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La falacia de lo humano
Una lectura de ‘Stalker, pícnic extraterrestre’
Adquirí en la Feria del Libro de Madrid Pícnic extraterrestre, novela conocida popularmente con el nombre de Stalker, escrita por los hermanos Borís (1931-2012) y Arkadi (1925-1991) Strugatski, publicada en la antigua URSS en 1972 y recién reeditada en español. La novela llevaba años fuera de circulación, solo se podía encontrar en castellano si uno acechaba la segunda mano y las librerías de viejo virtuales. En cierta medida, la Feria resulta algo parecido a la Zona en Stalker: puedes salir de allí con una baratija maravillosa (tal vez incomprensible), o adquirir algún libro del que te han hablado muy bien pero del que vas a dar un uso bien distinto al que se le atribuye, como es el del noble arte de calzar los muebles cojos.
Stalker es muy conocida entre los cinéfilos debido a la adaptación homónima que el director ruso Andrei Tarkovsky realizó en 1979. Pero, al igual que Blade Runner, poco tiene que ver con el libro original. No sé ni si quiera si podría decirse que mantienen parecidos de familia. A pesar de que en los créditos de la película el guión está firmado por los hermanos Strugatski, poco o nada influyeron en las decisiones de Tarkovsky. Tanto da. La película es maravillosa y Boris Strugatski nunca se cansó de decirlo. Pero si Stalker de Tarkovsky busca la trascendencia, el enfrentamiento entre arte, ciencia y fe, Pícnic Extraterrestre trata los límites de nuestra imaginación y la búsqueda de la dignidad en un mundo indigno.
La trama de Pícnic Extraterrestre es sencilla. Lo que parece ser una raza alienígena realiza una visitación en puntos aleatorios de la Tierra. Nadie logra ver a estos seres, pero cada persona que trata de acercarse allá donde estuvieron encuentran un lugar repleto de trampas mortales. Esta situación obliga al éxodo. El ejercito, impotente ante lo desconocido, decide aislar estos lugares, que se denominan en el argot local como la Zona. Semanas después de que se cierre la Zona (hablaré en singular, pero la novela especifica que existen varias zonas) desaparece la supuesta presencia alien. Allí solo quedan los restos de su paso: artefactos incomprensibles que nadie es capaz de averiguar para qué sirven pero que son codiciados tanto por la ciencia como por un mercado negro que se organiza en torno a la Zona. Los stalkers son las personas que han profesionalizado el internarse en la Zona para rescatar los despojos alienígenas. Una actividad que la mayor parte de las veces resulta mortal. Para ellos el riesgo merece la pena por la sumas de dinero exorbitadas que se pagan por las baratijas. La basura extraterrestre es el maná del pobre.
Cabe aclarar que no estamos ante una novela sobre primeros encuentros, ni tampoco ante una historia postapocalíptica. Si las novelas de primeros encuentros ahora están bastante pasadas de moda, el que tampoco corresponda al segundo arquetipo lleva a pensar en que Pícnic Extraterrestre es, sobre todo, una novela de poco interés para el lector del siglo XXI, posiblemente más interesado en las actuales formas de representar un apocalipsis inminente, como sería el caso de La Carretera de Cormac Mccarthy. Pero algo más de cuarenta años después de que se escribiese, Stalker aguanta el pulso de lo actual por lo sugerente de su propuesta y las meritorias y geniales pinceladas que los Strugatski supieron dejarnos.
Esta edición de Gigamesh incluye un postfacio escrito por Boris Strugatski en donde explica todas las dificultades que tuvieron para publicar la novela. De las palabras de Boris se infiere rabia y desconcierto ante tanta injustificada reticencia sobre la publicación de la novela (tardaron ocho años en que se les concediera el permiso) cuando ésta no atentaba contra la ideología imperante en la URSS. Es más, pese a que Pícnic extraterrestre esté bastante lejos del panfleto (afortunadamente) a nadie se le escapa la crítica al modo de vida burgués y al capitalismo en un sentido que asemeja a Madre Coraje de Bertold Brecht, salvando mucho las distancias.
