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Bajo la mirada de Calígula

Margaret Thatcher como fetiche cultural
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CÓMO GANAR LAS PRÓXIMAS ELECCIONES
(Para ser cantada al ritmo de Lilliburlero)

A la cárcel con los huelguistas.
Que vuelva la mano dura.
Echemos a los negratas.
¿Qué te parece ahora?
(Estribillo: Negratas, negratas…)

Comerciemos con las colonias.
Prohibamos la obscenidad.
Encerremos a los sociatas. 
¡Dios salve a Su Majestad!
(Estribillo: Sociatas, sociatas…)

Philip Larkin, 1970

 

Con tanta lentitud como incredulidad, la cultura británica está despertando de una de sus más primitivas supersticiones: la creencia de que durante los once años que Margaret Thatcher estuvo al frente del gobierno, los intelectuales ofrecieron una resistencia unánime y feroz a sus políticas. Esta fantasía ha mantenido su poder de encantamiento apoyada sobre dos dañinas pero muy extendidas falacias. Según la primera de ellas, explotada hasta la náusea por los trileros de la mercadotecnia cultural, los oficios creativos son algo así como el patio de recreo de una hermandad de duendecillos traviesos que se dedican, con romántico desinterés, a dar pellizcos a los poderosos y collejas a los malvados. En base a este razonamiento, se creó la ilusión de que entre la depravada avaricia de los thatcheritas y el virtuoso idealismo de los artistas tenía que existir algún tipo de asimetría natural. Por virtud de la segunda falacia, la literatura británica de los ochenta quedó selectivamente reducida a la producción de un puñado de novelistas que usaron –con grados y matices de sinceridad muy diversos− la denuncia del thatcherismo como herramienta para cimentar sus incipientes carreras literarias. Sin embargo, un incómodo silencio ha rodeado durante años las posturas y opiniones de la generación anterior, precisamente aquélla a la que pertenecían quienes tenían la responsabilidad de gestionar el inmenso edificio institucional de las letras inglesas. ¿Qué fue de todos aquellos jovenzuelos airados que en los cincuenta dijeron ser la voz del pocero de Yorkshire, la conciencia artística del barrendero de Plymouth? ¿Se mantuvieron fieles a esa manoseada clase trabajadora con la que afirmaban identificarse o, una vez amortizada la fase de la indignación, volvieron sus ojos al poder para que amparase sus privilegios y calmase su miedo a perderlos?

Tampoco sería del todo justo afirmar que no existieron focos de resistencia anti-tory relativamente beligerantes aunque, en general, bastante deshonestos. El más célebre de ellos, el Grupo 20 de junio, se creó en el verano de 1986 bajo los auspicios de Lady Antonia Fraser. Su más bien poco original nombre pretendía ser una alusión erudita al complot para asesinar a Adolf Hitler que tuvo lugar el 20 de julio de 1944 y entre sus miembros se encontraban algunas de las más pujantes figuras literarias del momento, como Salman Rushdie, Margaret Drabble, Angela Carter, Ian McEwan y David Hare. Las no muy numerosas reuniones que mantuvieron −a las que sirvió de conveniente escenario la coqueta mansión que sus promotores tenían en Camden Hill Square−, se dedicaron supuestamente a elaborar una serie de fantásticos planes para derrocar a los conservadores. Algo nos hace sospechar, sin embargo, que la verdadera motivación de aquellas veladas –además del clarete− era compartir el crujiente tejido de favores con el que se fabrican la fama y el éxito. Con todo, la reputación de este cenáculo de disidentes quedó empañada cuando se descubrió que su principal cabecilla, el dramaturgo Harold Pinter, había votado a Margaret Thatcher en las elecciones del 79. Y no sólo eso, al parecer lo había hecho con la esperanza de que metiera en vereda a los sindicatos del National Theatre, cuyas impertinentes huelgas entorpecían una y otra vez el estreno de sus obras. Incluso alguien con un pedigrí contestatario como el de Pinter se había arrojado despreocupadamente al lodazal de oportunismo, apetitos insatisfechos y rencores de clase en el que chapoteaba el electorado thatcherita más cafre. Los laboristas veteranos aún dejan escapar alguna lagrimita cuando se les recuerda este sonrojante episodio.

