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Mirar la Navidad con los ojos de un menor
Recordemos que ellos nunca pagan ni tienen que hacer regalos
Está tan universalmente aceptado que la Navidad es un hito comercial que decirlo ha llegado a convertirse en un tópico, comparable al de volver a casa, al de hacer listas con buenos propósitos para el nuevo año o a cualquier otro de los que florecen a nuestro alrededor por estas fechas. Ese tener que gastar desenfrenadamente en regalitos ha hecho que muchos hombres de espíritu sensible dejen de disfrutar de una época que, en principio, debería resultarles emotiva y agradable, o, cuando menos, indiferente. Para darles la clave que les permitirá recuperar la ilusión, yo incurriré en otro tópico, quizá el más cursi de todos, y diré que hay que mirar la Navidad con los ojos de un niño. O sea, con egoísmo y absoluto desinterés por corresponder a los regalos que se reciben con otros regalos: en esas condiciones, el consumismo asociado a los villancicos queda desprovisto de su carga negativa y se convierte en una herramienta concebida sólo para el gozo.
Aceptemos la esencia comercial de las últimas semanas del año, materializada en un forzoso intercambio de obsequios, y obviemos la bidireccionalidad de esta costumbre, tal y como hacíamos en la infancia, antes de que la presión social acabara con cuanto de natural había en nosotros. Dejemos que la balanza del dar y el recibir se desequilibre hasta que el plato en el que ponemos lo que nos dan toque el suelo con un confortante cloc. Midamos, como antes hacíamos, el aprecio de amigos y familiares de acuerdo con lo molón que sea el juguete que nos traigan, y no a través de las ebrias declaraciones de afecto fraternal que hagan después del tercer vaso de anís o equivalente. Seamos unos niños a los que, además, incluso puede agradar que les regalen un jersey o unos calcetines, que era el golpe moral más duro que nos podíamos llevar en la edad de los pantalones cortos. Los golpes físicos ya entraban en otra categoría, y es probable que las secuelas que nos han dejado sean en parte el origen de los problemas emocionales del hombre contemporáneo: tradicionalmente, la infancia ha transcurrido en entornos en los que las piedras no eran objetos estáticos, sino que tendían a volar en busca de las cabezas, y una de las incontables ventajas con las que cuentan los niños modernos es la de haber trasladado su formación en las artes de la guerra al plano virtual, encarnado en una PlayStation, por supuesto regalada.
No nos desviemos del tema: palizas callejeras aparte, ser niño siempre ha sido estupendo y hoy lo es aún más, especialmente en Navidades, de modo que haremos bien en recuperar ese rol en cuanto el termómetro empiece a avisarnos de que las fiestas se acercan. Visto con los ojos puros del niño, el cuñado insoportable que viene a comer a casa se convierte en un mero portador de regalos, en un paje casi anónimo de los Reyes Magos, y eso es bueno. El avaro señor Scrooge del cuento de Dickens no se conmovía al visitar las Navidades de su infancia por comprobar que entonces aún era inocente y cándido, sino por volver de golpe a la época del gratis total: el Fantasma de las Navidades Pasadas es un espectro bondadoso nos trae recuerdos de cuando éramos el rey de la casa, y el Fantasma de las Navidades Futuras un aguafiestas que probablemente nos cuente que dentro de 20 años seremos calvos y estaremos abrumados por nuestras deudas y las de nuestros hijos.
Vivamos, pues, el pasado en el presente y concibamos el futuro como un tiempo en el que seguir viviendo el pasado, un pasado en que las cosas tenían más valor porque para nosotros no tenían precio. Portémonos como niños sin obligaciones sociales: se acabaron las visitas al centro comercial para buscar un detallito con el que cumplir en la comida familiar, los abusos a la tarjeta de crédito, el ceño fruncido de la dependienta a la que pedimos que nos envuelva una montaña de regalos, el “he traído esta tarta para el postre, ¿dónde está la nevera”. Volvamos a ser puros receptores de alegría que esperan con los ojos brillantes la lluvia de dones que las Navidades, un año tras otro, les traen y traen y vuelven a traer. Sí, habrá momentos incómodos. Malas caras. Hay personas que no son capaces de despojarse de los tics mercantilistas y no verán bien nuestra salida del juego. Gente sin alma que rumiará en silencio su descontento al ver que los paquetes del montón van siendo entregados a sus destinatarios y el tuyo para ellos no aparece, cuando sí lo ha hecho el suyo para ti y además pesa bastante. Pero eso no debe afectarnos: siempre han existido espíritus mezquinos que desean aguar las fiestas al prójimo, hombres infelices que, tal vez por serlo, odian la felicidad ajena, seres como Herodes o el Grinch, por poner un ejemplo vagamente histórico y otro perteneciente a la moderna mitología occidental.
