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Hijos

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Tengo treinta años y ninguna expectativa de tener hijos. Mi vida hasta ahora ha sido estudiar a tope en la licenciatura, pedir becas, obtener el doctorado, ir a congresos, pasar horas frente al ordenador, publicar trabajos que nadie lee. Pero también ha sido hacer teatro, viajar, acostarme tarde, levantarme tarde, conocer a un montón de gente, escribir, leer, leer muchísimo. Y, al mismo tiempo, cenar cualquier cosa, moverme en bici, ignorar los ácaros, ahorrar en calefacción, gastar en unas zapatillas chulas, cambiar de planes en el último instante, desconocer las evoluciones del fin de semana, meterme en aventuras nuevas, cansarme de las rutinas. Hasta el presente, un niño con pañales ha tenido una cabida cero en mi existencia. ¿Dónde meterlo? ¿Entre la lasaña para microondas y la última traducción de Strindberg? ¿Entre el ensayo del miércoles y el power point para la clase del viernes? ¿Entre el concierto, la reseña, el pilates, el blog y la estancia en Roma? No es sólo una cuestión de espacio en pisos mínimos de cocina-comedor y una sola cama. Es, sobre todo, y cada vez más, una cuestión de espacio vital. De ceder o no ceder ese espacio propio a otra persona. Y de sopesar si valdrá o no la pena.

Formo parte de un grupo de investigación sobre teatro clásico en la universidad. La participación de investigadoras es muy superior a la de investigadores. Casi todos los miembros somos mujeres jóvenes y solteras. Mis compañeras no tienen hijos. Bueno, todas, excepto una. A las otras diez su insólito caso nos admira. Porque conjugar la maternidad con la entrega profesional al máximo nivel nos parece una proeza sólo reservada a ejemplares raros de mujer. Mis compañeras tienen entre 25 y 40 años. Están, pues, en la edad convencional destinada al casamiento y la formación de una familia estándar. Pero nunca hablamos de estas convenciones. Hablamos mucho, eso sí, sobre nuestro impredecible futuro. Becas posdoctorales, universidades extranjeras, cambios de vivienda, vetas profesionales por explotar, ilusiones por cumplir, proyectos por desarrollar… Ganar (algo de) dinero, vivir bien, ser felices. Si alguna vez ha surgido el tema, se ha zanjado en dos variantes: “Puf, a saber, no sé si algún día podré” o “yo no puedo, imposible, ahora ya no”.

Las mujeres españolas tienen una media de 1,32 hijos. Y dan a luz por primera vez en torno a los 32,7 años. Según los estudiosos, estas cifras perjudican el buen estado de la pirámide poblacional de la nación, ésa que dibujábamos en los cuadernos en la clase de Sociales: arriba, hacia el vértice, los más viejos; abajo, en los cimientos, los recién nacidos. La tasa de natalidad española es de las más bajas de Europa. No digo nada nuevo: también las ayudas para incentivar la maternidad son aquí pura anécdota. Pero, ¿y las mujeres con profesiones liberales?, ¿cuál es su media de hijos?, ¿a qué edad se convierten en madres, si es que lo hacen? No he podido encontrar estadísticas al respecto. Pero imagino una pirámide tan enflaquecida, tan delgadita, que se asemeja al humilde nacimiento del río Nilo.

