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Lope vuelve a ser ‘mainstream’
“Profesor, ¿Cervantes era hipster?”. En un libro de texto, el retrato barbudo del manco de Lepanto atribuido a Juan de Jáuregui y conservado en la Real Academia Española suscita las asociaciones más peregrinas entre los alumnos del instituto donde imparte clases un amigo. “¿Qué podía contestarle? ¿Que Cervantes quiso ser mainstream en el mundillo teatral de comienzos del siglo XVII, pero que le ganó la partida el espabilado de Lope de Vega, un auténtico coolhunter de tendencias teatrales?”.
Ahora que la madrileña iglesia de Las Trinarias, donde reposan los huesos del autor del Quijote, está a punto de convertirse en una nueva meca para los visitantes del Barrio de las Letras, ¿puede la barba bien recortada de don Miguel convertirse en un icono hipster? Si atendemos a la teoría esbozada por Italo Calvino en su famoso alegato Por qué leer los clásicos, un autor clásico siempre es moderno. Por metonimia, también lo es su barba. Y, sin embargo, los clásicos españoles han comenzado a resultarnos contemporáneos muy recientemente.
El olor a naftalina y el polvo depositado sobre sus obras a lo largo de los siglos, tal como sostenía Bertolt Brecht en “Intimidación por los clásicos”, han oscurecido la frescura y el espíritu combativo que anida en ellos. En efecto, hasta hace poco, la pregunta del alumno hubiera sido: “Profesor, ¿Lope de Vega era facha?”. Y es que, mientras el polaco Jan Kott publicaba en 1962 el revulsivo Shakespeare, nuestro contemporáneo, potenciando los montajes subversivos y las lecturas alternativas del vate inglés, en estos lares, el teatro clásico español se veía postergado a los manuales franquistas y a un puñado de títulos en una escena acartonada y declamatoria. Como siempre, la modernidad traspasa con retraso nuestras fronteras. Pero, con paciencia y esfuerzo, acaba por llegar.
Instalados ya en el siglo XXI, ningún espectador se avergüenza de proclamar a Lope, Calderón o Cervantes como “nuestros contemporáneos”. Ello se debe al renovado impulso que, durante las últimas décadas, han vivido sus obras sobre las tablas. Por fin la esencia intemporal de los clásicos ha osado aderezarse con los múltiples ropajes escénicos de la modernidad y lo ha hecho sin los prejuicios que acorralaban a las generaciones anteriores ante, por ejemplo, un montaje de clásico con música rock, una dicción natural y orgánica del octosílabo o una ambientación en la Alemania nazi o en los felices años veinte. Eso sí, para que desde las páginas de la revista Jot Down se recomiende como lectura imprescindible El caballero de Olmedo (sic), sus protagonistas han tenido que vivir un periplo escénico e ideológico que parece digno del argumento de una tragicomedia.
El viaje del teatro clásico español desde el siglo XVIII al presente pasa por todos los usos artísticos y políticos que lo han lastrado hasta la pasada década de los 80. Tras la gloriosa época que lo vio nacer y erigirse como un fenómeno de masas (ese Barroco que ahora todo el mundo conoce a través de las novelas y adaptaciones del Alatriste de Pérez-Reverte), el teatro áureo siguió representándose en el siglo XVIII pese a la creciente oposición de los neoclásicos, quienes no toleraban su carencia de unidad de tiempo, espacio y acción —justo el rasgo que dota a esta trepidante dramaturgia de vitalidad y ritmo—.
Tras los ataques de los ilustrados, los románticos reivindicarán a Calderón y compañía, pero creando un canon sesgado y ad hoc desde una óptica conservadora, nacionalista y católica. A principios del siglo XX, divas teatrales como María Guerrero, con pocos deseos de renovación y muchos de lucimiento personal, los interpreta para que el público proclame “¡Pero qué bien recita esta actriz!” y no “¡Pero qué maravillas escribieron estos autores!”. Tan solo Cipriano Rivas Cherif y Federico García Lorca —con su mítico proyecto teatral La Barraca— consiguen dignificarlos bajo el pensamiento estético modernista y acercarlos a las clases populares, las mismas que los disfrutaron y encumbraron en el Siglo de Oro.
