa’s Creme Parfait”, que para mí es la Copa Danone de un mundo apocalíptico al que no deseo pertenecer: un potingue lechoso con tropezones de algo parecido al aloe vera confitado según la receta de las frutas de Aragón.
En la zona de las golosinas cercanas a la caja, las gominolas en forma de lombriz de la marca Barcelona me hacen sentirme algo más cerca de casa, al menos a nivel léxico.
El noble arte de hacer la compra
Otra palabra esencial en el vocabulario estadounidense básico es el orgullo, y en la cooperativa alimentaria Mariposa lo saben. Un supermercado que vende camisetas, tazas y cantimploras con su propio logo ha de tener la autoestima muy alta, y Mariposa, la Food Co-op cuya cuota de inscripción contribuye a que se obtengan descuentos en las compras, la tiene. Y si les cedes unas horas de tu tiempo para trabajar allí cada mes, más baratos te salen aún tus alimentos, por eso algunos de los trabajadores tienen esa cara de autosatisfacción.
Mariposa nos recibe con una serie de paraguas abiertos con estampado de sandía. Enseguida se escucha hablar a gente —principalmente blanca— sobre “Elei”, que es, digo yo, Los Angeles. No hay ni rastro de scrapple aquí, ni helados comercializados en envases tan grandes como el cubo de la fregona: las tarrinas son de medio litro, una miniatura en este país, y los sabores oscilan entre pistacho siciliano y caramelo con sal marina, difíciles para muchos paladares norteamericanos. Pero sigue habiendo, al igual que en Aldi y en Supreme, pan de hamburguesa elaborado con harina de patata. Tengo una noticia para mí misma: creo que he debido de comer más de uno de estos panes a lo largo de mi infancia, porque ese aspecto excesivamente lisito lo reconozco a la legua: es exacto al de los bimbollos, que quizá fuesen de patata, aunque yo lo ignorase.
En Mariposa sí se encuentran productos procedentes de pequeñas granjas familiares, muchas de ellas amish, pues la comunidad está ampliamente instalada en el estado de Pensilvania. La palabra “Organic” acecha en todas las etiquetas de sus productos, lo cual posiciona a esta cooperativa a años luz de los otros dos supermercados. Pero lo que verdaderamente actúa como signo de distinción aquí es la presencia del adjetivo “unsweetened” [sin edulcorar], toda una declaración de principios en un país tan dependiente de los cristalitos de la caña de azúcar. Es casi punk que algo no lleve edulcorantes de ningún tipo en EEUU, y eso les gusta a los mariposistas, que compran tan contentos sus tés sin dulzor añadido.
Tras molerme yo misma el café que después compraré y adquirir unas láminas secas de alga con sabor a sésamo, necesito quitarme el regusto snob del Mariposa, así es que me aventuro a cruzar el río Schuylkill y me dirijo al gran templo alimenticio de la clase media estadounidense: el Trader Joe’s.
El ultramarinos de la sonrisa perenne
La identidad visual del Trader Joe's se cuida al detalle: sus empleados visten camisetas de colores con un florón tropical hawaiano en la espalda, o en su defecto, camisas de manga corta con estampado de palmeras. Algunos son jóvenes, otros en absoluto, y enseguida me culpo por haber reparado en ello, pues aquí está muy mal visto caer en el “ageism”, es decir, la discriminación de las personas por su edad. Para luchar contra ello, las empresas contratan en abundancia a señores y señoras con gafas de cerca, las universidades becan a doctorandos de cuarenta y tantos, y ay de quien se burle o rechiste.
En el Trader Joe’s de Market Street lo primero que vemos es la sección de flores. Después llegan las verduras, cuya reina es la kale o col rizada. Procedente de la cocina sureña estadounidense, esta prima hermana de la berza es hoy lo que rumia el moderneo, hasta el punto de que muchos, aburridos de su omnipresencia, empiezan a arrinconarla. Las chips de kale para picar están a la orden del día y ocupan tantos estantes como las patatas fritas. Y es que la ingesta de snacks es el nuevo tabaquismo de los estadounidenses, pero los cuerpos que acuden a Trader Joe’s están provistos de un pilotito que les alerta contra los productos poco saludables, de ahí que los ideólogos del Trader Joe’s acudan con frecuencia a palabras como “reduced” para referirse a aquellos alimentos que, en teoría, llevan menos grasa, sal o azúcar. Encuentro incluso unas patatas fritas que declaran ser “reduced guilt” [bajas en culpa] en su envoltorio, quizá para presumir frente a las otras, recubiertas de chocolate (¡!), que descansan al lado.
La identidad sonora del Trader Joe’s también está muy cuidada: las campanitas son el instrumento corporativo. Hay una pequeña cocina con un mostrador donde te dan a probar recetas que podrías elaborar en tu propia casa con sus productos. Te llaman con una campanita de cantina y acudes pavlovianamente a saborear vasitos de crema de pimientos y tomate, o de pollo con judías edamame.
La otra campanita que repica es la que anuncia que te ha llegado el turno de pasar por caja. Se forma una cola de longitud considerable para pagar a lo largo y ancho del local, pero es una cola alegre. ¿Y cómo puede una cola de caja de supermercado ser alegre? Pues porque la voz que, junto al campanilleo, te anuncia el número de la caja que te corresponde no procede de una grabación, sino de un empleado sonriente (otro adjetivo esencial para sobrevivir en este enorme país). Cuando me llega el turno, la cajera establece conmigo una breve conversación durante la cual me elogia mis pantalones de cuadros: me apena pensar que la charla es fruto del cursillo de formación en el que le dieron pistas para alabar cualquier cosa que le llame la atención. Probablemente a esta hora del día haya cantado ya las virtudes de más de cinco monturas de gafas, monederos o sortijas, y haya hecho carantoñas a tres o cuatro niños. Pero en realidad, ¿cómo distingo su escenificación de la cordialidad de lo que sería un interés verdadero? Esta pregunta me sobrevuela desde que llegué a Estados Unidos y no creo poder hallar su respuesta.
Y al volver cargada de bolsas a mi habitáculo, por las calles desangeladas de West Philadelphia al anochecer, entre gasolineras y establecimientos de lavado de coches, pienso que este país, salvo las dos o tres ciudades emblemáticas que tanto gustan a todos, es una extensísima superficie untable, fabricada con aceites y grasas de dudosa calidad.