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La poesía como animal salvaje
Cuando en las clases de literatura se define la poesía, se dice que es el lenguaje que pretende llamar la atención sobre sí mismo. Esto querría decir que hay una voluntad, una consciencia repentina por parte del lenguaje, al darse cuenta de que lo reclaman para algo más lucido que para el pedestre encargo de transmitir información. Sabiendo que las van a contemplar, las palabras se incorporan, se arreglan la ropa, se prestan el peine. ¿Pero es de verdad esta disposición la línea de tiza entre lo que es poesía y lo que no?
¿Por qué se usa una definición así? Porque en algún lugar hay que pararse, de acuerdo. ¿Y qué es llamar la atención sobre sí mismo, con sus recursos? Góngora, podría ser. ¿Pero la poesía japonesa? ¿Y no pretenden todos los imperativos llamar la atención sobre sí mismos? ¿Sería entonces el lenguaje cuartelario el colmo de la lírica?
Se refiere más bien a la consciencia de que lo que se está diciendo tiene un valor (el estético) más allá de lo útil de su información. Aquí está lo bello. Y es verdad que lo está, como es verdad que estás guapo en la foto que te has hecho a ti mismo para colgarla aquí o allá, aunque esta foto carezca del sutil encanto indiscutible de lo no premeditado, y quizá ahí haya más propaganda que poesía, y desde luego más voluntad de llamar la atención que de preservar algo fugitivo. En ese caso reconocemos que la definición no ha servido de nada. Un eslogan publicitario llama la atención sobre sí mismo y no obstante, vaya si quiere venderte algo. Uno reconoce lo poético por otras razones. O no reconoce lo poético: se reconoce a sí mismo en ello. Por una identificación íntima, una sensación de apelación directa, un puente que gana cuerpo, gana piedra, entre aquello y nosotros. El poema no sería otra cosa que el fósil de la delicadeza del poeta al molestarse en atrapar eso y entregárnoslo antes de que se disuelva.
¿Entonces qué misterio es ese de los mensajes que se entregan sin voluntad de dejarnos emocionados, que cumplen una misión más amplia que las que les encomendó el despreocupado emisor? Es el misterio de la poesía involuntaria. Se disfruta más, porque es como espiar por un agujero, porque te asalta de improviso. Estos son algunos de mis poemas involuntarios preferidos:
Encontré este cartel hace años en el escaparate de una carnicería y me dejó fascinada su mensaje. Descartada la interpretación literal por repugnante ("tenemos la carne mezclada y amontonada") que un sitio tan doméstico como un comercio de barrio presentase sus credenciales con una advertencia tan arcana me dio la excitante certeza de que toda España seguía siendo el fabuloso reino descrito en el Manuscrito encontrado en Zaragoza. El anuncio no puede ser más sencillo, y por eso tiene la magnética ambigüedad de todo oráculo fatal. Hay / ternera / blanca / bajo / el / cordero. Su disposición, palabra a palabra, tiene la potencia de un poema oriental, en el que resuenan los ecos de la religión de una civilización ganadera y acostumbrada a los sacrificios en aras elevadas. El cordero está muy extendido como símbolo, para empezar de Cristo. En todo caso, parece claro que el mensaje último, así a grandes rasgos, es que no todo es lo que parece, que hay que mirar dos veces, que hay que mirar debajo. Pero hay algo chocante en la traslocación de los términos: si el cordero es el fin último, ¿por qué funciona aquí como ilusión que hay que atravesar para encontrar lo que hay debajo, lo verdadero, la ternera (¡blanca!)? Y esa enfática cesura doble, antes de desvelar dónde se encuentra la blanca ternera de lo real…
Durante años me fui repitiendo aquellas palabras mágicas sin llegar a saber qué querrían decir. Pero igual de inopinadamente que nos asaltan los acertijos, nos llegan sus soluciones. Desentrañé el enigma un día en que, pasando junto a una mercería, vi un cartel que avisaba: “¡Atención! ¡Bajaron los panties!” ¡Ah! "Hay ternera blanca y bajó el cordero!" De golpe comprendí que el uso verbal, el pasado simple y la mercancía como sujeto de la acción de “bajar”, eran una convención comercial, y que lo que yo había leído en el cartel de la carnicería como adverbio (bajo, debajo de) era en realidad el pasado simple del verbo bajar, entendido como un abaratamiento de su precio, y que el carnicero no había puesto el acento sobre la O porque el juego de letras con pinchos que se clavaban en el cartel, que era una tabla de goma rayada, no incluía tildes. Solté una gran carcajada al comprenderlo, como un filósofo cínico ante un oráculo, pero el mensaje errado que yo había asimilado sigue teniendo validez para mí. Y el hecho de que al descolgar, para hacerle una foto, la imagen que he tenido en la pared todos estos años, se me haya caído al suelo con el resultado de la rotura del cristal, me confirma que el mensaje tiene una vibración poderosa más allá de cualquier interpretación racional.
