Contenido
La membrana lingüística
Veamos, primero, quién es quién. Los dos diputados de la CUP que han dimitido tras el acuerdo con Junts pel Sí son Josep Manel Busqueta, autor de varios artículos y libros sobre política, y Julià de Jódar, uno de los grandes novelistas contemporáneos en lengua catalana. También los dos líderes de la formación durante los últimos años, Antonio Baños y David Fernández, son periodistas y autores de diversos libros. Por su parte, Carme Forcadell estudió periodismo y filosofía, estuvo vinculada con Òmnium Cultural y trabajó en las políticas de normalización lingüística; como presidenta de la Assemblea Nacional Catalana encontró una vía para saltar a la política formal, fue número 2 de la lista Junts pel Sí y preside el Parlament. También Raül Romeva, número 1 de esa misma lista, ha publicado varios ensayos de política internacional y tres novelas. El nuevo President de la Generalitat, finalmente, Carles Puigdemont, estudió filología catalana, aunque no llegó a licenciarse, y ejerció durante muchos años como periodista en el diario El Punt, antes de fundar la Agència Catalana de Notícies y Catalonia Today.
En 2013 citó en un discurso a otro periodista, Carles Rahola, fusilado en 1939 por Franco: “Los invasores serán expulsados de Cataluña, como lo fueron en Bélgica, y nuestra tierra volverá a ser, bajo la república, en la paz y en el trabajo, señora de sus libertades y sus destinos. ¡Viva Girona y viva Cataluña libre!”. La polémica sobre una de las oraciones de esa cita sacada de contexto (“Los invasores serán expulsados de Cataluña”) situó de pronto a Rahola en el centro simbólico de la reciente sesión de investidura. Ya había sido uno de los protagonistas, tres días antes, del acto “Justicia por los crímenes del franquismo”, que reunió a 1.500 personas frente a la prisión Modelo de Barcelona, impulsado por Òmnium Cultural, la misma institución que en Navidad publicó el tradicional calendario de costumbres y tradiciones catalanas y que cada diciembre organiza la Nit de Santa Llúcia, Festa de les Lletres Catalanes. Un periodista republicano, fusilado en 1939, de pronto se convierte en trending topic.
La idea que atraviesa este artículo se deduce de esos hechos: lo que está ocurriendo en Cataluña se debe sobre todo a un fenómeno lingüístico y literario. Un fenómeno que tiene que ver fundamentalmente con la palabra. No es de extrañar que sea así, pues los agentes principales de los procesos de independencia del siglo XIX fueron en muchos casos literatos, como lo fueron los ideólogos del romanticismo y del nacionalismo. Tras las décadas de Jordi Pujol (médico), Pasqual Maragall (economista), José Montilla (político profesional) y Artur Mas (economista), parece ser que ha llegado el momento de que en la política catalana de máximo nivel las ciencias dejen su lugar a las letras.
Quim Torra, presidente de Òmnium, ha contrapuesto en sus discursos a la “independencia” la “dependencia”, como si la “autonomía” ya no fuera una palabra pertinente para calificar la relación de Catalunya con España. La palabra “Estatut” ha desaparecido de la discusión, substituida por la palabra “referéndum”. El “Proceso”, la “desconexión”, los “unionistas” son otras voces que debería anotar y analizar cualquier nieto de Victor Klemperer que entienda que la filología es una herramienta para la independencia de juicio, no para la dependencia de las estructuras de poder. Mientras tanto la palabra que más veces pronunció Mariano Rajoy en su discurso de investidura de 2011 y en los del estado de la nación de 2014 y 2015 fue “España” (en este último mencionó dos veces a Cataluña y cinco a Ucrania). No es casual que la palabra “proceso” esté en el título del ensayo más incisivo que he leído sobre el catalanismo contemporáneo: El llarg procès. Cultura i política a la Catalunya contemporània (1937-2014), de Jordi Amat. Esta historia intelectual del consenso catalanista y socialdemócrata, tras la herida de 1939, explica cómo Pujol construyó un sólido discurso nacionalista, que encontró una única alternativa fértil en el cosmopolitismo barcelonés de Maragall y sus Juegos Olímpicos, que no consiguió imponerse. Tras el segundo gobierno socialista y con los sucesivos casos de corrupción en el horizonte, en 2007 Convergència i Unió encontró en “el derecho a decidir” un nuevo argumento, que derivaría en esta segunda década de siglo en el reclamo de la independencia, tras la explosión de la Asamblea y el resurgimiento de Òmnium, la sociedad civil y la red cultural.