Mi madre tuvo cuatro hijos y siempre ha trabajado. Aparte de criarnos a todos (eso de que el hombre cambiara los pañales no se contemplaba en la generación de los 40) y aparte de llevar la casa (que implicaba hacer comida de calent para seis personas cada día, y de calent, en mi tierra, quiere decir elaborados arroces y guisos que nunca aprenderé), ha hecho labores de costura por encargo, ha echado una mano en el negocio de sus padres (una carnicería), ha limpiado clínicas privadas y, desde que cumplí seis años, trabajó en un supermercado. Cuando estoy agobiada porque se acerca la fecha límite para una convocatoria o por la cantidad de avisos que pueblan mi agenda, debería preguntarme más veces por cómo lo hizo ella. Cómo lo llevó todo adelante con una sonrisa en los labios, con mil obligaciones y siempre dispuesta a ayudarnos en nuestras historias y a escuchar los rollos de sus “cuatro gorgas, asombrosamente / mal plañidas, madre: tus mendigos” (César Vallejo también tuvo tres hermanos). La respuesta puede estar en mi indolente hedonismo (nunca he visto a mi madre tumbada en un sofá; de hecho, no le gustan, prefiere las sillas). La respuesta, sobre todo, debe hallarse en sus piernas plagadas de varices y en su artritis psoriásica. La respuesta, no hay duda, se encuentra en el coraje de una generación irrepetible (ella siempre dice: “¿Crisis?… Yo sí que he pasado crisis, sí.”).

Últimamente, cuando vuelvo a mi pueblo, mis compañeras del colegio me enseñan a sus bebés, algunas también muestran ecografías en su móvil, y las demás hablan y hablan sin cesar de eso, de la maternidad. Ahora bien, nunca dicen “cuando tenga un hijo le enseñaré a dar besos sonoros a los ancianos; le pondré una capa azul y roja como la del Principito para que corra por el campo; le explicaré las atrocidades del siglo XX porque —aunque seguro que en el XXI las superaremos— debe conocerlas para tomar conciencia cuanto antes”. Nunca dicen “intentaré que sea mejor persona que yo, que no sea mezquino —como su padre— ni cobarde —como su madre—, que sea empático y luchador y, sobre todo, bueno, en el buen sentido de la palabra, que diría Machado”. Tampoco dicen “creo que voy a educarle lejos de los roles de género, jugaremos con muñecas y coches por igual, le daré la máxima libertad, le haré respetar la diferencia y la igualdad”. En realidad, no sé muy bien de qué hablan estas madres jóvenes. Bueno, creo que comentan cosas sobre unos análisis para saber si pueden comer o no jamón serrano durante el embarazo, sobre la pertinencia de asistir a los cursos de lactancia, sobre las guarderías con mejores prestaciones. Yo no entiendo nada de nada, pero sonrío y asiento mucho. Y me siento muy lejos de esas chicas con las que compartí un pupitre verde lleno de garabatos y un banco del parque en lejanos veranos de scooter y futbolín que tengo fotografiados en carretes que ya nunca revelaré.

Últimamente, cuando voy al pueblo, me dicen sin sutilezas “bueno, y tú, ¿qué?, ¿no te animas?”, y señalan con la mirada el cochecito beig lleno de lazos dorados o el cochecito azul marino, sobrio y minimalista, y luego vuelven a fijar la vista en mí, con una sonrisa que busca ser cómplice y, en el fondo, rezuma una esperanza patética. Resulta curioso, nadie te dice, “¿oye?, ¿te animas a un ático de lujo con vistas espectaculares? ¡Ah! ¿y no te animas a un viaje desde Moscú hasta Pekín durante dos meses a todo tren?”. Son cosas guapas. No hace falta que te animen a ello; si tienes dinero y tiempo, te animas tú solito. Pero en la peña de los padres cargados de carrito y biberón sí que te tienen que animar para que entres. Sí que es preciso ejercer presión social sobre los escurridizos, sobre los divergentes, sobre los raros. Si se trata de despertarse cada dos horas por los llantos, ay, amigos, ahí hay que repartir pase VIP para todos. Sólo una persona me ha aconsejado que medite bien este asunto, porque los hijos abducen por completo tu existencia y te generan los más complejos quebraderos de cabeza. Y esa persona es mi madre.

Estoy elaborando una teoría tal vez muy equivocada, pero basada en muchas personas que conozco. Creo que, actualmente, la gente que tiene hijos se atonta y se amuerma, se vuelve prosaica y gris, envilece su mente y estanca su intelecto. Al mismo tiempo, creo que la gente que decide no tener hijos se vuelve psicótica y ególatra, convierte sus manías en dogmas (su perro es Dios, por ejemplo) y lleva su excentricidad a límites risorios. En realidad, no sé qué efectos son más nefastos. Pero los efectos están ahí y, necesariamente, se ha de estar en uno u otro bando.

