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La cicuta de Bruselas

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Las floreadas camisas que este verano luce Varoufakis en nada se parecen a las togas blancas de los griegos que auspiciaron el nacimiento de la democracia. Aristóteles concebía el tiempo como el movimiento continuo de las cosas: sabemos que pasa el tiempo porque constatamos los cambios del mundo. La Grecia clásica se asemeja tanto a la que ahora acapara portadas como la Hispania prerromana de los iberos a la España de hoy. Por eso resulta tan fascinante que todavía puedan extraerse lecciones políticas y éticas de aquellos atenienses nacidos cinco siglos antes de Cristo. Pocas civilizaciones antiguas se prestan a este trasvase de pensamiento al mundo actual con tanta densidad y significación como la griega.

“Solo sé que no sé nada”. Aún nos emociona rememorar la historia del filósofo Sócrates. Aún nos mueve a reflexión su dramático final de agravio colectivo y cicuta por vía oral. Los espectadores de la obra Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano —escrita y dirigida por el ex director del Teatro Español Mario Gas y estrenada en el Festival de Mérida el pasado julio— vibran con la interpretación llena de humanidad y sencillez que realiza el actor Josep Maria Pou del maestro de Platón, con el que comparte edad —70 años— y, por tanto, poco apego al boato mundano (por dos veces se dirige al público este Sócrates de la era digital para pedir al respetable que ignore los mensajes de Whatsapp durante la función y, si es posible, más allá).

Sócrates ha vuelto a escena, con su eterna toga, para contarnos otra vez su tragedia personal: la de un hombre que muere por acatar las mismas leyes que él contribuyó a crear. La de un fiel defensor del mismo sistema democrático que le impone la pena capital tras acusarlo de impiedad por burlarse de los dioses y pervertir a los jóvenes con ideas extrañas. El uso radical de la razón siempre ha sido problemático. Y los librepensadores, elementos de riesgo a ojos del poder. Allí y entonces; aquí y ahora. Sócrates, hijo de un marmolista, marido despistado, conversador perspicaz, amigo leal, padre olvidadizo, ciudadano ejemplar, adquiere la dimensión de héroe porque acepta con resignación un destino tan legal como injusto, pergeñado por algunos conciudadanos envidiosos y mediocres.

El marco para reflexionar sobre la vida y la muerte de un ciudadano de hace veinticinco siglos resulta el idóneo. Se respira antigüedad clásica en las noches del Festival Sagunt a Escena. En el teatro romano de la venerable Saguntum, bajo el mismo cielo estrellado que cobijaría a los espectadores de sandalia de cuero y verbum latino cuando nada hacía prever la necesidad de desconectar los móviles al inicio de una función teatral. En ese mismo escenario en el que ahora deambula el filósofo ateniense esgrimiendo sus inteligentes argumentos de defensa —sabiduría y virtud eran conceptos sinónimos para Sócrates—, a veces se representaban tragedias griegas. La tragedia: ese género estrella inventado por los helenos para investigar, sobre las tablas, la dialéctica entre el individuo y las fuerzas colectivas, llámense tradición, sociedad o Estado. Las piezas de Esquilo, Sófocles o Eurípides representan ese inevitable conflicto, pero evitan ofrecer soluciones terminantes. Son una seductora invitación a cuestionar las convenciones establecidas y a explorar regiones arriesgadas de la ética. En definitiva, fomentan una escuela de pensamiento crítico. El fundamento del sano funcionamiento de toda democracia.

Estas cuestiones y otras muchas más se explican en el libro que debería encabezar la lista de lecturas veraniegas de todos los políticos de la Unión Europea: Grecia en el aire. Herencias y desafíos de la antigua democracia ateniense vistos desde la Atenas actual (Acantilado, 2015). El helenista Pedro Olalla (Oviedo, 1966) —qué imprescindible anacronismo la profesión de helenista en esta sociedad del community manager y el personal coach— acaba de publicar este nuevo ensayo tras su magna y exitosa Historia menor de Grecia (Acantilado, 2012). Olalla escribe sobre complejas cuestiones históricas y filosóficas con la simplicidad del especialista que conoce al dedillo la materia que maneja y desea divulgarla al máximo. A través de capítulos breves, como píldoras de antídoto contra la cicuta del desconocimiento, Olalla desgrana las virtudes, las buenas prácticas y los valores fundamentales de la democracia clásica griega. Al otro lado del espejo, las democracias posteriores (incluida la nuestra), que nunca han alcanzado el grado de desarrollo de la griega en lo que a participación, implicación y supervisión ciudadana concierne.

