Contenido

Los libros imposibles

Sobre 'El impostor' de Javier Cercas
Modo lectura

Con vocación de best-seller y hechuras de regalo navideño, el último trabajo de Javier Cercas llegó a nuestras librerías el pasado mes de noviembre. Se trata de una novela tramposa, hinchada y autocomplaciente que no es posible terminar sin haber hecho buen acopio de algún ansiolítico suave. Lo primero que el lector debe saber de El impostor es que se trata de “un libro imposible”. Un libro quizá “también temerario”. A juzgar por el sobrecogedor número de veces que el autor repite esta idea en las primeras páginas, parece que busca con urgencia ganarse nuestra compasión. Y no es para menos, porque su propósito es hacernos creer algo verdaderamente absurdo: que escribir un libro sobre Enric Marco −el anciano barcelonés que engañó a media España haciéndose pasar por víctima del Holocausto− entraña un afilado riesgo o constituye una corajuda hazaña intelectual. Le vemos sollozar, naufragar en un mar de dilemas y, en general, sobreactuar sus dudas por tener que sumergirse en una materia narrativa tan venenosa. Las novelas suelen resentirse cuando insisten demasiado en este tipo de congoja compositiva y El impostor es un perfecto ejemplo ello. Su excelente trama queda en parte malograda por un autor que parece demasiado preocupado tomándose el pulso, midiéndose la fiebre y comentando los resultados de su último análisis. Es un imperativo del arte que el choque entre un artista y la materia con la que trabaja resulte violento, desasosegante y brutal. Es bastante probable, sin embargo, que el verdadero talento consista en ocultar toda esa maraña de contradicción y sufrimiento, no en dejarla impúdicamente a la vista de todos.

Pero Cercas necesita que nos rindamos ante él no sólo por los infinitos peligros que dice estar encarando (“iba a meter el dedo en el ojo de todo el mundo”), sino también por su inigualable capacidad para domarlos y transformarlos en Gran Literatura. Así que, después de las primeras doscientas páginas en las que balbucea y tiembla de indecisión, asistimos aliviados –aunque también bastante perplejos−, a la asombrosa recuperación de su confianza. Casi nos entran ganas de llorar cuando leemos “¿estaba yo dispuesto a condenarme a cambio de escribir una obra maestra?” ¡Santo cielo, sí: escríbela! A partir de ese instante todo es entereza, solidez y empeño poético. Lanza guiños cómplices a Emmanuel Carrère y a Truman Capote (y también a Montaigne y a Nietzsche y a Platón), a quienes tutea con una sanísima desenvoltura a pesar de la distancia sideral que los separa. También aparece por allí el espectro tutelar de Mario Vargas Llosa, repartiendo ánimos y caricias sanadoras. Al final, en un brillante clímax terapéutico, el narrador que encarna a Cercas llega a la conclusión de que el correoso Enric Marco se ha pasado la vida mintiendo con la sola intención de darle a él una excusa para escribir El impostor, cumbre cervantina del siglo XXI: “Marco había construido a lo largo de casi un siglo la mentira monumental de su vida no para embaucar a nadie (…) sino para que un escritor futuro la descifrase y luego la contase (…), igual que Alonso Quijano había construido a Don Quijote  y le había hecho perpetrar todas sus locuras para que Cervantes las descifrase y las contase.”  Si es cierto eso de que una buena parte del mérito de un artista depende de su capacidad para ignorar la propia insignificancia, Javier Cercas es sin duda uno de nuestros más grandes creadores.

El impostor presenta ciertas afinidades estructurales con Soldados de Salamina, la novela “real, cosida a la realidad, amasada con hechos” que consagró literariamente a Cercas allá por el año 2001. Podríamos incluso decir que son dos momentos diferentes en el desarrollo de una misma fórmula narrativa. En los dos casos nos encontramos al mismo tipo de narrador sudoroso y desencajado: un investigador con ínfulas literarias empeñado en desenredar una compleja trama histórica que, por razones que van desde el más pedestre bloqueo creativo hasta el sutil escrúpulo moral, es incapaz de controlar su ansiedad, sentarse frente al ordenador y ponerse a escribir. Interviene entonces la entusiasta respuesta de su entorno, un variopinto grupo de extras que intentan convencerle para que se sobreponga a la crisis, blanda su pluma y nos deslumbre a todos con sus destellos cegadores. Es necesario aclarar que los narradores de Cercas (y quizá también el mismo autor) viven en un asfixiante universo libresco en el que todo el mundo se siente íntimamente concernido por lo que están escribiendo. Bajan a la calle y la gente los abraza y jalea. Entran en un bar y les llueve un aluvión de certeras sugerencias y afiladas críticas: “A  mí no me engaña Don Javier, usté tiene cara de estar escribiendo otra novela”, comenta el panadero; “¿qué tiene entre manos esta vez, señor Cercas, una ficción o una novela cosida a la realidad?”, inquiere el taxista. Todo ese entusiasmo popular debe ser muy satisfactorio, pero al final del día tiene uno que acabar realmente agotado. Quizá sea ésa la causa de las dudas, los balbuceos y los temblores. Bueno, eso y tener que cargar con un lastre de autoconsciencia tan espeluznante.  

