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La Dama de las Abejas
Una conversación con Sue Hubbell
Casi al final del libro Un año en los bosques, donde ofrece el registro de su vida en los Ozarks, Sue Hubbell advierte que “cuando una persona tiene una fuente regular de ingresos, sus errores pueden amargarle la vida, pero no amenazan su supervivencia. Aquí, donde el dinero escasea, cada decisión es importante, no hay cabida para los errores”.
La edición americana original lleva por subtítulo Living the Questions. ¿No es acaso el impulso de enfrentar los asuntos primordiales de la vida de manera inmediata lo que alienta en tantos urbanitas del siglo XXI el deseo de retirarse a los bosques? ¿No estamos entonces deseando tener misiones auténticas, en las que podamos medirnos de verdad, donde no haya cabida para los errores?
Ese era desde luego el impulso confeso de Thoreau cuando emprendió su retiro a los bosques de Walden gracias al cual pudo escribir el libro crucial de la “nature writing”, árbol del que este libro por primera vez traducido en España es una rama más. Sue Hubbell, su autora, no demostró especial interés por Thoreau en la entrevista que le he hecho y que viene a continuación, lo que podría tomarse como una prueba de lo profundamente arraigado que está en todo norteamericano el gen de dejarlo todo y largarse al monte. ¿Por qué necesitaría nadie leer a Thoreau para desear irse al campo? (y esto habría satisfecho a Thoreau o Walt Whitman: “qué superficial es sentarte a escribir cuando aún no te has levantado para vivir”; “saltad de vuestros asientos ¡y luchad por vuestras vidas!”).
Hacia mitad de los setenta, la bióloga Sue Hubbell tenía unos cuarenta años. Involucrados desde la década anterior en las causas sociales del momento, ella y Paul, su marido tenían buenos trabajos y perspectivas de desarrollo. Sin embargo, decidieron abandonar la universidad y retirarse al campo. Dieron con un terreno bastante salvaje entre Misuri, Kansas, Oklahoma y Arkansas. Cuenta en el libro que cuando lo vio por primera vez, se le saltaron las lágrimas de la emoción. Podemos ver en el mapa que no muy lejos, si medimos las distancias con la escala estadounidense, siempre king-size, se encuentra el Parque Nacional Mark Twain: ¡qué país de aventuras! Al poco de llegar, el marido de Sue abandonó el nuevo plan y ella tuvo que acostumbrarse sola a una vida totalmente diferente de la que había llevado hasta el momento. Un año en los bosques es el registro de esa época.
Hubbell eligió como actividad la producción de miel: “A pesar de nuestras diferencias [las arañas tejedoras y yo] compartimos algo importante: ambas somos apicultoras; ambas nos ganamos la vida con las abejas. Mi método, en comparación con el suyo, parece excesivamente complicado: yo mimo a las abejas durante todo el año, extraigo la miel sobrante, la proceso, la embotello, la llevo en mi camioneta a Nueva York y se la vendo a Bloomingdale’s; luego uso el cheque para lo que necesito. Ella se limita a comer abejas”. Este extracto da una idea del tono del libro, en el que la autora va contando sus pequeñas aventuras cotidianas con las abejas, las orugas, las inclemencias del tiempo, el deterioro de su cabaña, los ciervos, los coyotes, las zarigüeyas, los azulillos y con otros seres que también llevan mucho tiempo habitando esas tierras: sus vecinos (que fueron quienes le dieron el envidiable título de Dama de las Abejas). A cada una de las criaturas que va encontrando, Hubbell le dedica unas líneas, un momento de reflexión en el que no se permite imponer sus conclusiones o moralejas, sino que deja que las cosas se expliquen a sí mismas, lo que no sólo parece una actitud muy científica sino también muy oriental, algo acorde con la estructura del libro, organizado de manera circular, como el ciclo de las estaciones.
Leí el libro porque quería saber cómo aprende una mujer en la mitad de su vida a vivir sola y desde cero, en territorio hostil. Afortunadamente, no lo dice. Cuenta cómo debes aplicarte voluntariamente el veneno de las abejas para inmunizarte; que las arañas cambian de exoesqueleto entre dos y veinte veces antes de alcanzar su tamaño final; que los sexadores de pollos a veces se equivocan; que por mucho que calcules desde dónde atacar el tronco, es imprevisible hacia dónde va a caer el árbol que estás talando y que los avispones cariblancos sólo pueden alimentarse de líquidos debido a la estructura de sus bocas. Lo que, por supuesto, es mucho más interesante.