Otro cartel cuyo alegre ritmillo me ha acompañado siempre que subía o bajaba la calle de Moratín es el siguiente:
Iba yo subiendo o bajando la cuesta y los acompasados versos del cartel del cerrajero dotaban de un cadencioso swing a mis andares. Abrimos puertas / hacemos soldaduras / hacemos rejas / ponemos cerraduras / reparamos puertas. Esta alegre canción rimada tiene todo el pulso de la poesía popular, de temática fabril, limpísimo en su campo semántico de la ferralla. Bajo su influjo, el caminante avanza al ritmo del montaje de una película soviética, es el canto del trabajo bien hecho como engranaje de una alegría comunal. Pero por si fuera poco, ese chimpún de la puerta, el verso final desparejado, un poco incongruente en su falta de rima, funciona a la manera de un estrambote que lo intelectualiza en su punto justo. Pura crema vanguardista. Siempre será con una sonrisa como se encuentren los vecinos debajo del cartel, porque estarán atravesados por el ritmo de las ciudades donde todo funciona.
Los siguientes ejemplos son de otra clase, pero tampoco fueron concebidos como poemas para publicar en Adelphi o Pre-Textos. Y sin embargo para mí resuenan como los más altos poemas con consciencia de serlo.
El primero de ellos es un extracto del diario de Charles Lindbergh, el primer piloto en cruzar solo el Atlántico sin escalas, en 1927. Aquí Lindbergh registra un vuelo que está a punto de acabar. Está disfrutando muchísimo, se debe de sentir el ser más libre de la Tierra, pero tiene que aterrizar ya. Y dice:
“It seems a shame to land with the night so clear and so much fuel in my tanks.”
(“Es una pena tener que aterrizar con la noche tan clara y el depósito aún tan lleno.”)
Olvidemos la belleza eufónica de la contigüidad de seems y shame, dos palabras tan similares que al pronunciador no nativo del inglés le exigen una atención que acaba dándole mucho gusto al ejecutar bien. La imagen: el pequeño avión monoplaza surcando un cielo limpio y estrellado. La inminencia del aterrizaje. Qué lástima, de verdad. Es imposible no darse cuenta de que la noche tan clara es el mundo, que todos tendremos que dejar demasiado pronto. Incluso asociado a abandonos menos definitivos, todo lo que amamos y que tenemos que dejar atrás justo cuando nos lo estábamos pasando tan bien, este memento mori con imagen de caja de cerillas antigua me es mucho más conmovedor que un poema que sabe lo que representa aquello de lo que está hablando.
El último de los poemas involuntarios es la leyenda que acompaña un autorretrato del pintor Gerlach Flicke. Quizá los autorretratos de otros pintores más famosos no necesitan explicarse tanto, pero Gerlach apunta encima de su rostro una leyenda en latín que yo conocí en inglés:
“Such was the face of Gerlach Flicke when he was a painter in the City of London. Thus, he himself painted from a looking glass for his dear friends. So that they might have something to remember him after his death.”
“Esta era la cara de Gerlach Flicke cuando era pintor en la City de Londres. Así se pintó a sí mismo, desde un espejo, para sus queridos amigos. Para que tuviesen algo con que recordarle después de su muerte.”