La gente que decide vivir en el pueblo que rodea la Zona se convierten en seres detestables conforme entran y salen de este lugar prohibido; consiguen considerables sumas de dinero vendiendo los artefactos a científicos y mafiosos. Mientras que para Tarkovsky la Zona es un lugar de esperanza, en Stalker, Pícnic Extraterrestre ésta es un sumidero de caos y de oportunidades de negocio basados en la muerte. La codicia provoca que la Zona sea un picadero de carne de jóvenes en busca de una oportunidad en la vida; no solo para salir de la miseria, sino para adquirir el modo de vida estereotipado del capitalista: el dominio a través del poder económico establecido mediante redes clientelares de intermediación entre compra y venta de materiales, además de la explotación de otros stalkers para beneficio propio. En ese sentido, Stalker puede leerse como algo recién escrito: entre el personaje del ex stalker el Buitre y las aves de rapiña que han hecho de Valencia su cortijo, las diferencias son escasas. Además, la traducción de Raquel Marqués es fresca y conserva ese hablar cotidiano que fue la intención principal de los Strugatski. Mención especial merece el uso de la jerga que los stalkers utilizan para referirse a los objetos y peligros de la zona: desde los “tolchocos”, “cancrillos”, “quijoteras” y “crobo rojo rojo” de La Naranja Mecánica, no había disfrutado de palabras tan sugerentes para describir objetos inimaginables. Así el lector se encontrará con adorables expresiones como “gelatina de bruja”, “asís”, “vacío”, “claro de mosquitos”, “picazones” o “La Bola Dorada”, el objeto que todos piensan que cumple tus deseos más inescrutables.
Los límites de la comprensión del ser humano
Así como en Solaris de Stanislav Lem, los científicos son incapaces de entender cómo el planeta que tratan de estudiar se resiste a nuestras habilidades, en Stalker nadie comprende qué demonios vinieron a hacer los extraterrestres a la Zona. Se barajan a lo largo del texto alguna hipótesis: una invasión encubierta –los que entran en la Zona sufren mutaciones ligeras que trasmiten a sus hijos–; un primer contacto fallido en el que los aliens fueron incapaces de comunicarse con los humanos; que los extraterrestres nos están dando una lección con sus objetos para que podamos dar un salto cualitativo en nuestra evolución, etc. La más interesante es la que da nombre al libro: los extraterrestres estaban de paso y la Zona es simplemente un lugar donde montaron un pícnic. Los restos que abandonaron son las bolsas de basura, ganchitos, chapas de botellas, teléfonos móviles, carteras, cerillas, horquillas para el pelo, condones y demás que los extraterrestres no se molestaron en recoger al irse. Como sucedería con un grupo de jóvenes que terminan el botellón y están tan borrachos que olvidan que han dejado todo el parque lleno de porquería. La diferencia entre ellos y la muchachada es que nosotros sabemos qué clase de objetos son esa basura humana y el uso estándar que tiene, mientras que en la Zona todo es misterioso y altamente peligroso. Basura incomprensible para nuestra inteligencia, incapaces como somos de aprehender aquellos fenómenos ajenos a este mundo creado a imagen y semejanza de nuestra limitada humanidad.
Entre las propuestas que el filósofo de la mente James J. Gibson hizo en 1979 cuando abordó las relaciones entre mundo, percepción y cognición encontramos la idea de permisibilidad (affordance). La idea, en resumen, asegura que los seres vivos detectamos permisibilidades en el entorno, que los objetos con los que topamos siempre acaban por ofrecernos algo que pudiéramos hacer con ellos. Así un árbol es trepable, un botón pulsable, una taza agarrable. No es solo una cuestión del diseño del artefacto (aunque hay algo de eso) sino que, de alguna manera, esas permisibilidades están ahí, no intrínsecamente en el objeto, sino a merced de nuestra capacidad para intervenir en el mundo. El diseño nos facilitaría esta capacidad.
Esto no implica necesariamente que el uso o la permisibilidad se ajuste de una forma eficaz a un supuesto estándar objetivo entre medios y fines: puedo agarrar erróneamente un martillo por el extremo contrario; pero parece que no comentemos errores masivos como agarrar un libro y comérnoslo (aunque es cierto que en nuestro primeros años, durante una de las fases del crecimiento, exploramos la realidad utilizando la boca).
