Zaragoza contra la provincia
¿Qué pasa en Zaragoza, que debajo de cada baldosa rota tiene un escritor? Como todas las ciudades, dirán algunos, porque éste es un país de escritores sin lectores. Todo el mundo escribe aunque nadie lee. Pero lo de Zaragoza es otra historia. No sólo tiene muchas más baldosas rotas que otras ciudades, sino que los autores que viven debajo de ellas no son vates de provincias.
No son los profesores con coderas habituales de cualquier velada literaria en cualquier ciudad periférica que sólo se menciona en la información del tiempo. Ya saben, esos catedráticos eméritos que hace cuarenta años casi ganaron el Nadal y escriben semblanzas y obituarios en el diario de la región. Nada que ver. Los de Zaragoza son escritores de los que suenan por ahí, de los que se piden otros escritores para prólogos y conferencias, de los que quedan bien en cualquier lista y en cualquier bar de gintonics.
Zaragoza tiene setecientos mil habitantes desparramados por una estepa horizontal cruzada por un río que solo lleva barro lento. Zaragoza es una parada del AVE entre Madrid y Barcelona, un manchurrón urbano en la provincia, el sitio del que los escritores huyen para hacerse escritores. Y, sin embargo, de un tiempo a esta parte, no deja de parir nombres. Nombres de escritores que viven allí, que no han salido corriendo a las buhardillas de la capital para hacerse una firma en la corte. ¿Qué pasa en Zaragoza?, me preguntan en Madrid. Estoy harto de Zaragoza, me dicen en Madrid. Como lea otra novela ambientada en Zaragoza, me pego un tiro, me siguen diciendo en Madrid. Pero, luego, todos los escritores de Madrid vienen a Zaragoza. Todos tienen un amigo en la ciudad. Que levante la mano el escritor español que no se ha emborrachado una noche en Zaragoza. Algo pasa allí, pero nadie sabe muy bien qué.
Un brevísimo recuento: La buena reputación, de Ignacio Martínez de Pisón; El luminoso regalo, de Manuel Vilas; Entresuelo, de Daniel Gascón; Autopsia, de Miguel Serrano Larraz; La mala luz, de Carlos Castán; El Anticuerpo, de Julio José Ordovás. Son novelas de 2013 y 2014, todas publicadas en editoriales de prestigio (Seix-Barral, Alfaguara, Random House, Candaya, Destino, Anagrama), todas destacadas por la crítica. En parte o íntegramente, sus tramas transcurren en Zaragoza. Sus autores viven en Zaragoza o nacieron en la ciudad y pasan temporadas en ella. Es muy raro que una ciudad segundona acapare tanto espacio en las mesas de novedades. Escribir desde y de Zaragoza empezó siendo una excentricidad, pero ahora se ha convertido en vicio.
Entre La buena reputación, de Pisón, y Autopsia, de Serrano Larraz, se contienen todas las Zaragozas realmente existentes. La aproximación clásica, pulcra y novelera de Pisón, ya trabajada en muchos libros anteriores, y la sampleada, postmoderna (si es que eso existe ya) y noventera de Serrano Larraz. Al margen de escuelas y manierismos literarios, ambas tienen en común su falta de complejos en el retrato de una ciudad casi siempre acomplejada, convencida de que sus calles no sirven para contar grandes historias.
Zaragoza es un invento actual. Antes no existía. Juan Domínguez Lasierra, quizá el mejor conocedor de su historia literaria, publicó varios libros de crítica sólo para demostrar que la ciudad no tenía entidad narrativa ni paisaje original. Un poco de Ramón J. Sender por aquí y unas gotitas de Galdós por acullá (el episodio nacional dedicado a los Sitios y el viaje de bodas de Fortunata y Juanito Santa Cruz). Y ya. Don Quijote se dirigía a Zaragoza al final de la primera parte, pero cuando el apócrifo Avellaneda escribió sus falsas aventuras del hidalgo, Cervantes se enfadó e hizo que pasara de largo para irse a Barcelona en el segundo tomo. Alonso Quijano ignoró la ciudad, presagiando todas las ignorancias posteriores y condenándola a un costumbrismo de imitadores como Avellaneda. Lo dice Manuel Vilas en el prólogo a la reedición de Zeta, su primera obra narrativa, publicada en 2002 y rescatada este año en Salto de Página: “Zaragoza, que es la ciudad donde vivo, había sido llevada a la literatura bajo los acueductos del casticismo, del costumbrismo, de la solemnidad sentimental, del romanticismo, es decir, de la alta cultura, es decir, de la cursilería”.