Al contrario de lo que se nos ha hecho creer, desde sus comienzos Margaret Thatcher se esforzó mucho por tender una mano a los intelectuales −al menos a aquéllos que veía más dispuestos a simpatizar con su liberalismo forrado de tweed−. Muchos de ellos formaron parte del nutrido grupo de lumbreras librescas que le escribían sus venenosas arengas demoliberales. También trabajaron para ella los especialistas del Royal Theatre, a quienes acudió cuando sus asesores de imagen le aconsejaron que modificara su voz. Después de mucha gimnasia fónica, consiguieron reducir el tono en treinta y seis hertzios, transformando su graznido provinciano en un susurro gutural realmente escalofriante. Tal era su deseo de agradar entre las gentes de la cultura que, según cuentan, la única afrenta de la que jamás logró reponerse fue la que le hicieron los catedráticos de Oxford cuando se negaron a concederle el doctorado honoris causa por el que estuvo intrigando durante dos mandatos. En el otoño de 1982, tan sólo tres años después de su llegada al poder, Thatcher se propuso empezar a cortejar en serio a los eruditos del país. Encargó al historiador Hugh Thomas, director por aquel entonces del Centre for Policy Studies −una de las más rancias cofradías de lunáticos del libre mercado y la desregulación que había en Inglaterra− que reuniera en secreto a un selecto grupo de artistas, profesores y pensadores para que compartieran una cena informal con ella.


Philip Larkin 

El objetivo de la reunión era ganar para la causa a una comunidad de profesionales en cuya mano estaba que la revolución liberal-conservadora que ya había triunfado en las urnas lo hiciera también en la imaginación de los británicos. Entre los invitados que acudieron a la casa de Thomas en Landbroke Grove se encontraban paleoliberales siniestros como V. S. Naipaul, reaccionarios cenizos como Philip Larkin, conservadores tradicionalistas como Anthony Powell y playboys del anticomunismo como Tom Stoppard. También se pudo ver sentado a la mesa a un joven Mario Vargas Llosa, que daba así sus primeros pero seguros pasos en el mundillo de las fiestas galantes en el que hoy le vemos sobresalir con tan excelentes resultados. Poco sabemos de lo que se habló aquella noche, salvo que reinó una atmósfera de desconcierto y de expectación mezquina. Larkin causó cierta perplejidad entre los presentes cuando rompió su distraído mutismo para defender el muro de Berlín (“estoy seguro de que no quieren ver una Alemania unificada, ¿verdad? Entonces, ¿a qué viene toda esta hipocresía sobre el muro?”). La única conclusión unánime a la que se llegó fue que todos los comensales habían quedado fascinados por la áspera sexualidad que la invitada de honor irradiaba. “He hecho algunas encuestas” –escribió Anthony Powell en su diario— “para ver si los demás la encontraron tan atractiva como yo y todos, incluido Vidia (Naipaul), están absolutamente de acuerdo”. “¡Qué criatura más maravillosa! –apostilló días después Larkin por carta− “Guapa y de derechas. Pocos Primeros Ministros tienen ambas cualidades”. El tufo a gónada rancia que desprendía aquel conciliábulo de literatos debía de ser perceptible desde la Isla de Wight.

Kingsley Amis fue el único de los titanes de la derecha culta británica que no asistió a la cena. Algún consejero avispado debió de comprender lo peligrosa que podía resultar su presencia en una velada nocturna cuya sobremesa se preveía larga y en la que el Rioja iba a circular con mucha liberalidad. El riesgo de que pillara una de sus monumentales cogorzas era altísimo y las recompensas que se obtendrían a cambio muy escasas: parecía muy difícil que Amis pudiera convertirse en un reaccionario todavía más convencido, fanfarrón y demente de lo que era. Se daba además la circunstancia de que el autor de Lucky Jim  ya había tenido ocasión de entrevistarse en privado con Thatcher −antes incluso de que ésta ganara sus primeras elecciones−, por lo que tampoco era necesario someterlo de nuevo a los efectos del poderoso embrujo que aquella mujer ejercía sobre los hombres (al menos, sobre los de tipo más senil y alcoholizado). Como en todo lo demás, Amis fue en su fijación con la líder conservadora mucho más lejos que ninguno de sus camaradas. “Es una de las mujeres más guapas que he conocido nunca,” –escribió en sus Memorias— “su fotogenia puede llevarte a pensar durante unos instantes que estás ante una viñeta de ciencia ficción antigua en la que se ve a la tía buena hacerse con la Presidencia de la Federación Solar en el año 2220”. Llegó incluso a confesar que Thatcher había sustituido a la reina Isabel –a quien llamaba “taponcito”− como objeto de sus más húmedas fantasías sexuales.

