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Lo que nunca estuvo vivo

De Rocío a Ciutat Morta, una breve historia de la impunidad
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Al terminar de ver la versión íntegra de Ciutat Morta, es inevitable acordarse de Fernando Ruiz Vergara. Su documental Rocío fue la primera película que un tribunal de justicia censuró en la España democrática. Ocurrió en 1981, tres años después de que el derecho a la libertad de expresión fuera elevado a la condición de fundamental por nuestra Constitución. En febrero de ese año los herederos de José María Reales Carrasco –un severo terrateniente que había sido, además, alcalde de Almonte (Huelva) durante la dictadura de Primo de Rivera− presentaron una demanda por injurias contra Ruiz Vergara, parte de su equipo y un anciano onubense llamado Pedro Gómez Clavijo. Consideraban que la secuencia de Rocío en la que éste último acusaba a Reales de encabezar la sanguinaria represión desatada en su pueblo tras el estallido de la Guerra Civil constituía un atentado contra el honor del exalcalde. A pesar de que diecisiete vecinos de Almonte se ofrecieron durante el juicio para confirmar las acusaciones de Gómez Clavijo, la Audiencia Provincial de Sevilla se negó a escucharles. El director de la película, que había asumido en solitario cualquier responsabilidad por el contenido de ésta, fue finalmente condenado a dos meses de cárcel y al pago de una cuantiosa indemnización. La cinta fue secuestrada y no pudo volver a exhibirse hasta que, en abril de 1984, el Tribunal Supremo confirmó la pena impuesta a Ruiz Vergara y ordenó la supresión de la parte del metraje en la que se vertían las afirmaciones consideradas injuriosas. Desde entonces el documental ha tenido que ser proyectado siempre con los cortes decretados judicialmente (con la única excepción en 2010 de una edición en DVD que se distribuyó de forma limitada). Tras los sucesos, Fernando Ruiz Vergara abandonó para siempre el cine y se exilió en Portugal, donde murió en condiciones penosas en 2011. Poco antes de su muerte José Luis Tirado le visitó en la Casa de Misericordia de Vila del Rei para su documental El caso Rocío. Conmueve ver allí la mirada de aquel hombre destruido al que la miseria política se llevó por delante.

La sentencia de 1984 con la que se cerró el proceso judicial contra Rocío fue redactada por el magistrado Luis Vivas Marzal. Un rápido vistazo a su currículo nos devuelve la imagen de uno de aquellos ejemplares funcionarios que se formaron al calor de la dictadura para transformarse poco después en fanáticos defensores de la libertad: un vivo símbolo de la singular manera en la que España cerró la llaga política de su  pasado. En 1963 lo vemos irrumpir con fuerza en el vibrante foro legal de la Academia Valenciana de Jurisprudencia, para cuyo discurso de ingreso elabora un texto sucintamente titulado “Contemplación jurídico-penal de la homosexualidad”. Su estrella fulgura en las grises páginas del BOE. Bien agarrado a la liana de sus infinitas habilidades, va saltando de nombramiento en nombramiento. En 1971 es designado para presidir la áspera Audiencia Territorial de Burgos. Y en 1973 accede por fin al Tribunal Supremo del que, al parecer, no se encuentran motivos para que salga tras la proclamación de una Constitución democrática. En la sentencia que compone para el caso Rocío, Vivas levanta su dedo acusador y reprueba con severidad a los creadores del film por dejar que en él “aflore una inoportuna e infeliz recordación de hechos sucedidos después del 18 de julio de 1936, en los que se escarnece a uno de los bandos contendientes”. Con fina desenvoltura nos advierte de que “las guerras civiles, como lucha fratricida que son, dejan una estela o rastro sangriento”. Y, finalmente, justifica los cortes en el documental aduciendo la necesidad de “inhumar y olvidar” para “garantizar que los sobrevivientes y las generaciones posteriores a la contienda convivan pacífica, armónica y conciliadamente”. El texto constituye uno de los más asombrosos hallazgos en el baldío narrativo español de los ochenta. Con un desparpajo cruel pero no exento de elegancia, el juez sugiere que el honor de “uno de los bandos contendientes” es un bien que requiere una protección jurídica mayor que el esclarecimiento de la violenta represión que se desató durante la Guerra Civil. Con una sinceridad escalofriante viene a reconocer que las libertades formalmente protegidas por la Constitución tienen en el olvido del que depende la concordia (sutil nomenclatura bajo la que se oculta una pulpa de negras intenciones) un infranqueable límite para su efectivo ejercicio. No creo que, hasta la fecha, nadie haya definido mejor ni la Transición ni el tipo de estado que surgió de ella.

