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Los habitantes de la granja habitada

Visita a un santuario de animales
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Nos montan a un grupo de periodistas e interesados en un autobús. Que nos hubieran vendado los ojos durante el trayecto le habría dado a la excursión un toque de misterio, pero como no lo hacen, a las afueras de Brunete puedo reparar en un cartel que anuncia la gran (¡2.000 m²!) superficie Hipermascotas, con todo para tus mascotas, y un poco más allá el muro de Capeas T. Lucero, que considero interesantes preludios contrapuntísticos para la visita que tenemos por delante, al santuario Wings of Heart. Se conoce como santuarios a las granjas que recogen animales que están condenados por diversas razones, como los animales amputados, o los que quedan en una granja cuando quiebra o se la abandona, o los viejos, o los que van en un camión que vuelca y ya no sirven para el uso previsto, o los que se despeñan y son encontrados por montañeros, o los que vivían con alguna persona que ya no puede hacerse cargo de ellos; en fin, cualquier caso imprevisto que los deje en tierra de nadie. Algunos albergan cetáceos, otros grandes felinos, otros simios. Allí los cuidan sin explotarlos, sencillamente les facilitan la vida que fuera no les sería posible bien porque han perdido la capacidad de desenvolverse en su medio, bien porque han salido despedidos de la rueda de producción en la que estaban. Wings of Heart, a cargo de Laura y Edu, recoge toda clase de animales ─en total tienen 300─, pero lo que más hay son ovejas, que es lo que abunda en los alrededores.

Sin anunciarlo mucho para no levantar perdices, la Administración, cuya costumbre es sacrificar a los animales que nadie reclama, permite ocuparse de ellos a quienes se muestren dispuestos y capaces de hacerlo (por lo menos, la Comunidad de Madrid parece que no pone demasiadas trabas y mantiene buenas relaciones con los santuarios). Como para tantas cosas laterales, hay que buscar el modo en los entresijos de la ley. Por el momento los santuarios no cuentan con figura legal propia, de modo que suelen registrarse como granjas, y están sujetos a sus mismos controles. Como no sacan dinero de los animales, sobreviven gracias a las aportaciones de sus socios. Los gastos, de bastantes miles de euros mensuales, van a los capítulos de alquiler de la finca, forraje, asistencia veterinaria, entre otros.

Laura, Edu y los voluntarios que pasan temporadas con ellos ponen nombre a todos los animales que llegan a este lugar rodeado de encinas. La perrilla que nos acompaña durante toda la visita, moviendo el rabo mientras espera que encuadremos para las fotos, se llama Atenea, y muchos tienen nombres de carnet de identidad, como Mónica, Angelines o Javi. Ante la incredulidad de los visitantes, Laura insiste en que sabe cómo se llama cada una de las decenas de ovejas que pastan a su aire. Nosotros vemos el mismo rebaño que hemos visto siempre, pero cada uno de estos animales ha llegado de manera diferente, ha sido recibido y cuidado por ella, cómo no va a distinguirlos. En todo caso, nos cuenta esto junto al cercado donde están las ovejas. Cuando abre la cancela y entra en el recinto con ellas, empiezan a balar, yo creo que en concreto a saludarla (o a preguntarle quiénes somos). “Eeeeeh”, dicen unas; “Beeeeh”, dicen otras, mientras las muchas menos cabras saltan haciendo mucho más bulto con su saltimbanquismo.

Aunque intento el ejercicio de ver el mundo tal y como es, me resulta imposible, mientras paseo por la granja como visitante fugaz, no verla como una ciudad humana, y a sus habitantes como participantes de una red de relaciones y psicología humanas. Un cerdo que se llama Barbosa está tumbado al sol como un patriarca. No sé si le parece muy normal ver llegar al pueblo a quince forasteros, pero nos deja acercarnos sin mover una oreja. Sólo cuando uno de los humanos que viven con él pasa a su lado, levanta la cabeza como el que saluda distraído antes de volver a sumergirse en la lectura de El Diario Montañés.

Cerca de él, un pequeño grupo de cerdos más jóvenes vigila nuestros movimientos protegido por una tejavana.

Casi todos son animales domésticos, pero la cantidad y la variedad componen un ambiente anarquizante, de no saber muy bien qué va a pasar. Nosotros tampoco conocemos los códigos. El viejo Fermín se acerca a mí y me restriega la cabeza contra la pierna. No sé muy bien qué hacer, qué quiere, porque perros estoy acostumbrada a acariciar, pero cabras no tanto. Salvó la vida porque fue la primera cabra de un pastor, al que le dio pena tener que sacrificar, sólo porque fuera viejo, al primer animal que había apacentado, y llamó al santuario. Mientras acaricio la testuz de Fermín, me fijo en que en su otro extremo se inicia una evacuación, como si entre el cuello y el recto hubiera una conexión eléctrica. Quizá me ha detectado como incauta y me está utilizando para un estímulo que le conviene. Me acuerdo de una vez que de pequeña, mientras iba de excursión por el monte, me agaché y recogiendo una minucia del suelo anuncié: “Yo colecciono de estas bolitas”. “Jajajá”, se rieron mis primos mayores, “eso son cacas de cabra”. Dejé caer mi tesorito con susto. 