Pero con la ruptura cultural que supuso el final de la República y la instauración del franquismo, los clásicos cambian de bando a la fuerza y la ideología dominante se apodera de ellos. Durante la posguerra se termina de afianzar esa fatídica identificación decimonónica del teatro clásico con el catolicismo recalcitrante y una concepción política y social reaccionaria. Un dato curioso: la única vez que Franco asistió a una representación teatral como jefe de Estado fue para presenciar el montaje en su honor de Las mocedades del Cid, de Guillem de Castro, estrenado el 1 de abril de 1941 en el Teatro Español. Una obra que, significativamente, ensalza a un héroe nacional, a un caudillo, y en una puesta en escena firmada por Felipe Lluch que evita todo cuestionamiento. De este modo, los autores barrocos ven ahogada su carga ambigua, lúdica y vital bajo el signo conservador y religioso que ha provocado la desafección de la intelectualidad liberal española hacia el teatro áureo hasta fechas muy recientes.
Cuando España alcanza la democracia, los clásicos se hallan sin oxígeno. Los setenta fueron nefastos para ellos: a la crisis del teatro frente al auge del cine y, sobre todo, la televisión, los clásicos suman su vínculo ideológico con la etapa anterior. Para los intelectuales de izquierdas el drama barroco representa lo caduco y tedioso de la dictadura. Sin embargo, apenas iniciados los 80, directores como José Luis Alonso, Lluís Pasqual, José Luis Gómez, Francisco Nieva, Miguel Narros, Alberto González Vergel o Manuel Canseco se ponen manos a la obra para reavivar a los clásicos. Pronto se fundan las primeras compañías teatrales especializadas en teatro clásico español: Zampanó Teatro (1981) y Teatro Corsario (1982). El polvo depositado sobre los clásicos no tardará en eliminarse.
¿Cómo se ha conseguido modificar el imaginario colectivo del teatro clásico en solo unas pocas generaciones? En síntesis, este cambio de paradigma ha venido impulsado desde dos frentes: la academia y la escena. Desde las filas de la Filología se ha luchado por mostrar a los clásicos de manera poliédrica, resaltando su diversidad y sus matices. Verbigracia: el mismo valor de la honra ensalzado en dramas truculentos como El médico de su honra —y reivindicado por los exégetas de la línea conservadora— se subvierte en los entremeses breves del mismo Calderón, donde los cornudos se convierten en materia cómica y se admite entre risas el adulterio. Pero es el trabajo de una institución pública el que ha consolidado a Lope como un coetáneo más. Desde que en 1986, y bajo la batuta del genial y polémico Adolfo Marsillach, se pusiera en marcha la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) —el equivalente español de la Comédie-Française en Francia y el Royal National Theatre en Gran Bretaña—, los clásicos han pugnado por ocupar un lugar dentro de la historia del espectáculo contemporáneo.
Siguiendo la enorme brecha abierta por la CNTC, desde el cambio de milenio, la comedia barroca ha visto aumentar progresivamente el número de grupos teatrales y profesionales vinculados a su montaje actual. Una nueva generación de directores se ha dejado seducir por los textos áureos: Calixto Bieito, Helena Pimenta, Emilio Hernández, Sergi Belbel, Eva del Palacio, Alfonso Zurro, Joaquín Vida, Ana Zamora, Eduardo Vasco o Mariano de Paco. La lista de compañías privadas interesadas en la representación del teatro clásico español crece cada temporada y se expande en los múltiples festivales especializados en ciudades como Almagro, Almería, Olmedo, Olite, Alcalá, Cáceres, Getafe, El Escorial, Lugo o Chinchilla.
Las butacas de estos festivales vibran con un público joven, carente de prejuicios ideológicos, y deseoso de pasar unas horas agradables con un experiencia teatral diferente. Se trata de esa inmensa mayoría que va al teatro a “pasarlo bien”, usando la sencilla y contundente expresión de David Mamet. Para ellos, la CNTC y las compañías privadas ofrecen clásicos alejados de la expresión teatral rutinaria y previsible, del cartón piedra y del historicismo, de las maneras interpretativas pomposas y anticuadas, sumergiendo a los autores áureos en una desprejuiciada y juguetona dimensión posmoderna.