¿Sigue viviendo en los Ozarks? ¿Qué le ha pasado desde la publicación original de Un año en los bosques (1983)?
No, ya no estoy en los Ozarks. Ahora vivo en el Maine rural, en la costa atlántica, al lado de un pueblo cuya ocupación principal es la pesca de la langosta. Encuentro interesante lo similares que son mis vecinos actuales a los ozarkers: gente práctica que depende de los cambios del tiempo y del entorno (y de su duro trabajo) para ganarse la vida. Ha habido muchos cambios en mi vida desde que vivía en Misuri. Allí pasé 20 años, y luego me volví a casar –con un antiguo amigo de la universidad– y me trasladé a Washington D.C., porque él trabajaba en asuntos de inmigración y derechos humanos. Vendí la granja al Estado de Misuri, que la mantuvo como área protegida bajo el programa Forever Wild Conservation. Derribaron las construcciones y permitieron que los árboles crecieran a su aire. Así que ha vuelto a su estado de hábitat silvestre, cosa que me encanta. Ya en Washington, comencé a escribir para varias revistas y publiqué algunos libros, enfocándome sobre todo en la historia natural. Fue muy interesante, porque aprendí mucho de los científicos a los que entrevisté. Mi marido murió hace unos años, así que estoy sola otra vez. Tengo 81 años.
Cuenta en el libro que, por temporadas, el trabajo con las abejas le llevaba unas diez o doce horas de trabajo diarias, que a menudo se quedaba aislada por la nieve, que tuvo que aprender a manejar una sierra eléctrica para hacer acopio de leña, que levantó usted misma el tejado con tejas fabricadas a manos, que cuando recorría el país para vender la miel solía dormir en la cabina de la camioneta para ahorrar… ¿Cómo ha influido una vida tan exigente y dura en su escritura, en toda su carrera literaria?
Parte de esta pregunta queda contestada arriba, pero en la pregunta se sugiere si la experiencia en los Ozarks cambió mi vida de una manera significativa. Puede sonar raro, pero no creo que lo fuera así. A lo largo de mi vida, siempre he disfrutado de emprender cosas nuevas y averiguar qué es lo que hace falta para seguir haciéndolo.
El libro se publicó originalmente en los años 80, y ya recoge las crecientes dificultades que experimentaban los apicultores independientes para ganarse la vida con la miel, debido a la expansión de los mercados nacionales. ¿Cómo se ha desarrollado esta tendencia? ¿Se han perdido formas de vida en el proceso? Además, últimamente leemos muchos sobre la preocupante disminución de la población de abejas y sus comportamientos erráticos. No se sabe a qué se debe ni qué consecuencias puede tener. ¿Qué opina de esto?
Ya no puedo ofrecer una experiencia directa, pero a juzgar por lo que leo y oigo por ahí, en los Estados Unidos tanto las abejas como los apicultores sufren cada vez más problemas. En parte se debe a que la miel importada resulta más barata, así que a los apicultores nacionales les cuesta más vender la miel. Pero también se debe a que el trabajo de polinización exige que los apicultores transporten en camiones, de un sitio a otro, las colmenas, lo que genera bastante estrés a las abejas, y a que los criadores han desarrollado genéticamente abejas más “productivas” –he aquí otra fuente de estrés–, por lo que las abejas son más sensibles a las enfermedades que antes.
¿Cree que los gobiernos tienen un interés genuino en cuidar del medio ambiente? ¿Están fallando en algo los organismos internacionales?
No me gusta pensar en “el gobierno” como en un monolito. Está claro que todos los gobiernos tienen interés en proteger el planeta en el que vivimos, pero existe un conflicto muy acusado entre un plan de conservación a largo plazo de nuestro hábitat y el deseo de amasar cuanto dinero sea posible, lo más rápido posible. Lamentablemente, esto altera los procesos políticos con toda clase de procedimientos y leyes nuevas adecuadas a esos intereses.