Por eso, Vilas le cambió el nombre. No se podía escribir Zaragoza sin invocar a todos esos fantasmas con caspa municipal, así que la rebautizó como Zeta. En Zeta caben zombis, vampiros y Franz Kafka, que en el libro de Vilas es un señor de Teruel que vive en un piso que no está mal. El ejemplo cundió, y los jóvenes aspirantes a escribidor empezaron a hablar y a escribir de Zeta porque Zeta se parecía mucho más a la ciudad que pisaban que Zaragoza. Zaragoza era la custodia de la hispanidad, la salida de misa de doce del Pilar y los cadetes de la Academia Militar paseando en uniforme de gala los domingos del brazo de sus pretendientes (las ya olvidadas cadeteras, hijas de modistas que salían a cazar un marido coronel). Zeta no sólo molaba más, sino que era mucho más verdadera, aun con sus zombis y vampiros. De Zeta se podía escribir porque era reconocible incluso para los chicos modernos de Barcelona y Madrid, mientras que Zaragoza era una ficción de opereta franquista, tan alucinada como una película de Pajares y Esteso.
Fue Félix Romeo uno de los primeros que imaginaron la ciudad como una fantasía pop y no como un bostezo de campanario. Su novela póstuma, Noche de los enamorados, salió de un lugar maldito (y ya desaparecido), la cárcel de Torrero, donde el autor cumplió un año de condena por insumiso. Y fue precisamente el fin de esa condena, rodada por Fernando Trueba en un homenaje a los orígenes del cine español, el que marcó la modernidad literaria zaragozana. En aquel cortometraje mudo (Salida de la prisión de Torrero del escritor Félix Romeo, incluido en la película colectiva Lumière y compañía, 1996) se mezclaron varias familias y grupos de amigos de escritores y gente del cine decisivos para el imaginario cultural de la ciudad: los hermanos Trueba, la familia Castro (Antón y, más tarde, conforme crecieron, Daniel Gascón y Aloma Rodríguez, hijos de Castro aunque ninguno firme con el mismo apellido), el propio Félix, Ismael Grasa, Martínez de Pisón, Luis Alegre y los padrinazgos de Javier Tomeo, que quizá era el Kafka del que hablaba Vilas, y de José Antonio Labordeta, el Abuelo. Fueron el núcleo duro de la renovación literaria local. Un núcleo festivo, noctívago y carcajeante cuyos supervivientes aún se reúnen en Casa Emilio, una antigua tasca de tradición comunista y camionera. Jorge Herralde, que editó a muchos de ellos en Anagrama, les llamaba (no sin mala intención) el Aragón Power. Félix Romeo, en la época en que dirigía La Mandrágora en TVE y se mudó al Edificio España de Madrid, celebraba el nombre con carcajadas.
De aquellas noches vienen estos días. La movida literaria parió editoriales independientes, algunas de las cuales han levantado catálogos prestigiosos y se han ganado reputaciones de cazatalentos. Xordica, la veterana, que cumple ahora veinte años (casa de Daniel Gascón y Aloma Rodríguez y traductora de secretos narrativos muy bien guardados de Portugal, Suiza, Francia o Italia, como Valerio Magrelli, Mário de Carvalho o Arno Camenisch); Tropo, un descubridor de jóvenes talentos narrativos españoles (Matías Candeira, Lara Moreno, Sara Mesa…); Jeckyll & Jill, con un creciente prestigio por sus ediciones preciosistas y artesanales (ediciones ilustradas de los hermanos Grimm), o Contraseña, con sus muy cuidadas traducciones de literatura extranjera clásica y moderna (de Dorothy Baker y Roy Lewis a Henry James y Anatole France), por citar las más destacadas y apreciadas por los libreros literarios. Todas han creado un ambiente editorial indie muy relajado e informal que compadrea en las librerías que resisten y nunca se rindieron al escaparate de best seller: Antígona, una cueva borgiana cuyo orden de mesas y estanterías sólo conocen Pepito y Julia, que lo han leído todo; Cálamo, puente con América Latina y animador del Hay Festival de Cartagena de Indias, o Portadores de Sueños, la más reciente, casa habitual de Enrique Vila-Matas, Julio Llamazares o Bernardo Atxaga cuando pasan por la ciudad. Tanto Cálamo como Portadores de Sueños han ganado el premio a Mejor Librería Cultural de España. Teniendo en cuenta que, según el gremio, Aragón sólo representa el tres por ciento del mercado del libro español, que su capital tenga esa nómina de librerías tan chulas y tan orgullosas de su criterio puede explicar en parte por qué hay tantas vocaciones letraheridas en la ciudad.