En realidad, el mayor triunfo del teatro clásico en la época contemporánea es haberse incorporado al ámbito del ocio sin perder su condición patrimonial. Porque solo dentro del sistema de la oferta general de actividades culturales, ofreciendo un plus de calidad y riesgo en la puesta en escena, está garantizado el éxito del drama áureo en el siglo XXI. Los profesionales de las tablas así lo han entendido. Y se han lanzado a potenciar los rasgos distintivos que, frente a las dramaturgias modernas, posee la del Siglo de Oro: el esteticismo del verso, la pluralidad genérica, la fuerza de personajes como Segismundo, Peribáñez o Pedro Crespo, el componente musical, la anticipación al vodevil decimonónico y al screwball hollywoodiense en las comedias, la fuerza de las palabras antiguas ya en desuso, la perfección de sus estructuras dramáticas.
El teatro áureo se ha convertido, incluso, en fecunda materia dramática. El delicioso montaje Siglo de Oro, siglo de ahora (2012), que ha catapultado a la fama a la compañía Ron Lalá, constituye todo un homenaje y, a la vez, evidencia la normalización social de los clásicos en España. ¡Vivan las redondillas y los apartes, los caballeros embozados y las damas con disfraz varonil, el suspicaz barbas y la descarada criada, el soneto culterano y la coplilla popular, los amores a las rejas del balcón y el deus ex machina!
Ahora bien, los clásicos no solo están revelando su soberbia teatralidad en la escena actual. También muestran su cara más crítica y comprometida gracias a las lecturas personales de atrevidos directores. Els Joglars señalaron la farsa que se esconde, en muchos casos, tras el arte, la religión, la gastronomía y, cómo no, la política. Su particular interpretación del entremés cervantino El retablo de las maravillas (2004) constituía una bofetada en la mente de cada espectador.
En De Fuenteovejuna a Ciudad Juárez (2011), la joven directora Lucía Miranda llena el escenario con los zapatos de tacón de las víctimas de los feminicidios de esta ciudad mexicana —los cuerpos nunca se recuperan, pero el zapato queda como testigo mudo de la barbarie—. En esta puesta en escena los músicos son tres mariachis mujeres; las labradoras andaluzas se convierten en trabajadoras de una maquila (las multinacionales afincadas en la frontera con Estados Unidos); el gracioso es un huérfano de la calle; el alcalde, un político corrupto; y el Comendador, un narcotraficante sin escrúpulos. Asimismo, los veteranos de Teatro Corsario han dado una vuelta de tuerca al desconcertante final de El médico de su honra (2012): el celoso don Gutierre, que mata a su esposa por meras sospechas de adulterio y resta impune, es aquí asesinado por su segunda esposa, recibiendo el mayor castigo por su acto criminal. El director Jesús Peña venga desde la escena a las víctimas actuales de la violencia machista. Los clásicos, como es patente, también pueden rezumar reflexión y diálogo con el presente del espectador.
Decía el historiador de la literatura Francisco Ruiz Ramón, fallecido el pasado enero, que nuestros barrocos han soportado una “anomalía sociocultural en su recepción”. Al contrario que el teatro isabelino, admitido con naturalidad y cierto reverencialismo por parte de la sociedad anglosajona, el teatro clásico español ha sufrido durante demasiados años la desconfianza y la aversión de quienes debieran estimarlo como lo que es: el principal patrimonio teatral europeo en número y uno de los mejores en calidad y variedad. Este reciente cambio de paradigma cultural le ha devuelto el brillo y el reconocimiento que merece. Lope, Tirso, Calderón, Rojas Zorrilla o Moreto vuelven con su original vocación mainstream a una escena que reconoce en ellos el esplendor de una época irrepetible para las tablas españolas. Ese siglo en el que el teatro era el centro de la vida urbana y una necesidad cotidiana de los ciudadanos, analfabetos enamorados de la arquitectura del verso que nunca hubieran consentido un asfixiante 21% de IVA para su máxima pasión.