¿Qué opina del movimiento por los derechos de los animales? ¿Lo considera una tendencia más bien urbana? ¿Cómo se percibe cuando se lleva una vida rural tradicional?
“Los derechos de los animales”: esto es muy teórico. No hay muchos humanos que sean vegetarianos, y los residentes de las ciudades, cuando cazan, lo suelen hacer por “deporte”. No conozco ninguna zona urbana en la que los perros puedan ir sin correa, ni siquiera en el pueblo donde vivo, que tiene una población de 1.300 habitantes. Ni siquiera aquí puedo llevar sin correa a mi Labrador retriever, que no puede ser más manso y cariñoso, a la oficina de correos, porque el servicio postal de los Estados Unidos no permite que los perros entren en las oficinas. La gente en el campo caza ciervos y otras “presas” para tener comida en el invierno, y cría animales para el matadero. Pero al menos esos ganaderos, al igual que los que cultivan forraje, o mis amigos los pescadores de langosta, los que cazan o pescan a esas criaturas para luego venderlas como alimento, desean sinceramente que sus vacas, sus cerdos, sus pollos, sus langostas, sus almejas, sus vieiras, estén sanos y reciban un buen trato mientras dure su vida. Toda esa gente está comprometida en buen mantenimiento del entorno.
Cada vez hay más gente que fantasea con la idea de volver a una vida sencilla, como hizo usted en los setenta. ¿Por qué cree que está pasando esto? ¿Son conscientes de a lo que se enfrentarían?
Acaban de irse unos amigos suizos que habían venido a visitarme, y les he contado las preguntas que me han hecho los medios españoles. Me han dicho que en España existe un interés creciente en el movimiento de vuelta al campo. No conozco en detalle lo que está pasando, pero aquí, en los sesenta y setenta, entre mis conocidos había un enorme descontento con la Guerra del Vietnam y la aparente impotencia de la gente por hacer algo al respecto (mi marido y yo asesorábamos a insumisos, y al menos pudimos salvar de morir en aquella guerra a algunos estudiantes de las universidades donde trabajábamos). Nuestros infructuosos esfuerzos por cambiar el mundo según nuestra forma de pensar, a la inexperta edad de cuarenta años, fueron los que nos llevaron a mudarnos a Misuri y reciclarnos como apicultores. Tampoco es que el mundo cambiase por eso, pero al menos nos lo pasamos bien. A mis 81 años, ya me he convencido de que la gente cree que existen soluciones sencillas, instantáneas y mágicas. Yo no lo creo. La vida se parece un poco a la climatología. Tienes que tomártela como viene y tratar de resolver los problemas que nos plantea.
Llevaba una vida “normal” en una ciudad, y decidió dejarla. ¿Cuánto tarda una persona en acostumbrarse a la vida del campo? ¿Qué debe saber, u olvidar? ¿Es más difícil para las mujeres que para los hombres?
Cuando nos casamos, mi primer marido y yo vivíamos en ciudades. Primero Los Angeles, luego El Paso, Texas. Ahí teníamos trabajo. Pero al poco nos mudamos al Este por otro trabajo suyo (era ingeniero) y aunque los dos trabajábamos en el centro de las ciudades, normalmente nos gustaba instalarnos fuera, en zonas tan rurarles como nos fuera posible. Por eso, no resultó demasiado difícil mudarnos a Misuri. Después del divorcio tuve que aprender a hacer algunas cosas, claro. Por ejemplo, a usar la sierra eléctrica y a arreglar la furgoneta, pero la apicultura había sido una novedad para los dos y habíamos aprendido juntos: yo me limité a continuar. Siempre me ha gustado aprender cosas nuevas, y nunca me ha parecido que hubiera cosas más duras para las mujeres que para los hombres, salvo quizá cosas que requieran más fuerza física. Pero siempre hay maneras de atajarlo: usando herramientas diferentes.
¿Le influyeron intelectualmente escritores como Thoreau o Whitman en su decisión de vivir por su cuenta y enfrentar sola los hechos esenciales de la vida? Ese parece ser el verdadero American way of life, y la verdadera tradición americana. ¿Era consciente de que estaba ingresando en ese linaje? ¿Fue una decisión “intelectual”, por paradójico que suene?