Sostiene Amat que la gran operación del pujolismo fue la nacionalización de la ciudadanía. Ese otro proceso fue llevado a cabo mediante la normalización lingüística, una membrana que fue creciendo en tamaño hasta recubrir por completo la sociedad catalana. Su punto de partida era absolutamente justo y válido: tras la represión franquista, los catalanes tenían el derecho de recuperar una de sus dos lenguas propias. El problema es que no se enunciaba así esta idea, sino que se hacía en términos de “lengua propia” o “lengua del país”, el catalán, en oposición a “las dos lenguas oficiales”. Para ello se pusieron en marcha una serie de estrategias: la Llei de Normalització Lingüística de 1983, aprobada por todos los grupos parlamentarios y estricta contemporánea de la Corporació Catalana de Ràdio i Televisió; el Consorci per a la Normalització Lingüística de 1989; o la Llei de Política Lingüística de 1998, que —entre otras medidas— extendía la presencia del catalán a los medios de comunicación privados, entendía que los topónimos oficiales son exclusivamente los catalanes y potenciaba que los nombres de los comercios estuvieran escritos en catalán. En paralelo se subrayó la idea de que existía un territorio históricamente determinado por la presencia de una lengua y unas instituciones, llamado “los Países Catalanes”, que —tal y como se ha visto en el programa del tiempo de TV3 durante más de treinta años— incluye la parte occidental de la Corona de Aragón. Es decir, al mismo tiempo que se legislaba en los límites reales de la comunidad autónoma de Cataluña, se insistía en la existencia de un territorio irreal, mítico, vinculado con una realidad medieval de la que se habían eliminado las posesiones del resto del Mediterráneo que no formaran parte modernamente de España. Las Islas Baleares sí son parte de Cataluña, pero no Nápoles o Sicilia. Algo similar ocurre con el sionismo: para los nacionalistas israelíes el territorio real del país es menos importante que el utópico, el Gran Israel.
Si bien la normalización lingüística era un acto de justicia, una acción necesaria, su extensión en el tiempo se ha vuelto incomprensible en términos racionales, fuera de la lógica del nacionalismo. El propio concepto implicaba términos: los propios de un proceso. En cuanto éste hubiera concluido, el sistema de inmersión debía ser reformulado en un nuevo contexto: el del catalán como lengua tan o más presente que el castellano en la vida íntima y profesional de los ciudadanos catalanes, con el inglés y otros idiomas como necesidades de inserción en el marco global. Ejemplo de ello puede ser el hecho de que el escritor Albert Sánchez Piñol escribiera la novela emblemática sobre la derrota de 1714, Victus, originalmente en castellano, y que su traducción al catalán fuera leída como literatura catalana. Porque así es Cataluña desde hace siglos: propia y oficialmente bilingüe. En el discurso de investidura del nuevo President Puigdemont la única referencia a la lengua catalana fue la defensa de su implantación en los organismos internacionales. Entiendo que eso significa que la normalización ha terminado. Tanto en el escenario de Catalunya como Estado independiente como en el de Cataluña como comunidad autónoma con un nuevo estatuto, es importante que se revise la relación oficial de los ciudadanos con sus lenguas.