El desafío de Stalker apunta directo a los límites de estas permisibilidades. Es decir, a la incapacidad de ir más allá de nuestra propia condición humana, a la imposibilidad de ser otra cosa distinta de lo que somos. En la novela el personaje de Valentine, ganador de un premio Nobel, responde por este asunto considerándolo una falacia fundacional. Valentine remarca los límites de nuestra comprensión y la trampa lógica al ser preguntado sobre cómo se explica la Visitación de los extraterrestres:
“—Se lo diré. Pero le advierto que su pregunta cae en el campo de la pseudociencia llamada xenología (…) un híbrido entre la ciencia ficción y la lógica formal. Su metodología se basa en la aceptación de una falacia: la asunción de que la psicología humana puede aplicarse a una inteligencia extraterrestre.
—¿Por qué es una falacia?
—Pues porque los biólogos ya se pillaron los dedos hace tiempo cuando intentaron aplicar la psicología humana a los animales. Y eran terrestres.”
Pero en Skalter, pícnic extraterrestre el problema no es solo de comprensión de mentes no humanas, sino de los artefactos que estos seres producen, o más concretamente, de los restos de los artefactos de una parada que estos seres hicieron en su camino a Dios sabe dónde. Así como parte de la humanidad confía en la novela en que la Zona provee, otros creen que es mejor respetarla y dejar todo artefacto dentro por el peligro que supone no saber cuál es su verdadero uso y la imposibilidad de averiguarlo. Aquí reside la fuerza de esta novela: en mostrar estas dos maneras de enfrentarse a lo desconocido. Los hermanos Strugatski tienen el mérito de situar al lector entre la incansable curiosidad (que es aprovechada, en este caso, por una red de negocio neocapitalista) y los límites de nuestra imaginación, biología y capacidades de aprehensión del entorno para comprender y utilizar materiales diseñados por seres diferentes a nosotros.
Un mundo mejor
La novela deja esa imagen bella y sugerente que supo ilustrar Tarkovsky: la de los stalkers internándose en un espacio que se supone era de nuestra propiedad y que perdimos. Lugares que carecen de significado, que atentan contra las leyes de la termodinámica. El retorno de la naturaleza como espacio indómito, desconocido e impredecible. Pero también nos deja un poso de extraña esperanza. Los actos bizarros de estos stalkers, que parecen que solo buscan su propio beneficio, se tornan extrañamente altruistas. Cuando todo parece perdido, surge en el fondo de los corazones de estos seres sus deseos más ocultos, el deseo de un mundo mejor y más feliz para todos.
Las críticas de Pícnic extraterrestre al modo de vida burgués siguen siendo pertinentes. Los terrenos baldíos en que se han convertido nuestros lugares nos han trasformado en exiliados forzosos. El hogar es ahora un sitio inhóspito, repleto de trampas, muchas de ellas mortales. La fuerza del stalker radica en la valentía para afrontar esos territorios perdidos al internarse en ellos, pero su responsabilidad es la de elegir ser un explorador o un expoliador a cargo del poderoso. Si elige la exploración, su tarea será la de recuperar el terreno, pero no en el sentido de (re)conquista, sino en el de forzar otros usos posibles, tal vez insospechados, de un sistema caótico e irrespetuoso. Pienso en cómo en ciertos sectores políticos actuales el objetivo no es el de reconquistar la democracia, o si se prefiere, apropiarse de un único uso del término, sino, precisamente, negociar con los que creen tener derecho sobre esa Zona; encontrar el punto de diálogo con ellos, presionar sus intereses, para tratar de que se enriquezca la vida de todos. A veces, el diálogo está lejos de lo posible, debido al abismo de incomprensión entre las partes. Por eso, tal vez, no necesitemos nuevos héroes, sino más stalkers dispuestos a arriesgarse, que busquen el significado de eso que antes era de todos y ahora solo tiene sentido para algunos.
En eso pienso al acabar la novela; pero no me hagan mucho caso, a lo mejor, quién sabe, el marciano soy yo, y poco tengo entonces que decir sobre la falacia de lo humano. Sin embargo, lo que sí tengo claro es que cerca de mi Zona hubo una buena fiesta, un pícnic de mil diablos, y muchos como yo no fuimos invitados.
Imágenes de la película Stalker (1979) de Andrei Tarkovsky.
Stalker. Pícnic extraterrestre, de Arkadi y Boris Strugatski, ha sido publicado por la editorial barcelonesa Gigamesh.