He leído a los escritores que mencionas y a otros escritores de la naturaleza, pero no son los que prefiero. Uno de mis favoritos es un escritor que vivía más cerca de vosotros: José Saramago, que se definía como comunista, ateo y pesimista con sentido del humor.
Diría que quien de verdad influyó en mi decisión de abandonar la ciudad y trasladarme al campo fue mi padre. Trabajaba para instituciones de la ciudad, pero se había formado como paisajista, y los fines de semana me llevaba al campo y me explicaba cómo crecen las cosas, y cómo los animales y las plantas, todos esos seres, dependen los unos de los otros. Encontró la manera de que pudiésemos tener caballos en la ciudad; así luego podíamos montar juntos. Fue él quien alimentó mi amor innato por los perros. Fue él quien me hizo sentir más a gusto al aire libre que dentro de una casa. Y fue él quien me enseñó que mis problemas debo solucionarlos yo.
¿Qué ganamos de tener que cambiar de hábitos, y de manera de relacionarnos con el mundo, alrededor de la mitad de la vida?
El cambio de la mitad de la vida. Cuando uno vive mucho tiempo, sufre cambios en muchos puntos, no sólo en la mitad. No creo que haya diferencias sustanciales entre esos cambios, sólo se diferencian en las circunstancias. Los cambios suelen implicar un poco de esfuerzo, pero vistos en retrospectiva siempre resultan interesantes: te llevan a nuevas maneras de relacionarte con el mundo y la verdad es que son divertidos. Lo único que importa es mantener la calma y recordar que todo se puede solucionar. No me habría gustado llevar una vida estática, creo.
Un año en los bosques acaba de ser publicado por Errata Naturae, con traducción de Miguel Ros González.
En portada, retrato de Sue Hubbell en la época que cuenta el libro, por Scott Dine.
Los dos paisajes son fotografías de John W. Iwanski tomadas en el parque nacional Ozarks National Scenic Riverways.
Abejas en una colmena en Frain Lake, Michigan, fotografiadas por Joy VanBuhler.
La Dama de las Abejas
Casi al final del libro Un año en los bosques, donde ofrece el registro de su vida en los Ozarks, Sue Hubbell advierte que “cuando una persona tiene una fuente regular de ingresos, sus errores pueden amargarle la vida, pero no amenazan su supervivencia. Aquí, donde el dinero escasea, cada decisión es importante, no hay cabida para los errores”.
La edición americana original lleva por subtítulo Living the Questions. ¿No es acaso el impulso de enfrentar los asuntos primordiales de la vida de manera inmediata lo que alienta en tantos urbanitas del siglo XXI el deseo de retirarse a los bosques? ¿No estamos entonces deseando tener misiones auténticas, en las que podamos medirnos de verdad, donde no haya cabida para los errores?
Ese era desde luego el impulso confeso de Thoreau cuando emprendió su retiro a los bosques de Walden gracias al cual pudo escribir el libro crucial de la “nature writing”, árbol del que este libro por primera vez traducido en España es una rama más. Sue Hubbell, su autora, no demostró especial interés por Thoreau en la entrevista que le he hecho y que viene a continuación, lo que podría tomarse como una prueba de lo profundamente arraigado que está en todo norteamericano el gen de dejarlo todo y largarse al monte. ¿Por qué necesitaría nadie leer a Thoreau para desear irse al campo? (y esto habría satisfecho a Thoreau o Walt Whitman: “qué superficial es sentarte a escribir cuando aún no te has levantado para vivir”; “saltad de vuestros asientos ¡y luchad por vuestras vidas!”).
Hacia mitad de los setenta, la bióloga Sue Hubbell tenía unos cuarenta años. Involucrados desde la década anterior en las causas sociales del momento, ella y Paul, su marido tenían buenos trabajos y perspectivas de desarrollo. Sin embargo, decidieron abandonar la universidad y retirarse al campo. Dieron con un terreno bastante salvaje entre Misuri, Kansas, Oklahoma y Arkansas. Cuenta en el libro que cuando lo vio por primera vez, se le saltaron las lágrimas de la emoción. Podemos ver en el mapa que no muy lejos, si medimos las distancias con la escala estadounidense, siempre king-size, se encuentra el Parque Nacional Mark Twain: ¡qué país de aventuras! Al poco de llegar, el marido de Sue abandonó el nuevo plan y ella tuvo que acostumbrarse sola a una vida totalmente diferente de la que había llevado hasta el momento. Un año en los bosques es el registro de esa época.