Lo literario fermenta en los lugares menos sospechosos. Durante unos años, algunos poetas jóvenes se reunían a cenar el 22 de cada mes en la Fonda la Peña, una pensión triste y vieja de pensionistas en pantuflas y mesa camilla con faldones. Formaban un grupo extraño y vitriólico: el ya mencionado Miguel Serrano Larraz, el difunto Sergio Algora (más famoso como músico pop), Jesús Jiménez Domínguez (autor de Frecuencias, en Visor), Miguel Ángel Ortiz Albero (que publica este otoño un precioso y rarísimo libro sobre danzas de la muerte en la editorial Fórcola, y es hermano del dibujante de cómics Álvaro Ortiz, una de las revelaciones de 2013 con Cenizas, editado por Astiberri), Ángel Gracia (publica novela en Candaya en los próximos meses) y otros que iban yendo y viniendo como se viene y se va de estos sitios. Se mezclaban con el patrón y los huéspedes, que no terminaban de entender la guasa de aquella gente, como tampoco entendían a los guiris tímidos y asustados que entraban porque la fonda salió una vez reseñada en la Lonely Planet.
Entre modernos y crápulas, me dejo muchos nombres para no convertir esto en una enumeración. En los márgenes se quedan académicas de la RAE como Soledad Puértolas o Aurora Egido (Bodas de arte e ingenio, Acantilado), eruditos como José-Carlos Mainer (Historia mínima de la literatura española, Turner), autores de culto en Alemania como Javier Sebastián (El ciclista de Chernobil, Puente de Vauxhall, Destino), poetas exquisitos como David Mayor (31 poemas, Pre-textos) o novelistas de raíz popular como Joaquín Berges (La línea invisible del horizonte, Tusquets) o Cristina Grande (Naturaleza infiel, RBA), entre otros muchos que dejo fuera y otros tantos que no recuerdo.
Las enumeraciones abruman, pero no explican nada. Ni siquiera yo, que vivo y sufro sus calles, sé por qué este manchurrón ibérico pegado a un valle ventoso y hostil tiene una movida literaria tan sobredimensionada para su tamaño e irrelevancia política y económica. Pero sí sé que ilustra un cambio. Quizá la literatura en España se ha descentralizado al fin. Antes se decía que las editoriales estaban en Barcelona y los escritores, en Madrid. Zaragoza queda en medio, a un paso de ambas. Y quizás eso explique algo, aunque lo más seguro es que lo confunda todo aún más. Aquí, por cierto, nadie se plantea estas cosas. Los jóvenes, al menos, no. Hacerlo sería vivir y escribir con el mismo complejo provinciano que hizo que Don Quijote se desviara a Barcelona. Saben (sabemos, porque yo también escribo en un piso de Zaragoza que no está mal, como el Kafka de Vilas) que esto, al fin y al cabo, no es más que literatura. La mayoría de los habitantes de esta ciudad ni siquiera se ha enterado de que ahora tiene un paisaje narrativo. No necesitan saberlo porque no viven en Zeta.
Sergio del Molino
Sergio del Molino nació en Madrid, en 1979, pero reside en Zaragoza. Es autor de los libros La hora violeta, por el que recibió los premios Ojo Crítico de Narrativa y Tigre Juan (ex aequo con Marta Sanz), así como Malas influencias, Soldados en el jardín de la paz, El restaurante favorito de Nina Hagen y No habrá más enemigo. Desde 2014 dirige y presenta, junto a Iguázel Elhombre, el programa literario Preferiría no hacerlo, en Aragón Radio. Su última novela se titula Lo que a nadie le importa.