La falacia de lo humano
Adquirí en la Feria del Libro de Madrid Pícnic extraterrestre, novela conocida popularmente con el nombre de Stalker, escrita por los hermanos Borís (1931-2012) y Arkadi (1925-1991) Strugatski, publicada en la antigua URSS en 1972 y recién reeditada en español. La novela llevaba años fuera de circulación, solo se podía encontrar en castellano si uno acechaba la segunda mano y las librerías de viejo virtuales. En cierta medida, la Feria resulta algo parecido a la Zona en Stalker: puedes salir de allí con una baratija maravillosa (tal vez incomprensible), o adquirir algún libro del que te han hablado muy bien pero del que vas a dar un uso bien distinto al que se le atribuye, como es el del noble arte de calzar los muebles cojos.
Stalker es muy conocida entre los cinéfilos debido a la adaptación homónima que el director ruso Andrei Tarkovsky realizó en 1979. Pero, al igual que Blade Runner, poco tiene que ver con el libro original. No sé ni si quiera si podría decirse que mantienen parecidos de familia. A pesar de que en los créditos de la película el guión está firmado por los hermanos Strugatski, poco o nada influyeron en las decisiones de Tarkovsky. Tanto da. La película es maravillosa y Boris Strugatski nunca se cansó de decirlo. Pero si Stalker de Tarkovsky busca la trascendencia, el enfrentamiento entre arte, ciencia y fe, Pícnic Extraterrestre trata los límites de nuestra imaginación y la búsqueda de la dignidad en un mundo indigno.
La trama de Pícnic Extraterrestre es sencilla. Lo que parece ser una raza alienígena realiza una visitación en puntos aleatorios de la Tierra. Nadie logra ver a estos seres, pero cada persona que trata de acercarse allá donde estuvieron encuentran un lugar repleto de trampas mortales. Esta situación obliga al éxodo. El ejercito, impotente ante lo desconocido, decide aislar estos lugares, que se denominan en el argot local como la Zona. Semanas después de que se cierre la Zona (hablaré en singular, pero la novela especifica que existen varias zonas) desaparece la supuesta presencia alien. Allí solo quedan los restos de su paso: artefactos incomprensibles que nadie es capaz de averiguar para qué sirven pero que son codiciados tanto por la ciencia como por un mercado negro que se organiza en torno a la Zona. Los stalkers son las personas que han profesionalizado el internarse en la Zona para rescatar los despojos alienígenas. Una actividad que la mayor parte de las veces resulta mortal. Para ellos el riesgo merece la pena por la sumas de dinero exorbitadas que se pagan por las baratijas. La basura extraterrestre es el maná del pobre.
Cabe aclarar que no estamos ante una novela sobre primeros encuentros, ni tampoco ante una historia postapocalíptica. Si las novelas de primeros encuentros ahora están bastante pasadas de moda, el que tampoco corresponda al segundo arquetipo lleva a pensar en que Pícnic Extraterrestre es, sobre todo, una novela de poco interés para el lector del siglo XXI, posiblemente más interesado en las actuales formas de representar un apocalipsis inminente, como sería el caso de La Carretera de Cormac Mccarthy. Pero algo más de cuarenta años después de que se escribiese, Stalker aguanta el pulso de lo actual por lo sugerente de su propuesta y las meritorias y geniales pinceladas que los Strugatski supieron dejarnos.
Esta edición de Gigamesh incluye un postfacio escrito por Boris Strugatski en donde explica todas las dificultades que tuvieron para publicar la novela. De las palabras de Boris se infiere rabia y desconcierto ante tanta injustificada reticencia sobre la publicación de la novela (tardaron ocho años en que se les concediera el permiso) cuando ésta no atentaba contra la ideología imperante en la URSS. Es más, pese a que Pícnic extraterrestre esté bastante lejos del panfleto (afortunadamente) a nadie se le escapa la crítica al modo de vida burgués y al capitalismo en un sentido que asemeja a Madre Coraje de Bertold Brecht, salvando mucho las distancias.
