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La respuesta al vacío se parece a una biblioteca

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LA PRIMERA BIBLIOTECA

Yo tenía trece años y quería trabajar. Alguien me dijo que te pagaban por arbitrar partidos de baloncesto y me indicó el lugar donde podría obtener información sobre semejante empleo de fin de semana. Necesitaba ingresos para nutrir mi colección de sellos y para mis novelas de Sherlock Holmes. Recuerdo borrosamente que llegué a un despacho lleno de adolescentes que hacían cola ante un joven con cara de administrador. Cuando llegó mi turno, me preguntó si tenía experiencia y mentí, de modo que salí de allí con el acta de un partido que se jugaría dos días más tarde y la promesa de 700 pesetas en efectivo. Hoy en día, un chaval de trece años, si quiere aprender algo que desconoce, recurriría a YouTube. Yo aquella misma tarde me compré un pito en una tienda de deportes y me fui a la biblioteca.

No saqué nada en claro de aquel par de libros de reglas de básquet, uno con gráficos y el otro sin ellos, pese a mis apuntes y mis dibujitos y mi estudio del viernes por la tarde; pero tuve mucha suerte y el entrenador local, el sábado por la mañana, me fue explicando desde la banda los rudimentos de un deporte que yo había practicado hasta entonces con pocos datos sobre su teoría. La práctica eran la calle y el patio del colegio. El otro conocimiento, el abstracto, se contenía en los anaqueles de la Biblioteca Popular Caixa Laietana, la única de la que disponía en aquellos tiempos Mataró, la pequeña ciudad donde me crié. Mi frecuentación de sus salas de lectura debió de comenzar en sexto o séptimo de EGB. Fue entonces cuando comencé a leer sistemáticamente. Toda la colección de Los Hollister en casa; y las de Tintín, Massagran, Astérix y Obélix y Alfred Hitchcock y los tres investigadores en la biblioteca. Arthur Conan Doyle y Agatha Christie fueron devorados indistintamente en ambos lugares. Cuando mi padre comenzó a trabajar por las tardes en Círculo de Lectores, lo primero que hice fue adquirir las novelas de Poirot y Miss Marple que me faltaban por leer. Es probable que fuera entonces cuando nació mi deseo de poseer libros.

La Biblioteca Popular de la Caixa Laietana oficiaba como guardería encubierta. No creo que los niños de hoy escriban tantos trabajos como hacíamos nosotros. Largos trabajos escritos a máquina sobre Japón y sobre la revolución francesa, sobre las abejas y sobre las partes de la flor; trabajos que eran la excusa perfecta para investigar en los estantes de la biblioteca, entonces sí infinita, sí inabarcable, mucho mayor que mi imaginación de barrio, todavía limitada por los tres canales del televisor y los veinticinco libros de la microscópica biblioteca de mis padres. Hacía los deberes, investigaba un rato y todavía tenía tiempo para un cómic entero o un par de capítulos de la novela de detectives de turno. Algunos niños se portaban mal, yo no. Aquel bibliotecario de veinticinco años, policial pero amable, alto pero no demasiado, los vigilaba; a mí no. Yo recurría a él para preguntarle acerca de la ubicación de algún libro que no era capaz de localizar. Y a la otra bibliotecaria joven, Carme, que nos liberó del trato con las viejas antipáticas, comencé enseguida a atosigarla con cuestiones repelentes aunque bibliográficas: ¿Algún libro sobre el polen que no repita lo que dicen todas las enciclopedias?

He mencionado la micro-biblioteca de mis padres. He dicho “veinticinco libros”. Eso merece una explicación. La transición española tuvo como protagonistas a las cajas de ahorro. Los ayuntamientos se dedicaron a urbanizar y a especular y delegaron en ellas la cultura y los servicios sociales. Mataró era un caso paradigmático: la gran mayoría de las exposiciones, de los museos y de los centros para jubilados, además de la única biblioteca de una ciudad de cien mil habitantes, dependía de la Caixa Laietana. A principios de este siglo, durante mi investigación (ahora ya real) sobre el obispo Josep Benet Serra para mi libro Australia, Carme —que se ha convertido en la gran bibliotecaria de Mataró durante estos veinticinco años— me abrió las puertas del Fons Mataró. Entonces no fui consciente de esa metáfora definitiva, porque la crisis económica todavía no había mostrado la desnudez del emperador: el fondo documental de Mataró, su memoria histórica, no se encontraba en el archivo municipal, no está en la biblioteca pública, sino en el corazón de la Biblioteca Popular Caixa Laietana. Durante la transición española, ese supuesto deber de velar por la cultura, asumido por las cajas sin que nadie lo pusiera en duda, se evidenciaba cada vez que una de ellas publicaba un libro y se lo regalaba a todos sus clientes. En mi propia biblioteca conservo un ejemplar, heredado o sustraído de casa de mis padres: Picasso. Su vida y su obra / La seva vida i la seva obra, de Alexandre Cirici. En la contraportada se lee: “Gentilesa de la Caixa d’Estalvis de Catalunya”. Es el único mensaje institucional. Aunque parezca mentira, no hay ningún prólogo de ningún político ni de ningún banquero. No hacía falta justificar un gesto que era natural. Más de la mitad de los libros de mis padres eran regalos de instituciones bancarias.