Esta sencilla leyenda, que en realidad es la traducción yo no sé de quién del original latín de Flicke, es para mí un poema concentradísmo. Me gusta ver a la vez la sonoridad y la forma y el fondo de lo que dice. Hay que pronunciarlo en voz alta, un poco despacio. En la primera frase, la colocación perfecta de sílabas tónicas alternas, como un flamenco que se arranca con unos primeros golpes sobre la mesa para tantear el ritmo, viene a decirnos que la prosodia es una rama de la humildad. Para que cuando el paso del tiempo haya hecho imposible mi identificación, la de un pintor que quizá no trascienda su época, dejo aquí la información de que este rostro fue el de Gerlach Flicke, cuando era pintor (y esto me conmueve muchísimo, cuando era pintor, quizá porque entiende el ser pintor como un oficio que se desempeña una temporada, mientras dura la chance, y no como una esencia de la que no se puede desprender; no sólo hay ahí mucha humildad, sino que sugiere una historia más larga, no contada, en su vida, en la que quizá desempeñó otros oficios, sino una conciencia de las vueltas del destino. En todo caso, el momento reflejado es este y no otro, dice, y en eso el retrato funciona como una instantánea) en la City de Londres. La segunda frase contiene un doble dúo muy rítmico, en los complementos a la información principal. From a looking glass / for his dear friends: de dónde tomó la imagen –del espejo, como corresponde al ejercicio de su oficio– y adónde se dirigía la imagen –a sus queridos amigos–. Que tanto el origen como el destino de la imagen tengan un adjetivo que los distingue, pero que en el primer caso sea clasificativo –looking glass es el cristal en el que te reflejas– y en el segundo escale hasta el valor emotivo –no sólo eran amigos, eran dear– funciona, para el que ya está dentro, como una subida de intensidad de sonata romántica. Y por fin, separada por un punto, como si hubiésemos dudado hasta el último momento de si incluirla o no, la razón por la que se pintó a sí mismo. Para que [sus queridos amigos] pudieran recordarle después de su muerte. No pinté para la pintura, pinté para que mis amigos se acordasen de mí.
Este es el retrato con la inscripción. Ahora me pregunto quiénes y cómo serían los amigos de Gerlach:
Los libros de poesía son álbumes de fotos de animales salvajes, donde podemos ir acostumbrándonos a sus rasgos para poder reconocerlos cuando tengamos la suerte de ver uno suelto.
La fotografía de la portada es de George Shiras III (Tres ciervos de Virginie, Michigan, hacia 1893, 1898).
La poesía como animal salvaje
Cuando en las clases de literatura se define la poesía, se dice que es el lenguaje que pretende llamar la atención sobre sí mismo. Esto querría decir que hay una voluntad, una consciencia repentina por parte del lenguaje, al darse cuenta de que lo reclaman para algo más lucido que para el pedestre encargo de transmitir información. Sabiendo que las van a contemplar, las palabras se incorporan, se arreglan la ropa, se prestan el peine. ¿Pero es de verdad esta disposición la línea de tiza entre lo que es poesía y lo que no?
¿Por qué se usa una definición así? Porque en algún lugar hay que pararse, de acuerdo. ¿Y qué es llamar la atención sobre sí mismo, con sus recursos? Góngora, podría ser. ¿Pero la poesía japonesa? ¿Y no pretenden todos los imperativos llamar la atención sobre sí mismos? ¿Sería entonces el lenguaje cuartelario el colmo de la lírica?
Se refiere más bien a la consciencia de que lo que se está diciendo tiene un valor (el estético) más allá de lo útil de su información. Aquí está lo bello. Y es verdad que lo está, como es verdad que estás guapo en la foto que te has hecho a ti mismo para colgarla aquí o allá, aunque esta foto carezca del sutil encanto indiscutible de lo no premeditado, y quizá ahí haya más propaganda que poesía, y desde luego más voluntad de llamar la atención que de preservar algo fugitivo. En ese caso reconocemos que la definición no ha servido de nada. Un eslogan publicitario llama la atención sobre sí mismo y no obstante, vaya si quiere venderte algo. Uno reconoce lo poético por otras razones. O no reconoce lo poético: se reconoce a sí mismo en ello. Por una identificación íntima, una sensación de apelación directa, un puente que gana cuerpo, gana piedra, entre aquello y nosotros. El poema no sería otra cosa que el fósil de la delicadeza del poeta al molestarse en atrapar eso y entregárnoslo antes de que se disuelva.
