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Hispanismo para dummies
Así se explica España en los campus estadounidenses
Hasta hace bien poco, cuando escuchaba la palabra “hispanista” se me venía indefectiblemente a la cabeza un irlandés o un angloamericano vinculado tan estrechamente a un personaje español como un ventrílocuo a su muñeco: Ian Gibson, por ejemplo, fiel arqueólogo de Lorca, o Paul Preston, con su Generalísimo acompañándole en su periplo por congresos internacionales en tanto que objeto de estudio. Podríamos decir entonces que Gibson y Preston, como hispanistas, se han dedicado a leer España, a interpretarla y, por ende, a explicársela al mundo.
Ante esta realidad, quizás alguno de los que llevan una pegatina en el coche con el lema: “Ser español, un orgullo; madrileño, un título” pegue un respingo: “¿Y por qué estos ingleses nos tienen que explicar España?”, sería la queja. Yo misma, de buenas a primeras, no tendría una respuesta válida para los de la pegatina en el parabrisas. Voy a ver si aquí la puedo ir desgranando entonces, preguntándome antes de nada qué es esa actividad a la que llaman hispanismo.
Como una Second Life bastante más exitosa que el invento en sí, el hispanismo podría asemejarse a un microcosmos que acaba enganchando a quienes se dan cita en él. Cuenta con sus sedes, la mayoría ubicadas en los departamentos de español de universidades angloamericanas, con sus revistas oficiales —que ojalá tengan más lectores que las propias de Second Life— y con sus estrellas mediáticas de artículo académico electrónico: los professors con dos eses, ellas y ellos, que se dedican a escarbar temas de estudio y autores poco explorados. ¿Y si desempolvamos a Gustavo Adolfo Bécquer y lo leemos a la luz de la teoría queer? —podrían decidir—, ¿o si nos ponemos a estudiar todos al unísono a Carmen Bravo-Villasante, que ya no la lee ni el apuntador, y así repensamos su obra desde la crítica feminista?: esa sería otra posibilidad. Y así hasta la extenuación.
Pero cuando uno estudia filología hispánica en una universidad española, ¿por qué no se pasea por las calles adoquinadas de Salamanca declarando “soy hispanista”? Pues porque el término se suele emplear para designar a aquellos que, como Gibson y Preston, no tuvieron que memorizar la Canción del pirata de Espronceda en la infancia y decidieron hacerlo de mayores, desde sus climas con frecuencia lluviosos. Y ya se sabe que en la distancia se idealiza más y mejor, de ahí que los amores transatlánticos siempre proporcionen grandes momentos de satisfacción y el hispanismo produzca algunos de sus más sabrosos frutos desde lugares remotos.
Lo transatlántico es clave para entender el enfoque de los estudios hispánicos en el mundo angloamericano. Puesto que el español se habla y escribe a ambos lados del Océano, es impensable no tener en cuenta los puntos de encuentro y desencuentro entre las diversas realidades lingüísticas y culturales. Se acabó lo de blandir la espada del Cid por doquier en las aulas: no es que su Cantar, con sus infantes de Carrión dispuestos a afrentar a cualquiera que se adentre en los bosques, se haya dejado de estudiar, pero no recibe mayor atención que la obra de Sor Juana Inés de la Cruz o que la del cronista virreinal Guamán Poma. España, pues, camina por los pasillos de estos departamentos sin sacar tanto pecho como antes: los estudios peninsulares han dejado de ser el rey de la casa, y ya era hora de que eso sucediera. Por eso, no resulta extraño que un profesor de poesía modernista española, al comentar la obra de Antonio Machado, pregunte a sus estudiantes si han visitado alguna vez Castilla. Probablemente más de la mitad no hayan pisado ninguna de las dos submesetas, y ante eso, los de la pegatina en el parabrisas se llevarían de nuevo las manos a la cabeza: ¿cómo se puede ser experto en Machado o en Alfonso X el Sabio y sus Cantigas sin conocer Castilla? Pues igual que se puede tocar free jazz sin haber vivido en la Nueva York de los sesenta. De ahí que el hispanismo esté más emparentado con el jazz que con el flamenco, pues sí que parece complicado ser una estrella del cante si una no se ha criado en las tres mil viviendas de Sevilla, rodeada de primos que empiezan a cantar más temprano que el gallo.
Real Fábrica de Hispanistas, Inc.