Muchos años más tarde murió un amigo de infancia de mi hermano en un accidente de tráfico. Su madre, carcomida por el duelo, le contó a la mía que en su grupo de apoyo había una mujer que llevaba en su monedero un recorte de diario. Lo sacó. Lo leyó en voz alta. Aquellas palabras le hacían sentirse orgullosa de su hijo, a quien tanto echaba de menos desde que un accidente en la autopista acabara con su vida, la de su esposa y la de sus dos pequeños. Aquellas palabras le ayudaban a vivir sin sus nietos, hijos de un bibliotecario disfrazado de policía amable. Aquellas palabras, parcialmente borradas por todas las que he escrito después, durante un breve tiempo fueron mías: ahora pertenecen a las hemerotecas que van desapareciendo, porque es probable que incluso para aquella madre, superado parcialmente el duelo, sean ya puro recuerdo. No estoy seguro de si algunas de ellas evocaban aquellas tardes de sábado en un patio de colegio, cuando yo ya había dejado la biblioteca de Mataró por la de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, donde los amigos del bibliotecario, ya no tan joven, y mis propios amigos jugamos juntos algunos partidos de baloncesto.

UNIVERSIDADES

El otro día bajé a la biblioteca de la universidad en la que trabajo, en busca de un ejemplar de Nadja, de Breton, que necesitaba para una clase y que no encontraba en mi propia biblioteca. Allí estaba, en el mismo lugar que debía de ocupar en 1998, cuando leí todos los libros surrealistas que encontré, interesado en su teoría del amor (y en mis prácticas): Mobile, de Michel Butor. Pero entonces no lo vi. Lo hice siete años más tarde, en la biblioteca de la Universidad de Chicago, con todo un invierno de lecturas por delante. Tengo la sensación de que las librerías muestran, seductoras, casi obscenas, los libros en su haber: porque te los quieren vender; las bibliotecas, en cambio, los ocultan o al menos los disimulan, como si se contentaran con atesorarlos. Pero también es cierto que es tu mirada la que escanea los lomos de los libros, que es en tu atención o en tus caprichos donde los títulos y sus autores se revelan o pasan desapercibidos.

La biblioteca de la Pompeu era muy joven cuando yo entré en primero de Humanidades. Era tan joven que sus secciones aún no tenían nombre. A medida que una biblioteca envejece, comienza a albergar donaciones, colecciones, archivos, cada cual con el nombre del donante, del erudito, del jubilado o del muerto. El verbo “fatigar” lo vinculamos con Borges cuando se trata de una biblioteca. Yo soy un fatigador de librerías y bibliotecas: me encanta pasar horas mirando las estanterías, una por una, anaquel por anaquel, lomo por lomo. Lo he hecho en jornadas de lluvia en muchas ciudades del mundo. Y en jornadas de nieve sólo en una: Chicago. Nunca me he sentido tan solo como aquellas semanas de principios de 2005. Llegué a pasar doce o trece horas en aquella biblioteca gigantesca. Antes de descubrir el servicio de préstamo inter-bibliotecario, que te permitía disponer de cualquier libro en posesión de cualquier biblioteca de Estados Unidos, pasé muchas horas en la sección de literatura española, descubriendo libros de viaje y ensayos que sólo puedes encontrar así, en el google predigital que es la deambulación por cualquier laberinto de libros. Mi hilo de Ariadna: todos aquellos títulos y páginas, su desorden secreto. Estar solo: no hay peor minotauro.