Lope vuelve a ser ‘mainstream’
“Profesor, ¿Cervantes era hipster?”. En un libro de texto, el retrato barbudo del manco de Lepanto atribuido a Juan de Jáuregui y conservado en la Real Academia Española suscita las asociaciones más peregrinas entre los alumnos del instituto donde imparte clases un amigo. “¿Qué podía contestarle? ¿Que Cervantes quiso ser mainstream en el mundillo teatral de comienzos del siglo XVII, pero que le ganó la partida el espabilado de Lope de Vega, un auténtico coolhunter de tendencias teatrales?”.
Ahora que la madrileña iglesia de Las Trinarias, donde reposan los huesos del autor del Quijote, está a punto de convertirse en una nueva meca para los visitantes del Barrio de las Letras, ¿puede la barba bien recortada de don Miguel convertirse en un icono hipster? Si atendemos a la teoría esbozada por Italo Calvino en su famoso alegato Por qué leer los clásicos, un autor clásico siempre es moderno. Por metonimia, también lo es su barba. Y, sin embargo, los clásicos españoles han comenzado a resultarnos contemporáneos muy recientemente.
El olor a naftalina y el polvo depositado sobre sus obras a lo largo de los siglos, tal como sostenía Bertolt Brecht en “Intimidación por los clásicos”, han oscurecido la frescura y el espíritu combativo que anida en ellos. En efecto, hasta hace poco, la pregunta del alumno hubiera sido: “Profesor, ¿Lope de Vega era facha?”. Y es que, mientras el polaco Jan Kott publicaba en 1962 el revulsivo Shakespeare, nuestro contemporáneo, potenciando los montajes subversivos y las lecturas alternativas del vate inglés, en estos lares, el teatro clásico español se veía postergado a los manuales franquistas y a un puñado de títulos en una escena acartonada y declamatoria. Como siempre, la modernidad traspasa con retraso nuestras fronteras. Pero, con paciencia y esfuerzo, acaba por llegar.
Instalados ya en el siglo XXI, ningún espectador se avergüenza de proclamar a Lope, Calderón o Cervantes como “nuestros contemporáneos”. Ello se debe al renovado impulso que, durante las últimas décadas, han vivido sus obras sobre las tablas. Por fin la esencia intemporal de los clásicos ha osado aderezarse con los múltiples ropajes escénicos de la modernidad y lo ha hecho sin los prejuicios que acorralaban a las generaciones anteriores ante, por ejemplo, un montaje de clásico con música rock, una dicción natural y orgánica del octosílabo o una ambientación en la Alemania nazi o en los felices años veinte. Eso sí, para que desde las páginas de la revista Jot Down se recomiende como lectura imprescindible El caballero de Olmedo (sic), sus protagonistas han tenido que vivir un periplo escénico e ideológico que parece digno del argumento de una tragicomedia.
El viaje del teatro clásico español desde el siglo XVIII al presente pasa por todos los usos artísticos y políticos que lo han lastrado hasta la pasada década de los 80. Tras la gloriosa época que lo vio nacer y erigirse como un fenómeno de masas (ese Barroco que ahora todo el mundo conoce a través de las novelas y adaptaciones del Alatriste de Pérez-Reverte), el teatro áureo siguió representándose en el siglo XVIII pese a la creciente oposición de los neoclásicos, quienes no toleraban su carencia de unidad de tiempo, espacio y acción —justo el rasgo que dota a esta trepidante dramaturgia de vitalidad y ritmo—.
Tras los ataques de los ilustrados, los románticos reivindicarán a Calderón y compañía, pero creando un canon sesgado y ad hoc desde una óptica conservadora, nacionalista y católica. A principios del siglo XX, divas teatrales como María Guerrero, con pocos deseos de renovación y muchos de lucimiento personal, los interpreta para que el público proclame “¡Pero qué bien recita esta actriz!” y no “¡Pero qué maravillas escribieron estos autores!”. Tan solo Cipriano Rivas Cherif y Federico García Lorca —con su mítico proyecto teatral La Barraca— consiguen dignificarlos bajo el pensamiento estético modernista y acercarlos a las clases populares, las mismas que los disfrutaron y encumbraron en el Siglo de Oro.