El hispanista no nace: se va haciendo a fuego lento en Texas, Rhode Island o New Jersey. Las encías del hispanismo en Estados Unidos están sanas y coloradotas, no así las de los estudios eslavos o italianos, cuyos departamentos no viven precisamente un momento de gloria. Y no es que La divina comedia haya dejado de interesar sin razón aparente: es más bien que Italia no es un mercado por descubrir. Si nos ponemos conspiratorios, podemos pensar que cuando las multinacionales estadounidenses necesitan conocer bien un mercado potencial, fomentan el nacimiento de departamentos universitarios especializados en esa lengua y cultura en las mejores universidades del país: el auge actual de los estudios sobre Asia Oriental podría corroborar esta teoría conspiratoria, así como el hecho de que se abrieran tantas secciones de español en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Pero hay otras variables más fácilmente constatables que han influido en la creación de estos departamentos: una de ellas se llama exilio, y su horrísono motor fue la guerra civil española. Otra podría resumirse así: “soy escritor, editor o traductor literario y aquí puedo encontrar un medio de vida afín a mis aptitudes”. De este modo, centenares de letraheridos hispanohablantes de ambos lados del Atlántico pueblan esos cientos de campus esparcidos por el inmenso país norteamericano, en una especie de mili civil por la que muchos escritores o licenciados en literatura hispánica desean pasar. Desde Ricardo Piglia y Alan Pauls, que han dado clases en Princeton ya en este siglo, hasta Antonio Orejudo, con su flamante doctorado de la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook. Y obviamente, los escritores y filólogos que desembarcaron mucho antes, como Pedro Salinas, Carlos Blanco Aguinaga, Jorge Guillén o Josefina Ludmer.
Muchos de ellos, además de arrojar luz sobre escritores del pasado y presente, han generado novelas de campus en lengua castellana. Como sus lectores comprobarán, la novela de campus en lengua castellana no es un mero remedo de su hermana mayor en inglés, sino una variante del género al que aporta como elemento idiosincrásico el extrañamiento que sienten —y por ende narran— los personajes recién aterrizados en esos paisajes, a menudo aislados en el Medio Oeste de la geografía estadounidense, como les ocurre al protagonista de Ciudades desiertas del mexicano José Agustín y al de Donde van a morir los elefantes, del chileno José Donoso.
Una misión que se autoimponen los narradores de estas crónicas ficcionadas es trazar un mapa del hispanismo, de las luchas intestinas entre peninsularistas y latinoamericanistas, de sus artículos y tesis de temas tan insólitos como “la figura del gaucho en la literatura gauchesca”, según parodia Antonio Orejudo en Un momento de descanso. Otra manera de enterarnos de cómo era el clima del hispanismo estadounidense de hace décadas es leer las memorias de los exiliados que aterrizaron en la academia: Víctor Fuentes, desde Santa Bárbara, o Carlos Blanco Aguinaga desde San Diego, nos cuentan chismes de la hija de Jorge Guillén, del concurso de tortillas de patata que tenía lugar entre los profesores del curso de verano del Middlebury College y otras lindezas.
En De mal asiento (Caballo de Troya, 2010), Carlos Blanco distingue entre un “ellos”, los españoles que permanecieron en la península durante el franquismo, y un “nosotros” compuesto por todos los exiliados en México y Estados Unidos que conoció a lo largo de su estancia en ambos países, y que se sabían privilegiados por las oportunidades de las que disfrutaron: “nosotros teníamos a mano maestros, libros, cine; ellos, oprimidos, reprimidos y en gran desventaja cultural, vivían en una realidad que era la suya, en tanto que nosotros no acabábamos de saber dónde vivíamos.”
Y en ese no saber donde se vive, en esa falta de barandillas a las que agarrarse, se cuela el desvalimiento: la soledad del hispanista en Estados Unidos es igual o superior a la del corredor de fondo. De nuevo Carlos Blanco, desesperadamente alienado desde su puesto de catedrático en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, según él, “el corazón del solipsismo”, se sincera: “Había, pues, que irse a donde hubiese mucha gente más o menos como uno, gente que, poco o mucho, bien o mal, hablara –más o menos– como uno; gente también desplazada; gente con alguna variante de nuestra situación; gente que estaba donde estaba porque lo importante es seguir tirando, y la verdad, tanto monta, monta tanto un país como otro, lo importante es saber which side are you on, de qué lado estás, como decían los sindicalistas americanos de los años treinta”.