Acostumbrado a una biblioteca tan joven como la de mi universidad, la de Chicago, y antes la de la Universidad de Barcelona, me conectaron con un concepto clave de la cultura: el de fondo. Esa memoria posible de un cierto estado de la cultura y del mundo. Ese fragmento que nunca acabarás de conocer de un todo que nunca pudo estar reunido. A menudo los fondos son pozos sin fondo, lugares donde los manuscritos inéditos y las cartas más importantes pueden existir sin ser vistos (ni, aún peor, leídos) por nadie. En el fondo del pozo de la historia de la Universidad de Chicago, o simplemente en la primera piedra de su colección de libros, encontramos el primero de los muchos nombres propios que vendrían después: William Rainey Harper. Su erudición y sus experimentos pedagógicos llegaron a oídos de Rockefeller, quien le prometió 600.000 dólares para que creara un centro de educación superior en el Medio Oeste capaz de competir con Yale. Finalmente fueron 80 los millones destinados a la Universidad de Chicago, porque además de escribir manuales de hebreo y griego, además de urdir estrategias para que los más pobres o los que tenían un empleo también pudieran beneficiarse de estudios de alto nivel, era un excelente gestor. Creó la editorial universitaria que todavía sobrevive. En cambio, la William Rainey Harper Memorial Library fue cerrada en 2009. El mensaje de la página web Librarything no puede ser más contundente:

University of Chicago – William Rainey Harper Library
Status: Defunct
Type: Library
Description: On 12 June 2009, the William Rainey Harper Memorial Library was closed, and its collections were transferred to Regenstein Library.

Biblioteca difunta. La defunción de una biblioteca como muerte final de una persona que consiguió sobrevivir casi un siglo a su propio fallecimiento. No hay palabra más pretenciosa, por cierto, que universidad.

En uno de sus olvidados artículos sobre literatura, que al fin leí el otro día en la biblioteca de humanidades, Michel Butor escribió que “la biblioteca nos ofrece el mundo, pero nos ofrece un mundo falso, algunas veces se producen grietas y la realidad se rebela contra los libros, mediante nuestros ojos, unas palabras o incluso ciertos libros, algo extraño nos hace una señal y nos provoca la sensación de estar encerrados”. Creo que tiene razón: la librería materializa la idea platónica y capitalista de libertad, mientras que la biblioteca es a menudo aristocrática y puede convertirse por momentos “en una cárcel”. En nuestras casas, gracias a o por culpa de las librerías, a imitación de las bibliotecas que desde la infancia hemos frecuentado, construimos nuestra propia topografía libresca. Dice Butor: “Añadiendo nuevos libros intentamos reconstruir toda la superficie para que surjan algunas ventanas”. Pero en realidad añadimos centímetros de grosor a las paredes de nuestro propio laberinto.

MI BIBLIOTECA SE CAE A PEDAZOS, PERO SIGUE SIENDO MEMORIA

Hasta ahora me había ocurrido no encontrar libros secundarios, casi prescindibles, en mis propias estanterías; pero el día que no encontré Nadja, uno de esas novelas que como El Quijote, El corazón de las tinieblas, Rayuela, La montaña mágica o Véase: amor he consultado regularmente durante más de diez años, no me quedó más remedio que preocuparme. En su célebre ensayo “Desembalo mi biblioteca”, el nómada urbano Walter Benjamin dice que toda colección se debate entre el orden y el desorden. Otro que tal, Georges Perec, enuncia en Pensar, clasificar un principio incontrovertible: “Una biblioteca que no se ordena, se desordena: es el ejemplo que me dieron para explicarme qué era la entropía y varias veces lo he verificado experimentalmente”. Tengo que reconocer que en los cuatro años y medio que han pasado desde la mudanza a este piso del Ensanche barcelonés sólo he hecho que acumular libros y alguna estantería, sin reordenar la estructura general. Y ahora todo es un terrible caos.

La lógica del mundo es mimética. Todo funciona por imitación. La originalidad de nuestra personalidad no es más que una combinación compleja de opciones que hemos ido tomando prestadas de diversos modelos. En mi biblioteca, que es la respuesta al vacío con el que conviví en casa de mis padres, hay rastros de todas las bibliotecas públicas que he frecuentado desde niño. El otro día me encontré con unas fotocopias del diario de Paul Bowles, páginas que tenían el sello estampado de Caixa Laietana. Atesoro también ejemplares comprados en la Biblioteca de la Universidad de Chicago, pues periódicamente se deshacen de libros, en una transformación fugaz –fin de semana– de la biblioteca en librería de viejo. En la última mudanza ordené mi biblioteca por ámbitos lingüísticos y por distancias de intereses. Al lado de mi escritorio tengo los libros de teoría literaria, de la comunicación, del viaje y de la ciudad. A mis espaldas, a dos pasos, la literatura en lengua española, ordenada alfabéticamente. Frente a mí, a tres, cuatro pasos, la literatura universal. Hay que caminar hasta la estancia vecina, el comedor, para acceder al ensayo histórico, cinematográfico y filosófico, las biografías y los diccionarios (cada vez más lejos a causa de sus versiones online). En el pasillo archivo los cómics y los libros de viaje. Y en la habitación de invitados, por último, la literatura catalana, el ensayo sobre el amor, mi bibliografía sobre Paul Celan y varios centenares de crónicas hispanoamericanas, además de dos ejemplares de cada uno de los libros que, total o parcialmente, he escrito. Lógica y capricho se entrelazan en una biblioteca que ha ido ocupando espacios a medida que crecía el número de libros y se sucedían las visitas a Ikea.