Pero con la ruptura cultural que supuso el final de la República y la instauración del franquismo, los clásicos cambian de bando a la fuerza y la ideología dominante se apodera de ellos. Durante la posguerra se termina de afianzar esa fatídica identificación decimonónica del teatro clásico con el catolicismo recalcitrante y una concepción política y social reaccionaria. Un dato curioso: la única vez que Franco asistió a una representación teatral como jefe de Estado fue para presenciar el montaje en su honor de Las mocedades del Cid, de Guillem de Castro, estrenado el 1 de abril de 1941 en el Teatro Español. Una obra que, significativamente, ensalza a un héroe nacional, a un caudillo, y en una puesta en escena firmada por Felipe Lluch que evita todo cuestionamiento. De este modo, los autores barrocos ven ahogada su carga ambigua, lúdica y vital bajo el signo conservador y religioso que ha provocado la desafección de la intelectualidad liberal española hacia el teatro áureo hasta fechas muy recientes.
Cuando España alcanza la democracia, los clásicos se hallan sin oxígeno. Los setenta fueron nefastos para ellos: a la crisis del teatro frente al auge del cine y, sobre todo, la televisión, los clásicos suman su vínculo ideológico con la etapa anterior. Para los intelectuales de izquierdas el drama barroco representa lo caduco y tedioso de la dictadura. Sin embargo, apenas iniciados los 80, directores como José Luis Alonso, Lluís Pasqual, José Luis Gómez, Francisco Nieva, Miguel Narros, Alberto González Vergel o Manuel Canseco se ponen manos a la obra para reavivar a los clásicos. Pronto se fundan las primeras compañías teatrales especializadas en teatro clásico español: Zampanó Teatro (1981) y Teatro Corsario (1982). El polvo depositado sobre los clásicos no tardará en eliminarse.
¿Cómo se ha conseguido modificar el imaginario colectivo del teatro clásico en solo unas pocas generaciones? En síntesis, este cambio de paradigma ha venido impulsado desde dos frentes: la academia y la escena. Desde las filas de la Filología se ha luchado por mostrar a los clásicos de manera poliédrica, resaltando su diversidad y sus matices. Verbigracia: el mismo valor de la honra ensalzado en dramas truculentos como El médico de su honra —y reivindicado por los exégetas de la línea conservadora— se subvierte en los entremeses breves del mismo Calderón, donde los cornudos se convierten en materia cómica y se admite entre risas el adulterio. Pero es el trabajo de una institución pública el que ha consolidado a Lope como un coetáneo más. Desde que en 1986, y bajo la batuta del genial y polémico Adolfo Marsillach, se pusiera en marcha la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) —el equivalente español de la Comédie-Française en Francia y el Royal National Theatre en Gran Bretaña—, los clásicos han pugnado por ocupar un lugar dentro de la historia del espectáculo contemporáneo.
Siguiendo la enorme brecha abierta por la CNTC, desde el cambio de milenio, la comedia barroca ha visto aumentar progresivamente el número de grupos teatrales y profesionales vinculados a su montaje actual. Una nueva generación de directores se ha dejado seducir por los textos áureos: Calixto Bieito, Helena Pimenta, Emilio Hernández, Sergi Belbel, Eva del Palacio, Alfonso Zurro, Joaquín Vida, Ana Zamora, Eduardo Vasco o Mariano de Paco. La lista de compañías privadas interesadas en la representación del teatro clásico español crece cada temporada y se expande en los múltiples festivales especializados en ciudades como Almagro, Almería, Olmedo, Olite, Alcalá, Cáceres, Getafe, El Escorial, Lugo o Chinchilla.
Las butacas de estos festivales vibran con un público joven, carente de prejuicios ideológicos, y deseoso de pasar unas horas agradables con un experiencia teatral diferente. Se trata de esa inmensa mayoría que va al teatro a “pasarlo bien”, usando la sencilla y contundente expresión de David Mamet. Para ellos, la CNTC y las compañías privadas ofrecen clásicos alejados de la expresión teatral rutinaria y previsible, del cartón piedra y del historicismo, de las maneras interpretativas pomposas y anticuadas, sumergiendo a los autores áureos en una desprejuiciada y juguetona dimensión posmoderna.