Y de esa imposibilidad para ser testigo del día a día de la lengua, de la llegada de palabras como “fistro” o “piticlander” al castellano peninsular, es de la que más se resienten los hispanistas que viven lejos, por bien dispuestos que se hallen para estudiar todo lo pop o lo basuril que se les ponga a mano: el mejor ejemplo es el de Paul Julian Smith, que cambió a Quevedo por Almodóvar, por Antonio Mercero y por la teleserie El Barco, y los estudia desde su despacho neoyorquino de CUNY. A profesores como ellos les toca formar a los hispanistas del mañana, que ya están ahí, en la catapulta, esperando ser propulsados como académicos que a su vez formarán a las siguientes generaciones.
Pero no pensemos que hay miles de estudiantes de Massachusetts, Connecticut y otros lugares con nombres plagados de dobles consonantes que desde los quince años sueñan con entrar en un departamento de estudios hispánicos para, por fin, analizar en profundidad el dualismo eros-tánatos en El libro de buen amor —estudio que muy bien podría figurar en el programa de uno de los cientos de congresos de crítica literaria que tienen lugar anualmente—.
Los muchachos y muchachas norteamericanos llegan a la universidad sin haber decidido qué estudiarán, pues así es como funciona el sistema estadounidense: una vez allí, escogen entre diversas asignaturas para fabricarse ellos mismos su licenciatura, y a menudo se decantarán por un curso de español como lengua extranjera, por su masiva presencia en EEUU. Pongamos que Karen, estudiante en Minnesota, se anime a escoger una asignatura sobre el cine de Buñuel tras su curso de español intermedio, y después, alguna otra de título atrayente como “El Madrid de Almodóvar” o “Perspectivas sobre el cómic latinoamericano”, pues los profesores han de saber vender bien su curso para lograr reclutar el suficiente número de estudiantes.
Tras un par de años, Karen empieza a tener una idea de la cultura en español en sus diversas manifestaciones; maneja los nombres clave de ayer y hoy —Cervantes, Borges, Buñuel, Frida Kahlo, García Márquez—, e incluso algunos menos frecuentes como el de Jess Franco, cuyas películas vio en una de las clases de introducción al cine español de serie B. Ya está acariciando la idea de cursar un doctorado con una beca del departamento, pero antes pasará un año en algún enclave específico de la cultura española. En efecto: acaba de nacer una hispanista.
El Tío Gilito visita el campus
¿De qué hablamos cuando decimos que las universidades estadounidenses “tienen recursos”? Pues, por ejemplo, de los abundantes caterings que acompañan cada charla de un profesor invitado: en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia, los sándwiches contienen un mínimo de seis lonchas de fiambre que impiden la formación de esos resquicios donde la boca solo accede al pan; las enormes cookies de mantequilla de cacahuete, por su parte, son la perdición de hispanistas y golosos de cualquier disciplina. El despliegue de medios de ese gran pueblo con poderío, que dirían los protagonistas de Bienvenido Mr. Marshall, también se dejó ver en el Empire State Building el 20 de mayo del 2014, pues aparecía iluminado en violeta para celebrar la graduación de los estudiantes de NYU (New York University), cuyo color corporativo es precisamente ese.
Pero, así entre nosotros, ¿qué medios se necesitan para pensar y requetepensar a Lorca y su relación con las vanguardias, o para releer Nada de Carmen Laforet a la luz de Foucault o Judit Butler? ¿Acaso unos microscopios de alta precisión con unas lentes esperando ser calibradas para analizar morfemas? No parece probable, pero es cierto que a un estudioso de la literatura en español no le viene pero que nada mal tener acceso a la correspondencia y a los cuadernos de notas de escritores como Reinaldo Arenas, Elena Garro o Miguel Ángel Asturias, por ejemplo. Y comprar ese material vale dinero, mucho más que lo que la familia de Miguel Hernández le pidió al Ayuntamiento de Elche por su legado y que, por desavenencias, provocó el encierro en una caja fuerte de los documentos, que finalmente acabarán en Jaén. A esa compra sin pestañear de legajos de escritores, y no sólo a la posibilidad de adquirir aceleradores de partículas, es a lo que se le llama “tener recursos”. En la Universidad de Princeton los tienen: lo pude comprobar en mi excursión a su biblioteca, la Firestone, llamada así en honor al fabricante de neumáticos, convertido aquí en filántropo. La Firestone posee documentos personales de más de sesenta escritores latinoamericanos. Antes de pasar a consultar las cajas pedidas (cualquier persona que muestre su pasaporte puede hacerlo, tras una espera inferior a media hora) viene el momento de las abluciones: el siempre correcto personal te insta a lavarte y secarte las manos en un diminuto lavabo estratégicamente situado cerca de la entrada. Y todo ello bajo la atenta mirada de otro filántropo, John Foster Dulles, desde su retrato al óleo que preside la sala que lleva su nombre.