En 1952 sucedió un acontecimiento fundamental para entender la progresiva derechización de toda una generación de escritores. En una fiesta del PEN Club en Chelsea, Kinsgley Amis conoció a Robert Conquest, una figura decisiva en la creación y desarrollo de los grupos intelectuales más desbocados y enfermizos que sostuvieron al thatcherismo. Como la mayor parte de los intelectuales que acabaron apoyando a los tories en los setenta, Conquest fue en su juventud un tibio simpatizante del Partido Comunista. Durante la Segunda Guerra Mundial se alistó como voluntario en el ejército y sirvió de enlace con las tropas búlgaras. Al término de la contienda, trabajó ocho años como agregado de prensa en la embajada británica de Sofía. Los servicios secretos lo reclutaron en 1956 para que se integrase en la IRD, una nueva división de contrainteligencia que el gobierno laborista de Atlee había creado para contrarrestar la propaganda soviética. Tras unos pocos años allí, se le concedió una beca de investigación en la London School of Economics de la que resurgió convertido en un reputado sovietólogo, probablemente el máximo experto internacional en el período estalinista. Debo urgir al lector a que no saque conclusiones precipitadas: que un agente secreto especializado en contraespionaje durante la Guerra Fría sea al mismo tiempo el historiador de la Unión Soviética más citado en el mundo anglosajón es, por supuesto, un inocente azar. Cuando Thatcher llamó a Conquest para que se hiciera cargo de la redacción de sus discursos, este impresionante currículo recibió por fin el glorioso cierre que merecía.

A finales de los sesenta, Amis y Conquest coincidieron durante unos años en Londres. Para estrechar su vínculo, decidieron verse cada semana en un restaurante italiano situado en Charlotte Street. A estas reuniones pronto se unió una delirante pandilla de amigos y afines. Nace así lo que Kingsley Amis bautizó como “los almuerzos fascistas de Bertorelli’s”, un cónclave de dipsómanos fanáticos que se reunía todos los martes bajo el imperio de una sola norma: fingir que el Reino Unido era un lugar en el que estaba prohibido sostener ideas reaccionarias. Todos sus miembros tuvieron una evolución ideológica similar. Después de un brevísimo paso por las ligas universitarias del comunismo inglés (lo que, dicho sea de paso, ha llevado a ciertos autores especialmente perspicaces a sostener que el thatcherismo es en realidad una siniestra secta liberal del estalinismo), recalaron a finales de los cincuenta en un laborismo lúgubre y desencantado. Las revueltas y desórdenes de los sesenta aceleraron su viraje a la derecha y, para principios de los setenta, estaban instalados en un conservadurismo más o menos aberrante. La llegada de Thatcher al poder fue vivida por todos ellos como una revelación de naturaleza mística a cuyo culto se entregaron con un fervor demencial. 


Kingsley Amis

Sus opiniones, bien bañadas en ginebra y expresadas con una jactancia obscena, incluían todo el repertorio de barbaridades y anomalías ideológicas disponible en la época. Creían que los sindicatos ingleses tenían el propósito de instaurar el caos en el país para facilitar una ocupación soviética (tema al que Amis dedicó su distopía Russian Hide-and-Seek y Conquest su manual de supervivencia What To Do When the Russians Come: A Survivor’s Guide, una de las más preciosas gemas de humor involuntario de la segunda mitad del siglo XX). Cualquier atrocidad cometida por el ejército americano en Vietnam era saludada con un estruendoso brindis, y el régimen del apartheid defendido como el modelo sobre el que debían troquelarse las políticas migratorias del Reino Unido. “La civilización blanca está amenazada” –le dijo Amis en una ocasión a Julian Barnes— “y la única solución consiste en fusilar a todos los agitadores negros, todos los cuales son además comunistas. Sólo así podrá ponerse a salvo la civilización blanca”. Ante las protestas de Barnes, uno de los atónitos observadores de izquierdas que a veces eran admitidos en Bertorelli’s, Amis repuso: “Hay que fusilar a tantos negros como sea posible (…) Creo que una persona negra inteligente y capaz puede ser tan inteligente y capaz como una blanca, pero dudo que haya tantos negros de ese tipo como blancos”.