Porque las estanterías del estudio son de madera maciza: las que mis padres, que todavía creen en la solidez, compraron con mi dinero para albergar el prototipo de esta biblioteca cuando me fui de viaje en 2003. Pero el resto del piso de alquiler está surtido de estanterías Billie, combadas por el peso, progresivamente desarticuladas por mi impericia, que las condenó a la deformación en el mismo momento en que las atornillé mal, porque soy un lector más o menos competente, pero un negado para el bricolaje. Entre mis juguetes infantiles, además de un microscopio y Mineranova y Fisinova, hubo una caja de herramientas: ni qué decir tiene que no me acabé dedicando ni a las ciencias ni a la carpintería.

“Toda colección es un teatro de los recuerdos, una dramatización y una puesta en escena de pasados personales y colectivos, de una infancia recordada y del recuerdo después de la muerte”, ha escrito Philipp Blom en El coleccionista apasionado. Y añade: “es más que una presencia simbólica: es una transubstanciación”. A través de todos esos libros que me rodean cotidianamente, me siento cerca tanto de mí mismo —del que fui, de ese lector que fue creciendo, cambiando, acumulando estratos— como de la información, de las ideas que contienen. O que sólo insinúan. O que, simplemente, hipervinculan: muchos de mis libros son planetas que orbitan alrededor de pensadores, escritores, personajes históricos que no conozco de primera mano, que son amigos de amigos, cómplices involuntarios, piezas móviles en un sistema complejo de posibles conocimientos.

Amigos, conocidos, futuros. Esas son las tres etiquetas que van a organizar mi biblioteca, decido ahora, mientras termino de escribir este ensayo, a partir del próximo mes, cuando reestructuremos la casa por motivos familiares y felices. La voy a desarticular para reinventarla. Voy a poner cerca de mí sólo a los autores y los libros con quienes mantengo una relación de amistad más o menos íntima. Se quedarán (o ingresarán) en el estudio. Me rodearán, como ya lo hace su recuerdo o el de sus autores. En el comedor tendré a los conocidos, esos con quienes mantengo una relación de simpatía y de respeto. La mayoría de los libros que no he leído y que no sé si leeré serán donados, regalados, sacrificados; los que queden, en el pasillo, esperarán su turno, pacientes, lejanos, como personas a quienes no conoces y quienes nada ni nadie puede saber si algún día frecuentarás.

Aby Warburg, autor de la biblioteca más fascinante del siglo xx, puso sobre la puerta de entrada una única palabra: “Mnemosyne”. Sus libros y sus láminas se movían, migraban, según relaciones dinámicas de afinidad y simpatía, configurando collages provisionales cuyos vínculos tenían que imaginar los lectores. Para él, una biblioteca sólo tenía razón de ser si podía recorrerse, pasearse. En la mirada del caminante, las imágenes y los textos disparaban entre ellas flechas invisibles, sinopsis neuronales: la electricidad que nutre la historia de las formas y del arte. “No es una mera colección de libros, sino una colección de problemas”, dijo Toni Cassirer tras visitarla: una biblioteca sólo tiene sentido si calma al tiempo que desasosiega, si soluciona pero si sobre todo plantea enigmas, retos. Convivir con una biblioteca personal significa saber que no te rindes, que siempre tendrás ante ti menos lecturas realizadas que lecturas por venir, que los libros en compañía son cadenas de significados, contextos mutantes, preguntas que cambian de entonación y de respuestas. Una biblioteca tiene que ser heterodoxa: sólo la combinatoria de elementos diversos, de relaciones problemáticas, puede conducir a un pensamiento propio. Muchos de quienes vieron la de Warburg la calificaron de laberinto.

En la introducción a Warburg Continuatus. Descripción de una biblioteca, Fernando Checa escribe: “Como teatro y arena de las ciencias, la Biblioteca es también un verdadero «teatro de la memoria»”. Lo mismo ha pretendido ser este ensayo. “No habrá nunca una puerta”, escribió Borges en un poema titulado precisamente Laberinto: “Estás dentro / y el alcázar abarca el universo / y no tiene ni anverso ni reverso / ni externo muro ni secreto centro”.

 
Imágenes de la antigua biblioteca pública de Cincinnati, demolida en 1955. © Public Library of Cincinnati & Hamilton County.