Y cuando hay dinero, el tiempo para trabajar también abunda, porque como sabemos, “time is money” —o “el tiempo es un maní”, que dirían Les Luthiers en su spanglish particular—. Estaremos de acuerdo en que la vida intelectual requiere unos hábitos pausados, cosa que exaspera a muchos, que esgrimen la cantinela de que todos tendríamos que ser como Cervantes o Fray Luis de León, que escribieron parte de su obra en la cárcel. Pero si hacemos caso a las palabras del narrador de El camino de ida, la última novela de Ricardo Piglia, los campus universitarios aislados “han desplazado los guetos como lugares de violencia psíquica”, así que emparentarlos con Alcalá-Meco no resulta un disparate total.
A los que preguntan para qué sirve estudiar cuestiones tan específicas, que no son pocos, sólo se me ocurre responderles que para lo mismo que el cambio cíclico de estética en el logo de una cadena de televisión o marca de yogures, o dicho de otro modo, para otorgarle un sentido a nuestra estancia en el planeta. Y así están las cosas en el hispanismo, desde cuyo epicentro –uno de sus múltiples y rizomáticos centros– retransmito en directo este ensayo.
Foto de portada: Eva P. Bueno, profesora de Español y Portugués del Departamento de Idiomas de la University de San Antonio, Texas (St. Mary University).
Foto Biblioteca: Firestone Library de Princeton (Andreas Praefcke)
Foto The Hispanic Society of America (HSA)
Manuscrito original de María Zambrano
Hispanismo para dummies
Hasta hace bien poco, cuando escuchaba la palabra “hispanista” se me venía indefectiblemente a la cabeza un irlandés o un angloamericano vinculado tan estrechamente a un personaje español como un ventrílocuo a su muñeco: Ian Gibson, por ejemplo, fiel arqueólogo de Lorca, o Paul Preston, con su Generalísimo acompañándole en su periplo por congresos internacionales en tanto que objeto de estudio. Podríamos decir entonces que Gibson y Preston, como hispanistas, se han dedicado a leer España, a interpretarla y, por ende, a explicársela al mundo.
Ante esta realidad, quizás alguno de los que llevan una pegatina en el coche con el lema: “Ser español, un orgullo; madrileño, un título” pegue un respingo: “¿Y por qué estos ingleses nos tienen que explicar España?”, sería la queja. Yo misma, de buenas a primeras, no tendría una respuesta válida para los de la pegatina en el parabrisas. Voy a ver si aquí la puedo ir desgranando entonces, preguntándome antes de nada qué es esa actividad a la que llaman hispanismo.
Como una Second Life bastante más exitosa que el invento en sí, el hispanismo podría asemejarse a un microcosmos que acaba enganchando a quienes se dan cita en él. Cuenta con sus sedes, la mayoría ubicadas en los departamentos de español de universidades angloamericanas, con sus revistas oficiales —que ojalá tengan más lectores que las propias de Second Life— y con sus estrellas mediáticas de artículo académico electrónico: los professors con dos eses, ellas y ellos, que se dedican a escarbar temas de estudio y autores poco explorados. ¿Y si desempolvamos a Gustavo Adolfo Bécquer y lo leemos a la luz de la teoría queer? —podrían decidir—, ¿o si nos ponemos a estudiar todos al unísono a Carmen Bravo-Villasante, que ya no la lee ni el apuntador, y así repensamos su obra desde la crítica feminista?: esa sería otra posibilidad. Y así hasta la extenuación.