El más extravagante de aquellos “camisas negras de Bertorelli’s” –como ellos mismos se llamaban— fue sin duda John Braine. A pesar de ser un autor mediocre, consiguió hacerse un nombre en las letras británicas gracias al incomprensible éxito de su novela Un lugar bajo el sol. En 1960 declaró al diario Daily Worker: “Siempre ha sido socialismo o nada. Y por nada entiendo (…) una concentración absoluta y feroz en el propio progreso material”. Unos años antes había confesado que su verdadero sueño consistía en “pasearse por Bradford en un Rolls-Royce acompañado de dos mujeres desnudas y cubiertas de joyas”. Al acordarse de esto debió de comprender lo mucho que se había decantado por la nada y, desde ese instante, se entregó con ciega violencia a la tarea de alejarse cuanto pudo de su pasado socialista. Su epifanía liberal tuvo lugar durante un viaje a los Estados Unidos en 1964. “Es una sociedad maravillosamente abierta y libre”, afirmó tras la visita. “Salvo si se es negro”, repuso uno de sus interlocutores. “Pero yo no soy negro, puto imbécil”, zanjó Braine. Nadie ha sabido resumir mejor la picante contradicción que se esconde bajo la idea de libertad que defienden los liberales.


John Braine

Firme defensor de la horca (“es la única manera de dar una lección a todos esos maricones y bajar la tasa de criminalidad”) y del castigo físico en las escuelas, era capaz de sonrojar a cualquier dinosaurio de la derecha británica con sus exabruptos ideológicos. Cuando se enteró de que una mujer alemana había tenido durante dos años a dos niñas encerradas en su sótano como esclavas, dijo: “Sí, vale, ya hemos oído las habituales quejas de los progres, (…) pero lo que a mí me gustaría saber es cómo lo hizo. Porque, afrontémoslo, todos experimentamos problemas con el servicio y aquí tenemos a una mujer que ha sabido solucionar el suyo. ¿Os podéis creer que la quieren meter en la cárcel?”. Cuando abandonaba Bertorelli’s solía despedirse de sus camaradas con un enérgico “¡Abajo Oxfam!”. A pesar de su terco desprecio por los impuestos y por todo lo que en su retorcida mente significara “coerción estatal”, acabó sus días bajo la protección de los servicios sociales, entre mendigos e indigentes. Un final del que, no obstante, estaría orgullosa la mismísima Ayn Rand.

Además de escritores e intelectuales, a los almuerzos de Bertorelli’s también acudieron algunos políticos. Entre los habituales se encontraba el inquietante Nicholas Ridley, un parlamentario conservador que pertenecía al anillo de fieles más próximo a Margaret Thatcher y, a la postre, el causante de su defenestración en 1990. Hijo de un vizconde –él mismo barón de Liddesdale y Willimoteswick−, fue uno de los fundadores en 1973 de la facción más enfermizamente liberal del Partido Conservador: el Selsdon Group. Cuando estalló la crisis de las Malvinas, se le puso al frente de las negociaciones con el gobierno argentino. Fiel a su delirante fe en el libre mercado, propuso que se concediera a Argentina la soberanía de las islas y que el Reino Unido firmase un contrato de alquiler para poder disfrutar de ellas. Hasta los miembros de su propio partido se amotinaron en Westminster cuando escucharon la ocurrencia. Resolver conflictos coloniales no era, al parecer, su mejor habilidad. En otra ocasión ofreció doce millones de libras al Primer Ministro de las Islas Turcas y Caicos para que declarase su independencia. La respuesta de las autoridades isleñas no se hizo esperar: o les daban cuarenta millones o habría una sangrienta rebelión. El diminuto archipiélago forma parte todavía hoy del Reino Unido. El día que fue nombrado Secretario de Estado de Comercio, Ridley declaró con asombrosa sinceridad que su misión iba a consistir en “abolir aquel lugar”. En el homenaje que se le rindió en 1996, tres años después de su muerte, Thatcher afirmó: “el libre mercado era la pasión de Nick. En ese asunto tenía un pedigrí más amplio y más antiguo que el de ningún otro thatcherita incluida, debo añadir, la propia Margaret Thatcher”. Lo cual, dicho por la hija de un emprendedor de provincias que hablaba de sí misma en tercera persona, debe de ser un sobrecogedor elogio.