Hubbell eligió como actividad la producción de miel: “A pesar de nuestras diferencias [las arañas tejedoras y yo] compartimos algo importante: ambas somos apicultoras; ambas nos ganamos la vida con las abejas. Mi método, en comparación con el suyo, parece excesivamente complicado: yo mimo a las abejas durante todo el año, extraigo la miel sobrante, la proceso, la embotello, la llevo en mi camioneta a Nueva York y se la vendo a Bloomingdale’s; luego uso el cheque para lo que necesito. Ella se limita a comer abejas”. Este extracto da una idea del tono del libro, en el que la autora va contando sus pequeñas aventuras cotidianas con las abejas, las orugas, las inclemencias del tiempo, el deterioro de su cabaña, los ciervos, los coyotes, las zarigüeyas, los azulillos y con otros seres que también llevan mucho tiempo habitando esas tierras: sus vecinos (que fueron quienes le dieron el envidiable título de Dama de las Abejas). A cada una de las criaturas que va encontrando, Hubbell le dedica unas líneas, un momento de reflexión en el que no se permite imponer sus conclusiones o moralejas, sino que deja que las cosas se expliquen a sí mismas, lo que no sólo parece una actitud muy científica sino también muy oriental, algo acorde con la estructura del libro, organizado de manera circular, como el ciclo de las estaciones.
Leí el libro porque quería saber cómo aprende una mujer en la mitad de su vida a vivir sola y desde cero, en territorio hostil. Afortunadamente, no lo dice. Cuenta cómo debes aplicarte voluntariamente el veneno de las abejas para inmunizarte; que las arañas cambian de exoesqueleto entre dos y veinte veces antes de alcanzar su tamaño final; que los sexadores de pollos a veces se equivocan; que por mucho que calcules desde dónde atacar el tronco, es imprevisible hacia dónde va a caer el árbol que estás talando y que los avispones cariblancos sólo pueden alimentarse de líquidos debido a la estructura de sus bocas. Lo que, por supuesto, es mucho más interesante.
¿Sigue viviendo en los Ozarks? ¿Qué le ha pasado desde la publicación original de Un año en los bosques (1983)?
No, ya no estoy en los Ozarks. Ahora vivo en el Maine rural, en la costa atlántica, al lado de un pueblo cuya ocupación principal es la pesca de la langosta. Encuentro interesante lo similares que son mis vecinos actuales a los ozarkers: gente práctica que depende de los cambios del tiempo y del entorno (y de su duro trabajo) para ganarse la vida. Ha habido muchos cambios en mi vida desde que vivía en Misuri. Allí pasé 20 años, y luego me volví a casar –con un antiguo amigo de la universidad– y me trasladé a Washington D.C., porque él trabajaba en asuntos de inmigración y derechos humanos. Vendí la granja al Estado de Misuri, que la mantuvo como área protegida bajo el programa Forever Wild Conservation. Derribaron las construcciones y permitieron que los árboles crecieran a su aire. Así que ha vuelto a su estado de hábitat silvestre, cosa que me encanta. Ya en Washington, comencé a escribir para varias revistas y publiqué algunos libros, enfocándome sobre todo en la historia natural. Fue muy interesante, porque aprendí mucho de los científicos a los que entrevisté. Mi marido murió hace unos años, así que estoy sola otra vez. Tengo 81 años.
Cuenta en el libro que, por temporadas, el trabajo con las abejas le llevaba unas diez o doce horas de trabajo diarias, que a menudo se quedaba aislada por la nieve, que tuvo que aprender a manejar una sierra eléctrica para hacer acopio de leña, que levantó usted misma el tejado con tejas fabricadas a manos, que cuando recorría el país para vender la miel solía dormir en la cabina de la camioneta para ahorrar… ¿Cómo ha influido una vida tan exigente y dura en su escritura, en toda su carrera literaria?