La teoría se amplía en más capítulos. Otras líneas de investigación nos llevarían a analizar si realmente, de verdad de verdad de la buena, todos los hombres que tienen hijos querían tenerlos. Obviamente, los adoran y los cuidan. No digo que sean malos padres, en absoluto. Digo que una gran mayoría los tuvo porque: 1. Su pareja deseaba tenerlos. 2. La sociedad indica que eso es lo “normal”. Conozco hombres que antes de tener hijos practicaban su deporte favorito con una ilusión en los ojos que no les reconozco el domingo por la tarde mientras empujan el columpio en el parque municipal. Asimismo, hay muchos hombres que han nacido para estar en el bar tomando cervezas con sus amigos y hablando de fútbol. No entro en valoraciones. Pero si esta es tu máxima aspiración en la vida, ¿para qué diablos tienes un hijo?

De hecho, me interesa averiguar la razón por la que una pareja contemporánea decide tener hijos (pues “aquí” y “ahora” no es como “antes” o en “otros lugares”: si lo tienes es porque lo deseas tener). De nuevo, recurro a mi círculo próximo y observo que la ilusión por procrear es, como toda ilusión, irreflexiva. Algunas chicas me dicen “me hacía muchísima ilusión ser madre, desde pequeña” (surrealista, porque cuando tienes diez años nunca piensas en tener hijos). Otras personas dicen “bueno, porque ya tocaba, ¿no?”, y ahí percibes el peso de la norma social sobre sus hombros. Sigamos teorizando: en realidad, la mayoría de la gente tiene hijos porque llega un punto en que te haces adulto y la vida pasa a ser bastante aburrida —con respecto a cuando eras más joven, o con respecto a la manera en que la habías proyectado—, y hay que llenarla con algo que absorba y no te deje sentir la velocidad del tiempo que corre hacia la muerte. Muy pocos padres piensan: “He tenido un hijo porque quiero formar y educar a una persona para intentar que esta mierda de mundo sea un poquito mejor y, yo mismo, mejor también”. La gente —aquí, en los países ricos— tiene hijos por la misma razón que no los tiene: por puro egoísmo. Por egoísmo personal se perpetúa nuestra especie. Me estoy acordando de un viejo que va por las calles de Valencia con un cartel en el pecho que reza: “Jóvenes, follad mucho, pero no os reproduzcáis”. Y, detrás, otro que culmina: “El hombre es peligroso para el mundo”.

Lo cierto es que pocas veces me interesan los comentarios de las mujeres que tienen bebés. Me interesarían si escuchara “ayer se despertó de la siesta y me miró a los ojos y parecía que entendía mi tristeza”, “voy a empezar a leerle poesía de Bécquer por las noches, quiero que aprenda palabras nuevas: pensil, fulgor, madreselva, cadencia, celosía…” o “¿crees que seremos amigos?, ¿crees que algún día me secará la baba con un pañuelo como ahora se la seco a él?”. El jamón o la lactancia me inducen a la desconexión mental, no puedo evitarlo. Seguramente son cuestiones muy prácticas y necesarias, pero, ¿son las únicas que incumben al ejercicio de la maternidad? Antes de dejar mi mente en stand by mientras sonrío y asiento, tengo un segundo de lucidez: soy una maldita romántica inútil, por eso no tengo hijos. Y ellas, unas mujeres realistas que trituran fruta pelada con una eficiencia que yo nunca tendré.

 

El 23 de Septiembre, dos días después de la publicación de este artículo, Bárbara Celis quiso contestar a este artículo con otro titulado Madres [leer aquí].
Tras la publicación de Madres, Sergio del Molino aporta una visión masculina en Padres [leer aquí].

 
Imágenes:
1. Màquina de fira. Purificació Mascarell, 2015.
2. La madre de la autora, de pequeña, “conduce” el carro acompañada por su familia. Archivo familiar.
3. M. M. P. Cerdà, 2015.