¿Entonces qué misterio es ese de los mensajes que se entregan sin voluntad de dejarnos emocionados, que cumplen una misión más amplia que las que les encomendó el despreocupado emisor? Es el misterio de la poesía involuntaria. Se disfruta más, porque es como espiar por un agujero, porque te asalta de improviso. Estos son algunos de mis poemas involuntarios preferidos:
Encontré este cartel hace años en el escaparate de una carnicería y me dejó fascinada su mensaje. Descartada la interpretación literal por repugnante ("tenemos la carne mezclada y amontonada") que un sitio tan doméstico como un comercio de barrio presentase sus credenciales con una advertencia tan arcana me dio la excitante certeza de que toda España seguía siendo el fabuloso reino descrito en el Manuscrito encontrado en Zaragoza. El anuncio no puede ser más sencillo, y por eso tiene la magnética ambigüedad de todo oráculo fatal. Hay / ternera / blanca / bajo / el / cordero. Su disposición, palabra a palabra, tiene la potencia de un poema oriental, en el que resuenan los ecos de la religión de una civilización ganadera y acostumbrada a los sacrificios en aras elevadas. El cordero está muy extendido como símbolo, para empezar de Cristo. En todo caso, parece claro que el mensaje último, así a grandes rasgos, es que no todo es lo que parece, que hay que mirar dos veces, que hay que mirar debajo. Pero hay algo chocante en la traslocación de los términos: si el cordero es el fin último, ¿por qué funciona aquí como ilusión que hay que atravesar para encontrar lo que hay debajo, lo verdadero, la ternera (¡blanca!)? Y esa enfática cesura doble, antes de desvelar dónde se encuentra la blanca ternera de lo real…
Durante años me fui repitiendo aquellas palabras mágicas sin llegar a saber qué querrían decir. Pero igual de inopinadamente que nos asaltan los acertijos, nos llegan sus soluciones. Desentrañé el enigma un día en que, pasando junto a una mercería, vi un cartel que avisaba: “¡Atención! ¡Bajaron los panties!” ¡Ah! "Hay ternera blanca y bajó el cordero!" De golpe comprendí que el uso verbal, el pasado simple y la mercancía como sujeto de la acción de “bajar”, eran una convención comercial, y que lo que yo había leído en el cartel de la carnicería como adverbio (bajo, debajo de) era en realidad el pasado simple del verbo bajar, entendido como un abaratamiento de su precio, y que el carnicero no había puesto el acento sobre la O porque el juego de letras con pinchos que se clavaban en el cartel, que era una tabla de goma rayada, no incluía tildes. Solté una gran carcajada al comprenderlo, como un filósofo cínico ante un oráculo, pero el mensaje errado que yo había asimilado sigue teniendo validez para mí. Y el hecho de que al descolgar, para hacerle una foto, la imagen que he tenido en la pared todos estos años, se me haya caído al suelo con el resultado de la rotura del cristal, me confirma que el mensaje tiene una vibración poderosa más allá de cualquier interpretación racional.
Otro cartel cuyo alegre ritmillo me ha acompañado siempre que subía o bajaba la calle de Moratín es el siguiente:
Los siguientes ejemplos son de otra clase, pero tampoco fueron concebidos como poemas para publicar en Adelphi o Pre-Textos. Y sin embargo para mí resuenan como los más altos poemas con consciencia de serlo.
El primero de ellos es un extracto del diario de Charles Lindbergh, el primer piloto en cruzar solo el Atlántico sin escalas, en 1927. Aquí Lindbergh registra un vuelo que está a punto de acabar. Está disfrutando muchísimo, se debe de sentir el ser más libre de la Tierra, pero tiene que aterrizar ya. Y dice:
“It seems a shame to land with the night so clear and so much fuel in my tanks.”