Los regalos siempre han estado ahí, pero –recurriremos a un último tópico– nunca ha sido lo mismo dar que recibir, y en este caso concreto recibir es más cómodo e indoloro que dar. Relajémonos, olvidemos los prejuicios y disfrutemos del momento de abrir los paquetes sin pasar por el trago de asumir el embarazoso protagonismo del obsequiador antes o después de hacerlo. Recuperemos la inocencia, que es un concepto cuya pérdida suele coincidir, al menos temporalmente, con la época en la que uno empieza a gastar pasta. Sonriamos de nuevo al ver las luces del árbol, que son mucho más bonitas cuando aún no te han explicado lo que consumen o ya sabes que con lo que te vas a ahorrar en estas fiestas podrás afrontar el pago de la factura antes de que te llegue el primer aviso. Volvamos a ser el niño que no tenía sitio en los bolsillos para dinero y sí para gratuitas golosinas, y que como mucho estaba obligado a dejar al pie del arriba mencionado árbol un dibujo hecho por él mismo con ceras de colores. Hagamos honor a los días que corren en el calendario, calcémonos unos esquíes regalados y saltemos con ellos sobre las convenciones sociales, con un estilo que arranque las mejores puntuaciones de los jueces en la mañana de un año siempre nuevo. Sentémonos en las rodillas de un Papá Noel imaginario, que no espera que tengas un detalle con él como él lo está teniendo contigo, porque esa es la naturaleza de Santa Claus, los padres y los pastorcillos del belén, que guardan sufrida cola para entregar a un bebé unos presentes inverosímiles (recordemos que uno de ellos lleva una oveja a hombros). Una naturaleza que les hace necesitar el concurso de alguien pasivo con el que dar rienda suelta a su generosidad y realizarse. Ni Jesús ni sus progenitores les regalaron nada a los Reyes Magos, que se sepa, y siempre se nos ha dicho que ellos deben ser nuestros modelos en la vida: seamos como niños, como el Niño por antonomasia. La Navidad nos ofrece muchas cosas, y disfrutarla es más fácil cuando uno entiende que hay que cogerlas y decir gracias en lugar de comprarlas o conseguirlas a través de un muy poco solapado trueque.
Mirar la Navidad con los ojos de un menor
Está tan universalmente aceptado que la Navidad es un hito comercial que decirlo ha llegado a convertirse en un tópico, comparable al de volver a casa, al de hacer listas con buenos propósitos para el nuevo año o a cualquier otro de los que florecen a nuestro alrededor por estas fechas. Ese tener que gastar desenfrenadamente en regalitos ha hecho que muchos hombres de espíritu sensible dejen de disfrutar de una época que, en principio, debería resultarles emotiva y agradable, o, cuando menos, indiferente. Para darles la clave que les permitirá recuperar la ilusión, yo incurriré en otro tópico, quizá el más cursi de todos, y diré que hay que mirar la Navidad con los ojos de un niño. O sea, con egoísmo y absoluto desinterés por corresponder a los regalos que se reciben con otros regalos: en esas condiciones, el consumismo asociado a los villancicos queda desprovisto de su carga negativa y se convierte en una herramienta concebida sólo para el gozo.
Aceptemos la esencia comercial de las últimas semanas del año, materializada en un forzoso intercambio de obsequios, y obviemos la bidireccionalidad de esta costumbre, tal y como hacíamos en la infancia, antes de que la presión social acabara con cuanto de natural había en nosotros. Dejemos que la balanza del dar y el recibir se desequilibre hasta que el plato en el que ponemos lo que nos dan toque el suelo con un confortante cloc. Midamos, como antes hacíamos, el aprecio de amigos y familiares de acuerdo con lo molón que sea el juguete que nos traigan, y no a través de las ebrias declaraciones de afecto fraternal que hagan después del tercer vaso de anís o equivalente. Seamos unos niños a los que, además, incluso puede agradar que les regalen un jersey o unos calcetines, que era el golpe moral más duro que nos podíamos llevar en la edad de los pantalones cortos. Los golpes físicos ya entraban en otra categoría, y es probable que las secuelas que nos han dejado sean en parte el origen de los problemas emocionales del hombre contemporáneo: tradicionalmente, la infancia ha transcurrido en entornos en los que las piedras no eran objetos estáticos, sino que tendían a volar en busca de las cabezas, y una de las incontables ventajas con las que cuentan los niños modernos es la de haber trasladado su formación en las artes de la guerra al plano virtual, encarnado en una PlayStation, por supuesto regalada.