Aquí, sin embargo, acaban los parecidos entre las dos novelas. El impostor es una obra madura y seca. Su voz narrativa es erudita, cortante y reprobatoria. De ella ha desaparecido el tono desenfadado que en Soldados de Salamina introducían personajes como la procaz pitonisa Conchi o el desfondado historiador Aguirre. Gracias a ellos el autor nos regaló algunos pasajes llenos de frescura, y también otros francamente bochornosos. Cualquier lector se removería inquieto en su butaca al encontrarse con cosas como ésta: “Uyyy −dijo sin esperar respuesta, metiendo la mano por debajo de la mesa: alarmado levanté el mantel y miré−. Chico, qué manera de picarme el chocho”. Los imaginarios eróticos del autor parecen carecer de toda sofisticación y, por tanto, el abandono de este registro cómico-sexual es un singular acierto. Poco importa que el precio que hayamos tenido que pagar sea un buen montón de latosas y repetitivas conjeturas metanarrativas. Es mucho más cómodo rascarse la cabeza que tener que enarcar las cejas constantemente.

A pesar de todo, la historia que compone el meollo de El impostor es verdaderamente fascinante y cuando fluye sin interrupciones lastimeras nos atrapa de una manera admirable. Todo el mérito de esto, sin embargo, le corresponde a Enric Marco cuya biografía es un demencial batiburrillo de exageraciones, falsedades y medias verdades cargado de potencial narrativo. En los años cuarenta se camela a las autoridades franquistas para eludir el servicio militar. Más tarde logra enredar a un juez nazi para esquivar una dura pena de cárcel. Durante la Transición se inventa un pasado de resistente antifranquista para, aprovechando el desconcierto en las filas del anarcosindicalismo, hacerse con la Secretaría General de la CNT. Y, ya a principios de siglo, protagoniza el tour de force definitivo: consigue que le nombren presidente de la Amical de Mauthausen −la asociación de víctimas del nazismo más importante de España−, sin haber pisado jamás un campo de concentración. Poco después tiene, sin embargo, la mala fortuna de cruzarse con un apocado pero concienzudo historiador llamado Benito Bermejo que lo desenmascara y desmonta sus fábulas. Vienen después la vergüenza y el escarnio público. Cercas se interna en este bosque de falacias armado con un despiadado rigor de documentalista. Con profesionalidad pone orden en la caliente pulpa historiográfica que tiene delante y, cuando logra controlar su pulsión más especulativa, el resultado es un relato pormenorizado y dotado de un leve pero agradable toque de intriga.

El autor no se molesta en ocultar el profundo desprecio que siente por el protagonista de su novela, a quien tiene encerrado en los inhóspitos calabozos de su imaginación durante casi quinientas páginas. Lo zarandea, le llama monstruo y, de manera un tanto exagerada, lo compara con criminales chiflados y psicópatas aberrantes. Hay pasajes en los que ese desprecio llega a ser bastante grosero. Por ejemplo cuando, al mencionar la paliza que Marco sufrió en 1979 a manos de la policía, leemos: “fue puesto en libertad aquella misma noche, pero le faltó tiempo para hacerse varias fotografías (…) donde se advierten los hematomas que habían causado, en la espalda y los costados de su cuerpo celulítico, los golpes de las porras y las culatas de los policías.” ¿Así que su cuerpo celulítico, eh? Como diría la pitonisa Conchi: ¡menuda marranada, chico! Con todo, resulta imposible no estar de acuerdo con el severo reproche moral que, por la gravedad de sus embustes, el autor le dirige a Marco. El tono de cruda admonición que emplea es impostado y excesivo, pero es cierto también que el viejo se tiene bien merecidas las sonoras y repetidas collejas que se le propinan. Cuando el relato se adentra en la fase de las conclusiones y las moralejas, sin embargo, un insoportable tufo ideológico lo inunda todo.

Desde hace algunos años resulta muy difícil encontrar un solo libro en castellano que no trate de la Transición o que no contenga alguna teoría sobre ese burbujeante período histórico. Por el momento sólo la ópera espacial, el western metafísico y el relato de vampiros han permanecido ajenos a esta moda. El impostor no es una excepción y contribuye a la desasosegante claustrofobia temática en que vivimos con una aportación muy poco original. Para Cercas los embustes de Marco son un ejemplo de la manera en que “la democracia española se fundó sobre una gran mentira”. Igual que Marco se inventa un pasado de lucha para poder olvidar su humillante sumisión al franquismo, la España de la Transición se tuvo que inventar una tradición de resistencia política para responder a las expectativas de su flamante democracia. De esta tesis se desprende una conclusión escalofriante: el régimen del 78 no falla porque tenga a la dictadura como fuente de su legitimidad, sino porque no dispone de ningún referente histórico-político real.   

Poner al descubierto las fantasías de Marco fue un acto de responsabilidad cívica que debemos a Benito Bermejo, ese adusto francotirador de la historia. Convertir esas falacias en síntoma de la Transición para culpar de su fracaso a quienes fueron traicionados por ella es un ejercicio de cinismo irresponsable cuajado de ingratitud. Si hubiera existido un movimiento de encarnizada lucha armada contra el franquismo, ¿cabría su reivindicación dentro de los estrechos límites discursivos que se marcó nuestra democracia? ¿Se sostendría la deshilachada tesis que sostiene Cercas si sustituyéramos al anciano trastornado por otro protagonista más saludable como, pongamos por caso, Juan Luis Cebrián, Manuel Fraga, o –sí, por qué no− Rodolfo Martín Villa? Si hiciéramos eso, ¿seguiría estando tan claro que, como afirma el autor, la Transición fue una mentira pero no un pacto de silencio? Me temo que no. Lo que resultaría evidente es que fue la democracia la que no estuvo a la altura de su pasado; y también que la Transición más que inventar un pasado de lucha inexistente se encargó de diseñar un marco legal nuevo que garantizase la supervivencia de las viejas estructuras de poder. Pero, ¡ay!, un libro que presentara una realidad así sería en verdad un “libro imposible”. Un libro quizá “también temerario”. Y aún no ha llegado una Navidad para este tipo de regalos.