La gente que decide vivir en el pueblo que rodea la Zona se convierten en seres detestables conforme entran y salen de este lugar prohibido; consiguen considerables sumas de dinero vendiendo los artefactos a científicos y mafiosos. Mientras que para Tarkovsky la Zona es un lugar de esperanza, en Stalker, Pícnic Extraterrestre ésta es un sumidero de caos y de oportunidades de negocio basados en la muerte. La codicia provoca que la Zona sea un picadero de carne de jóvenes en busca de una oportunidad en la vida; no solo para salir de la miseria, sino para adquirir el modo de vida estereotipado del capitalista: el dominio a través del poder económico establecido mediante redes clientelares de intermediación entre compra y venta de materiales, además de la explotación de otros stalkers para beneficio propio. En ese sentido, Stalker puede leerse como algo recién escrito: entre el personaje del ex stalker el Buitre y las aves de rapiña que han hecho de Valencia su cortijo, las diferencias son escasas. Además, la traducción de Raquel Marqués es fresca y conserva ese hablar cotidiano que fue la intención principal de los Strugatski. Mención especial merece el uso de la jerga que los stalkers utilizan para referirse a los objetos y peligros de la zona: desde los “tolchocos”, “cancrillos”, “quijoteras” y “crobo rojo rojo” de La Naranja Mecánica, no había disfrutado de palabras tan sugerentes para describir objetos inimaginables. Así el lector se encontrará con adorables expresiones como “gelatina de bruja”, “asís”, “vacío”, “claro de mosquitos”, “picazones” o “La Bola Dorada”, el objeto que todos piensan que cumple tus deseos más inescrutables.
Los límites de la comprensión del ser humano
Así como en Solaris de Stanislav Lem, los científicos son incapaces de entender cómo el planeta que tratan de estudiar se resiste a nuestras habilidades, en Stalker nadie comprende qué demonios vinieron a hacer los extraterrestres a la Zona. Se barajan a lo largo del texto alguna hipótesis: una invasión encubierta –los que entran en la Zona sufren mutaciones ligeras que trasmiten a sus hijos–; un primer contacto fallido en el que los aliens fueron incapaces de comunicarse con los humanos; que los extraterrestres nos están dando una lección con sus objetos para que podamos dar un salto cualitativo en nuestra evolución, etc. La más interesante es la que da nombre al libro: los extraterrestres estaban de paso y la Zona es simplemente un lugar donde montaron un pícnic. Los restos que abandonaron son las bolsas de basura, ganchitos, chapas de botellas, teléfonos móviles, carteras, cerillas, horquillas para el pelo, condones y demás que los extraterrestres no se molestaron en recoger al irse. Como sucedería con un grupo de jóvenes que terminan el botellón y están tan borrachos que olvidan que han dejado todo el parque lleno de porquería. La diferencia entre ellos y la muchachada es que nosotros sabemos qué clase de objetos son esa basura humana y el uso estándar que tiene, mientras que en la Zona todo es misterioso y altamente peligroso. Basura incomprensible para nuestra inteligencia, incapaces como somos de aprehender aquellos fenómenos ajenos a este mundo creado a imagen y semejanza de nuestra limitada humanidad.
Entre las propuestas que el filósofo de la mente James J. Gibson hizo en 1979 cuando abordó las relaciones entre mundo, percepción y cognición encontramos la idea de permisibilidad (affordance). La idea, en resumen, asegura que los seres vivos detectamos permisibilidades en el entorno, que los objetos con los que topamos siempre acaban por ofrecernos algo que pudiéramos hacer con ellos. Así un árbol es trepable, un botón pulsable, una taza agarrable. No es solo una cuestión del diseño del artefacto (aunque hay algo de eso) sino que, de alguna manera, esas permisibilidades están ahí, no intrínsecamente en el objeto, sino a merced de nuestra capacidad para intervenir en el mundo. El diseño nos facilitaría esta capacidad.
Esto no implica necesariamente que el uso o la permisibilidad se ajuste de una forma eficaz a un supuesto estándar objetivo entre medios y fines: puedo agarrar erróneamente un martillo por el extremo contrario; pero parece que no comentemos errores masivos como agarrar un libro y comérnoslo (aunque es cierto que en nuestro primeros años, durante una de las fases del crecimiento, exploramos la realidad utilizando la boca).