Por supuesto, Olalla también dedica unas páginas a Sócrates y a su actitud vital subversiva: “No quiso hacer otra cosa que el bien, no quiso buscar otra cosa que la verdad sin máscaras ni dogmas, no quiso obtener de sus actos otro provecho que no fuera el de la virtud. Pero todo ello hizo de él un molesto ‘aguijón’ para el sosiego y la conciencia de muchos de sus conciudadanos”. La asamblea votó y el veredicto fue culpable. La pena, sobradamente conocida. “Sócrates aceptó su condena sabiéndose víctima de las pasiones de los hombres, pero sabiéndose también fiel a la ley”, dice el autor de Grecia en el aire. Por eso el personaje encarnado por Pou acepta con estoicismo y tranquilidad la dosis de veneno que adormecerá primero sus pies, luego sus piernas, después su vientre y enfriará, finalmente, su corazón.

Tantos siglos después, la ley impone a Grecia duras medidas para devolver su deuda. Bruselas suministra la amarga cicuta a los ciudadanos griegos que, a diferencia de Sócrates, no se sienten parte conforme de un sistema que los convierte en los chivos expiatorios. En víctimas de una gestión ineficaz e interesada por parte de los políticos corruptos de su país y de los despiadados políticos europeos. Esta es la tesis que sostiene Olalla en su ensayo y esta es su amarga denuncia. Forzosamente cabe preguntarse si la ley, por ser ley, es siempre justa y ha de acatarse sin cuestionamientos. Y aquí responde el helenista:

“La democracia ateniense mantuvo con firmeza y con convenciomiento el sólido principio —que hizo mártir a Sócrates— de que el respeto a la ley es lo que garantiza la libertad; pero con la desobediencia de Antígona se atrevió a preguntarse cuál es la voluntad que expresan realmente las leyes, y aprendió para siempre que éstas nunca mejorarían si no hubiera entre los ciudadanos personas valientes con altura moral y sentido de la justicia superiores a los de las leyes en vigor”.

En efecto, la rebelde Antígona de Sófocles se opuso a la ley que le impedía enterrar dignamente a su hermano. La creía injusta y pugnó hasta gritar con valentía: “Todos dirían lo mismo que yo, si el miedo no les paralizara la lengua”. El recorrido por la primigenia democracia ateniense que propone Olalla termina, precisamente, cual grito de Antígona: las últimas páginas exhortan a los lectores a la movilización colectiva y al compromiso cívico, a la implicación ciudadana en la tarea de construir una verdadera democracia. Las actuales, democracias falsas, aparentes, según el autor, dominadas por las oligarquías de los partidos, las grandes corporaciones y las elites financieras —expertas en disfrazar con los ropajes del interés común un bastardo interés particular— son una burla frente a la grandeza de un sistema que surgió para unir la soberanía al individuo por encima de riquezas y en pro de la igualdad social.

Recuerdo las clases de griego clásico que impartía en mi instituto Salvador Marco —“dicen que soy profesor de lenguas muertas… ¿Muertas? Pues yo creo que no huelen mal, ¿verdad?”— y las primeras palabras que nos enseñó a pronunciar: zoon politikón (ζῷον πoλιτικόν). Para Aristóteles, el hombre es un “animal político”, el único capaz de organizarse en la polis para participar en la vida social y política de su comunidad. Cuando los sistemas democráticos se empeñan en que los ciudadanos se conviertan en meros zoon esclavos, acríticos, lobotizados, es que no son sistemas democráticos. Porque la democracia potencia sin ambages la cualidad de ciudadanos que está en nuestra naturaleza. Olalla fantasea con la posibilidad de que, en un futuro, verdaderos demócratas de todo el mundo viajen hasta Atenas para festejar en el lugar donde se fraguó el sistema que mejor garantiza la igualdad de los seres humanos. Hasta ese momento, libros como el suyo o montajes teatrales como el de Mario Gas nos recuerdan que otra Grecia fue posible, y que, si la ciudadanía se lo propone, también es posible otra Europa.

 
 Imágenes:
1. Escena de Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano, escrita y dirigida por Mario Gas. © Teatre Romea.
2. La muerte de Sócrates, de Jacques-Louis David (1787). Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.
3. Cubierta del libro de Pedro Olalla (Acantilado, 2015).