Pero cuando uno estudia filología hispánica en una universidad española, ¿por qué no se pasea por las calles adoquinadas de Salamanca declarando “soy hispanista”? Pues porque el término se suele emplear para designar a aquellos que, como Gibson y Preston, no tuvieron que memorizar la Canción del pirata de Espronceda en la infancia y decidieron hacerlo de mayores, desde sus climas con frecuencia lluviosos. Y ya se sabe que en la distancia se idealiza más y mejor, de ahí que los amores transatlánticos siempre proporcionen grandes momentos de satisfacción y el hispanismo produzca algunos de sus más sabrosos frutos desde lugares remotos.
Lo transatlántico es clave para entender el enfoque de los estudios hispánicos en el mundo angloamericano. Puesto que el español se habla y escribe a ambos lados del Océano, es impensable no tener en cuenta los puntos de encuentro y desencuentro entre las diversas realidades lingüísticas y culturales. Se acabó lo de blandir la espada del Cid por doquier en las aulas: no es que su Cantar, con sus infantes de Carrión dispuestos a afrentar a cualquiera que se adentre en los bosques, se haya dejado de estudiar, pero no recibe mayor atención que la obra de Sor Juana Inés de la Cruz o que la del cronista virreinal Guamán Poma. España, pues, camina por los pasillos de estos departamentos sin sacar tanto pecho como antes: los estudios peninsulares han dejado de ser el rey de la casa, y ya era hora de que eso sucediera. Por eso, no resulta extraño que un profesor de poesía modernista española, al comentar la obra de Antonio Machado, pregunte a sus estudiantes si han visitado alguna vez Castilla. Probablemente más de la mitad no hayan pisado ninguna de las dos submesetas, y ante eso, los de la pegatina en el parabrisas se llevarían de nuevo las manos a la cabeza: ¿cómo se puede ser experto en Machado o en Alfonso X el Sabio y sus Cantigas sin conocer Castilla? Pues igual que se puede tocar free jazz sin haber vivido en la Nueva York de los sesenta. De ahí que el hispanismo esté más emparentado con el jazz que con el flamenco, pues sí que parece complicado ser una estrella del cante si una no se ha criado en las tres mil viviendas de Sevilla, rodeada de primos que empiezan a cantar más temprano que el gallo.
Real Fábrica de Hispanistas, Inc.
El hispanista no nace: se va haciendo a fuego lento en Texas, Rhode Island o New Jersey. Las encías del hispanismo en Estados Unidos están sanas y coloradotas, no así las de los estudios eslavos o italianos, cuyos departamentos no viven precisamente un momento de gloria. Y no es que La divina comedia haya dejado de interesar sin razón aparente: es más bien que Italia no es un mercado por descubrir. Si nos ponemos conspiratorios, podemos pensar que cuando las multinacionales estadounidenses necesitan conocer bien un mercado potencial, fomentan el nacimiento de departamentos universitarios especializados en esa lengua y cultura en las mejores universidades del país: el auge actual de los estudios sobre Asia Oriental podría corroborar esta teoría conspiratoria, así como el hecho de que se abrieran tantas secciones de español en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Pero hay otras variables más fácilmente constatables que han influido en la creación de estos departamentos: una de ellas se llama exilio, y su horrísono motor fue la guerra civil española. Otra podría resumirse así: “soy escritor, editor o traductor literario y aquí puedo encontrar un medio de vida afín a mis aptitudes”. De este modo, centenares de letraheridos hispanohablantes de ambos lados del Atlántico pueblan esos cientos de campus esparcidos por el inmenso país norteamericano, en una especie de mili civil por la que muchos escritores o licenciados en literatura hispánica desean pasar. Desde Ricardo Piglia y Alan Pauls, que han dado clases en Princeton ya en este siglo, hasta Antonio Orejudo, con su flamante doctorado de la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook. Y obviamente, los escritores y filólogos que desembarcaron mucho antes, como Pedro Salinas, Carlos Blanco Aguinaga, Jorge Guillén o Josefina Ludmer.
Muchos de ellos, además de arrojar luz sobre escritores del pasado y presente, han generado novelas de campus en lengua castellana. Como sus lectores comprobarán, la novela de campus en lengua castellana no es un mero remedo de su hermana mayor en inglés, sino una variante del género al que aporta como elemento idiosincrásico el extrañamiento que sienten —y por ende narran— los personajes recién aterrizados en esos paisajes, a menudo aislados en el Medio Oeste de la geografía estadounidense, como les ocurre al protagonista de Ciudades desiertas del mexicano José Agustín y al de Donde van a morir los elefantes, del chileno José Donoso.