Parte de esta pregunta queda contestada arriba, pero en la pregunta se sugiere si la experiencia en los Ozarks cambió mi vida de una manera significativa. Puede sonar raro, pero no creo que lo fuera así. A lo largo de mi vida, siempre he disfrutado de emprender cosas nuevas y averiguar qué es lo que hace falta para seguir haciéndolo.
El libro se publicó originalmente en los años 80, y ya recoge las crecientes dificultades que experimentaban los apicultores independientes para ganarse la vida con la miel, debido a la expansión de los mercados nacionales. ¿Cómo se ha desarrollado esta tendencia? ¿Se han perdido formas de vida en el proceso? Además, últimamente leemos muchos sobre la preocupante disminución de la población de abejas y sus comportamientos erráticos. No se sabe a qué se debe ni qué consecuencias puede tener. ¿Qué opina de esto?
Ya no puedo ofrecer una experiencia directa, pero a juzgar por lo que leo y oigo por ahí, en los Estados Unidos tanto las abejas como los apicultores sufren cada vez más problemas. En parte se debe a que la miel importada resulta más barata, así que a los apicultores nacionales les cuesta más vender la miel. Pero también se debe a que el trabajo de polinización exige que los apicultores transporten en camiones, de un sitio a otro, las colmenas, lo que genera bastante estrés a las abejas, y a que los criadores han desarrollado genéticamente abejas más “productivas” –he aquí otra fuente de estrés–, por lo que las abejas son más sensibles a las enfermedades que antes.
¿Cree que los gobiernos tienen un interés genuino en cuidar del medio ambiente? ¿Están fallando en algo los organismos internacionales?
No me gusta pensar en “el gobierno” como en un monolito. Está claro que todos los gobiernos tienen interés en proteger el planeta en el que vivimos, pero existe un conflicto muy acusado entre un plan de conservación a largo plazo de nuestro hábitat y el deseo de amasar cuanto dinero sea posible, lo más rápido posible. Lamentablemente, esto altera los procesos políticos con toda clase de procedimientos y leyes nuevas adecuadas a esos intereses.
¿Qué opina del movimiento por los derechos de los animales? ¿Lo considera una tendencia más bien urbana? ¿Cómo se percibe cuando se lleva una vida rural tradicional?
“Los derechos de los animales”: esto es muy teórico. No hay muchos humanos que sean vegetarianos, y los residentes de las ciudades, cuando cazan, lo suelen hacer por “deporte”. No conozco ninguna zona urbana en la que los perros puedan ir sin correa, ni siquiera en el pueblo donde vivo, que tiene una población de 1.300 habitantes. Ni siquiera aquí puedo llevar sin correa a mi Labrador retriever, que no puede ser más manso y cariñoso, a la oficina de correos, porque el servicio postal de los Estados Unidos no permite que los perros entren en las oficinas. La gente en el campo caza ciervos y otras “presas” para tener comida en el invierno, y cría animales para el matadero. Pero al menos esos ganaderos, al igual que los que cultivan forraje, o mis amigos los pescadores de langosta, los que cazan o pescan a esas criaturas para luego venderlas como alimento, desean sinceramente que sus vacas, sus cerdos, sus pollos, sus langostas, sus almejas, sus vieiras, estén sanos y reciban un buen trato mientras dure su vida. Toda esa gente está comprometida en buen mantenimiento del entorno.
Cada vez hay más gente que fantasea con la idea de volver a una vida sencilla, como hizo usted en los setenta. ¿Por qué cree que está pasando esto? ¿Son conscientes de a lo que se enfrentarían?
Acaban de irse unos amigos suizos que habían venido a visitarme, y les he contado las preguntas que me han hecho los medios españoles. Me han dicho que en España existe un interés creciente en el movimiento de vuelta al campo. No conozco en detalle lo que está pasando, pero aquí, en los sesenta y setenta, entre mis conocidos había un enorme descontento con la Guerra del Vietnam y la aparente impotencia de la gente por hacer algo al respecto (mi marido y yo asesorábamos a insumisos, y al menos pudimos salvar de morir en aquella guerra a algunos estudiantes de las universidades donde trabajábamos). Nuestros infructuosos esfuerzos por cambiar el mundo según nuestra forma de pensar, a la inexperta edad de cuarenta años, fueron los que nos llevaron a mudarnos a Misuri y reciclarnos como apicultores. Tampoco es que el mundo cambiase por eso, pero al menos nos lo pasamos bien. A mis 81 años, ya me he convencido de que la gente cree que existen soluciones sencillas, instantáneas y mágicas. Yo no lo creo. La vida se parece un poco a la climatología. Tienes que tomártela como viene y tratar de resolver los problemas que nos plantea.
