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Lo español no existe
En una prestigiosa librería de Lisboa tienen destacado en la mesa principal un libro de Miguel de Unamuno titulado Portugal, povo de suicidas. Es la reedición de un libro que Rui Caeiro sacó en 1986 con la parte portuguesa del Por tierras de Portugal y España y otros artículos y conferencias lusófilas de Unamuno. Ahí estaba, como reclamo de venta: un gran escritor del canon histórico del otro lado de la raya pontificando sobre los portugueses y llamándoles suicidas, que es una forma épica y refinada de llamarles tristes. Que un escritor triste y reconcentrado acuse a todo un pueblo de ser triste sí que es una invitación al suicidio. Al del autor. Pienso en cualquier escritor actual con un libro semejante sobre un país vecino. Javier Marías: Francia, pueblo de cardiópatas. Michel Houellebecq: Alemania, pueblo de mendrugos. Günter Grass: Polonia, pueblo de misicas. Lo normal es hacer como hacía el pobre Thomas Bernhard: escribir mal sobre el propio país y ser declarado persona non grata en vida por su gobierno para asegurarse una posteridad llena de premios póstumos y bibliotecas públicas con su nombre.
Pero me pregunto por qué interesan tanto en Portugal las observaciones y opiniones escritas hace cien años por un escritor que ni los españoles leen ya. Porque el libro, desde 1986, se ha reeditado varias veces, y en el prólogo, el editor da cuenta de la influencia que esas paginitas han tenido en la vida literaria portuguesa y cómo han servido para que los lectores de allá se interesen cada vez más por los escritores de acá. En 1986, dice Caeiro, no se había traducido casi nada de la última literatura española. Hoy, el lector en portugués encuentra desde los clásicos a los escritores ultimísimos. Y todo, porque Unamuno les llamó suicidas en uno de esos quejidos bostezantes tan de Unamuno.
Supongo que es natural el interés. Supongo que es una reacción normal de una nación normal: un tipo importante de la literatura de otro país (no de cualquier país, España, que es el extranjero menos extranjero y a la vez el extranjero más prototípico) opina con vehemencia sobre nosotros, así que lo menos que podemos hacer es echar un vistazo, a ver qué estupideces ha escrito el prócer. Lo anormal es lo nuestro: muchos escritores de muchos países han escrito sobre España, pero creo que, desde que Gerald Brenan publicara aquel El laberinto español, tan leído por la progresía de la Transición como si fuera la versión local y contemporánea de La democracia en América, ningún texto ha tenido impacto en la cultura local. Nos da igual lo que piensen de nosotros o lo que nos llamen. No nos da ni frío ni calor. Ningún libro así llegaría a la mesa noble de ninguna librería prestigiosa de Madrid.
Mientras recorría Portugal (y recorrer un país, aunque sea por enésima vez, es recorrer los mitos que hacen que el país sea tal: es decir, pasear por mojones patrióticos), leía un libro de viajes por Argentina, El interior, de Martín Caparrós, y la superposición de mí mismo contemplando lo portugués mientras leía a un escritor que deseaba contemplar lo argentino me hizo pensar en lo español y en lo poco contemplado que está. Quizá, porque no hay nada que contemplar. Quizá, porque España, finalmente, sí es diferente, y no tiene una vena patriótica que explotar. O la explotó (la reventó) para siempre en 1936, y después de aquello la dejó seca.
Hace un tiempo colaboraba con una editorial que acababa de traducir a un autor del neerlandés. Como su nombre era impronunciable, nos referíamos a él como “el holandés”. Hasta que el editor le llamó así en un correo a su editor original o a alguna institución europea con la que estuviera negociando una ayuda. “Es belga, no holandés”, le respondieron muy ofendidos. Y le preguntaron: “¿Qué le parecería a usted que le confundieran con un portugués?”. A lo que el editor respondió que le daría completamente igual, que no habría ofensa posible. Cuando me lo contó, yo estuve de acuerdo. Ojalá me confundieran con un portugués.