El desafío de Stalker apunta directo a los límites de estas permisibilidades. Es decir, a la incapacidad de ir más allá de nuestra propia condición humana, a la imposibilidad de ser otra cosa distinta de lo que somos. En la novela el personaje de Valentine, ganador de un premio Nobel, responde por este asunto considerándolo una falacia fundacional. Valentine remarca los límites de nuestra comprensión y la trampa lógica al ser preguntado sobre cómo se explica la Visitación de los extraterrestres:
“—Se lo diré. Pero le advierto que su pregunta cae en el campo de la pseudociencia llamada xenología (…) un híbrido entre la ciencia ficción y la lógica formal. Su metodología se basa en la aceptación de una falacia: la asunción de que la psicología humana puede aplicarse a una inteligencia extraterrestre.
—¿Por qué es una falacia?
—Pues porque los biólogos ya se pillaron los dedos hace tiempo cuando intentaron aplicar la psicología humana a los animales. Y eran terrestres.”
Pero en Skalter, pícnic extraterrestre el problema no es solo de comprensión de mentes no humanas, sino de los artefactos que estos seres producen, o más concretamente, de los restos de los artefactos de una parada que estos seres hicieron en su camino a Dios sabe dónde. Así como parte de la humanidad confía en la novela en que la Zona provee, otros creen que es mejor respetarla y dejar todo artefacto dentro por el peligro que supone no saber cuál es su verdadero uso y la imposibilidad de averiguarlo. Aquí reside la fuerza de esta novela: en mostrar estas dos maneras de enfrentarse a lo desconocido. Los hermanos Strugatski tienen el mérito de situar al lector entre la incansable curiosidad (que es aprovechada, en este caso, por una red de negocio neocapitalista) y los límites de nuestra imaginación, biología y capacidades de aprehensión del entorno para comprender y utilizar materiales diseñados por seres diferentes a nosotros.
Un mundo mejor
La novela deja esa imagen bella y sugerente que supo ilustrar Tarkovsky: la de los stalkers internándose en un espacio que se supone era de nuestra propiedad y que perdimos. Lugares que carecen de significado, que atentan contra las leyes de la termodinámica. El retorno de la naturaleza como espacio indómito, desconocido e impredecible. Pero también nos deja un poso de extraña esperanza. Los actos bizarros de estos stalkers, que parecen que solo buscan su propio beneficio, se tornan extrañamente altruistas. Cuando todo parece perdido, surge en el fondo de los corazones de estos seres sus deseos más ocultos, el deseo de un mundo mejor y más feliz para todos.
Las críticas de Pícnic extraterrestre al modo de vida burgués siguen siendo pertinentes. Los terrenos baldíos en que se han convertido nuestros lugares nos han trasformado en exiliados forzosos. El hogar es ahora un sitio inhóspito, repleto de trampas, muchas de ellas mortales. La fuerza del stalker radica en la valentía para afrontar esos territorios perdidos al internarse en ellos, pero su responsabilidad es la de elegir ser un explorador o un expoliador a cargo del poderoso. Si elige la exploración, su tarea será la de recuperar el terreno, pero no en el sentido de (re)conquista, sino en el de forzar otros usos posibles, tal vez insospechados, de un sistema caótico e irrespetuoso. Pienso en cómo en ciertos sectores políticos actuales el objetivo no es el de reconquistar la democracia, o si se prefiere, apropiarse de un único uso del término, sino, precisamente, negociar con los que creen tener derecho sobre esa Zona; encontrar el punto de diálogo con ellos, presionar sus intereses, para tratar de que se enriquezca la vida de todos. A veces, el diálogo está lejos de lo posible, debido al abismo de incomprensión entre las partes. Por eso, tal vez, no necesitemos nuevos héroes, sino más stalkers dispuestos a arriesgarse, que busquen el significado de eso que antes era de todos y ahora solo tiene sentido para algunos.
En eso pienso al acabar la novela; pero no me hagan mucho caso, a lo mejor, quién sabe, el marciano soy yo, y poco tengo entonces que decir sobre la falacia de lo humano. Sin embargo, lo que sí tengo claro es que cerca de mi Zona hubo una buena fiesta, un pícnic de mil diablos, y muchos como yo no fuimos invitados.
Imágenes de la película Stalker (1979) de Andrei Tarkovsky.
Stalker. Pícnic extraterrestre, de Arkadi y Boris Strugatski, ha sido publicado por la editorial barcelonesa Gigamesh.