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Los cuerpos y el mal

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Pienso mucho en los cuerpos, esa es la verdad, y fíjese usted que en verano todavía más. Y es que en verano hay una invasión de (ultra)cuerpos desde todos los flancos, que ya comenzaban a desnudarse allá por mayo, en las páginas publicitarias de las revistas y en los anuncios televisivos. “Vigile su cuerpo, señora”, nos advertían, “se le acaba el tiempo”. Pienso en ellos y en el mío, porque es importante, creo yo, pensar los cuerpos, repensarlos y entenderlos. Y es que sobre el cuerpo nos han dicho muchas cosas y casi ninguna buena. Y no me refiero solamente a la continua insistencia en recordarnos lo imperfectos que son, ni a la venta de fórmulas, barritas o cremas, que les harían dejar de serlo. Porque ya sabrá usted que esto es de ahora, pero las ideas negativas con las que vestimos nuestros cuerpos no son nuevas, tienen siglos. Los católicos, por ejemplo, ya nos dijeron que era la parte menos importante de un todo formado por tres cosas (alma, espíritu, carne); y no se crea usted que los filósofos han tenido mejor opinión. Fue Descartes quien, directamente, nos dijo que no teníamos cuerpo y que sólo somos “una cosa que piensa”. Y en tanto cosa que piensa –me digo yo hoy– voy a pensar el cuerpo. Porque parece que la carne se diferencia de la mente (o el espíritu) en una jerarquía sospechosa. La razón, el logos, lo supera, es lo eterno y lo elevado; sin embargo, el cuerpo es contingente, es materia y amasijo, es un mero contenedor del pathos que se descuelga con el tiempo, y que no obedece a razones razonables. Por lo tanto no tendría por qué preocuparme el cuerpo, habitante como soy de nuestro sistema logocéntrico. Pero yo que soy rebelde, le invito a usted a pensar su cuerpo. Le propongo que use ese recalcitrante logos para asomarse al pathos, no sea que se esté perdiendo algo relevante.

Sea usted, por un momento, un poco más logopática.

"Y es que la clave, fíjese qué espanto, es que su cuerpo, señora, en realidad no le pertenece a usted"

Porque si por un lado nuestro cuerpo no es importante, pero por otro hemos de hacer, mediante el consumo por ejemplo, que sea cada vez menos imperfecto, nos encontramos en una contradicción difícilmente habitable. Y es que la clave, fíjese qué espanto, es que su cuerpo, señora, en realidad no le pertenece a usted. Ni a mí el mío. No somos, en definitiva, los dueños de nuestros cuerpos. ¿Cómo es esto posible? Pues muy sencillo: atienda usted por un momento a las normas que lo rigen y comprenderá que, por muy interiorizadas que las tenga y por muy naturales que le parezcan, esas normas son externas. Esas normas son creadas, generadas, por un poder. Su cuerpo y el mío, como todos los cuerpos, son administrados por un poder que no deja nada suelto y que es, ahora lo veremos, muy (muy) rígido. Hay algo flotante y tremendamente poderoso, que une misteriosamente la estética y la salud para indicarnos, por ejemplo, si debemos fumar o no fumar, ser más o menos gordas, o esculpirnos o mutilarnos según la zona. Y si usted cumple esas normas estéticas y saludables tendrá premios, por supuesto, pero qué duda cabe de que tendrá también, si no lo hace, considerables castigos. Ha de preocuparse (y mucho) por su cuerpo imperfecto, pero también debe usted asegurarse de no parecer preocupada, porque puede caer en el culto al cuerpo, y será entonces tachada de frívola o superficial, y ya sabemos que el cuerpo (la superficie) no es importante, y que usted lo que debe hacer es cultivar su mente.

Vaya, no lo tenemos fácil, querida.

Y ya que hablamos de superficies, le diré que estas cuestiones son sólo la punta del iceberg de lo que llamamos biopolítica, esto es: la administración de los cuerpos. La biopolítica es tremendamente extensa y se preocupa en confundirnos lo bastante para que no siempre seamos conscientes de su eficacia. La biopolítica es el nombre que hemos dado a ese poder invisible que dictamina el uso rígido del cuerpo. Su severa normativa está en todo lo que usted y yo hacemos, y dibuja muy bien los límites de lo que es y no es posible que hagamos. Las señoras como usted pueden hoy, por ejemplo, llevar pantalones y no tener problemas, pero eso no era así hasta hace bien poco. Yo ahora mismo –y soy un varón, le recuerdo–, estoy en mi casa travestido de princesa victoriana, y no tengo problemas en escribir este texto en mi hogar, así engalanado. Pero si salgo a la calle y voy con este precioso vestido de encajes a comprar el pan o buscar trabajo, seguramente tendré muchos problemas. Resulta que según seamos, como usted y yo, mujeres o varones, tendremos unas normas específicas y estrictas para el uso y el modo de nuestro cuerpo. Esas normas no son laxas, no se crea, y no son, desde luego, un asunto baladí. Los significados que soportan los cuerpos son, de pronto, sagrados e inviolables; y parece que transgredirlos supone algo realmente muy grave, porque hace zozobrar unos pilares que sostienen, finalmente, nuestro sistema de valores y de relación social. Si quebramos la normatividad que somete a nuestros cuerpos, caeremos en el lado del mal y tendremos problemas, en principio a pie de calle y finalmente con la autoridad. Fíjese si el cuerpo es importante, fíjese cuánto significa que podemos acabar usted y yo detenidas. Rebelarnos contra la biopolítica que administra nuestros cuerpos –recuerde, a todos los niveles– supone una acción más relevante de lo que parece a priori; supone en definitiva una acción política.

De modo que no es un mal consejo, creo yo, repensar los cuerpos, porque parece que son mucho más importantes de lo que nos dicen por un lado y por el otro. Parece que debemos prestarles atención, y que es sano preguntarnos por qué reivindicarlos como nuestros causa tantas resistencias desde el poder. Yo le invito a que no se censure, que la censura es una trampa que en realidad viene de fuera, y le invito a que no se engañe o, más bien, a que no se deje enredar por tanta maraña de significados impuestos. Si usted piensa, como yo, que se está esforzando por conseguir unos estándares que en el fondo le dan igual, que se desloma cada día por nada y que su cuerpo debería ser un continente de placeres y no de castigos y normas, hágalo. Haga usted, con su cuerpo, contra-política. Use su cuerpo como objeto de rebelión contra el sistema normativo, porque no hay nada más placentero. No hay nada mejor que trascender la imposición y colocarse por encima de esa norma, con su monóculo y su chaqué o mis tacones y labios rojos. Riámonos así de las miradas de desprecio y extrañeza de quienes no están libres de ese sistema. Su reacción se debe a que al vernos saben, en el fondo, que somos nosotros mismos quienes decidimos sobre nuestros cuerpos. Y no hay una sensación de poder mayor que el de la propia decisión sobre el cuerpo, haga usted la prueba.

 

Imágenes:

1. Mo B Dick por Del Lagrace Volcano
2. Beatriz Preciado por Lydia Lunch
3. Ocaña por Pieter Vandermeer