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No conozco a nadie de mi entorno que pudiera ofenderse porque le atribuyeran otra nacionalidad o porque colocasen su pueblo en México o en Sicilia. A lo mejor, mi entorno es muy raro. Demasiado culto, demasiado esnob, demasiado demasiado. Pero he visto entornos parecidos al mío en otros países. Entornos más cultos, más esnobs y más demasiados.Y todos eran muy susceptibles con el tema de la nacionalidad. He comprobado que exclamar en una cena en Montevideo que tal cosa es igualita que en Argentina no gusta mucho, y he visto a un escritor venezolano y a un colombiano putearse (primero, de broma, luego, no tanto) sobre la paternidad de las arepas o la legitimidad de una frontera. Y tampoco les cae muy bien a los de Niza decirles que me gusta mucho su ciudad porque parece más italiana que francesa. Aunque nada iguala la cara que puso una editora italiana en una cena cuando un comensal, al repasar la carta, le dijo: “Bueno, el risotto, al fin y al cabo, no deja de ser más que un arroz pasadete”. Es probable que el comentario me ofendiera mucho más a mí que a ella, pero no por italianófilo, sino por comedor y hacedor de risottos.
En España, las ofensas son más municipales. Importan el pueblo, la comarca, la nación autónoma. Los tomates y los jamones sí que son mejores aquí que allí, y quien le dice a un salmantino que prefiere un Jabugo a un Guijuelo puede prepararse para lo peor. Pero la patria, no. Molestarse por una burla o un retrato hecho desde el extranjero es propio de brutos cavernosos, una actitud intelectualmente marginal. Y eso, que tan raro suena, ese patriotismo soft que gastamos, era lo que hacía de este país un sitio grato para vivir. Hasta ahora, al menos. Ni siquiera un Mundial ni un gol de Iniesta consiguieron cambiarlo. El furor patriótico tiene pequeños brotes, pero muy leves y llevaderos. Y confío en que siga así. Ojalá siga así. Nada hay más cansino que dar vueltas en torno a las momias de una patria.
I
Imágenes:
Fotografía térmica de España y Portugal del 1 de julio de 2004
Miguel de Unamuno hacia 1925
Fotografía utilizada en campaña publicitaria del jamón de Jabugo
Lo español no existe
En una prestigiosa librería de Lisboa tienen destacado en la mesa principal un libro de Miguel de Unamuno titulado Portugal, povo de suicidas. Es la reedición de un libro que Rui Caeiro sacó en 1986 con la parte portuguesa del Por tierras de Portugal y España y otros artículos y conferencias lusófilas de Unamuno. Ahí estaba, como reclamo de venta: un gran escritor del canon histórico del otro lado de la raya pontificando sobre los portugueses y llamándoles suicidas, que es una forma épica y refinada de llamarles tristes. Que un escritor triste y reconcentrado acuse a todo un pueblo de ser triste sí que es una invitación al suicidio. Al del autor. Pienso en cualquier escritor actual con un libro semejante sobre un país vecino. Javier Marías: Francia, pueblo de cardiópatas. Michel Houellebecq: Alemania, pueblo de mendrugos. Günter Grass: Polonia, pueblo de misicas. Lo normal es hacer como hacía el pobre Thomas Bernhard: escribir mal sobre el propio país y ser declarado persona non grata en vida por su gobierno para asegurarse una posteridad llena de premios póstumos y bibliotecas públicas con su nombre.
Pero me pregunto por qué interesan tanto en Portugal las observaciones y opiniones escritas hace cien años por un escritor que ni los españoles leen ya. Porque el libro, desde 1986, se ha reeditado varias veces, y en el prólogo, el editor da cuenta de la influencia que esas paginitas han tenido en la vida literaria portuguesa y cómo han servido para que los lectores de allá se interesen cada vez más por los escritores de acá. En 1986, dice Caeiro, no se había traducido casi nada de la última literatura española. Hoy, el lector en portugués encuentra desde los clásicos a los escritores ultimísimos. Y todo, porque Unamuno les llamó suicidas en uno de esos quejidos bostezantes tan de Unamuno.