Sin duda eso no le interesa al nacionalismo catalán, porque ese 48% aproximado actual de personas de acuerdo con la independencia no pasaba de un 39% en las décadas pasadas, y el incremento guarda relación directa con la paternidad de la segunda generación de hijos de inmigrantes andaluces, murcianos y extremeños. Toda mi generación está hablando con sus hijos en catalán. Eso es “lo normal”. De rebote, la generación de mis padres también ha comenzado a hablar en catalán, porque siente que así se comunica mejor con sus nietos, y porque no hay un discurso mediático e institucional que aliente el plurilingüismo. La membrana lingüística se ha convertido en una superestructura que traduce lo real. Que subraya la diferencia. Que favorece la polarización. Y que ha sido potenciada por Madrid. Porque la normalización lingüística ha sido paralela a una anti-normalización lingüística de España, que no incluyó en sus programas de estudios el resto de lenguas oficiales, instaurando el monopolio del castellano. De hecho, el auge del nacionalismo catalán sólo se puede entender por la incapacidad del PSOE para defender una España federal y plurinacional y por la mayoría absoluta del nacionalismo católico del Partido Popular al otro lado del Ebro.
Ha crecido aquí durante los últimos años la sensación de que en Madrid no se entiende ni se respeta la singularidad catalana. Gracias en parte a la membrana lingüística, esa incomprensión, esa falta de respeto, se percibe como violencia; mientras que el contrapeso catalán adquiere visos de legítima defensa, de alternativa justa, como si no estuviera revestida también de una violencia simbólica equivalente. Como escribió el poeta catalán en lengua castellana Jaime Gil de Biedma en su Diario en 1956: “Los españoles son gente invasora y no les importa o no se dan cuenta”. Hablaba también de sí mismo. Yo intento pensar, en la medida de lo posible, desde una cierta distancia crítica respecto a esas dos membranas lingüísticas que nos empantanan. Pero muchos de mis contemporáneos se han desconectado hace tiempo de una de ellas. O están en proceso de hacerlo. Y el referéndum sigue sin llegar. Y en esas estamos.
La membrana lingüística
Veamos, primero, quién es quién. Los dos diputados de la CUP que han dimitido tras el acuerdo con Junts pel Sí son Josep Manel Busqueta, autor de varios artículos y libros sobre política, y Julià de Jódar, uno de los grandes novelistas contemporáneos en lengua catalana. También los dos líderes de la formación durante los últimos años, Antonio Baños y David Fernández, son periodistas y autores de diversos libros. Por su parte, Carme Forcadell estudió periodismo y filosofía, estuvo vinculada con Òmnium Cultural y trabajó en las políticas de normalización lingüística; como presidenta de la Assemblea Nacional Catalana encontró una vía para saltar a la política formal, fue número 2 de la lista Junts pel Sí y preside el Parlament. También Raül Romeva, número 1 de esa misma lista, ha publicado varios ensayos de política internacional y tres novelas. El nuevo President de la Generalitat, finalmente, Carles Puigdemont, estudió filología catalana, aunque no llegó a licenciarse, y ejerció durante muchos años como periodista en el diario El Punt, antes de fundar la Agència Catalana de Notícies y Catalonia Today.
En 2013 citó en un discurso a otro periodista, Carles Rahola, fusilado en 1939 por Franco: “Los invasores serán expulsados de Cataluña, como lo fueron en Bélgica, y nuestra tierra volverá a ser, bajo la república, en la paz y en el trabajo, señora de sus libertades y sus destinos. ¡Viva Girona y viva Cataluña libre!”. La polémica sobre una de las oraciones de esa cita sacada de contexto (“Los invasores serán expulsados de Cataluña”) situó de pronto a Rahola en el centro simbólico de la reciente sesión de investidura. Ya había sido uno de los protagonistas, tres días antes, del acto “Justicia por los crímenes del franquismo”, que reunió a 1.500 personas frente a la prisión Modelo de Barcelona, impulsado por Òmnium Cultural, la misma institución que en Navidad publicó el tradicional calendario de costumbres y tradiciones catalanas y que cada diciembre organiza la Nit de Santa Llúcia, Festa de les Lletres Catalanes. Un periodista republicano, fusilado en 1939, de pronto se convierte en trending topic.