No nos desviemos del tema: palizas callejeras aparte, ser niño siempre ha sido estupendo y hoy lo es aún más, especialmente en Navidades, de modo que haremos bien en recuperar ese rol en cuanto el termómetro empiece a avisarnos de que las fiestas se acercan. Visto con los ojos puros del niño, el cuñado insoportable que viene a comer a casa se convierte en un mero portador de regalos, en un paje casi anónimo de los Reyes Magos, y eso es bueno. El avaro señor Scrooge del cuento de Dickens no se conmovía al visitar las Navidades de su infancia por comprobar que entonces aún era inocente y cándido, sino por volver de golpe a la época del gratis total: el Fantasma de las Navidades Pasadas es un espectro bondadoso nos trae recuerdos de cuando éramos el rey de la casa, y el Fantasma de las Navidades Futuras un aguafiestas que probablemente nos cuente que dentro de 20 años seremos calvos y estaremos abrumados por nuestras deudas y las de nuestros hijos.
Vivamos, pues, el pasado en el presente y concibamos el futuro como un tiempo en el que seguir viviendo el pasado, un pasado en que las cosas tenían más valor porque para nosotros no tenían precio. Portémonos como niños sin obligaciones sociales: se acabaron las visitas al centro comercial para buscar un detallito con el que cumplir en la comida familiar, los abusos a la tarjeta de crédito, el ceño fruncido de la dependienta a la que pedimos que nos envuelva una montaña de regalos, el “he traído esta tarta para el postre, ¿dónde está la nevera”. Volvamos a ser puros receptores de alegría que esperan con los ojos brillantes la lluvia de dones que las Navidades, un año tras otro, les traen y traen y vuelven a traer. Sí, habrá momentos incómodos. Malas caras. Hay personas que no son capaces de despojarse de los tics mercantilistas y no verán bien nuestra salida del juego. Gente sin alma que rumiará en silencio su descontento al ver que los paquetes del montón van siendo entregados a sus destinatarios y el tuyo para ellos no aparece, cuando sí lo ha hecho el suyo para ti y además pesa bastante. Pero eso no debe afectarnos: siempre han existido espíritus mezquinos que desean aguar las fiestas al prójimo, hombres infelices que, tal vez por serlo, odian la felicidad ajena, seres como Herodes o el Grinch, por poner un ejemplo vagamente histórico y otro perteneciente a la moderna mitología occidental.
Los regalos siempre han estado ahí, pero –recurriremos a un último tópico– nunca ha sido lo mismo dar que recibir, y en este caso concreto recibir es más cómodo e indoloro que dar. Relajémonos, olvidemos los prejuicios y disfrutemos del momento de abrir los paquetes sin pasar por el trago de asumir el embarazoso protagonismo del obsequiador antes o después de hacerlo. Recuperemos la inocencia, que es un concepto cuya pérdida suele coincidir, al menos temporalmente, con la época en la que uno empieza a gastar pasta. Sonriamos de nuevo al ver las luces del árbol, que son mucho más bonitas cuando aún no te han explicado lo que consumen o ya sabes que con lo que te vas a ahorrar en estas fiestas podrás afrontar el pago de la factura antes de que te llegue el primer aviso. Volvamos a ser el niño que no tenía sitio en los bolsillos para dinero y sí para gratuitas golosinas, y que como mucho estaba obligado a dejar al pie del arriba mencionado árbol un dibujo hecho por él mismo con ceras de colores. Hagamos honor a los días que corren en el calendario, calcémonos unos esquíes regalados y saltemos con ellos sobre las convenciones sociales, con un estilo que arranque las mejores puntuaciones de los jueces en la mañana de un año siempre nuevo. Sentémonos en las rodillas de un Papá Noel imaginario, que no espera que tengas un detalle con él como él lo está teniendo contigo, porque esa es la naturaleza de Santa Claus, los padres y los pastorcillos del belén, que guardan sufrida cola para entregar a un bebé unos presentes inverosímiles (recordemos que uno de ellos lleva una oveja a hombros). Una naturaleza que les hace necesitar el concurso de alguien pasivo con el que dar rienda suelta a su generosidad y realizarse. Ni Jesús ni sus progenitores les regalaron nada a los Reyes Magos, que se sepa, y siempre se nos ha dicho que ellos deben ser nuestros modelos en la vida: seamos como niños, como el Niño por antonomasia. La Navidad nos ofrece muchas cosas, y disfrutarla es más fácil cuando uno entiende que hay que cogerlas y decir gracias en lugar de comprarlas o conseguirlas a través de un muy poco solapado trueque.