Supongo que es natural el interés. Supongo que es una reacción normal de una nación normal: un tipo importante de la literatura de otro país (no de cualquier país, España, que es el extranjero menos extranjero y a la vez el extranjero más prototípico) opina con vehemencia sobre nosotros, así que lo menos que podemos hacer es echar un vistazo, a ver qué estupideces ha escrito el prócer. Lo anormal es lo nuestro: muchos escritores de muchos países han escrito sobre España, pero creo que, desde que Gerald Brenan publicara aquel El laberinto español, tan leído por la progresía de la Transición como si fuera la versión local y contemporánea de La democracia en América, ningún texto ha tenido impacto en la cultura local. Nos da igual lo que piensen de nosotros o lo que nos llamen. No nos da ni frío ni calor. Ningún libro así llegaría a la mesa noble de ninguna librería prestigiosa de Madrid.
Mientras recorría Portugal (y recorrer un país, aunque sea por enésima vez, es recorrer los mitos que hacen que el país sea tal: es decir, pasear por mojones patrióticos), leía un libro de viajes por Argentina, El interior, de Martín Caparrós, y la superposición de mí mismo contemplando lo portugués mientras leía a un escritor que deseaba contemplar lo argentino me hizo pensar en lo español y en lo poco contemplado que está. Quizá, porque no hay nada que contemplar. Quizá, porque España, finalmente, sí es diferente, y no tiene una vena patriótica que explotar. O la explotó (la reventó) para siempre en 1936, y después de aquello la dejó seca.
Hace un tiempo colaboraba con una editorial que acababa de traducir a un autor del neerlandés. Como su nombre era impronunciable, nos referíamos a él como “el holandés”. Hasta que el editor le llamó así en un correo a su editor original o a alguna institución europea con la que estuviera negociando una ayuda. “Es belga, no holandés”, le respondieron muy ofendidos. Y le preguntaron: “¿Qué le parecería a usted que le confundieran con un portugués?”. A lo que el editor respondió que le daría completamente igual, que no habría ofensa posible. Cuando me lo contó, yo estuve de acuerdo. Ojalá me confundieran con un portugués.
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No conozco a nadie de mi entorno que pudiera ofenderse porque le atribuyeran otra nacionalidad o porque colocasen su pueblo en México o en Sicilia. A lo mejor, mi entorno es muy raro. Demasiado culto, demasiado esnob, demasiado demasiado. Pero he visto entornos parecidos al mío en otros países. Entornos más cultos, más esnobs y más demasiados.Y todos eran muy susceptibles con el tema de la nacionalidad. He comprobado que exclamar en una cena en Montevideo que tal cosa es igualita que en Argentina no gusta mucho, y he visto a un escritor venezolano y a un colombiano putearse (primero, de broma, luego, no tanto) sobre la paternidad de las arepas o la legitimidad de una frontera. Y tampoco les cae muy bien a los de Niza decirles que me gusta mucho su ciudad porque parece más italiana que francesa. Aunque nada iguala la cara que puso una editora italiana en una cena cuando un comensal, al repasar la carta, le dijo: “Bueno, el risotto, al fin y al cabo, no deja de ser más que un arroz pasadete”. Es probable que el comentario me ofendiera mucho más a mí que a ella, pero no por italianófilo, sino por comedor y hacedor de risottos.
En España, las ofensas son más municipales. Importan el pueblo, la comarca, la nación autónoma. Los tomates y los jamones sí que son mejores aquí que allí, y quien le dice a un salmantino que prefiere un Jabugo a un Guijuelo puede prepararse para lo peor. Pero la patria, no. Molestarse por una burla o un retrato hecho desde el extranjero es propio de brutos cavernosos, una actitud intelectualmente marginal. Y eso, que tan raro suena, ese patriotismo soft que gastamos, era lo que hacía de este país un sitio grato para vivir. Hasta ahora, al menos. Ni siquiera un Mundial ni un gol de Iniesta consiguieron cambiarlo. El furor patriótico tiene pequeños brotes, pero muy leves y llevaderos. Y confío en que siga así. Ojalá siga así. Nada hay más cansino que dar vueltas en torno a las momias de una patria.
Imágenes:
Fotografía térmica de España y Portugal del 1 de julio de 2004
Miguel de Unamuno hacia 1925
Fotografía utilizada en campaña publicitaria del jamón de Jabugo