La idea que atraviesa este artículo se deduce de esos hechos: lo que está ocurriendo en Cataluña se debe sobre todo a un fenómeno lingüístico y literario. Un fenómeno que tiene que ver fundamentalmente con la palabra. No es de extrañar que sea así, pues los agentes principales de los procesos de independencia del siglo XIX fueron en muchos casos literatos, como lo fueron los ideólogos del romanticismo y del nacionalismo. Tras las décadas de Jordi Pujol (médico), Pasqual Maragall (economista), José Montilla (político profesional) y Artur Mas (economista), parece ser que ha llegado el momento de que en la política catalana de máximo nivel las ciencias dejen su lugar a las letras.
Quim Torra, presidente de Òmnium, ha contrapuesto en sus discursos a la “independencia” la “dependencia”, como si la “autonomía” ya no fuera una palabra pertinente para calificar la relación de Catalunya con España. La palabra “Estatut” ha desaparecido de la discusión, substituida por la palabra “referéndum”. El “Proceso”, la “desconexión”, los “unionistas” son otras voces que debería anotar y analizar cualquier nieto de Victor Klemperer que entienda que la filología es una herramienta para la independencia de juicio, no para la dependencia de las estructuras de poder. Mientras tanto la palabra que más veces pronunció Mariano Rajoy en su discurso de investidura de 2011 y en los del estado de la nación de 2014 y 2015 fue “España” (en este último mencionó dos veces a Cataluña y cinco a Ucrania). No es casual que la palabra “proceso” esté en el título del ensayo más incisivo que he leído sobre el catalanismo contemporáneo: El llarg procès. Cultura i política a la Catalunya contemporània (1937-2014), de Jordi Amat. Esta historia intelectual del consenso catalanista y socialdemócrata, tras la herida de 1939, explica cómo Pujol construyó un sólido discurso nacionalista, que encontró una única alternativa fértil en el cosmopolitismo barcelonés de Maragall y sus Juegos Olímpicos, que no consiguió imponerse. Tras el segundo gobierno socialista y con los sucesivos casos de corrupción en el horizonte, en 2007 Convergència i Unió encontró en “el derecho a decidir” un nuevo argumento, que derivaría en esta segunda década de siglo en el reclamo de la independencia, tras la explosión de la Asamblea y el resurgimiento de Òmnium, la sociedad civil y la red cultural.
Sostiene Amat que la gran operación del pujolismo fue la nacionalización de la ciudadanía. Ese otro proceso fue llevado a cabo mediante la normalización lingüística, una membrana que fue creciendo en tamaño hasta recubrir por completo la sociedad catalana. Su punto de partida era absolutamente justo y válido: tras la represión franquista, los catalanes tenían el derecho de recuperar una de sus dos lenguas propias. El problema es que no se enunciaba así esta idea, sino que se hacía en términos de “lengua propia” o “lengua del país”, el catalán, en oposición a “las dos lenguas oficiales”. Para ello se pusieron en marcha una serie de estrategias: la Llei de Normalització Lingüística de 1983, aprobada por todos los grupos parlamentarios y estricta contemporánea de la Corporació Catalana de Ràdio i Televisió; el Consorci per a la Normalització Lingüística de 1989; o la Llei de Política Lingüística de 1998, que —entre otras medidas— extendía la presencia del catalán a los medios de comunicación privados, entendía que los topónimos oficiales son exclusivamente los catalanes y potenciaba que los nombres de los comercios estuvieran escritos en catalán. En paralelo se subrayó la idea de que existía un territorio históricamente determinado por la presencia de una lengua y unas instituciones, llamado “los Países Catalanes”, que —tal y como se ha visto en el programa del tiempo de TV3 durante más de treinta años— incluye la parte occidental de la Corona de Aragón. Es decir, al mismo tiempo que se legislaba en los límites reales de la comunidad autónoma de Cataluña, se insistía en la existencia de un territorio irreal, mítico, vinculado con una realidad medieval de la que se habían eliminado las posesiones del resto del Mediterráneo que no formaran parte modernamente de España. Las Islas Baleares sí son parte de Cataluña, pero no Nápoles o Sicilia. Algo similar ocurre con el sionismo: para los nacionalistas israelíes el territorio real del país es menos importante que el utópico, el Gran Israel.