Una misión que se autoimponen los narradores de estas crónicas ficcionadas es trazar un mapa del hispanismo, de las luchas intestinas entre peninsularistas y latinoamericanistas, de sus artículos y tesis de temas tan insólitos como “la figura del gaucho en la literatura gauchesca”, según parodia Antonio Orejudo en Un momento de descanso. Otra manera de enterarnos de cómo era el clima del hispanismo estadounidense de hace décadas es leer las memorias de los exiliados que aterrizaron en la academia: Víctor Fuentes, desde Santa Bárbara, o Carlos Blanco Aguinaga desde San Diego, nos cuentan chismes de la hija de Jorge Guillén, del concurso de tortillas de patata que tenía lugar entre los profesores del curso de verano del Middlebury College y otras lindezas.
En De mal asiento (Caballo de Troya, 2010), Carlos Blanco distingue entre un “ellos”, los españoles que permanecieron en la península durante el franquismo, y un “nosotros” compuesto por todos los exiliados en México y Estados Unidos que conoció a lo largo de su estancia en ambos países, y que se sabían privilegiados por las oportunidades de las que disfrutaron: “nosotros teníamos a mano maestros, libros, cine; ellos, oprimidos, reprimidos y en gran desventaja cultural, vivían en una realidad que era la suya, en tanto que nosotros no acabábamos de saber dónde vivíamos.”
Y en ese no saber donde se vive, en esa falta de barandillas a las que agarrarse, se cuela el desvalimiento: la soledad del hispanista en Estados Unidos es igual o superior a la del corredor de fondo. De nuevo Carlos Blanco, desesperadamente alienado desde su puesto de catedrático en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, según él, “el corazón del solipsismo”, se sincera: “Había, pues, que irse a donde hubiese mucha gente más o menos como uno, gente que, poco o mucho, bien o mal, hablara –más o menos– como uno; gente también desplazada; gente con alguna variante de nuestra situación; gente que estaba donde estaba porque lo importante es seguir tirando, y la verdad, tanto monta, monta tanto un país como otro, lo importante es saber which side are you on, de qué lado estás, como decían los sindicalistas americanos de los años treinta”.
Y de esa imposibilidad para ser testigo del día a día de la lengua, de la llegada de palabras como “fistro” o “piticlander” al castellano peninsular, es de la que más se resienten los hispanistas que viven lejos, por bien dispuestos que se hallen para estudiar todo lo pop o lo basuril que se les ponga a mano: el mejor ejemplo es el de Paul Julian Smith, que cambió a Quevedo por Almodóvar, por Antonio Mercero y por la teleserie El Barco, y los estudia desde su despacho neoyorquino de CUNY. A profesores como ellos les toca formar a los hispanistas del mañana, que ya están ahí, en la catapulta, esperando ser propulsados como académicos que a su vez formarán a las siguientes generaciones.
Pero no pensemos que hay miles de estudiantes de Massachusetts, Connecticut y otros lugares con nombres plagados de dobles consonantes que desde los quince años sueñan con entrar en un departamento de estudios hispánicos para, por fin, analizar en profundidad el dualismo eros-tánatos en El libro de buen amor —estudio que muy bien podría figurar en el programa de uno de los cientos de congresos de crítica literaria que tienen lugar anualmente—.
Los muchachos y muchachas norteamericanos llegan a la universidad sin haber decidido qué estudiarán, pues así es como funciona el sistema estadounidense: una vez allí, escogen entre diversas asignaturas para fabricarse ellos mismos su licenciatura, y a menudo se decantarán por un curso de español como lengua extranjera, por su masiva presencia en EEUU. Pongamos que Karen, estudiante en Minnesota, se anime a escoger una asignatura sobre el cine de Buñuel tras su curso de español intermedio, y después, alguna otra de título atrayente como “El Madrid de Almodóvar” o “Perspectivas sobre el cómic latinoamericano”, pues los profesores han de saber vender bien su curso para lograr reclutar el suficiente número de estudiantes.