(“Es una pena tener que aterrizar con la noche tan clara y el depósito aún tan lleno.”)
Olvidemos la belleza eufónica de la contigüidad de seems y shame, dos palabras tan similares que al pronunciador no nativo del inglés le exigen una atención que acaba dándole mucho gusto al ejecutar bien. La imagen: el pequeño avión monoplaza surcando un cielo limpio y estrellado. La inminencia del aterrizaje. Qué lástima, de verdad. Es imposible no darse cuenta de que la noche tan clara es el mundo, que todos tendremos que dejar demasiado pronto. Incluso asociado a abandonos menos definitivos, todo lo que amamos y que tenemos que dejar atrás justo cuando nos lo estábamos pasando tan bien, este memento mori con imagen de caja de cerillas antigua me es mucho más conmovedor que un poema que sabe lo que representa aquello de lo que está hablando.
El último de los poemas involuntarios es la leyenda que acompaña un autorretrato del pintor Gerlach Flicke. Quizá los autorretratos de otros pintores más famosos no necesitan explicarse tanto, pero Gerlach apunta encima de su rostro una leyenda en latín que yo conocí en inglés:
“Such was the face of Gerlach Flicke when he was a painter in the City of London. Thus, he himself painted from a looking glass for his dear friends. So that they might have something to remember him after his death.”
“Esta era la cara de Gerlach Flicke cuando era pintor en la City de Londres. Así se pintó a sí mismo, desde un espejo, para sus queridos amigos. Para que tuviesen algo con que recordarle después de su muerte.”
Esta sencilla leyenda, que en realidad es la traducción yo no sé de quién del original latín de Flicke, es para mí un poema concentradísmo. Me gusta ver a la vez la sonoridad y la forma y el fondo de lo que dice. Hay que pronunciarlo en voz alta, un poco despacio. En la primera frase, la colocación perfecta de sílabas tónicas alternas, como un flamenco que se arranca con unos primeros golpes sobre la mesa para tantear el ritmo, viene a decirnos que la prosodia es una rama de la humildad. Para que cuando el paso del tiempo haya hecho imposible mi identificación, la de un pintor que quizá no trascienda su época, dejo aquí la información de que este rostro fue el de Gerlach Flicke, cuando era pintor (y esto me conmueve muchísimo, cuando era pintor, quizá porque entiende el ser pintor como un oficio que se desempeña una temporada, mientras dura la chance, y no como una esencia de la que no se puede desprender; no sólo hay ahí mucha humildad, sino que sugiere una historia más larga, no contada, en su vida, en la que quizá desempeñó otros oficios, sino una conciencia de las vueltas del destino. En todo caso, el momento reflejado es este y no otro, dice, y en eso el retrato funciona como una instantánea) en la City de Londres. La segunda frase contiene un doble dúo muy rítmico, en los complementos a la información principal. From a looking glass / for his dear friends: de dónde tomó la imagen –del espejo, como corresponde al ejercicio de su oficio– y adónde se dirigía la imagen –a sus queridos amigos–. Que tanto el origen como el destino de la imagen tengan un adjetivo que los distingue, pero que en el primer caso sea clasificativo –looking glass es el cristal en el que te reflejas– y en el segundo escale hasta el valor emotivo –no sólo eran amigos, eran dear– funciona, para el que ya está dentro, como una subida de intensidad de sonata romántica. Y por fin, separada por un punto, como si hubiésemos dudado hasta el último momento de si incluirla o no, la razón por la que se pintó a sí mismo. Para que [sus queridos amigos] pudieran recordarle después de su muerte. No pinté para la pintura, pinté para que mis amigos se acordasen de mí.
Este es el retrato con la inscripción. Ahora me pregunto quiénes y cómo serían los amigos de Gerlach:
Los libros de poesía son álbumes de fotos de animales salvajes, donde podemos ir acostumbrándonos a sus rasgos para poder reconocerlos cuando tengamos la suerte de ver uno suelto.
La fotografía de la portada es de George Shiras III (Tres ciervos de Virginie, Michigan, hacia 1893, 1898).