En realidad, el mayor triunfo del teatro clásico en la época contemporánea es haberse incorporado al ámbito del ocio sin perder su condición patrimonial. Porque solo dentro del sistema de la oferta general de actividades culturales, ofreciendo un plus de calidad y riesgo en la puesta en escena, está garantizado el éxito del drama áureo en el siglo XXI. Los profesionales de las tablas así lo han entendido. Y se han lanzado a potenciar los rasgos distintivos que, frente a las dramaturgias modernas, posee la del Siglo de Oro: el esteticismo del verso, la pluralidad genérica, la fuerza de personajes como Segismundo, Peribáñez o Pedro Crespo, el componente musical, la anticipación al vodevil decimonónico y al screwball hollywoodiense en las comedias, la fuerza de las palabras antiguas ya en desuso, la perfección de sus estructuras dramáticas.
El teatro áureo se ha convertido, incluso, en fecunda materia dramática. El delicioso montaje Siglo de Oro, siglo de ahora (2012), que ha catapultado a la fama a la compañía Ron Lalá, constituye todo un homenaje y, a la vez, evidencia la normalización social de los clásicos en España. ¡Vivan las redondillas y los apartes, los caballeros embozados y las damas con disfraz varonil, el suspicaz barbas y la descarada criada, el soneto culterano y la coplilla popular, los amores a las rejas del balcón y el deus ex machina!
Ahora bien, los clásicos no solo están revelando su soberbia teatralidad en la escena actual. También muestran su cara más crítica y comprometida gracias a las lecturas personales de atrevidos directores. Els Joglars señalaron la farsa que se esconde, en muchos casos, tras el arte, la religión, la gastronomía y, cómo no, la política. Su particular interpretación del entremés cervantino El retablo de las maravillas (2004) constituía una bofetada en la mente de cada espectador.
En De Fuenteovejuna a Ciudad Juárez (2011), la joven directora Lucía Miranda llena el escenario con los zapatos de tacón de las víctimas de los feminicidios de esta ciudad mexicana —los cuerpos nunca se recuperan, pero el zapato queda como testigo mudo de la barbarie—. En esta puesta en escena los músicos son tres mariachis mujeres; las labradoras andaluzas se convierten en trabajadoras de una maquila (las multinacionales afincadas en la frontera con Estados Unidos); el gracioso es un huérfano de la calle; el alcalde, un político corrupto; y el Comendador, un narcotraficante sin escrúpulos. Asimismo, los veteranos de Teatro Corsario han dado una vuelta de tuerca al desconcertante final de El médico de su honra (2012): el celoso don Gutierre, que mata a su esposa por meras sospechas de adulterio y resta impune, es aquí asesinado por su segunda esposa, recibiendo el mayor castigo por su acto criminal. El director Jesús Peña venga desde la escena a las víctimas actuales de la violencia machista. Los clásicos, como es patente, también pueden rezumar reflexión y diálogo con el presente del espectador.
Decía el historiador de la literatura Francisco Ruiz Ramón, fallecido el pasado enero, que nuestros barrocos han soportado una “anomalía sociocultural en su recepción”. Al contrario que el teatro isabelino, admitido con naturalidad y cierto reverencialismo por parte de la sociedad anglosajona, el teatro clásico español ha sufrido durante demasiados años la desconfianza y la aversión de quienes debieran estimarlo como lo que es: el principal patrimonio teatral europeo en número y uno de los mejores en calidad y variedad. Este reciente cambio de paradigma cultural le ha devuelto el brillo y el reconocimiento que merece. Lope, Tirso, Calderón, Rojas Zorrilla o Moreto vuelven con su original vocación mainstream a una escena que reconoce en ellos el esplendor de una época irrepetible para las tablas españolas. Ese siglo en el que el teatro era el centro de la vida urbana y una necesidad cotidiana de los ciudadanos, analfabetos enamorados de la arquitectura del verso que nunca hubieran consentido un asfixiante 21% de IVA para su máxima pasión.