Tras un par de años, Karen empieza a tener una idea de la cultura en español en sus diversas manifestaciones; maneja los nombres clave de ayer y hoy —Cervantes, Borges, Buñuel, Frida Kahlo, García Márquez—, e incluso algunos menos frecuentes como el de Jess Franco, cuyas películas vio en una de las clases de introducción al cine español de serie B. Ya está acariciando la idea de cursar un doctorado con una beca del departamento, pero antes pasará un año en algún enclave específico de la cultura española. En efecto: acaba de nacer una hispanista.
El Tío Gilito visita el campus
¿De qué hablamos cuando decimos que las universidades estadounidenses “tienen recursos”? Pues, por ejemplo, de los abundantes caterings que acompañan cada charla de un profesor invitado: en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia, los sándwiches contienen un mínimo de seis lonchas de fiambre que impiden la formación de esos resquicios donde la boca solo accede al pan; las enormes cookies de mantequilla de cacahuete, por su parte, son la perdición de hispanistas y golosos de cualquier disciplina. El despliegue de medios de ese gran pueblo con poderío, que dirían los protagonistas de Bienvenido Mr. Marshall, también se dejó ver en el Empire State Building el 20 de mayo del 2014, pues aparecía iluminado en violeta para celebrar la graduación de los estudiantes de NYU (New York University), cuyo color corporativo es precisamente ese.
Pero, así entre nosotros, ¿qué medios se necesitan para pensar y requetepensar a Lorca y su relación con las vanguardias, o para releer Nada de Carmen Laforet a la luz de Foucault o Judit Butler? ¿Acaso unos microscopios de alta precisión con unas lentes esperando ser calibradas para analizar morfemas? No parece probable, pero es cierto que a un estudioso de la literatura en español no le viene pero que nada mal tener acceso a la correspondencia y a los cuadernos de notas de escritores como Reinaldo Arenas, Elena Garro o Miguel Ángel Asturias, por ejemplo. Y comprar ese material vale dinero, mucho más que lo que la familia de Miguel Hernández le pidió al Ayuntamiento de Elche por su legado y que, por desavenencias, provocó el encierro en una caja fuerte de los documentos, que finalmente acabarán en Jaén. A esa compra sin pestañear de legajos de escritores, y no sólo a la posibilidad de adquirir aceleradores de partículas, es a lo que se le llama “tener recursos”. En la Universidad de Princeton los tienen: lo pude comprobar en mi excursión a su biblioteca, la Firestone, llamada así en honor al fabricante de neumáticos, convertido aquí en filántropo. La Firestone posee documentos personales de más de sesenta escritores latinoamericanos. Antes de pasar a consultar las cajas pedidas (cualquier persona que muestre su pasaporte puede hacerlo, tras una espera inferior a media hora) viene el momento de las abluciones: el siempre correcto personal te insta a lavarte y secarte las manos en un diminuto lavabo estratégicamente situado cerca de la entrada. Y todo ello bajo la atenta mirada de otro filántropo, John Foster Dulles, desde su retrato al óleo que preside la sala que lleva su nombre.
Y cuando hay dinero, el tiempo para trabajar también abunda, porque como sabemos, “time is money” —o “el tiempo es un maní”, que dirían Les Luthiers en su spanglish particular—. Estaremos de acuerdo en que la vida intelectual requiere unos hábitos pausados, cosa que exaspera a muchos, que esgrimen la cantinela de que todos tendríamos que ser como Cervantes o Fray Luis de León, que escribieron parte de su obra en la cárcel. Pero si hacemos caso a las palabras del narrador de El camino de ida, la última novela de Ricardo Piglia, los campus universitarios aislados “han desplazado los guetos como lugares de violencia psíquica”, así que emparentarlos con Alcalá-Meco no resulta un disparate total.
A los que preguntan para qué sirve estudiar cuestiones tan específicas, que no son pocos, sólo se me ocurre responderles que para lo mismo que el cambio cíclico de estética en el logo de una cadena de televisión o marca de yogures, o dicho de otro modo, para otorgarle un sentido a nuestra estancia en el planeta. Y así están las cosas en el hispanismo, desde cuyo epicentro –uno de sus múltiples y rizomáticos centros– retransmito en directo este ensayo.
Foto de portada: Eva P. Bueno, profesora de Español y Portugués del Departamento de Idiomas de la University de San Antonio, Texas (St. Mary University).
Foto Biblioteca: Firestone Library de Princeton (Andreas Praefcke)
Foto The Hispanic Society of America (HSA)
Manuscrito original de María Zambrano