Cuando, como se argumenta en la sentencia redactada por Luis Vivas, se decide edificar la legitimidad democrática de un país sobre la sistemática expurgación de su pasado más criminal, es normal que en sus instituciones se instauren numerosas zonas grises de impunidad. Consagrar el silencio como principio de convivencia y el secreto como herramienta de articulación política es algo que, necesariamente, deja marcas profundas en el tejido moral de cualquier sociedad. Esa es la razón por la que, treinta años después del caso Rocío, la historia se ha vuelto a repetir con Ciutat Morta. Tanto en un caso como en otro, hemos visto a los tribunales actuar con una encomiable firmeza para reparar el honor maltrecho de dos personas –ayer un incierto cacique andaluz, hoy un siniestro inspector de policía catalán−. Pero, por desgracia, en ninguna de las dos ocasiones se ha creído oportuno investigar con la misma severidad los graves hechos que los documentales censurados denunciaban.

Si en 1981 la libertad de expresión parecía tener en la represión franquista una de sus alarmantes líneas rojas –un más allá normativo que la prudencia desaconsejaba cruzar−, la proyección de Ciutat Morta el pasado fin de semana nos ha revelado que, en nuestros días, esa invisible frontera la constituyen los abusos policiales. Unos abusos sobre cuya existencia y gravedad han advertido diversos organismos internacionales. Desde el año 2010 el estado español ha sido condenado al menos en cuatro ocasiones por vulnerar el artículo de la Convención de Derechos Humanos que hace referencia a la tortura. Según la Coordinadora para la Prevención de la Tortura, en los últimos diez años se han presentado más de seis mil denuncias por este particular y más de ochocientas personas han muerto bajo custodia policial. La ONU alertaba en un informe del año 2004 de los graves riesgos que podía representar para la integridad de los detenidos el régimen de incomunicación que prevé la Ley Antiterrorista española. Los casos de maltrato y torturas no se limitan, sin embargo, a los denunciados en el contexto del conflicto vasco (que son, por otro lado, los que más atención han recibido). Afectan también a inmigrantes desamparados y, como se denuncia en Ciutat Morta, a todo aquél cuya credibilidad como denunciante de abusos pueda ser cuestionada.

Si unimos las partes de metraje eliminadas de Rocío y Ciutat Morta resulta una especie de microdocumental de poco más de diez minutos por el que se asoma el rostro deforme de ese doble siniestro que habita el alma de la democracia española. Parece como si entre la violencia ciega que se desató en 1936 y las torturas que con cada vez mayor frecuencia se denuncian en nuestro país existiera algún hilo de continuidad histórica y narrativa. Y parece también que es esa continuidad la que obliga a extender sobre la violencia policial el mismo imperativo de silencio que durante años cubrió, con el supuesto fin de hacer posible la paz social, la violencia política de la dictadura. Uno de los grandes misterios de la transición es qué pasó con aquel tropel de funcionarios públicos –torturadores babeantes, propagandistas trastornados, censores delirantes− que perdieron su trabajo cuando se empezó a echar el cierre a algunos de los más siniestros negociados administrativos del franquismo. ¿De qué manera se reciclaron sus singulares aptitudes laborales para adaptarlas a un régimen de libertades? ¿Consiguió el Estado de Derecho domar el dudoso ímpetu de sus habilidades profesionales o, por el contrario, contaminaron éstas el corazón mismo de nuestras instituciones? Las irregularidades policiales que denuncia Ciutat Morta −la punta de un iceberg informativo sistemáticamente ocultado por los grupos de comunicación que custodian la libertad de expresión en nuestro país− son una buena respuesta a estas inquietantes cuestiones. De nosotros depende desmontar de una vez y para siempre el chantaje de la concordia para que en su lugar se imponga lo que siempre debió prevalecer: la justicia, simplemente. 

 

 

Imágenes:
Portada: fragmento del cartel de El caso Rocío. La historia de una película secuestrada por la transición, hecho a partir de fotogramas de Rocío.
Interior: Rodrigo Lanza en la foto policial que se muestra en Ciutat Morta.