Llevaba una vida “normal” en una ciudad, y decidió dejarla. ¿Cuánto tarda una persona en acostumbrarse a la vida del campo? ¿Qué debe saber, u olvidar? ¿Es más difícil para las mujeres que para los hombres?
Cuando nos casamos, mi primer marido y yo vivíamos en ciudades. Primero Los Angeles, luego El Paso, Texas. Ahí teníamos trabajo. Pero al poco nos mudamos al Este por otro trabajo suyo (era ingeniero) y aunque los dos trabajábamos en el centro de las ciudades, normalmente nos gustaba instalarnos fuera, en zonas tan rurarles como nos fuera posible. Por eso, no resultó demasiado difícil mudarnos a Misuri. Después del divorcio tuve que aprender a hacer algunas cosas, claro. Por ejemplo, a usar la sierra eléctrica y a arreglar la furgoneta, pero la apicultura había sido una novedad para los dos y habíamos aprendido juntos: yo me limité a continuar. Siempre me ha gustado aprender cosas nuevas, y nunca me ha parecido que hubiera cosas más duras para las mujeres que para los hombres, salvo quizá cosas que requieran más fuerza física. Pero siempre hay maneras de atajarlo: usando herramientas diferentes.
¿Le influyeron intelectualmente escritores como Thoreau o Whitman en su decisión de vivir por su cuenta y enfrentar sola los hechos esenciales de la vida? Ese parece ser el verdadero American way of life, y la verdadera tradición americana. ¿Era consciente de que estaba ingresando en ese linaje? ¿Fue una decisión “intelectual”, por paradójico que suene?
He leído a los escritores que mencionas y a otros escritores de la naturaleza, pero no son los que prefiero. Uno de mis favoritos es un escritor que vivía más cerca de vosotros: José Saramago, que se definía como comunista, ateo y pesimista con sentido del humor.
Diría que quien de verdad influyó en mi decisión de abandonar la ciudad y trasladarme al campo fue mi padre. Trabajaba para instituciones de la ciudad, pero se había formado como paisajista, y los fines de semana me llevaba al campo y me explicaba cómo crecen las cosas, y cómo los animales y las plantas, todos esos seres, dependen los unos de los otros. Encontró la manera de que pudiésemos tener caballos en la ciudad; así luego podíamos montar juntos. Fue él quien alimentó mi amor innato por los perros. Fue él quien me hizo sentir más a gusto al aire libre que dentro de una casa. Y fue él quien me enseñó que mis problemas debo solucionarlos yo.
¿Qué ganamos de tener que cambiar de hábitos, y de manera de relacionarnos con el mundo, alrededor de la mitad de la vida?
El cambio de la mitad de la vida. Cuando uno vive mucho tiempo, sufre cambios en muchos puntos, no sólo en la mitad. No creo que haya diferencias sustanciales entre esos cambios, sólo se diferencian en las circunstancias. Los cambios suelen implicar un poco de esfuerzo, pero vistos en retrospectiva siempre resultan interesantes: te llevan a nuevas maneras de relacionarte con el mundo y la verdad es que son divertidos. Lo único que importa es mantener la calma y recordar que todo se puede solucionar. No me habría gustado llevar una vida estática, creo.
Un año en los bosques acaba de ser publicado por Errata Naturae, con traducción de Miguel Ros González.
En portada, retrato de Sue Hubbell en la época que cuenta el libro, por Scott Dine.
Los dos paisajes son fotografías de John W. Iwanski tomadas en el parque nacional Ozarks National Scenic Riverways.
Abejas en una colmena en Frain Lake, Michigan, fotografiadas por Joy VanBuhler.