Si bien la normalización lingüística era un acto de justicia, una acción necesaria, su extensión en el tiempo se ha vuelto incomprensible en términos racionales, fuera de la lógica del nacionalismo. El propio concepto implicaba términos: los propios de un proceso. En cuanto éste hubiera concluido, el sistema de inmersión debía ser reformulado en un nuevo contexto: el del catalán como lengua tan o más presente que el castellano en la vida íntima y profesional de los ciudadanos catalanes, con el inglés y otros idiomas como necesidades de inserción en el marco global. Ejemplo de ello puede ser el hecho de que el escritor Albert Sánchez Piñol escribiera la novela emblemática sobre la derrota de 1714, Victus, originalmente en castellano, y que su traducción al catalán fuera leída como literatura catalana. Porque así es Cataluña desde hace siglos: propia y oficialmente bilingüe. En el discurso de investidura del nuevo President Puigdemont la única referencia a la lengua catalana fue la defensa de su implantación en los organismos internacionales. Entiendo que eso significa que la normalización ha terminado. Tanto en el escenario de Catalunya como Estado independiente como en el de Cataluña como comunidad autónoma con un nuevo estatuto, es importante que se revise la relación oficial de los ciudadanos con sus lenguas.
Sin duda eso no le interesa al nacionalismo catalán, porque ese 48% aproximado actual de personas de acuerdo con la independencia no pasaba de un 39% en las décadas pasadas, y el incremento guarda relación directa con la paternidad de la segunda generación de hijos de inmigrantes andaluces, murcianos y extremeños. Toda mi generación está hablando con sus hijos en catalán. Eso es “lo normal”. De rebote, la generación de mis padres también ha comenzado a hablar en catalán, porque siente que así se comunica mejor con sus nietos, y porque no hay un discurso mediático e institucional que aliente el plurilingüismo. La membrana lingüística se ha convertido en una superestructura que traduce lo real. Que subraya la diferencia. Que favorece la polarización. Y que ha sido potenciada por Madrid. Porque la normalización lingüística ha sido paralela a una anti-normalización lingüística de España, que no incluyó en sus programas de estudios el resto de lenguas oficiales, instaurando el monopolio del castellano. De hecho, el auge del nacionalismo catalán sólo se puede entender por la incapacidad del PSOE para defender una España federal y plurinacional y por la mayoría absoluta del nacionalismo católico del Partido Popular al otro lado del Ebro.
Ha crecido aquí durante los últimos años la sensación de que en Madrid no se entiende ni se respeta la singularidad catalana. Gracias en parte a la membrana lingüística, esa incomprensión, esa falta de respeto, se percibe como violencia; mientras que el contrapeso catalán adquiere visos de legítima defensa, de alternativa justa, como si no estuviera revestida también de una violencia simbólica equivalente. Como escribió el poeta catalán en lengua castellana Jaime Gil de Biedma en su Diario en 1956: “Los españoles son gente invasora y no les importa o no se dan cuenta”. Hablaba también de sí mismo. Yo intento pensar, en la medida de lo posible, desde una cierta distancia crítica respecto a esas dos membranas lingüísticas que nos empantanan. Pero muchos de mis contemporáneos se han desconectado hace tiempo de una de ellas. O están en proceso de hacerlo. Y el referéndum sigue sin llegar. Y en esas estamos.