El cónclave de Charlotte Street contaba incluso con su propio disidente estalinista, el historiador húngaro Tibor Szamuely. Aseguraba haber sido condenado a ocho años de trabajos forzados por un comentario político desafortunado. Sin embargo, nunca dio detalle alguno sobre su cautiverio del que, gracias a la directa intercesión de Stalin, sólo cumplió unos pocos meses. Lo que sí relataba con toda precisión era cómo besó sus botas el agente del KGB que fue a buscarle tras su liberación. Su rehabilitación fue tan completa y espectacular que, a los pocos años de su encarcelamiento, llegó a ser Rector de la Universidad de Budapest. En una ocasión, exasperado por la dificultad que siempre tenía para localizar a Szamuely a primera hora del día, Amis intentó averiguar la razón por la que se levantaba tan tarde. “Hasta que no ve las primeras luces del amanecer” –le explicó su mujer—“no tiene la certeza de que no vendrán a por él esa noche”, y eso a pesar de que por aquel entonces trabajaba como profesor de historia rusa en la Universidad de Reading y tenía su domicilio en Bayswater. Su perspicacia y coraje eran de tal calibre que, cuando ya había cruzado el telón de acero y se había establecido en Inglaterra, se las ingenió para sacar de Hungría su inmensa biblioteca –formada por cientos de libros en ruso de incalculable valor− sin que las autoridades húngaras se enterasen. La capacidad de los regímenes comunistas para vivir en una frenética oscilación entre la crueldad más absoluta y la oligofrenia más profunda parece, en ocasiones, de cuento de hadas.


Nicholas Ridley

A partir de finales de los ochenta, las citas en Bertorelli’s empezaron a ser cada vez menos frecuentes. Muchos de sus miembros fallecieron y otros eran ya incapaces de subir las escaleras que conducían al reservado donde se celebraban las reuniones. El golpe definitivo a aquel cónclave se lo dio, sin embargo, la caída en desgracia de Margaret Thatcher en el Congreso que el Partido Conservador celebró en noviembre de 1990. Unos pocos meses antes, el “camisa negra” Nicholas Ridley se había visto obligado a dimitir como Secretario de Comercio por unas explosivas declaraciones al diario The Spectator, logrando así el dudoso privilegio de ser el único miembro del gobierno expulsado por coincidir totalmente con su Primera Ministra. El único error que cometió fue exponer en público unas opiniones que los conservadores sólo estaban autorizados a expresar en privado. La unión monetaria europea, dijo, es “una treta alemana para hacerse con el control de Europa”; de los franceses afirmó que no eran más que “los perrillos de Alemania”, y del control que este país ejercía sobre la Unión Europea opinó que quizá prefiriera los “refugios antiaéreos y el campo de batalla” a “dejarse dominar por medio de la economía”. Palabras proféticas, dirían algunos. No obstante, estas confesiones pusieron en evidencia que la posición de Thatcher sobre la Unión Europea no representaba la del Partido Conservador y esa circunstancia fue aprovechada para iniciar una cruenta cacería contra ella que pondría fin a su carrera política. No deja de tener gracia que, después de haber logrado mantener su poder con el apoyo de un grupo de chaqueteros tan fanático como el que formaban los “fascistas de Bertorelli’s”, sólo un tránsfuga conservador fuera capaz de arrebatárselo. Para poder deshacerse de ella, los tories tuvieron que aferrarse a un enrevesado sistema de votación interna creado en 1964 por el parlamentario conservador Humprhy Berkeley que, a los pocos años de diseñarlo, se pasó a las filas del Partido Laborista. De no ser por él, es bastante probable que la clase media inglesa hubieran seguido votando a la hija del tendero elección tras elección, ante la mirada cómplice de una generación de intelectuales satisfecha de ver su misión cumplida.