Tiene bastante éxito un jabato que se llama Rayo y que algunos comparan con un oso hormiguero por la sorprendente longitud de su morro, que introduce en todos los hoyos que encuentra cuando no está retozando en un charco que hay a la entrada, desde el que nos ha recibido como un niño en la piscina cuando vamos a visitar a unos amigos. A este Rayo lo encontró recién nacido y solo un anciano matrimonio riojano que estuvo dándole el biberón hasta que se dio cuenta de que era demasiada responsabilidad sobrevenida y a través del Seprona se puso en contacto con Edu y Laura. Es muy gracioso y se deja acariciar, pero no te acompaña como hace la perra: el jabato es padre del jabalí.

Hay una pareja alucinante de pavos comunes que se pasea con una mezcla de cautela y digno sentido de la responsabilidad. Por lo visto son hermanos y no sólo van siempre juntos, sino que se mueven al compás. Si uno se queda rezagado, investigando lo que hacemos, el otro le hace un gesto como mascullando “Venga, vamos, tú como si nada”. Por esto y por el lustroso plumaje negro y por la excrecencia bermellón que conocemos como moco de pavo y que hace pensar en las solapas de la capa, recuerdan a una pareja de carabineros bufos en una comedia italiana de los sesenta.

Vacas hay varias, y también un toro rescatado de un pueblo andaluz donde el dueño tenía encerrados en el patio a varios animales grandes a los que torturaba. Por eso Edu tiene que ir acostumbrándolo poco a poco al contacto, con pequeños gestos cada día; está solo en un cercado hasta que deje de ser tan desconfiado. Una de las vacas lleva antifaz. Es porque tiene una herida y si la llevase al aire no se le curaría. Me acerco a ella y noto que me ve a través de la rejilla. Cerca se ha montado un pequeño grupo y otra de las vacas, como también alguna de las cabras, husmea en los bolsos de los visitantes. Y lo hace con mucho sigilo. Están mezcladas las frisonas con las rubias y algunas conservan los crotales de identificación desde las granjas de las que salieron. Hay un chamizo al fondo, y desde ahí nos mira otra de las vacas mientras a su lado dormita un cerdo vietnamita, ¿abandonado una vez creció demasiado para la casa en la que entró como mascota?

En un cercado enfrente están los caballos y burros y lo que creo que es un mulo. Son preciosos y están sanos, pero esta zona me provoca un poco de melancolía. La luz del sol parece más implacable aquí, porque al verlos se me enfoca en la mente la palabra “jumento” y seguida va su hermana “quijotesco”. También pastan a su aire, pero son menos que las ovejas y quizá dan mayor sensación de soledad, o de desubicación. El solazo, algunos árboles pelaos, el estilizado caballo dándote la grupa mientras come sus yerbajos, hay algo demasiado unamuniano en todo, que identifico como cultural, así que busco otras razones y la sensación de congoja creo que se debe a) a que no llego a conocer sus historias y sobre todo b) a la actitud de uno de los burros, que cuando nos acercamos para sacarles fotos deja lo que estaba haciendo, se queda muy quieto, mirando no exactamente al frente ni exactamente al suelo, con una mezcla como de embarazo y de dignidad, un gesto que ya he visto en algunos niños cuando están incómodos y avergonzados, cuando creen que los van a reñir injustamente o no participan del humor de los mayores, una especie de esfuerzo estático muy turbador. Porque en los otros animales has encontrado empatía; aquí encuentras conciencia. Por supuesto, quizá todo se deba a la disposición de los músculos, al igual que nos parece que los delfines nos sonríen, pero el aire está ahí, y levanta un remolino.

La despedida es alegre y confusa. Varios animales en los que antes no he reparado mucho se apuntan al jolgorio y nos acompañan hasta la puerta. Son las ocas blanquísimas, que despliegan las alas mientras graznan, podemos pensar que para decirnos adiós o para hacerse notar en los últimos momentos que nos quedan con ellas; unos gallos muy elegantes, como de cuadro flamenco, que parecen de cobre repujado; la perra por supuesto. En el autobús que nos aleja del camino de encinas para meterse en la autopista, todavía excitados comentamos lo divertido que parece vivir ahí al aire libre con todos esos animales, en una mezcla de lío y orden, pero nos damos cuenta a la vez de lo exigente que es renunciar, para empezar, a un solo día libre.

 

La visita al santuario fue una invitación de Matadero Madrid dentro del programa de actividades de Capital Animal.

Los interesados en colaborar como socios, donantes o padrinos del santuario pueden visitar la página de Wings of Heart aquí.

Fotografías de la autora del artículo.